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Capítulo 1

"La ociosidad es enemiga del alma".

Máxima de la Orden de las Hermanas Pobres de Santa Clara.


Real Convento de Santa Clara, siete meses después.

El Real Convento de Santa Clara estaba formado por un conjunto de religiosas clarisas dedicadas a la oración y a la caridad, que intentaban ayudar a los más pobres de la ciudad de Úbeda. El convento, austero en su fachada, presentaba dos claustros cuyos patios interiores con sus aljibes permitían a las hermanas poder cultivar las hierbas medicinales y las hortalizas que necesitaban para subsistir, procurando producirlas en cantidades suficientes para el propio abastecimiento del convento y para ayudar a los más necesitados. El patio de cada claustro tenía una galería porticada con arquerías que descansaban en columnas y de ahí, partían las distintas dependencias.

     El ala norte contenía las pequeñas celdas, donde un camastro con un colchón de jergones y una pequeña estantería, constituían todo el mobiliario que cada hermana necesitaba para dejar caer sus huesos durante la noche y dedicarse en alma a la oración, tan solo una cruz de madera interrumpía la austeridad franciscana.

      El ala sur disponía de varias salas: la primera, una pequeña enfermería con una botica cuyos remedios caseros, fabricaban las propias hermanas; a continuación, se encontraba la sala profundis, donde rezaban antes de tomar sus alimentos en el propio refectorio y por último, la cocina junto a la bodega.

      El ala este era acariciada por el sol a primera hora de la mañana y por eso estaba destinada al estudio. La madre reverenda tenía gran empeño en proveer al convento de libros para la enseñanza y la vida pastoral, y por eso en la biblioteca contaban con varias biblias, así como libros de derecho canónico y de predicación. Cosa no muy bien vista por los monjes de uno de los conventos de la ciudad que reclamaba ese derecho. Sin embargo, la madre reverenda obviaba tal exigencia. Procedente de una familia acaudalada de la nobleza castellana y emparentada con la reina, había adquirido la enseñanza del latín desde pequeña, cosa totalmente impropia en las mujeres de su familia pero que su madre, cabezona y adelantada a la costumbre, se había empeñado en que todos sus hijos e hijas aprendieran. Y por eso, la reverenda madre abogaba por continuar cultivando tal conocimiento.

     Y por último, en el ala oeste, se situaba la pequeña iglesia y el coro.

       Esa mañana, la madre reverenda estaba nerviosa, tenía una cita importante fuera de los muros del convento. La hermana Ana conocedora del asunto que la preocupaba, le preguntó:

—¿Queréis que os acompañe, reverenda madre?

—No, no hace falta. Puedo contender perfectamente con ese caballero. Por ahora, no quiero que nadie sepa de la existencia de la niña. No tardaré en volver...

—Muy bien. reverenda madre. Que Dios os acompañe y os guíe.

—Que así sea, hermana.

      Ambas religiosas se encaminaron hacia la puerta de entrada del convento y una vez, que la reverenda madre salió hacia el palacio de don Francisco de Molina, la hermana Ana cerró el portón.


La reverenda madre se preparó mentalmente para el encuentro. Después de varios meses, creía haber hallado al propietario del anillo que la niña llevaba en el momento en que la abandonaron, pero había tardado mucho tiempo en dar con el paradero del dueño de aquella joya. El caballero, ajeno a la cuestión, no se esperaba que tratara con él un asunto tan delicado.

      No se iría de allí hasta garantizar el porvenir de la criatura y si algo tenía que ver esa familia de rancio abolengo con la pequeña, se aseguraría de que tuviese un porvenir. Las hermanas se habían encariñado con el querubín de ojos verdes como aceitunas y no podía permitir que esa situación se prolongase en el tiempo. Ninguna había protestado, pero sabían que se encontraban apenadas por la posible marcha de la niña. Era una rígida norma eclesiástica que habían incumplido al permitir la presencia entre ellas de la recién nacida. Pero dadas las circunstancias, habían hecho una excepción.

      La pequeña se había convertido en la única distracción de aquella estricta y rígida vida conventual. Se estaba volviendo habitual, regañar a las hermanas porque competían entre ellas para cuidar a la pequeña Clara María, nombre con el que la habían bautizado al correr de los días. Debían reconocer, que cuando adquirieron la condición de religiosas y consagraron sus vidas al Señor, tuvieron claro a lo que renunciaban desde que tomaron sus votos, pero en el fondo de sus almas, todas y cada una de ellas, llevaba por dentro esa madre sin realizar y en ausencia de hijos, Clara María aliviaba esa falta en sus vidas. Habían jurado ayudar a todos los expósitos abandonados en la Casa Cuna, pero esa criatura había traspasado las paredes del convento y las de sus propios corazones.

      Ensimismada en sus pensamientos, la madre reverenda reparó en que casi había llegado al palacio de los Molina, hecho que sus cansados y ajados pies agradecieron. Levantando los ojos, contempló los siete balcones con su rejería y un poco más arriba, en la segunda planta, el destacado artesonado con siete ojos de buey y ocho guerreros y madonas sujetando los escudos familiares. Sin embargo, lo más sencillo y espectacular era el magnífico escudo familiar de los Molina en la puerta de entrada. Tocando la aldaba de la puerta, alguien abrió desde su interior a los pocos minutos.

—¿Madre? —preguntó uno de los sirvientes al descubrir a la religiosa en el exterior.

—Don Francisco me está esperando... —explicó la madre reverenda.

—Ahora mismo aviso al señor de su presencia, pasad... —sugirió el sirviente invitándola a entrar.

—Gracias —respondió la mujer.

      Atravesando la gran puerta de entrada, se encontró de repente en el interior de un patio central de arquerías, plagado de escudos familiares y entre arco y arco, altas y elevadas columnas de mármol blanco que daban testimonio del exquisito estilo italiano con que había sido construido. Una fuente en el centro, de la que brotaba el agua en aquel luminoso y amplio patio, daba calidez al lugar recordando una típica casa romana.

      La reverenda madre había escuchado hablar sobre el linaje de los Molina y varias veces, había pasado por delante del monumental palacio, sin imaginarse lo que su interior podía albergar. El lujo impregnaba las paredes del lugar otorgando una exquisita sencillez. Nunca había visto algo igual.

       Ensimismada, escuchó el regreso del sirviente.

—El señor, don Francisco, os atenderá de inmediato...

      La reverenda madre asintió y caminando detrás del sirviente llegaron hasta una puerta tallada de olivo, nada común en aquel tipo de palacios y que el sirviente abrió para permitir el acceso a su interior. Nada más entrar, un elegante caballero y un religioso, la miraron con interés.

     Al pertenecer a la Orden de San Francisco, las monjas del convento de las Clarisas utilizaban un hábito muy sencillo de túnica, toca, velo negro y un cordón de tres nudos como único cinturón que representaba los votos de castidad, obediencia y pobreza. Así que, ya estaba habituada a no sentirse inferior por su vestimenta, a pesar de la apariencia lujosa de aquel hombre.

      La reverenda madre saludó a Don Francisco de Molina, así como al fraile que lo acompañaba en ese momento. Alto y de buen porte, el noble poseía un aire de seguridad en sí mismo que no se molestaba en disimular. La calidad de su ropaje, mostraba la posición social que ese hombre ostentaba. En Úbeda no había tantas familias nobles que disfrutaran de tanto lujo.

—Reverenda madre... Había escuchado de su buen hacer en la ciudad, pero nunca había tenido el gusto de que nos presentaran... —añadió don Francisco.

—Lo mismo os digo, señor... Solo estuve una vez en vuestra presencia, pero ya hace tiempo y estoy segura que ni os acordaréis —respondió con cortesía la reverenda madre desviando la mirada hacia el otro religioso.

—Es cierto, no recuerdo haber coincidido con vos.

     Al comprobar el interés de la religiosa, don Francisco le presentó a Deza:

—Creo que no conocéis al nuevo Inquisidor de la ciudad, Diego de Deza...

—No señor... —contestó la reverenda madre—. Inquisidor... —saludó a su vez la reverenda al religioso.

—¡Madre! —contestó de forma escueta el hombre.

     La monja no añadió nada más, pero asintió saludando a su par.

—El fraile acaba de llegar a la ciudad para ocupar el cargo de Inquisidor de Úbeda —aclaró de nuevo don Francisco.

—No tenía conocimiento de vuestra llegada a la ciudad...

—No, todo ha sido muy precipitado —contestó el Inquisidor.

—Espero que su estancia en la ciudad sea lo más agradable posible —contestó la religiosa.

     El fraile parco en palabras, la miró detenidamente pero no respondió al comentario. Desde ese mismo instante, la reverenda madre tuvo un mal presentimiento con respecto a ese hombre. Un escalofrío le recorrió sus desgastados huesos al reparar en la altiva actitud del religioso. El inquisidor la observaba casi con desprecio, como por encima del hombro.

—Imagino que vendréis a recaudar fondos para vuestras causas...

—No señor, estáis equivocado. No es ese el asunto que me ha traído hasta aquí —respondió la mujer.

     En ese momento, la religiosa captó la atención de los dos hombres.

—¿Y se puede saber cuál es el motivo de vuestra presencia?

—Si no os importa, preferiría tratarlo a solas... —contestó la reverenda madre.

      A Diego de Deza no le gustó para nada que esa monja lo excluyese de la conversación.

—Por supuesto reverenda..., don Diego ya se disponía a marchar. Mañana podremos continuar con este asunto, que había venido a tratar, don Diego —añadió don Francisco casi despidiendo al religioso.

—Por supuesto. Hasta mañana, don Francisco... —se despidió el religioso.

—Hasta mañana, don Diego... —asintió don Francisco.

     El fraile, claramente disgustado, se despidió sin tener más opción.

—Le dejo a solas para que puedan tratar ese asunto tan privado —dijo el nuevo Inquisidor mirando de mala manera a la religiosa.

—Hermano... —dijo la reverenda madre despidiéndose a su vez.

      Cuando el hombre salió de la sala, la religiosa dejó salir un ligero suspiro de alivio sin que don Francisco se percatara de ello. Ese hombre no le había inspirado la más mínima confianza.

—Ya podéis hablar con tranquilidad, hermana. ¿Qué asunto os trae hasta aquí...? —volvió a preguntar el caballero.

     La monja observando la impaciencia de don Francisco sacó del interior de su hábito el anillo y sin que el noble se lo esperase, le hizo entrega de él. Su cara de asombro, no la pilló de nuevas, porque sabía que ese hombre se sorprendería.

—¿De dónde habéis sacado este anillo? —preguntó impaciente el caballero, mirándola preocupado.

—¿Es suyo, don Francisco? —intentó averiguar primero la religiosa, sin dejarse amilanar por la actitud exigente del caballero.

—Sí, fue mío hasta que se lo regalé a una persona a la que apreciaba... Creí que no volvería a verlo jamás —declaró don Francisco sentándose en un rico sillón de terciopelo.

     La reverenda madre comprendió que el caballero se había quedado impactado.

—Entonces, espero que podáis explicarme su procedencia...

—¿Dónde lo encontrasteis? —insistió de nuevo don Francisco, dejando entrever su nerviosismo por primera vez.

—Entre las ropas de una recién nacida que abandonaron en la Casa Cuna.

—¿Cómo? —preguntó don Francisco poniéndose pálido de repente—. ¿Una niña? No puede ser. ¿Cómo fue a parar este anillo a una recién nacida?

—Esperaba que vos, me lo explicarais. El anillo me resultaba conocido pero tardé varios meses en acordarme dónde lo había visto...

      Media hora después, la religiosa le contaba a don Francisco cómo habían abandonado a la niña en la Casa Cuna con el anillo entre las ropas.

       Don Francisco de Molina no daba crédito a lo que le había contado aquella religiosa. Su primo Juan le había mentido después de todo. El muy sinvergüenza seguramente había tenido conocimiento de sus relaciones con Juana y se había desembarazado de la niña sabiendo que no era hija suya, sino de él.

—<<Lo voy a matar con mis propias manos...>> —pensó don Francisco embargado por el rencor y la rabia, levantándose del sillón, sin reparar en la mirada atenta de la religiosa.

—Si esa niña tiene algo que ver con vos... —dijo la reverenda madre con cautela—. creo que deberíais haceros cargo de ella.

—Por supuesto, pero antes necesito que hagáis algo por mi... —señaló el hombre apesadumbrado, levantando la fría mirada hacia la monja—. Debéis saber que esa niña es posiblemente mi hija. Desconocía su existencia, pero mucho me temo, que siendo quien soy yo, su padre, podría exponerla a un peligro mayor, si alguien descubre su paradero. Si en verdad es hija ilegítima mía, no puedo hacerme cargo de ella por ahora.

—Pero... no comprendo, señor —dijo escuetamente la madre reverenda sin dejar de entrever el profundo desagrado que le producía las consecuencias de los devaneos amorosos de aquel caballero.

—A pesar de que es bastarda, corre peligro a mi lado. Mi primera esposa murió dando a luz y con la segunda, no tuve la fortuna de tener descendencia ... —dijo el noble sentándose de nuevo en el sillón como si sus piernas fuesen incapaces de sostenerlo—. Necesito que sigáis ocupándoos de la niña y que la ocultéis en el convento hasta que cumpla una edad conveniente. No hay que decir, que me responsabilizaría de todos los gastos que eso conllevase, pero necesito vuestra discreción y el anonimato que el convento le proporcionará a mi hija para que tenga la más mínima oportunidad de sobrevivir... La misma persona que la abandonó, podría acabar con su vida si descubre que la criatura sobrevivió. Es evidente, que el único fin que perseguía cuando la abandonaron, era que acabase como la gran mayoría de los expósitos y si mal no me equivoco, terminan perdiendo la vida. Si es mi hija, no puedo arriesgarme a que corra la misma suerte.

     Don Francisco de Molina continuó desgranando las razones de la necesidad de ocultar a la pequeña hasta que, fue incapaz de continuar hablando.

—Pero sabed que no nos está permitido mantener a niños dentro del convento. Es más, si llegase a oídos del nuevo Inquisidor...

—Dejadme eso a mí. No debéis preocuparos por nada... Yo mismo me encargaré de que nadie os moleste por la presencia de la niña.

      La reverenda madre lo meditó durante unos segundos y al final, accedió.

—Está bien señor, como deseéis. Si vuestra persona cree que lo más conveniente para esa niña es que crezca entre nosotras, así se hará..., pero sigo opinando que buscarle algún tutor legal o alguna noble familia que se hiciese cargo de ella, sería lo más conveniente...

—Ya os he dicho que por el simple hecho de ser hija mía, corre un grave peligro. Y por otro lado, reconozco que soy egoísta. No quisiera que crezca alejada de mi persona. Numerosos enemigos no dudarían en utilizarla en mi contra... pero me gustaría verla de vez en cuando, si es posible.

     El único signo que mostró la reverenda madre de desaprobación, fue el rictus amargo que se formó en su rostro. Media hora después, la religiosa salía del palacio camino al convento. Esa misma noche, el caballero acudió al interior de la pequeña capilla del convento con el único fin de conocer a su bastarda.


Varios días después, don Francisco de Molina, sentado en su despacho intentaba dilucidar, el mejor modo de proceder en todo aquel asunto. Había sido un impacto descubrir el gran parecido que guardaba esa niña con su persona. Cuando aquellas monjas destaparon la cara de la criatura dormida, su sorpresa fue mayúscula. Era heredera de la sangre del linaje de los de Molina, a pesar de su bastardía. Incluso había heredado el hoyo de su barbilla y una marca de nacimiento que había pasado de generación en generación en los Molina, por no hablar del mismo color de cabello que él tenía. Juana no podía haberle dejado una muestra más idéntica a su persona. Jamás negaría la procedencia de esa criatura. Con cuarenta y cuatro años y varios intentos de ser padre, no había conseguido que ninguna de sus dos esposas consiguiera otorgarle descendencia. Solamente aquel desliz con la madre de Clara María había logrado sus frutos. Reconocería a Clara María como su heredera, pero todo a su debido tiempo. No permitiría que el amargado de su primo acabara con la vida de su única descendiente. Ahora comprendía su marcha precipitada de Úbeda, alegando que se hallaba sobrecogido por la pérdida de su esposa. ¡Todo una gran mentira! Pero el muy maldito, pagaría por ello algún día.

      Nada más conocer a su hija, había acudido al amanecer, al lugar donde descansaban los restos de Juana, para comprobar la fecha de su muerte. Sintiéndose conmocionado, descubrió la causa: era indiscutible que Juana había fallecido en el parto. La fecha de la muerte y el día que abandonaron a su hija, coincidían. Y él, había permanecido al margen de todo, sin saber absolutamente nada. Conformándose con la versión que su primo había querido dar: que unas extrañas fiebres se la habían llevado.

      Había intentado ver a Juana durante los meses anteriores al parto, pero su primo siempre tenía una excusa para no permitirlo. Seguramente, enterado de todo, la había mantenido aislada, mientras pagaba en soledad las consecuencias de sus acciones. No tuvo intención de engañar a su primo, pero la atracción que sentía por Juana, le llevó a romper todos sus principios.

      La seguridad de su hija dependía del silencio de aquellas monjas. Tanto su primo Juan, como su enemigo más acérrimo, Luis de la Cueva, no dudarían en acabar con la vida de la pequeña si descubrían la existencia de su heredera. Debía ocultar su procedencia a toda costa y entre los muros de un convento, conseguiría ganar el tiempo suficiente para que creciera lejos de las intrigas que lo rodeaban. Solamente cuando Clara María estuviese en edad casadera, descubriría toda la verdad y nombraría a Clara María de Molina como su única heredera.


Real Convento de Santa Clara, Ciudad de Úbeda.

Año de 1479.

—¡Clara! Sujetad estos plantones, mientras voy haciendo el hoyo. Vos me pasaréis las plantitas y yo las iré sembrando, pero tenéis que tener cuidado que no os dé con la azada...

—Sí, hermana Ana... —contestó la pequeña Clara María, pendiente de los movimientos de aquella siniestra herramienta.

Cansada, después de llevar tanto rato de pie, la niña preguntó:

—¿Os queda mucho, hermana Ana?

      La niña tenía ganas de que llegase la hora de la comida, el estómago le rugía desde hacia rato.

—Poco..., ya sabéis que hay que terminar la faena que nos quede antes de comer. ¿Cuál es la oración más importante del día, Clara? —preguntó la hermana mientras cavaba e intentaba distraerla.

—El padrenuestro, hermana Ana... —contestó la niña resignada.

—¿Aparte del padre nuestro...? —preguntó la religiosa de nuevo con paciencia.

—¿Que la ociosidad es la enemiga del alma? —insinuó la pequeña harta de repetir siempre la misma retahíla—. ¡Eso ya me lo sé, hermana!

—¡No blasfeméis, niña!..., el Señor os puede escuchar y nos puede castigar a ambas. Si la reverenda madre os escuchase quejaros del trabajo, nos reprendería a las dos y podríamos estar en ayuno una semana entera. ¿Eso es lo que deseáis?

       La niña abrió los ojos horrorizada y negando con la cabeza exclamó un quejido:

—¡Nos moriríamos de hambre! —exclamó la niña horrorizada.

—Sobre todo vos, que no hacéis más que comer... Si la reverenda madre se entera de lo que hicisteis el otro día, es capaz a echarnos del convento —señaló la monja en señal de desaprobación.

      Con el ruido de la azada y la conversación, ninguna de las dos se percató que desde una de las ventanas del claustro que daba al huerto, la reverenda madre escuchaba toda la conversación acordándose del susto.

—¡Pero hermana Ana! ¡Qué culpa tengo yo si me gustan las cerezas!

—¿No os avisé que no comierais? Os dije que eran para venderlas y que teníamos prohibido probarlas.

—¡Pero todo el mundo come cerezas! ¿Por qué las monjas no podemos comer cerezas?

—¿Que por qué? ¿Pero es que no entendéis nada, niña? ¡Señor, perdonadla por lo que dice...! —exclamó la hermana Ana volviéndose hacia la niña—. ¿Cuántas veces os he explicado que esas cerezas llevan licor? Si la madre reverenda se hubiese percatado que estuvisteis indispuesta todo el día, durmiendo porque con solo cinco años estabais beoda, nos hubiese excomulgado a las dos y sobre todo a mí, por no estar pendiente de vuestra persona.

      En ese momento, la monja se volvió sobre sí para coger uno de los plantones, pero pudo detectar la rapidez con que Clara había escondido su mano en el interior de su ropa.

—¿Y ahora qué estáis tramando? ¿Qué os habéis metido ahí dentro? —preguntó la monja sabiendo que la había pillado haciendo alguna otra travesura—. Decidme, ¿qué escondéis en vuestras ropas....?

—Nada, hermana Ana... —negó la niña con sus grandes ojos infantiles que parecían salirse de su cara cuando mentía.

—¿Cómo que nada...? —levantó la hermana Ana la voz sin querer—. No me fio de vos cuando decís nada. Seguro que tramáis algo... Cualquier día de estos, mi pobre corazón va a dejar de latir por los disgustos que me dais. Decidme qué escondéis ahí... —señaló de nuevo la monja, mirando con detenimiento a la pequeña.

      La niña terminó por sacar la mano y mostró el hatillo de hierbas que había recogido del suelo.

—¡Pero si son ortigas, criatura! Se os hinchará la mano y no podréis aguantar el picor... —volvió a gritar la monja yendo hacia la pequeña.

      De repente, unos enormes verdugones empezaron a salir en la menuda palma infantil.

—¡Me escuece mucho! —gimió de repente Clara María, como si aquellas palabras de la hermana Ana hubiesen sido un vaticinio.

—¡Pero cómo no os va a escocer! Si habéis cogido un montón de ortigas... ¿Se puede saber para qué querías eso? —preguntó la hermana intentando ir hacia el centro del huerto donde estaba el aljibe.

—¡Me duele mucho! —empezó a lloriquear con más fuerza la pequeña.

—Meted la mano en el agua fresca, os aliviará el picor... —ordenó la religiosa.

      La niña obedeció y metió sus manecillas en aquel agua casi helada. Un rato después, cuando Clara María dejó de llorar, la monja consiguió que le explicara por qué había cogido las hierbas.

—La hermana Catalina dice que la hermana Paula se merece que le regalen un hatillo de ortigas y yo quería dárselo...

—¡Señor! ¡Señor! Dadme paciencia... No podéis hacer caso de lo que las hermanas dicen... Traed acá esa mano, que ya os explicaré después lo de las ortigas. Esta noche, antes de la última comida, rezaréis cinco padrenuestros y le pediréis al Señorperdón por lo que acabáis de hacer...

—¿Pero qué mal he hecho? Si solo quería regalarle esas flores... —dijo Clara poniendo cara de disgusto.

—Si dejaseis de escuchar a escondidas, muchas cosas de las que os ocurren, no sucederían. Seguramente que estabais donde no debíais ¡Decidme! ¿Dónde estabais cuando la hermana Catalina dijo eso?

     La niña bajó la mirada, sin querer contestar.

—Lo que yo me barruntaba, que sean diez...

—¡Hermana! ¡Sabéis que no me gusta rezar! —lloró con más ahínco la pequeña.

—Y cinco Avemarías, por decir eso también... ¡Señor, qué hicimos aquel día para que nos mandaseis una criatura así! ¡Vais a ser mi penitencia! —renegaba la monja cruzando las manos como si estuviese rezando.

     La niña que había mantenido sus manos infantiles dentro del agua, las sacó en ese momento y aunque parecía que el escozor se había calmado, sus deditos arrugados estaban casi azules.

—¡Encima vais a enfermar! ¡Vamos para adentro! Ya sembraré después lo que me quede... —ordenó la hermana Ana contrariada.

     La reverenda madre, no pudo evitar que la sonrisa apareciera en su rostro. Aunque nadie había hecho mención del hecho, de todas era conocido lo sucedido con el licor de guindas. Desde entonces, las hermanas cocineras habían mantenido el tonel a buen recaudo y procuraban, de vez en cuando, dejar cerezas olvidadas en algún plato donde la pequeña Clara las alcanzara. Nadie era capaz de negarle a esa niña unas pocas cerezas.


Ciudad de Úbeda, zoco de la ciudad.

Dos años después.

Diego corría cuesta abajo con sus amigos. Aquella mañana, era día de mercado en el zoco. Y después de dar sus clases, había conseguido permiso de su padre para acudir al lugar. En medio del bullicio, a sus amigos y a él, les gustaba ver la ajetreada y variopinta concurrencia que acostumbraba acudir a ese lugar.

      En medio del gentío jugaban ajenos a la muchedumbre que caminaba distraída.

—Mi padre me advirtió que antes de que se hiciera tarde, debía regresar... —señaló Diego de la Cueva.

—Yo igual... La otra noche hubo una pelea y uno de los hombres de vuestro padre, casi acaba muerto —advirtió uno de los amigos de Diego.

      Los padres de sus amigos eran caballeros que trabajaban al servicio de su propio padre, don Luis de la Cueva.

—¡Mirad! —dijo uno de los niños, señalando a un grupo de religiosas que cruzaban el zoco.

—¿Dónde irán? —preguntó uno de ellos—. ¿Las seguimos?

—No tengo ni idea... —declaro Diego mientras contaba a las monjas—. Una, dos, tres, cuatro, cinco...

     De repente, el niño se quedó callado, dejando de contar.


Era la primera vez que Clara María salía del convento. Los siete años de su vida, los había pasado en su interior y entusiasmada, contemplaba boquiabierta todo lo que ocurría a su alrededor. Asombrada, descubrió que la gente vestía otros ropajes distintos a los de ella. Nadie le había dicho nunca que eso fuese así. Caminando entre la hermana Ana y la hermana Catalina, conseguía permanecer oculta debido al volumen de ambas religiosas. Las dos ocultaban convenientemente su presencia, a vista de los demás. Pero la pequeña, escuchó a lo lejos unas risas infantiles y por impulso, asomó sus perspicaces ojos buscando el origen del sonido. Nunca había visto otros niños como ella.

       Un grupo de cinco a seis niños estaba en medio del gentío del zoco. La hermana Ana le había advertido de lo que se iba a encontrar, pero sus explicaciones se habían quedado cortas; ni en sus sueños se imaginaba que hubiesen casas y plazas así.

—¡Hermana Ana! —exclamó Clara María tirando insistentemente del hábito de la monja—. ¡Son niños!

     Las hermanas que habían escuchado el entusiasmado comentario de la niña, miraron con pena a la pequeña y solamente la hermana Ana, fue capaz de reprenderla:

—¿No os he dicho que debíamos permanecer calladas y no mirar lo que ocurre a nuestro alrededor? Si no obedecéis..., no volveréis a salir. No podéis olvidaros del voto de silencio.

     La niña, sin escapar de su asombro, no prestó atención a la regañina. Sus ojos buscaban los de los otros niños. Volviendo a mover ligeramente la cabeza, su mirada se quedó fija en el rostro de uno de los niños que en ese instante, miraba hacia ella. La observaba con la misma atención con que ella lo miraba a él. Clara María le sonrió.


—¡Mirad! ¡Es una monja! —exclamó Diego en voz baja, pero lo suficientemente alto para que sus amigos escuchasen el comentario.

—¡Pues claro que son monjas! ¿Estáis ciego o qué...? —preguntó uno de sus amigos a Diego.

—Había una niña..., ¿No la habéis visto?

—Yo no he visto nada, más que un montón de monjas.

—Os juro que había una niña entre esas monjas... —respondió Diego taciturno.

—¡Tonto el último! —gritó uno de los niños mientras los demás corrían, intentando ser el primero en tocar la pared de la Iglesia.

     Diego se quedó el último, pero antes de echar a correr, consiguió ver de nuevo la cara de esa niña cuya sonrisa iluminaba su rostro. Después de todo, no se había equivocado: era una niña vestida de monja.


Convento de Santa Clara (Ciudad de Úbeda), año de 1489.

La madre reverenda esperaba nerviosa la llegada de la comitiva real. Esa noche, se alojaría entre sus humildes aposentos la reina Isabel I de Castilla. Un mensajero había llegado con la misiva real, informando que la reina se encontraba a pocas horas de allí y que se detendría esa noche en el convento. Era todo un honor recibir a semejante huésped. Por primera vez, conocería a la reina.

—¿Está todo preparado? —preguntó por enésima vez la religiosa.

—Sí, reverenda madre... —contestó la hermana Ana.

—Seguro que querrá pasar primero a la capilla. Según tengo entendido, su majestad es una persona de extremada religiosidad...

     El revuelo producido por la noticia, había originado una vorágine de actividad entre las hermanas. Durante todo el día, se habían preparado suficientes avituallas para abastecer durante días la despensa del ejército que acompañaba a la reina.

—¿Es verdad lo que cuentan de su alteza?

—¿Qué...? —preguntó distraída la reverenda madre, sin quitar la vista del camino.

—Que acompaña a su majestad el rey en cada uno de sus viajes y que con ella viajan todos los infantes. Dicen que trata de dar ánimo a las tropas en campaña.

—¿Creéis que me dedico a escuchar todos los chismes que cuentan? No seáis tan curiosa y guardad la compostura... —regañó la reverenda madre a la religiosa.

      La hermana Ana frunció el ceño al escuchar la reprimenda, pero el enfado no le duró mucho. Por el comienzo de la plaza, aparecía la comitiva real. Nada más ver la elegancia de los arreos de los caballos, uno podía imaginarse la magnificencia de la real comitiva.


A la mañana siguiente, la reina Isabel solicitó conocer las dependencias del convento, y se sorprendió al descubrir que entre sus dependencias se hallaba una botica.

—Como podéis imaginaros, estoy interesada en adquirir todas las pócimas y ungüentos necesarios para poder aliviar a los soldados heridos en batalla. Estoy organizando un hospital de campaña para el asedio a Granada... —comentó la reina mientras se quedaba callada de repente.

     La casualidad hizo que al pasar por el claustro, en una de las ventanas abiertas, se pudiera observar la actividad de su interior. Una joven novicia trabajaba ajena a los ojos que desde fuera la observaban.

—¿Qué lugar es ese...? —preguntó la reina interesada a la reverenda madre.

—Es la botica de la enfermería, su alteza. Nosotras mismas preparamos los ungüentos que luego aplicamos en las dolencias de los más necesitados... —señaló la reverenda madre.

—¡Qué interesante! ¿Podría visitarla...? —preguntó la reina Isabel encaminándose hacia el lugar, sin esperar a que la religiosa accediera.

—Por supuesto, excelencia —respondió la reverenda madre, con una sonrisa en el rostro.

     Cuando Clara oyó abrirse la puerta, pensó que se trataría de alguna de las hermanas. Conocía la presencia de la ilustre visitante que esa mañana estaba en el convento e intentando mantenerse al margen, proseguía con su faena, ajena a todo lo que ocurría. Así que enfrascada en la mezcla que intentaba elaborar, no volvió la vista atrás cuando la puerta se abrió a su espalda.

—¿Deseabais algo hermana? —preguntó Clara María sin mirar hacia atrás.

—Mucho me temo que vuestra Reina ha decidido importunaros en tal encomiable labor —señaló la voz de una persona extraña.

     Clara María se volvió al instante y comprobó perpleja, la presencia de la misma reina Isabel.

—Clara María, su alteza, la reina, siente interés por las tareas que llevamos a cabo en la botica... —dijo la reverenda madre mientras la reina Isabel observaba a aquella delicada criatura, el interés era mutuo.

—¡Alteza! —saludó Clara María a la reina cuando pudo recobrar el sentido.

     Clara María observó que la reina, no era ni mucho menos, tan baja como le habían hecho creer. De tez blanca, cabellos rubios y ojos claros, la reina tenía un rostro hermoso y alegre cuyo ingenio e inteligencia se podía vislumbrar. Aunque a juicio de muchos, su aspecto más destacable, era la mano de hierro con que gobernaba el reino de Castilla, y su fuerte y devota religiosidad.

—¿Vos, sois...? —preguntó la reina que había escuchado el nombre de la novicia.

—Clara María, majestad. Todavía es novicia... —contestó rápidamente la madre reverenda, intentando que la atención de la reina no se centrase en la muchacha.

—Ya veo. Esta mañana conocí a todas la hermanas, pero esta joven novicia no me fue presentada... ¿Y se puede saber, cuál es su labor?

—Es la encargada de preparar los remedios que luego utilizamos. El Señorla dotó de una especial habilidad para crear ungüentos, alteza —confesó la reverenda madre orgullosa de la joven.

—También ayudo en el cuidado de los enfermos. La hermana Catalina me deja acompañarla cuando los visita... —respondió Clara María.

—¿Sabéis leer y escribir? —preguntó la reina con curiosidad.

—Sí majestad, la madre reverenda me enseñó a leer y a escribir en latín.

—Interesante... —respondió la reina Isabel.

     Durante unos largos segundos, la reina Isabel se quedó observando las diferentes vasijas, hierbas y ungüentos que había por doquier. La reverenda madre nerviosa, empezó a barruntar que aquello no podía augurar nada bueno.

—Necesito personal versado en el arte de curar. Con la corte, viajan físicos y vasallos con esas cualidades. Los conocimientos de esta novicia podrían serme de utilidad, madre reverenda.

—No comprendo a donde queréis llegar, majestad... —tartamudeó la reverenda madre.

—Creo, reverenda madre, que comprendéis perfectamente. En el convento, hay suficientes religiosas que puedan sustituir a esta novicia en estos menesteres y Castilla necesita de todos aquellos que puedan cuidar a los valerosos caballeros que luchan cada día por combatir la herejía en estas tierras. Como comprenderéis, el conocimiento de esta novicia sería de mayor utilidad en Granada.

     Clara María se quedó estupefacta. Por primera vez en su vida, saldría de aquellos muros y conocería todo lo que no había visto nunca. Las manos le temblaron pero las escondió convenientemente en el interior del hábito

—Proseguid y contadme qué mas cosas sabéis hacer... —le ordenó la reina Isabel.


Nota de la autora: Tenéis que saber que esta historia es totalmente ficticia pero basada en acontecimientos, hechos históricos, lugares y personajes que existieron en aquella época. Don Diego de Deza, personaje que aparece en este capítulo por primera vez fue uno de estos personajes reales. Tengo que decir que a parte de los antagonistas de la historia, si hubo un malo-malísimo realmente en aquella época fue el Tribunal de la Inquisición.

Quédense con la información de que Fray Tomás de Torquemada fue el Inquisidor General de las Coronas de Castilla y Aragón y que don Diego de Deza le sucedió.

Aquí os dejo las imágenes del hábito de una monja clarisa de la época y de la imagen que en mi mente tengo de la pequeña Clara María con cinco años. Más abajo, podrán encontrar también la imagen del Palacio de los Molina, actual Palacio Vazquez de Molina.

Hermana Clarisa

Clara María (A la edad de 5 años)

Glosario de términos.

-Inquisición:Antiguo tribunal eclesiástico establecido para descubrir y castigar las faltas contra la fe o las doctrinas de la Iglesia. En el siglo XVI, muchas personas murieron en la hoguera porque la Inquisición los condenaba por herejes.

-Inquisidor:Juez del tribunal de la Inquisición.

-Palacio de Vázquez de Molina: Llamado también Palacio de las Cadenas, es un palacio renacentista de la ciudad española de Úbeda, en la provincia de Jaén. Es sede del actual Ayuntamiento desde 1850. Aunque su año de construcción fue 1546, en la historia aparece casi 75 años antes por exigencias de la propia trama del libro.

Fachada principal del Palacio Vázquez de Molina

Interior del Palacio Vázquez de Molina

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