PRÓLOGO
Había perdido la cuenta de los días que llevaba agotada y sin comer; consiguiendo engañar al hambre, con tan solo unas pocas avellanas encontradas en el camino. Ocultándose de día y caminando de noche, a expensas de que cualquier alimaña o bestia le saliera al paso, Sarah no cejaba en su empeño de alejarse todo lo posible del alcance de Diego de Deza, el Inquisidor de Úbeda. Preocupada y sintiéndose culpable por haber desobedecido las órdenes de don Diego de la Cueva, se preguntaba una y otra vez por el desenlace de la refriega que había dejado atrás. Rogaba para que el caballero y sus hombres, hubiesen salido ilesos, pero no pudo evitar huir cuando descubrió la figura del asesino de su padre montada en aquel enorme caballo, acompañado por don Francisco de Molina. Un instinto innato de supervivencia se apoderó de ella y huyó del lugar. Sin dudarlo, sus pies desandaron parte del camino que conducía a Cazorla y sin saber por dónde dirigirse con exactitud, solo había puesto camino por medio, entre ella y la lucha descarnada entre los hombres de don Diego y del Inquisidor.
Si su queridísimo padre pudiese verla ahora, se asombraría. Ella, que nunca había salido de su casa, ni había tomado decisiones trascendentales en su vida, deambulando sola por el mundo. Su padre se había esforzado tanto en protegerla, que Sarah jamás había tenido que abrirse camino por sí misma. Nunca se había percatado de los peligros que acechaban fuera de su hogar o detrás de cualquier recodo del camino.
El débil reflejo de la luna le impedía averiguar qué se ocultaba detrás de los árboles y de cada roca pero estaba decidida a no morir atada a la estaca de una hoguera, como le había sucedido a su padre. Las calumnias vertidas sobre él, habían sido una vil mentira y eso, acompañado de una fuerte determinación en ponerse a salvo, le otorgaban las fuerzas necesarias para seguir adelante a pesar del frío que se le calaba en los huesos. Cualquier ladrón o hueste de soldados, podría matarla sin que nadie hiciese nada por evitarlo... así que, no podía detenerse a encender una hoguera, ni calentarse.
El Inquisidor no cejaría en su empeño de acabar con todos los judíos de Úbeda, pero nadie la buscaría en la pequeña villa donde vivían esos parientes lejanos de su padre. Cuando escuchaba relatar historias sobre ellos, su padre siempre los había nombrado con un enorme cariño y era el único lugar al que se le ocurría ir de momento. Intentaría pedirles refugio y esperaba que se apiadasen de ella. Su padre, físico y rabino, la había enseñado a leer y le había transmitido sus conocimientos en el arte de la curación que habían pasado de generación en generación. Quizás a aquellas gentes, les podía venir bien una persona como ella. Había sido buena alumna de su padre y si había que trabajar, no le daba miedo; estaba preparada para ello.
El sonido de un búho en el atronador silencio la asustó e hizo que trastabillara perdiendo el equilibrio, pero Sarah se enderezó antes de caer y continuó con su camino.
Villa de Segura de la Sierra (Reino de Jaén), diez días después.
Las persecuciones a judíos habían sido tan violentas a partir de que los reyes dictaminaran la salida de los judíos de las coronas de Castilla y Aragón, que Isaac no tuvo más remedio que quitar la estrella de David que durante tantos años había lucido en la entrada de su casa y abrazar el cristianismo. Aunque para la gran mayoría de sus vecinos era un converso para otros, continuaba siendo un marrano, término que algunos se empeñaban en utilizar para degradarlos cada vez más. Aunque debía reconocer que todavía entre esas gentes, se hallaban buenos cristianos como el alcalde de la villa, don Sancho.
Gracias a ese buen hombre, su mujer y él, habían salvado la vida. A escondidas y a unas horas intempestivas, el hombre se había aventurado en su casa para ponerles al tanto del último dictamen del Tribunal del Santo Oficio. La decisión no había sido difícil de tomar; o se convertían al cristianismo, o abandonaban el reino con sus pocas pertenencias, para terminar deambulando por vete tú a saber qué lugar. Apenas lo había consultado con su mujer, ambos se habían puesto de acuerdo y tras comunicarle su decisión al alcalde, tomaron la mejor opción: al día siguiente serían bautizados.
Todavía podía recordar el miedo reflejado en el rostro de su esposa. Nada más salir el alcalde y cerrar la puerta, su mujer le interrogó.
— ¿Crees que así conseguiremos salvarnos?
Acortando la distancia que los separaba, Isaac intentó mostrarse lo más optimista posible.
—Eso espero...
—¿Y cómo renegaremos de la ley de Moisés?
—No nos queda otra opción si queremos salvar la vida. Las persecuciones cada día son más violentas, ya has escuchado al alcalde y las aljamas se están quedando vacías; nuestros hermanos huyen del reino, pero nosotros...
—¿Nosotros...? —preguntó de nuevo Juana levantando la vista hacia su esposo.
—Nosotros ya no tenemos edad para eso.
—¡Isaac, Isaac...!
Isaac ensimismado en sus pensamientos se incorporó de pronto en la silla al escuchar la voz de su mujer.
—¿Qué sucede? ¿Por qué gritáis de esa manera, mujer?
—¿Acaso no has escuchado los golpes en la puerta? —le indicó Esther con la cabeza.
—¿Han llamado?
—¿En qué estarías pensando? ¡Id y abrid! Es muy tarde para que ningún hombre de bien ande por ahí...
—¡Ya estamos otra vez con lo mismo! —se quejó Isaac dirigiéndose hacia la entrada de la casa.
—A lo mejor, es alguien que viene a por más aceite...
Su mujer calló, pero nerviosa miró hacia la puerta. Nada más abrir, Isaac y Esther se quedaron sorprendidos al contemplar a una desconocida.
—¿Qué queréis a esta hora, muchacha? El negocio está cerrado y no vendo nada a estas horas.
Isaac examinó a la joven y contempló sus sandalias rotas.
—¿Isaac? —preguntó la joven.
En los segundos en que el hombre tardó en contestar, la muchacha miró dos veces a su espalda como asegurándose que no había nadie detrás de ella.
—¿Cómo sabéis mi nombre? ¿Y quién sois vos?
—¡Por favor, dejadme pasar y os explicaré! —rogó Sarah.
Isaac no supo qué fue lo que vio en aquellos ojos, pero aquella joven parecía asustada. Volviendo la vista hacia su mujer, está asintió como si le diera permiso para que la muchacha entrara.
—Pasad, aunque estas no sean horas. ¿Qué habéis venido a buscar aquí? —preguntó Isaac mirándola inquisitivo.
Una vez que el hombre hubo cerrado la puerta, Sarah se atrevió a hablar.
—¿En verdad, sois vos Isaac Fernández?
—En efecto, ese soy yo... ¿y vos?
—Mi nombre es Sarah, y soy la hija de vuestro pariente, el rabino Abraham.
Esther e Isaac se miraron de pronto comprendiéndolo todo.
—¿Venís huyendo? —preguntó Esther acercándose a la muchacha.
Sarah asintió mientras apretaba los labios y las lágrimas contenidas, asomaban a sus ojos.
—¿Vuestro padre...? —se aventuró a preguntar Isaac.
—Muerto —respondió Sarah acongojada.
—Comprendo... —respondió Isaac apenado.
Esther que había conocido una vez al padre de la joven miró apenada a la muchacha.
—Venid y sentaos. ¡Estáis helada! —exclamó Esther.
—He perdido la cuenta de los días que he tardado en llegar hasta aquí —acertó Sarah a responder con la mirada perdida.
—¡Daos prisa, mujer! Esta joven está desfallecida. ¡Traedle algo de comer y ropa de abrigo!
—Ahora mismo voy, esposo —dijo Esther dirigiéndose hacia la alcoba.
Sarah solo pronunció algunas palabras mientras el hombre la miraba.
—Necesito que me ayudéis...
—¿Os ha seguido alguien? —preguntó Isaac.
Sarah negó con la cabeza.
—No.
—Ahora no malgastéis las pocas fuerzas que os quedan. Comed y cuando descanséis, podréis contarnos qué ha sucedido para que os halléis aquí.
Sarah asintió y agradecida volvió a apretar los labios para evitar echarse a llorar. Aquella gente no la conocía y sin embargo, no la habían echado de su casa.
Tres días después, era domingo y como por costumbre, el Concejo de Segura se había reunido tras la misa para resolver las últimas cuestiones planteadas por varios vecinos. Entre ellos se hallaba Isaac, acompañado de la joven Sarah, que solicitaba ante el Concejo la venia para ejercer su actividad como sanadora en la villa. El día anterior, Sarah había sido bautizada, ya que Isaac y Esther habían aceptado cobijarla en su casa con la condición de que se convirtiera y Sarah, agradecida, había aceptado. Ambos, no habían sido bendecidos con hijos y la presencia de Sarah en su hogar, les vendría bien. A cambio, Sarah les ayudaría en el negocio de la venta de aceite mientras practicaba lo que verdaderamente sabía hacer: curar.
En Segura de la Sierra, no tenían ningún físico que se ocupara de la salud de sus vecinos. Así que, cuando Sarah le explicó a sus parientes cuáles eran sus virtudes, Isaac no dudó en llevar ante el Concejo la solicitud que permitiera a Sarah quedarse en la villa.
Isaac tomó la palabra cuando el alcalde le dio permiso.
—Solicito en nombre de esta joven que es pariente mía, el permiso del Concejo para poder practicar la actividad de físico...
—¿De físico? —preguntó extrañado el juez.
—Sí, señor. La joven era hija de un físico, pariente mío. Os aseguro que esta muchacha es digna sucesora de su padre.
—¿Y dónde se halla su padre? —preguntó a su vez el juez.
—Señor, su padre era muy mayor cuando ella nació y por desgracia, murió hace unos meses —mintió Isaac.
Sarah que no levantó la cabeza en ningún momento, creía que todos los presentes escuchaban el acelerado ritmo de su corazón. Estaba nerviosa y callada, esperaba la decisión del Concejo.
—Si el vecino Isaac asegura que esta joven tiene conocimientos suficientes para ejercer la medicina, deberíamos aceptar su presencia entre nosotros. No necesito recordarles que en la villa de al lado, la semana pasada murieron tres vecinos de viruela.
Los presentes escucharon las palabras del alcalde y algo asustados al recordar la noticia que les había traído el portazguero, callaron ante lo evidente.
—Cierto es que en la villa no tenemos físico ni sanador que vele por la salud de nuestros vecinos y que en los tiempos que corren la labor de la joven sería bien agradecida pero esta mujer, acaba de ser bautizada...
—¿Y no enorgullece ese gesto a esta mujer que ha abrazado nuestra fe y está dispuesta a trabajar por los nuestros vecinos? ¿qué más podemos reprocharle? Creo que es una petición justa y buena lo que viene a pedir en razón y derecho —se aventuró el alcalde a mediar.
Isaac se hallaba tan nervioso como la joven, consciente de la reticencia de algunos miembros a la entrada y permanencia de más judíos conversos en la villa.
—Está bien, que sea lo que digáis. Que el escribano redacto el permiso. A partir de mañana, la mujer podrá ejercer el arte de la curación.
—Gracias, señores —dijo Isaac aliviado.
—Que así sea —confirmó el alcalde contento.
Cazorla (Reino de Jáen), tres meses después.
Apurando sus últimos días en Cazorla, Rodrigo Manrique de Lara, primer conde de Paredes de Nava y Gran Maestre de la Orden de Santiago, llevaba tres meses inagotables buscando a la joven que le había salvado la vida y a la que por cierto, parecía habérsela tragado la tierra. Una semana antes, había llegado la misiva con su nuevo nombramiento, el de Comendador de Segura de la Sierra. Y aunque debía de haberse incorporado ya a su nuevo destino, intentaba apurar hasta el último momento la búsqueda de Sarah. Esa mujer, se le había metido en la sangre y aunque se engañaba intentando convencerse de que solo sentía gratitud por haberlo salvado, la verdad era otra. Necesitaba verla y asegurarse de que se encontraba bien porque pensar que le hubiese sucedido algo, lo llenaba de una enorme amargura tras la búsqueda infructuosa.
Tres largos meses llevaba luchando contra él mismo. Había días que se levantaba e intentaba no pensar en ella pero otros, era tal la desazón, que solo la llegada de la noche, lo hacía refugiarse en el interior del castillo intentando combatir el insomnio que últimamente lo dominaba. Él, que había sido un soldado que había actuado toda su vida con una integridad y rectitud intachable, no concebía el desasosiego permanente que invadía su alma. Él, que había permanecido célibe toda su vida y que había consagrado su vida a Dios, ahora no cesaba de atormentarse por una mujer y es que ya, no podía negar la realidad. Aquellos breves días pasados en su compañía, habían bastado para enamorarse de aquella judía de ojos profundos. Sabía que actuaba en contra de todos sus principios, que el amor entre un cristiano y una judía estaba prohibido pero como podía acallar lo que su mente y su corazón sentían. Un caballero de la sagrada Orden de Santiago no podía enamorarse de una judía, pero él lo había hecho. Estaba irremediablemente enamorado de Sarah. Y no podría continuar con su vida hasta asegurarse de que ella se hallaba a salvo.
—¡Señor! —dijo el centinela que se hallaba de guardia en la puerta del gran salón.
—¿Qué pasa, soldado? —preguntó Rodrigo sin levantar la cabeza.
—Uno de los soldados que partió hace un mes acaba de llegar. Trae nuevas sobre la mujer.
—¿Dónde está? —preguntó Rodrigo incorporándose del sillón.
—Afuera, señor.
Rodrigo salió de la sala como una exhalación y aunque era de noche, halló de inmediato al soldado que acababa de llegar al castillo.
—¿Traéis noticias de la mujer? —preguntó Rodrigo apresurando el paso.
—Sí, señor. Hay una joven en la villa de Segura de la Sierra que parece coincidir con el aspecto de la joven que buscáis y por lo visto, se dedica a la curación.
—¿Pero llegasteis a verla? —preguntó Rodrigo llegando a su altura.
—No señor. En cuanto escuché el rumor, regresé de inmediato a comunicároslo.
—Gracias, soldado. Hicisteis bien... ¡Centinela! —se volvió Rodrigo gritando.
—¿Señor?
—Partiremos al amanecer hacia la villa de Segura.
—Como desee, señor.
—Encárguese de todo —ordenó Rodrigo entrando de nuevo al castillo.
Dirigiéndose hacia su alcoba, Rodrigo levantó la tapa del arca que guardaba el documento y volvió a leer lo que en él había escrito. Era el nombramiento de su nuevo cargo. ¿Acaso el destino caprichoso le había concedido una oportunidad de hallarla? Porque si así era, la encontraría. Removería cielo y tierra si era preciso, pero la encontraría.
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