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EPÍLOGO

Rodrigo le pasó el niño a su madre y Sarah se encaminó con él hacia el sillón donde le gustaba sentarse para darle de mamar. Expectante, Rodrigo se sentó en el lecho, con las manos apoyadas en el jergón y los pies estirados hacia delante mientras contemplaba por primera vez la bella estampa de su mujer con su hijo. Con cierto pudor, Sarah fue descubriendo parte de su vestimenta y acercando el niño a su pecho, éste buscó con frenesí la ansiada fuente con que aplacar su hambre. Rodrigo se sentía como un extraño observando la natural escena; como si no perteneciese a aquel momento íntimo. Aquello era nuevo para él. Nunca había sentido curiosidad, ni contemplado ese acto tan dulce y especial entre una madre y su recién nacido. Las damas nobles no acostumbraban a dar de mamar a sus propios hijos.

—¿Por qué decidisteis amamantarlo vos misma? —preguntó Rodrigo con curiosidad.

     Sarah levantó la cálida mirada llena de amor y la posó sobre él, sonrojándose ligeramente.

—Era lo único que me quedaba de vos. Abrazarlo, era como tener una parte de vos junto a mi. En cierto modo, me daba cierto consuelo... —respondió Sarah mientras los ojos se le volvían acuosos y lo miraba dejando entrever parte del sufrimiento vivido—. Cuando lo miro, solo os veo a vos... y no soportaría que otra persona alimentara a mi hijo, pudiendo hacerlo yo misma.

     Un nudo se le formó en la garganta a Rodrigo ante la emotiva confesión. Se sentía abrumado por todo el amor que Sarah demostrada por él. Levantándose del lecho, se acercó hasta ella y se acuclilló a su lado. Su mano derecha se posó sobre el hombro de su esposa, acariciándola y con la otra, cogió los diminutos dedos del pequeño, comparando el tamaño de las falanges infantiles, con las suyas propias. Era un ser tan pequeño e indefenso que un enorme sentimiento de protección lo embargó. El niño solo interesado en extraer el alimento de su madre, ni siquiera se molestó porque un extraño lo tocara. Aunque ese extraño fuese su propio padre. Llevando los diminutos dedos a sus labios, depositó un beso en ellos, inhalando y llevando a su pecho el aroma del pequeño infante. Emocionado, se prometió no perderse ni un solo instante más de la vida de su hijo. Le habían robado la oportunidad de verlo nacer y de compartir con Sarah aquel momento tan importante, pero vendrían muchos más. Y si Dios lo permitía, Sarah y él llenarían su hogar de pequeños y hermosos niños Manriques. Tan parecidos a su madre y a su padre.

     La suave caricia de Sarah sobre su pelo, lo sacó de sus elucubraciones.

—¿En qué pensáis? —preguntó Sarah.

—Que este niño solo será el primero de los muchos que vendrán —declaró Rodrigo.

     Sarah no desperdició la oportunidad y besó a Rodrigo emocionada sin creerse todavía que él estuviese a su lado. Sin querer, se movió y el pequeño se desenganchó del pecho de su madre, mientras sus padres se besaban olvidándose momentáneamente de él.

—Os quiero tanto —susurró Sarah después de que su hijo volviera a agarrarse del pecho.

—No tanto como os amo yo —contestó Rodrigo volviendo la mirada de nuevo hacia su hijo.

     Varios minutos después, Sarah le pasaba el niño a su padre.

—Tomad. Cogedlo... —dijo Sarah mientras se colocaba correctamente la ropa.

—¿Me acompañáis abajo? —preguntó Rodrigo a Sarah.

—Por supuesto. Vuestra madre debe estar impaciente por veros. Ya estoy preparada —dijo Sarah con alegría mientras Rodrigo la observaba.

     Acercándose a él, Rodrigo le ofreció su brazo libre, porque con el otro sujetaba al pequeño Jorge.

—¿Bajamos? —preguntó de nuevo Sarah, dándose cuenta que Rodrigo no terminaba de salir y que la miraba embobado.

—Si, mi amor —contestó Rodrigo mientras acompañado por su familia abandonaba la alcoba.


     Doña Leonor no podía dejar de dar pequeños pasos de un lado a otro, mientras esperaba impaciente el regreso de su hijo Rodrigo.

—Si no bajan, subiré yo —confirmó doña Leonor en voz alta, harta de esperar.

—No hace falta, madre. Ya estamos aquí —contestó Rodrigo desde la puerta.

     Los presentes se volvieron y miraron hacia el vano de la puerta. Rodrigo abrazaba a Sarah y llevaba al pequeño Jorge en brazos. Doña Leonor soltó un suspiro, satisfecha ante la imagen.

—¡Por fin! Estaba harta de tanto esperar... —contestó la anciana dejando entrever su impaciencia.

     Rodrigo avanzó hacia su madre, sin soltar a Sarah. Sin embargo, cuando llegó a la altura de ella, no pudo evitar sonreír ante el ceño fruncido de su progenitora.

—Sarah ha tenido que darle de comer al pequeño...

      Rodrigo observó de pronto los signos de la vejez que se habían acentuado en el rostro de su madre. No había estado en el hogar familiar desde hacía casi tres años y su madre, había cambiado bastante en ese tiempo.

—Estáis más delgada, madre. ¿Es que mi hermano no os da de comer? —preguntó sonriendo Rodrigo.

     El quejido guasón de Diego Manrique se escuchó en el salón.

—¿Y lo decís vos que parecéis el espíritu de vuestro difunto padre? —preguntó a su vez la anciana tocando el rostro de su hijo—. Pero descuidad que aquí, podréis reponer ese peso que habéis perdido —dijo la anciana dándose cuenta en ese momento de la marca roja que surcaba el cuello de Rodrigo.

     Callando en ese instante, Rodrigo y Sarah adivinaron lo que estaba pensando la anciana y observándola, esperaron a que lo asimilara.

—No volverá a pasar... —le contestó Rodrigo intentando apaciguar a su madre.

—Eso espero... —contestó de malos modos la anciana—. No es esa marca la espero ver en vos, sino la de un anillo en vuestro dedo...

—¡Madre! No me echéis a perder la declaración que pensaba hacerle a Sarah...

—Dejaros de declaración y pasad a los hechos. No quiero que mi nieto siga siendo ilegítimo.

—No preocuparos por ese detalle —contestó Rodrigo—. Sarah y yo estamos comprometidos desde el mismo instante en que Roma dio su permiso. Jorge es mi legítimo heredero.

—Celebro escucharlo. Es un verdadero alivio... —contestó la anciana desviando la vista hacia su nuera—. Lo veis, hija mía. Os dije que todo se arreglaría.

—Si, madre. Ilusa de mí, que no confiaba mucho en ello... —se sonrojó Sarah.

—Entonces, ¿la boda para cuando? —preguntó detrás de ellos Diego Manrique—. Porque eso de ser el padrino por segunda vez en con los mismos novios, es algo que no me había pasado nunca.

     Rodrigo se volvió hacia su hermano y lo miró con detenimiento, y sin añadir ni una palabra más, entregó el niño a Sarah ante la atenta mirada de todos y se encaminó lentamente hacia Diego. Ambos hermanos nunca habían sido hombres de mostrar sus afectos, pero Rodrigo abrazó a su hermano tan efusivamente, que abrumó al conde.

—Gracias, hermano. No sé qué hubiese sido de nosotros, sin vuestro apoyo —susurró Rodrigo mientras ambos hombres se abrazaban.

—Para eso están los hermanos mayores: para apoyar a los pequeños... —le contestó Diego con un imperceptible nudo en la garganta.

     Una voz enérgica de doña Leonor, sonó atronadora por el salón:

—¡Siempre supe que podría sacar algo provechoso de ustedes! —dijo la anciana captando la atención de los presentes—. Hoy mismo mandaremos aviso a sus hermanos. No piensen que vamos a perdernos de nuevo la boda de Rodrigo y Sarah. Y en lo que respecta a mi persona, voy a aprovechar la oportunidad de ver a todos mis hijos reunidos, mal que le pese a alguno de mis yernos o de mis nueras. ¡Sí señor!

—Madre, ¿quién se opondría a contradeciros en vuestro deseo? —preguntó Rodrigo de Manrique mirando con cariño a su progenitora.

      Las sonrisas se escucharon en el gran salón durante un buen rato mientras sus integrantes departían felices. Rodrigo y Sarah incapaces de separarse, permanecieron abrazados todo el tiempo, haciendo gozar a Diego cuando convirtiéndose la pareja en el blanco de sus bromas.


El día pasó muy rápido y aunque Sarah se encontraba como sumida en una nube de felicidad, la realidad no tardó en golpearla. Agotada tras el esfuerzo de permanecer despierta todo el día, cuando llegó la noche no pudo evitar que sus ojos se le fueran cerrando poco a poco mientras un dulce letargo la sumía en un frugal sopor. Diego sentado a su lado, se percató del instante en que ella apoyó la cabeza en su hombro y se quedó dormida. Su madre se había retirado un rato antes, aduciendo que necesitaba descansar para recuperarse de tantas emociones juntas y Rodrigo departía tranquilamente con su cuñada.

—¡Demasiado ha aguantado! —contestó María de Sandoval comprobando la mirada que su cuñado le dirigía a Sarah.

—¿Es normal que esté tan cansada? —preguntó Rodrigo preocupado.

—¿Cómo os sentiríais vos si os despertaseis cada dos por tres? Si permitiera la presencia de un ama de leche, por lo menos podría descansar de noche... —murmuró María de Sandoval a su cuñado, mirando a Sarah con comprensión.

—¿Podríais haceros cargo del pequeño un momento mientras subo a Sarah? —preguntó Rodrigo preocupado porque Sarah no se cayera de frente.

—Claro que sí... —contestó María de Sandoval—. Pasadme a mi sobrino y os acompaño. En verdad, es tarde y deseo retirarme a mis aposentos.

—Os lo agradezco —contestó Rodrigo pasándole el niño a su cuñada.

     Sarah no se percató siquiera cuando Rodrigo la alzó en brazos y la subió escaleras arriba. Una vez que entraron en la alcoba, María metió al niño en su cuna, tapándolo para que no se enfriase, mientras Rodrigo depositaba a su esposa en el lecho.

—¿Queréis que os ayude en algo más? —preguntó María de Sandoval.

—No, puedo apañármelas solo.

—Muy bien... —dijo María con una sonrisa—. Voy en busco de vuestro hermano...

—Hasta mañana, María.

—Hasta mañana, que descanséis —dijo María de Sandoval mirando con una ligera sonrisa a su cuñada.

     Cuando su cuñada cerró la puerta de la alcoba, Rodrigo echó un rápido vistazo a la cuna y comprobó que el pequeño seguía dormido. Y encaminándose hacia el lecho, empezó a despojar a Sarah de la ropa, pero a pesar de sus esfuerzos por no despertarla, la joven terminó por despejarse ligeramente:

—He vuelto ha quedarme dormida... —susurró Sarah comprobando que estaba postrada sobre el lecho y que Rodrigo intentaba desvestirla—. ¿El niño?

      Sentándose en el borde del lecho y colocando ambos brazos a la altura de su cabeza, Rodrigo le contestó:

—En su cuna... Estaba intentando desvestiros sin que os despertaseis, pero me temo que he perdido la costumbre.

       Sarah no contestó, pero levantó su mano y le acarició el rostro. Durante unos segundos, el silencio se impuso entre ambos. Rodrigo cogió la mano de Sarah entre la suya y sin apartar la vista de sus ojos, besó su dorso dejando un reguero de pequeños besos.

—¿Os habéis recuperado del todo? —preguntó Rodrigo esperanzado porque su mujer estuviese recuperada del todo. Desconocía la naturaleza femenina en ese sentido y no sabía si ella estaría en las mejores condiciones para volver a hacer el amor.

     Sarah sabía a qué se refería. Podía adivinar el intenso deseo que encerraban las palabras de Rodrigo. Su mirada expresaba la necesidad que tenía. Y sin más dilación, asintió, permitiéndole saber que así era.

       Rodrigo soltó un suspiro aliviado, pero a la vez, se puso nervioso, excitándose ante lo que iba a ocurrir entre ellos.

—Ya no recuerdo cuando fue la última vez que os hice el amor —confesó Rodrigo advirtiéndola de algo y que Sarah no lograba adivinar—. Y mucho me temo, que no durará mucho...

—No os preocupéis. Puedo comprenderlo... —le susurró Sarah sonrojándose, intentando incorporarse para capturar la boca de su amado.

      Sin embargo, antes de que Sarah fuera a su encuentro, Rodrigo había adivinado sus intenciones y bajaba la cabeza para besarla, desencadenando la pasión de ambos. Poco a poco fueron despojándose de sus ropas, quedándose ambos desnudos. Rodrigo necesitaba sentir junto a él, el cuerpo de su esposa.

—¡Sarah! —gimió Rodrigo recordando aquel doloroso instante que no se borraba de su mente—. Si hubiese tenido la más mínima oportunidad, los hubiese matado a todos por poner sus miradas sobre vos. Hubiese dado cualquier cosa porque nadie os hubiese visto...

—¡Rodrigo! No sigáis martirizándoos... —susurró Sarah—. Yo, ya no pienso en ello.

—Jamás podré borrar de mi mente, vuestro cuerpo maniatado y a punto de ser torturado. Jamás me sentí tan impotente. No poder acceder a vos y defenderos como era mi obligación. Fue el peor momento que he sufrido jamás. Incluso cuando desaparecisteis en Úbeda tras la muerte de vuestro padre, siempre tuve la esperanza de volver a encontraros. Desde entonces, me despierto con pesadillas... —le confesó Rodrigo avisándola de su agitación cuando dormía.

       Sarah lo abrazó fuerte mientras Rodrigo se desahogaba, comprendiendo que necesitaban hablar de aquello.

—¿Os sucede a menudo? —preguntó apenada.

—Si... Sueño con que la rueda sigue girando y girando, hasta que vuestros miembros van desmembrándose lentamente mientras solo puedo ser testigo de vuestra muerte. El ruido de los huesos rompiéndose, me despierta... —gimió Rodrigo apoyando su frente en la de ella.

—Es horrible que os torturéis con algo así. Miradme...

      Pero Rodrigo no era capaz de mirarla.

—¡Miradme! —le exigió Sarah de nuevo y Rodrigo terminó por levantar el rostro y clavar la mirada en ella.

—No sucedió...

—Pero pudo pasar... —gimió de nuevo Rodrigo—. Y luego, cada maldita palabra que pronuncié, acabó con la poca dignidad que me quedaba. Repudiaros supuso lo mismo que si me arrancaran las entrañas —dijo Rodrigo abrazándose a ella nuevamente, como si temiera que pudieran arrebatársela de nuevo.

—No quiero que os torturéis de semejante modo. Haciéndoos daño, también me lo producís a mí.

—¡Cómo no hacerlo! Cuando en vez de protegeros, os convertí en el blanco de la venganza de esos mal nacidos.

—¡Rodrigo! —le exigió Sarah—. Podríamos estar muertos. No os parece que ya debemos dejar esto atrás. Yo... ni puedo, ni quiero seguir recordando nada —exclamó Sarah escapándosele un sollozo.

     Rodrigo la abrazó nuevamente, besándola por doquier.

—Perdonadme, mi amor. No volveré a haceros llorar. Os prometo que intentaré no hablar más de este tema y olvidarlo...

—Solo así podremos continuar con nuestras vidas —gimió Sarah correspondiendo a sus besos—. Hacedme el amor...

      Y Rodrigo obedeció.


Era media noche cuando varios golpes secos, despertaron a Rodrigo y a Sarah de su sueño.

—¿Qué sucede? —preguntó Sarah asustada.

—No sé. No os levantéis. Iré yo mismo a comprobarlo —contestó Rodrigo levantándose del lecho, dirigiéndose hacia la puerta.

     Al abrirla, la figura de su hermano apareció ante él.

—¿Qué sucede, Diego? —preguntó Rodrigo adivinando por la expresión de su hermano, de que algo grave ocurría.

—Vengo en busca de Sarah.

      La joven que ya había abandonado el calor de las sábanas y acudía junto a Rodrigo.

—¿Qué sucede, Diego? —volvió a insistir Rodrigo.

—Es madre..., no se encuentra bien.

—Enseguida estoy —dijo Sarah reaccionando de inmediato girándose en busca de su bata—. ¡Rodrigo!, quedaos aquí con el niño.

—No. Os acompañaré... —contestó Rodrigo mirando hacia la cuna—. Se durmió hace apenas dos horas. No creo que se despierte tan pronto.

—No, todavía no es la hora... —contestó Sarah.

—Entonces, acompañadme —les instó Diego, mientras sostenía un candelabro proporcionándoles la luz necesaria para ver por el pasillo.

      Unos minutos después, los tres entraron en la alcoba de la anciana.

—¡Madre! —exclamó Rodrigo arrodillándose frente al lecho de su madre—. ¿Qué os sucede?

Doña Leonor miró las caras preocupadas de sus hijos y se mostró contrariada por la presencia de ellos en la alcoba.

—He insistido a vuestro hermano para que no os molestara. Pero... ni me ha hecho caso —dijo doña Leonor quedándose a medio de hablar mientras intentaba insuflar un poco de aire en sus pulmones para poder respirar.

Sarah se colocó a la altura de la cabecera del lecho y cogiendo de la mano a doña Leonor, le preguntó:

—¿Qué os sucede, madre? ¿Os encontráis fatigada?

     Doña Leonor levantó la mirada hacia aquella joven que había venido a mejorar su vida y le contestó:

—Me cuesta respirar. Imagino que habré cogido frío... —le dijo doña Leonor—. Pero no es para tanto, lo que pasa es que Diego se ha asustado... —contestó la anciana volviendo la mirada hacia su hijo mayor y hacia su otra nuera, que la observaban preocupados.

—¿Os habéis sentido mal antes? —preguntó Sarah con cautela.

      La anciana calló, sin querer entrar en detalles. No quería que su hijo Diego estallara.

—¡Vamos, madre! Contestad a doña Sarah. ¿Os habéis encontrado mal antes? —preguntó Diego acercándose más hacia el lecho.

—¡Bueno, a veces! Son simples achaques de vieja.

—¡A veces! —repitió Diego de Manrique como si fuese el eco de su madre—. ¿Por qué no habíais dicho nada?

—No era necesario, hijo. Solo es un pequeño enfriamiento —declaró la anciana.

—No le restéis importancia a vuestro estado madre. Debisteis avisarnos de que os encontrabais mal.

—Necesitaré que me dejen a solas con ella —les aconsejó Sarah intentando que aquella discusión no perjudicara a la anciana—. Doña María puede quedarse...

—Por supuesto, Sarah... —contestó María de Sandoval.

—¡Ayudadme! Necesito revisarla —ordenó Sarah olvidándose enseguida de la presencia de los hombres en la alcoba.

—¡No me desnudarán delante de ellos!

      Ambos hermanos observaron un instante más a su anciana madre mientras suspirando resignados, salieron de la alcoba dejando que las mujeres hicieran su labor.


Media hora después, Sarah le indicó a María que permitiese el acceso de los dos hombres al interior de la alcoba. Mejor iluminada, Diego y Rodrigo dejaron la puerta abierta al entrar y varios sirvientes, que se hallaban también en el pasillo, echaron miradas furtivas hacia el interior, intentando conocer algo sobre el estado de su señora.

—¿Qué le sucede a mi madre, Sarah? —preguntó Rodrigo preocupado.

      Sarah fue cautelosa al hablar, no queriendo profundizar más de lo debido hasta que no viese la evolución de la anciana.

—Mucho me temo, que la preocupación de estos últimos meses, ha ido minando poco a poco su salud...

—¿Qué queréis decir con eso? —preguntó temeroso Diego de Manrique.

—Su corazón... —respondió Sarah—. Creo que los últimos acontecimientos han supuesto muchas emociones juntas para doña Leonor. Necesita reposar.

—Yo tengo la culpa de eso... —dijo Rodrigo sintiéndose mal por ello.

—¡Oh, por favor! ¡Dejad de mirarme de ese modo y de decir tantas tonterías! —exclamó doña Leonor exasperada al comprobar la cara de funeral de sus hijos—. Todavía queda Leonor de Castilla para rato. Así que borrar esa cara de susto e id a acostaros. No estoy para morirme todavía... —confesó doña Leonor a Sarah mirando malhumorada a sus hijos—. ¡Veis! Os dije que no le dijeseis nada, siempre hacen un drama de todo. Explicad a mis hijos que todavía no tengo pensado morirme.

—¿Se repondrá? —preguntó Rodrigo obviando las palabras de su madre.

—¡Oh, por Dios y por la virgen! ¿Qué pregunta es esa?... —volvió a maldecir doña Leonor—. ¿Me veis cara de moribunda acaso? Si pensáis que me voy a ir al otro mundo sin ver vuestra boda y el bautizo de mi nieto, es que todavía no me conocéis... —afirmó doña Leonor convencida de sus palabras.

      Rodrigo la miró inquieto. Sin embargo, Diego de Manrique suspiró aliviado.

—Bueno, si sois capaz de maldecir con tal ímpetu, imagino que Dios no estará preparado para reclamaros todavía a su lado...

      En ese instante, doña Leonor se mostró ofendida por aquellas palabras y miró con el ceño fruncido a su hijo Diego.

—¿Qué queréis decir con ello? ¿Cómo osáis a calumniar a vuestra madre de tal modo? ¿Por qué no habría de llamarme el Señor a su lado?

—¡Oh, madre! No pretendía insultaros. ¿Acaso no sabéis ver un elogio cuando os lo dicen? —preguntó Diego sonriendo, sentándose en el borde del lecho que quedaba libre, mientras le cogía la mano a su madre.

—En el fondo... sois igual que yo... —afirmó doña Leonor sonriendo.

—Si, madre. Muy en el fondo, me parezco totalmente a vos —confesó don Diego a su madre—. Pero es la primera y última vez que lo reconoceré. Por lo que resta de vida, mi gran parecido se debe exclusivamente a mi padre... —sonrió Diego sacando las sonrisas de los presentes.

—¡Más quisierais vos! —protestó en broma doña Leonor.

—¿Os he dicho alguna vez lo afortunados que somos de teneros aquí? —preguntó Diego de Manrique mirando a su madre fijamente. Rodrigo se acercó también a la cabecera del lecho.

      Doña Leonor se quedó muda de asombro y con un nudo en la garganta, impidiéndole hablar. Jamás esperó escuchar tales palabras de sus vástagos.

—Más orgullosa estoy yo de teneros como hijos. Si vuestro padre viviera, confirmaría mis palabras —declaró doña Leonor—. Y ahora, dejadme sola. Marchaos con vuestras esposas y dejadme descansar. Mañana, estaré recuperada. Ya lo veréis.

—¡Solo con esa condición! —susurró Rodrigo cogiendo la mano a su madre.

—Os prometo que mañana estaré mucho mejor —insistió la anciana agarrando la mano de Rodrigo.

—Madre, vendré a ratos a comprobar cómo os encontráis —dijo Sarah dispuesta a pasar la noche a su lado.

      Doña Leonor fue a protestar, pero Rodrigo la contuvo:

—Insisto... Si no, trasladaremos la cuna del pequeño Jorge aquí y nos instalaremos todos en su aposento —dijo de forma taxativa Rodrigo.

—Está bien. Como queráis. Si eso os hace quedaros más tranquilos a todos.


      Al amanecer, Rodrigo observaba a su madre dormir mientras la anciana movía las pestañas, intentando salir de las brumas del sueño. Medio adormilada, giró la cabeza sobre la almohada y contempló a su hijo.

—¡Todavía estáis aquí! —exclamó la anciana contrariada.

—¡Dónde podría estar mejor que a vuestro lado! —dijo Rodrigo con rostro serio—. Sarah está amamantando de nuevo al pequeño ... —respondió Rodrigo observando a su madre.

—¿Qué os parece el pequeño? —preguntó doña Leonor sonriendo.

—Es lo mejor que me ha pasado nunca. Excepto conocer a Sarah.

—¡No podríais haber encontrado una joven mejor que ella para compartir vuestra vida!

—Entonces, ¿aprobáis mi elección, madre? —preguntó Rodrigo adivinando la contestación de su madre.

—¡Cómo no habría de aprobarla! Esa joven es una pura bendición. Es tan bella por fuera, como por dentro... no podríais haber elegido mejor esposa. Su bondad, solo es superable por su laboriosidad que imagino que heredaría de su padre. Lo cual, me recuerda un poco a mí —contestó doña Leonor—. Estoy feliz de tenerla como nuera.

—Gracias, madre. Vuestra opinión, siempre ha sido importante para mí.

—Sin embargo, actuasteis a escondidas de vuestra madre, sin pedir consejo a nadie —le reprochó un poco su madre.

—Amo tanto a Sarah, que solo pensaba en desposarme con ella —contestó Rodrigo, sabiendo que debió de haber solicitado la dispensa papal.

—Quedaos tranquilo. Ya pasó todo... —dijo doña Leonor cerrando de nuevo los ojos—. No sé qué me sucede para tener tanto sueño.

—Sarah os ha administrado un brebaje para que os relajéis. Os permitirá descansar y recobraros con más rapidez —le susurró Rodrigo.

—Acostaros junto a mí un rato —le rogó doña Leonor señalando con la mano el lecho—. Como hacíais cuando erais pequeño...

         Rodrigo se levantó del sillón y con cuidado, se recostó encima del cobertor, mientras abrazaba el frágil cuerpo de su madre. Doña Leonor cerró los ojos mientras agarraba con fuerza la mano de su Rodrigo. Y solo cuando se empezaba a quedar dormida de nuevo, Rodrigo le escuchó susurrar:

—Jamás os olvidéis que os debéis al honor, mi dulce Rodrigo. Hicisteis un juramento y luchasteis siempre en el lado correcto, tomando decisiones acertadas y otras que no lo fueron tanto. Volver a cruzaros a lo largo de vuestra existencia con enemigos sin principios, es algo que no podréis evitar. Pero vos, no os desviaréis del verdadero camino, el del Señor. Permaneceréis siempre en la senda, por más contratiempos y trabas que os encontréis y haréis lo que el honor siempre sea vuestra máxima. Luchar siempre por el bien y proteger a los débiles y a los indefensos. Y yo, desde el más allá, velaré porque nunca faltéis a ese juramento.... —declaro doña Leonor silenciando sus labios.

       A Rodrigo se le hizo difícil de pasar el nudo por su garganta, mientras se le caía una lágrima por la mejilla.

—Así lo haré, madre —le susurró Rodrigo.

       Durante varios minutos, Rodrigo veló por el sueño de su madre mientras ésta, luchaba por aferrarse a la vida. Cuando Sarah volvió a entrar en la alcoba, el cuerpo de madre e hijo permanecían fuertemente abrazados, sumidos en un profundo y relajado sueño.


Una semana después, los invitados al enlace iban llegando como a cuenta gotas. Doña Leonor, sentada en un gran sillón del gran salón, contemplaba fascinada cómo iba llegando su numerosa prole de hijos, yernos, nueras y nietos. Llamativa fue la entrada de la hija mayor de doña Leonor, doña Beatriz de Manrique y Lara, casada con Pedro Fernández de Velasco, conde de Haro. Cuando su madre comprobó el estado de buena esperanza en que se encontraba su hija, no pudo evitar exclamar, para verdadero apuro de la implicada:

—Pero..., ¿otra vez hija mía?

       Las carcajadas de los presentes no se hicieron esperar, ante el sonrojado rostro de doña Beatriz.

—¡Madre! Veo que ya estáis completamente recuperada...

—No os desviéis del asunto... ¡Válgame el Señor! He perdido la cuenta de los nietos que me habéis dado ya.

      Su yerno, el conde de Haro, que había escuchado el exabrupto, se aproximó sonriendo hacia la anciana y contestó:

—Este será el noveno, querida suegra...

—¿¡Nueve hijos!? Sin duda, conde de Haro, habéis sabido rentabilizar vuestro matrimonio.

—¡Me estáis dejando en vergüenza, madre! —exclamó doña Beatriz con las manos en la cintura.

—Pues cualquiera lo diría... —aseguró la anciana dejando entrever parte de la picardía que siempre la había caracterizado.

      Los hijos varones de doña Leonor, intentaron mediar en el conflicto y felicitaron al conde de Haro y a su hermana por su próxima paternidad y en medio de la algarabía, continuaron celebrando el encuentro. Incluso hasta las hermanas pequeñas, que vivían en el monasterio de la Consolación de Calabazanos, habían abandonado por unos días su retiro para poder estar en tan crucial momento.


Sin embargo, fue el día previo a la boda, cuando una de las visitas más esperadas llegaba al palacio de de Treviño, sumiendo a algunos de los miembros de palacio, en el más profundo alboroto. Diego y Rodrigo de Manrique, salieron a las mismas puertas de palacio a recibir a los recién llegados.

     Diego de la Cueva descabalgó de su caballo, para poder dar un fuerte abrazo a su amigo.

—¡Qué grata alegría veros de nuevo y poder compartir con vos este momento! —confirmó Rodrigo emocionado—. Y qué placer teneros entre nosotros. Sarah no sabe nada.

—Mayor placer nos produce a nosotros... —le confirmó Diego de la Cueva—. No nos habríamos perdido esto, por nada del mundo.

—¡Don Rodrigo! —exclamó una voz femenina a su espalda que hizo que Rodrigo se volviese al instante.

—¡Doña Clara! —respondió Rodrigo a la mujer que se acercaba hasta él, rodeada de niños y sirvientes.

—¡Cómo han crecido! —dijo Rodrigo sorprendido de ver a los cuatro pequeños.

—Si, estos cuatro diablillos crecen a marchas forzadas... —respondió Clara María sonriente—. Pero decidme, ¿cómo se encuentra Sarah? ¿Y el niño?

—He querido darles una sorpresa y no anunciarle vuestra llegada hasta que llegaseis. No quería darle falsas esperanzas...

—¡Qué ilusión! Poder estar en la boda de ustedes... —declaró Clara María—. Habéis hecho bien. Estoy deseando verla y darle la sorpresa. Todo este tiempo, hemos rezado por ustedes don Rodrigo. Las hermanas clarisas, también les mandan sus bendiciones.

     Rodrigo asintió agradecido y contento por tener a aquellas personas que habían sido tan importantes en la vida de Sarah y de él. Sin embargo, antes de que pudiese hablar, le sorprendió la presencia de don Juan de Alcaraz y doña Mencía, que varios pasos más atrás, le miraban atentos.

—¡Dios mío! ¡Son ustedes! —declaró Rodrigo yendo al encuentro de ambos.

—Diego insistió en que les acompañáramos —respondió Juan de Alcaraz—. Esperamos no molestar, pero nos hacía ilusión verlos de nuevo.

—Ustedes no molestarían nunca —respondió un sonriente Rodrigo sin poder evitar mirar el redondeado vientre de doña Mencía—. Al final, ¿se desposaron? —preguntó incrédulo—. Me olvidé de ustedes.

—Quedáis disculpado —contestó doña Mencía sonriente—. Como podéis comprobar por vos mismo. Efectivamente, nos desposamos.

      Durante unos breves instantes, Rodrigo se detuvo en observar la cara de felicidad de ambos esposos.

—Deduzco que después de todo, mereció la pena. Les felicito...

—Muchas gracias, don Rodrigo —exclamó don Juan.

—Pasen, pasen todos... Los sirvientes les irán acomodando enseguida —les sugirió don Diego de Manrique que había permanecido en segundo lugar, por detrás de su hermano esperando a que éste terminara de saludar a sus invitados. Ese era el momento de Rodrigo, y no quería arrebatárselo..

—Espero que su estancia en palacio, sea lo más grata posible. Solo tienen que pedir lo que necesiten.

—Estamos seguros que todo estará perfecto. Con estar aquí, ya nos conformamos —respondió Diego de la Cueva, con uno de sus hijos en brazos.


Al día siguiente, Rodrigo iba en busca de su madre, la cuál era su madrina en la sencilla boda que tendría lugar en la capilla del palacio. Ni Sarah, ni él, habían querido algo ostentoso puesto que lo verdaderamente valioso, era estar rodeados por su familia y amigos. Sin embargo, una sorpresa más, esperaba a Rodrigo.

—¡Madre! ¿Estáis preparada para la ceremonia?

       La anciana apoyándose en un bastón, se giró y miró a su hijo de frente, que entraba en ese momento en la alcoba. Llevaba su hábito de caballero santiaguista. Ningún collar, ni cadena, ni ropajes de armiños hacía ostentación del cargo que debía ocupar de nuevo.

—Por supuesto, hijo mío. Os dije, que estaría restablecida cuando llegase el momento. Y vos, estáis imponente. ¿Estáis preparado para asumir vuestro puesto? —preguntó la mujer encaminándose hacia su hijo, viéndolo vestido con el hábito de la Orden de Santiago—. Imagino que si os habéis puesto esto —dijo la anciana alisando la capa blanca— es que debéis de haber tomado ya una decisión.

—Así es, madre. En cuanto se acabe la ceremonia, regresaremos mañana a Segura de la Sierra.

—Me alegra escuchar eso. Temí que pudierais arrepentiros de volver a vuestro puesto.

—No podría, después del consejo que me disteis, madre.

       Doña Leonor sonrió y a paso lento, madre e hijo, se encaminaron hacia la pequeña capilla que había anexada en el palacio.

—¿No echáis a alguien de menos en esta boda? —preguntó la anciana, mirando al frente.

—No madre... Quizás, a los familiares de Sarah. Si hubiesen podido estar aquí, estoy seguro que a ella le hubiese gustado que nos acompañaran de nuevo.

      Doña Leonor no añadió nada más. Sin embargo, tuvo que esconder una breve sonrisa.

—¿Habéis visto a Sarah esta mañana? No me han dejado verla —contestó un poco después Rodrigo.

—No seáis impaciente. Sabéis que trae mala suerte que el novio vea a la novia. Al fin y al cabo, podéis esperar un poco más... —contestó la anciana.

—No creo para nada en esas tonterías... —refunfuñó Rodrigo contrariado por haber tenido que separarse de ella la noche anterior. Sus hermanas le habían prohibido dormir junto a Sarah.

      Los sirvientes habían hecho un verdadero esfuerzo por decorar el camino por el que tenían que pasar.

—¡Está bellísimo todo, madre! —susurró Rodrigo—. Imagino que habrá sido idea de mis hermanas.

—Ya las conocéis... cuando se les mete algo en la cabeza, no hay quien las detenga. En realidad, se parecen a vos.

—En realidad, se parecen también a... —Rodrigo se quedó a medio de hablar cuando al girar el recodo de una esquina se encontró de frente con una fila de caballeros a ambos lados de la entrada. Sin poder continuar andando, se detuvo observando uno por uno, a cada uno de los miembros de su propia guardia.

      Doña Leonor adivinó al instante, la tensión de Rodrigo.

—¿A esto os referíais, madre?

—Por supuesto. ¿Os pregunté si no echabais de menos a alguien? Han llegado esta misma mañana y han cabalgado sin detenerse por poder acompañaros en este momento a vos y a Sarah. Estos soldados, son vuestros hombres, hijo mío. Y os están esperando —aseguró la anciana.

—¿Fue idea vuestra?

—¡Qué más da!... Están deseando saludaros. Id, yo me adelantaré y os esperaré sentada.

       Rodrigo asintió y cuando llegó a la altura de los soldados, abrazó uno por uno a cada uno de sus hombres, mientras doña Leonor entraba en la capilla y se sentaba a esperar la llegada de la novia.


Los nervios estaban matando a Sarah. Estaba rodeada de mujeres, empeñadas en acicalarla como si fuese una reina, e intimidada por la energía que desprendían, se dejó hacer todo lo que ellas le propusieron. A un lado, Clara María las observaba.

—¡Estáis bellísima! No he conocido a novia más bonita que vos... don Rodrigo, es muy afortunado —dijo Clara María.

—¡Vamos! —entró María de Sandoval en la alcoba—. El novio ya está esperando en la capilla...

       El revuelo de mujeres empezó a salir y Clara María se acercó un instante a Sarah.

—Permaneced tranquila. Todo va a salir bien... —le aseguró Clara.

—Gracias, Clara. Eso espero ...

        Ambas mujeres se emocionaron y mientras se les empañaban los ojos, el conde de Treviño entró en la alcoba, dispuesto a acompañar por segunda vez a la novia.

—¿Podemos bajar ya?

     Las dos mujeres miraron al conde, pero fue Sarah la que asintió.

—Si, estoy preparada...

—Pues en marcha. Ya nos hemos demorado bastante.

       Clara María se quedó por detrás de ellos, arreglando el largo del vestido.

—Cada día, estáis más bella. ¡No se cómo lo hacéis! Pero mi hermano es doblemente afortunado.

—¡Doblemente! —respondió Sarah agarrada al brazo de su cuñado.

—Acaso, ¿no tenéis la vaga sensación de haber pasado ya por esto? —preguntó con ironía el conde.

       Sarah no pudo evitar reírse, mientras contestaba al conde:

—¡Y espero que sea la última!

—Ya os garantizo yo, que no habrá otra boda más —aseguró don Diego convencido de tal hecho.


      Cuando el padrino y la novia llegaron a la capilla, un nervioso Rodrigo esperaba junto a sus caballeros.

—No se si alguna vez me acostumbraré a verlo así. ¡Parece tan imponente!... que algunas veces me da miedo, no merecerlo. Verlo junto a sus caballeros, me impresiona.

—No seré yo quien os rebata tal afirmación. Es cierto que contemplar a Rodrigo junto a sus hombres resulta una imagen imponente. Pero si hoy estáis aquí, es porque os habéis ganado tal mérito. Mi hermano no podría desposarse de nuevo con otra mujer que no fuerais vos. No lo dudéis nunca, que os ama como a nadie —le aseguró don Diego mirando al frente.

—Gracias, don Diego.

—No tenéis que dármelas. Todos estos meses a vuestro lado, han servido para comprobar lo equivocado que estuve una vez y la gran persona que sois. Estoy seguro, que llegarán a ser muy felices, a pesar de la dureza a la que os someta la vida. Mi hermano hubiese preferido pasar un solo día a vuestro lado, que toda la vida al lado de damas nobles de alta alcurnia. Juntos, superarán todos los contratiempos que el infortunio les presente.

      Sarah ya no pudo prestar más atención a las palabras del conde, al quedar su mirada clavada en la de Rodrigo que la miraba emocionado. Cuando llegó a su lado, Diego le entregó su mano a Rodrigo y Sarah, se sujetó del brazo de éste. Sin poder evitarlo, Rodrigo suspiró aliviado.

—¡Estáis bellísima! No sé qué deciros —le aseguró Rodrigo mirándola profundamente enamorado.

—Le decía a vuestro hermano, que vos... también estáis imponente —le contestó Sarah con una enorme sonrisa en el rostro.

       Un carraspeo de Diego, los sacó del ensimismamiento, mientras los caballeros de Rodrigo ocultaban sus sonrisas.

—¿Estáis preparada? —le preguntó Rodrigo a Sarah, sin importarle que los demás estuviesen esperando.

        Cuando Sarah asintió, Rodrigo inspiró profundo y comenzó a caminar hacia el altar junto a ella, mientras el resto de la comitiva les seguían. Y cuando llegaron a la altura del sacerdote, Rodrigo no pudo evitar exclamar:

—¡Por fin! —sonsacando las sonrisas de todos los presentes.

       Media hora después, Doña Leonor no pudo evitar derramar unas lágrimas cuando los recién desposados arrodillados frente a la imagen de Santiago Apóstol, eran bendecidos y declarados marido y mujer.


Villa de Segura de la Sierra, Reino de Jaén. Seismeses después.

Rodrigo subió las escaleras de su casa en pos de su esposa. Nada más entrar, las muchachas le habían dicho que la señora se encontraba en la alcoba durmiendo a su hijo Jorge. Conociendo, el carácter y el sueño ligero de su primogénito, Rodrigo caminó silencioso hasta llegar a la puerta para no despertarlo, en caso de estar dormido. Abriendo con sigilo la puerta y entrando sin hacer ruido, Rodrigo contempló la estampa de Sarah mientras miraba hacia la cuna y la mecía ligeramente. Cantaba una canción de cuna al pequeño mientras éste intentaba conciliar el sueño.

       Pisando despacio sobre el suelo de madera, sus pasos quedaron amortiguados y pasaron inadvertidos para Sarah mientras Rodrigo se acercaba. Y sin que ella adivinara sus intenciones, de pronto se vio rodeada por la cintura de los fuertes brazos de él, mientras descansaba su barbilla en el hombre de Sarah y miraba hacia la cuna.

—Se ha dormido ya... —susurró Rodrigo.

—Casi... —contestó ella sonriendo, mientras Rodrigo giraba la cabeza y depositaba en su cuello un beso.

—Os he echado de menos todo el día —aseguró Rodrigo.

—¡No mintáis! Se que hoy habéis estado muy atareado... —declaró Sarah sonriendo—. No habéis podido tener tiempo.

—Es cierto, pero estaba deseando regresar a casa —alegó Rodrigo en su defensa.

—Eso... no lo dudo —respondió Sarah girándose hacia él y rodeándolo también con sus brazos.

       Mirándose intensamente, Rodrigo le preguntó:

—¿Habéis cenado ya?

     Sarah le contestó negando con la cabeza.

—¡Me habéis esperado! —exclamó Rodrigo ilusionado.

—Si...

       Durante un segundo, Rodrigo se perdió en la mirada distinta de su esposa y por el brillo especial en sus ojos, Rodrigo volvió a preguntarle:

—¿Sucede algo? Os veo distinta...

      Sarah asintió sonriente de nuevo. Y Rodrigo, le preguntó de nuevo:

—¿No vais a contarme qué es?

      Sarah negó con la cabeza y volvió a sonreír.

—Podría pasarme todo el día mirándoos, sin cansarme. Sin embargo, hoy lucís un brillo especial en esa mirada cautivadora que tenéis y por vuestra cara de felicidad, deduzco que es algo importante... —declaró Rodrigo, dándole un beso rápido en los labios. Abrazándola junto a él, Rodrigo apoyó su rostro en el hueco del cuello de ella y volvió a preguntarle:

—¿Acaso la Casa de Manrique aumentará con un nuevo miembro?

        Sarah asintió y Rodrigo inspirando fuerte, le acarició la espalda como si fuese su más precioso tesoro.

—Me hacéis el hombre más feliz... Te quiero amor mío —susurró Rodrigo cerrando los ojos, confesándole su amor.

—Y yo también —le respondió Sarah emocionada mientras ambos se fundían en un apasionado beso, olvidándose en aquel instante de la cena que les esperaba abajo. 


FIN


MUCHAS GRACIAS A TODOS POR LLEGAR HASTA AQUÍ. ESPERO NO HABEROS DEFRAUDADO CON EL FINAL DE <<JURAMENTO DE HONOR>> Y QUE OS HAYA GUSTADO. OS VEO EN LA SIGUIENTE ENTREGA DE LA SAGA, AUNQUE PRIMERO TERMINARÉ <<LA GUARDIA>>.

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