Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

CAPÍTULO VIGÉSIMO TERCERO

Diego Manrique se tensó cuando comprobó que a la salida del monasterio, el prior junto a varios monjes más, estaban esperándolos. Sin poder evitarlo se colocó delante de su cuñada, intentando protegerla de las miradas de los religiosos.

—¡Prior!

—Don Diego... —dijo el anciano mirando con curiosidad a la persona que permanecía oculta detrás del conde—. Espero que don Rodrigo haya conseguido el sosiego que necesitaba y que nosotros no hemos podido otorgarle.

—Así es, prior. Se ha quedado más tranquilo después de comprobar por si mismo la verdad. Tened por seguro, que no volverá a cometer tan grave imprudencia.

—Lo celebro, don Diego. Ahora..., podéis marchad y tranquilizar a vuestra señora madre de que don Rodrigo será bien atendido. Me temo que no supe ver la gravedad de los hechos y creí que don Rodrigo superaría la separación con su esposa. A veces, los árboles no dejan ver el bosque, don Diego y cometemos errores. Lamento mucho que don Rodrigo haya sufrido en silencio durante tantos meses y que haya tenido que llegar a esa situación... —agregó el prior mortificado.

—No tiene por qué sentirse culpable. Vuestra señoría no es responsable de lo sucedido. No podíais saberlo.

—Todos tenemos cierta parte de culpa, conde. Aceptamos los hechos como ciertos, sin cuestionar la veracidad de las afirmaciones. Las palabras tienen más importancia de lo que parecen —aseguró el prior mirando con curiosidad la figura que permanecía oculta detrás del conde—. Por como se esconde vuestro acompañante y el afán que mostráis por ocultarlo, deduzco que lo que ponía en esa misiva no era cierto.

      Diego cogió aire y sopesando si sincerarse con ese hombre, al final procedió a decirle la verdad. Después de todo, gracias al aviso de ese monje, habían podido volver a ver a Rodrigo.

—Tenéis que saber prior, que llegué justo a tiempo de que un fatal desenlace ocurriese. El fin que el inquisidor había previsto para la persona que me acompaña era la muerte y como tal, comprenderéis que es mi obligación protegerla puesto que ahora, corre más peligro que nunca. El inquisidor no pretendía otra cosa más que acabar con la vida de una inocente, a pesar de ser puesta en libertad y llegado el caso, si llegase a oídos de Deza que Sarah sigue viva, mucho me temo que volvería a intentarlo. Pasando por alto, hasta la decisión de la misma reina.

       El prior abrió los ojos debido a la sorpresa y dándose cuenta de repente a lo que se refería, se quedó mudo de asombro. El inquisidor había ordenado asesinar a una mujer que había sido absuelta de unos cargos y que la misma reina había ordenado soltar. Contrariado, fijó la mirada en el rostro oculto de la mujer, comprobando que aquel hábito, no podía ocultar el enorme estado de gestación de la dama. Por eso don Rodrigo, no había dejado de llorar por su mujer y por su hijo. La esposa de don Rodrigo estaba embarazada cuando ordenaron asesinarla.

—No os equivocáis, Prior. ¡Podían haber sido tres victimas! —susurró Diego Manrique—. Si mi hermano hubiese llevado a efecto su intención de acabar con su vida, tres inocentes podrían haber muerto. Y todo por la ambición y la venganza de un depravado.

—No cabe duda que al final, la justicia prevalece, don Diego —aseguró el prior convencido de sus palabras.

—Pero no siempre es así, prior —le aseguró el conde de Treviño—. Pero yo me encargaré de que lo sea. Los Manrique de Lara no olvidamos una ofensa como esta y tenga por seguro, que protegeré a esta mujer cueste lo que cueste.

     Inesperadamente, el prior se adelantó varios pasos hasta Sarah y le levantó la barbilla, para poder observarla con más exactitud. Las miradas de ambos se cruzaron. Unos ojos llenos de sabiduría observaron a otros ojos llenos de miedo. Pero el prior, entrado en años, pudo ver mucho más allá. El sufrimiento y el agotamiento que se traslucía en los ojos de la mujer, le afectó. Con una mirada pura llena de bondad, la joven le sostenía la mirada, a pesar de la preocupación que la embargaba. Y el prior comprendió que aquella mujer ya había sufrido bastante. Así que, levantando el brazo, la bendijo.

      Sarah se quedó sorprendida cuando aquel religioso, hizo la señal de la cruz frente a su rostro.

—Que Dios os proteja, doña Sarah. A vos y a vuestro hijo que está por llegar... Solo puedo disculparme en nombre de Cristo, porque de los actos cometidos en nombre de Dios, no puedo responsabilizarme —declaró con evidente humildad el anciano ante la atenta mirada de los presentes.

     Sarah se emocionó y se le cayeron un par de lágrimas por la mejilla. Lágrimas que el prior no tuvo reparos en limpiárselas con el dorso de su propia mano.

—No lloréis y conservar la esperanza, no todo está perdido en el camino del Señor... Rezaremos por vos y por don Rodrigo. Y ahora, marchad tranquilos que de nuestra parte, nada debéis de temer. Acaba de anochecer y los caminos no son seguros para transitar.

—No os preocupéis por ello, prior. Se ha vuelto una costumbre que viajemos de noche. Mi hueste nos espera a poco de aquí.

—Me quedo más tranquilo, don Diego.

—Gracias por todo, prior. Volveremos a vernos cuando mi hermano deba abandonar el monasterio y le estoy agradecido por guardar silencio sobre la presencia de mi cuñada aquí. El inquisidor general dejó bien claro que no podían verse, bajo pena de muerte para ella.

—Descuidad, los monjes de este monasterio seremos como una tumba. Somos religiosos, pero no tontos, ni injustos. Al fin y al cabo, partió de mi propia persona la posibilidad de que concertaran una cita con el gran Maestre. Don Rodrigo necesitaba creer en algo para seguir luchando y os confieso, que me quitáis un peso de encima. Ha sido una sorpresa agradable descubrir que la dama todavía está viva y que todavía existe una posibilidad para que don Rodrigo recupere la fe perdida. Mucho me temo, que después de todo lo ocurrido...

—Mi hermano siempre fue un hombre de profundas convicciones religiosas y morales. No se le puede culpar por ello, como usted bien lo sabe —contestó Diego Manrique.

—Lo sé, don Diego. Pero es mi obligación que don Rodrigo vuelva al camino correcto. La Orden no puede perder un miembro tan valioso como es don Rodrigo. Y mucho me temo, que sin su familia, lo hubiésemos perdido —declaró con sinceridad el prior—. Espero que la próxima vez que vengáis, tengamos mejores noticias que darles. Que tengan un buen viaje, don Diego. Doña Sarah... —dijo el prior despidiéndose de ambos y dándose la vuelta, mientras los dejaban a solas.

     Cuando los monjes cerraron la puerta del monasterio, Sarah soltó un suspiro aliviada y miró de frente a su cuñado.

—¿Os encontráis bien? —preguntó Diego Manrique con una ligera sonrisa.

—Si, don Diego. Ahora que he visto a Rodrigo, me quedo mucho más tranquila —aseguró Sarah.

—¿A qué esperamos entonces? Mi madre nos espera al bajar la cuesta. ¿Podréis caminar hasta allí? No tenéis muy buena cara.

—No preocuparos por mí, don Diego. Estaré bien. Solo ha sido la impresión de volver a ver a Rodrigo.

—¡Perfecto! Entonces, marchémonos de aquí.


Veinte minutos después, Sarah y Diego llegaban hasta donde esperaba la hueste. Dentro de la carroza, doña Leonor reflejaba la enorme ansiedad que la carcomía por dentro.

—¿Habéis conseguido verlo? —preguntó la anciana angustiada.

—Sí, doña Leonor. Hemos podido verlo... —contestó Sarah con una triste sonrisa.

—¿Y se encuentra bien?

     Antes de que a Sarah le diera tiempo a contestar, Diego se adelantó intentando tranquilizar a su madre.

—Si madre, está bien. Ahora que se ha asegurado por sus propios ojos que Sarah sigue viva, aguantará lo que le quede de encierro.

—Mi pobre niño... —se lamentó doña Leonor cogiendo de la mano a su hijo—. ¿Le habéis dicho que estaba aquí?

—No he querido atormentarlo más, madre. Sin embargo, me manda un saludo para vos.

     La anciana sacó un pañuelo y secándose las lágrimas que empezaban a derramarse por sus ojos, tuvo que tragar saliva para no derrumbarse allí.

—Abríguense bien. La noche es fría y mucho me temo que amenaza lluvia —aconsejó Diego a ambas mujeres.

—No os preocupéis por nosotras, hijo. Estaremos bien. Lo importante era tu hermano...

—Muy bien, madre. Si necesitáis que nos detengamos, dar un golpe y nos detendremos —les recordó Diego de Manrique.

—Si hijo, lo haremos...


     En ese mismo instante, dentro del monasterio, el prior caminaba por el pasillo del claustro en busca de don Rodrigo. El monje decidió ir a buscarlo hasta la capilla.

—¿Qué hacéis, don Rodrigo? —preguntó el hombre deteniéndose al lado del caballero.

—Rezando, prior.

—Y tal acto os honra, pero ¿no creéis que ya habéis rezado suficiente? Es de noche y es hora de recogimiento.

      Rodrigo se volvió en ese instante y miró de frente al prior.

—Tengo muchos pecados que purgar, padre. Y además, tengo que agradeceros el que hayáis permitido...

—No es necesario que me agradezcáis nada, don Rodrigo. Además, ¿qué pecados podéis tener...? —preguntó el prior con curiosidad—. No pueden ser tan graves.

—Temo haber ofendido a Dios.

—¿Y por qué habría de estarlo?

—Porque renegué de él, padre.

     El prior escuchó las palabras y no le extrañaron.

—No os culpo de ello, don Rodrigo. Después de todo lo sucedido, es lógico que os revelaseis contra Dios. No puedo juzgaros por un hecho así. Las injusticias perpetradas contra vos y vuestra familia han sido muy graves. Os ha podido costar la vida.

—Extrañas palabras viniendo de vos, prior. Pensé que ese era el motivo de mi presencia aquí. Que pagara por mis actos.

—Os equivocáis. El motivo de vuestra presencia aquí, solo era para aplacar los ennegrecidos deseos del inquisidor y ahora, es cuando lo comprendo todo. No voy a entrar en juicios de valor sobre los hechos que os imputaron. Sin embargo, he de decir a vuestro favor, que después de tantos años al servicio de Dios, de la Orden y de la Corona, no os merecíais un castigo así. Sabéis bien, que debisteis pedir la dispensa papal, pero eso no exculpa a don Diego de Deza de su crueldad y su maledicencia con vuestra dama.

—¿A qué os referís? ¿Acaso mi esposa os contó como me obligaron a renunciar a ella? No termino de entenderos... —añadió Rodrigo poniéndose nervioso.

      Tanto el prior como Rodrigo se miraron con intensidad y el prior se sintió contrariado por haber hablado de más, creyendo que el gran Maestre tenía conocimiento de lo ocurrido.

—¿Acaso no os contó vuestro hermano lo sucedido en la ciudad de Úbeda tras vuestra marcha?

—No, prior. No ha habido mucho tiempo para las palabras. Apenas he podido intercambiar más que unas pocas frases con ellos...

     El prior inspiró profundo tomando aire para contar la verdad. Don Rodrigo merecía saberlo.

—La noticia que os hizo llegar el inquisidor de Úbeda... La que os movió a intentar acabar con vuestra vida...

—¿Si...? —preguntó Rodrigo instando al prior a que continuara.

—En verdad, don Diego de Deza pensaba que vuestra esposa estaba muerta. No os mintió...

—Sigo sin comprender, prior —dijo Rodrigo extrañado—. No entiendo por qué el inquisidor llegó a esa conclusión.

—Porque... —las palabras se le atascaron al prior en la garganta—. Porque el mismo ordenó matarla...

     La noticia le cayó a Rodrigo como una pesada losa. Apretando los puños con fuerza, intentó contenerse para no abalanzarse sobre el anciano prior.

—¿A qué os referís?

—A la comprometida situación en que se encontraba doña Sarah cuando vuestro hermano y varios caballeros consiguieron rescatarla.

—¿Cómo que la rescataron...? —preguntó de nuevo Rodrigo intentando saber más.

—Cuando la soltaron, el inquisidor de Úbeda dio la orden de que acabaran con su vida. Por lo visto, un soldado del inquisidor se proponía asesinarla cuando vuestro hermano lo interceptó...

—No me ha dicho nada mi hermano, ni siquiera Sarah... —susurró Rodrigo angustiado.

—Como vos mismo habéis dicho, habéis tenido muy poco tiempo. Y vuestros familiares, no habrán querido preocuparos más.

      Rodrigo se tapó el rostro con las manos, mientras un ligero mareo lo embargaba. Había estado a punto de perder a Sarah y a su hijo.

—¡Dios mío! —gritó Rodrigo impotente—. Juro que lo mataré por ello...

—No os torturéis más, don Rodrigo. Habéis podido comprobar por vuestros propios ojos, que doña Sarah se halla sana y salva, al lado de vuestra familia. Tened fe en que Dios la protegerá. Sin embargo, debéis ser cauto cuando salgáis de aquí. Vuestro hermano me ha insistido en el peligro que el inquisidor sigue representando sobre vos y vuestra esposa.

—Dios no la protegió cuando debía... y yo tampoco —declaró Rodrigo contrariado—. Y encima, la repudié...

—Como vos mismo pensáis, no tuvisteis otra opción, don Rodrigo. Ya es hora de que olvidéis ese episodio de vuestra vida. Debéis recobrar la salud y el juicio. E insisto..., debéis pensad con minuciosidad qué haréis cuando salgáis de aquí. Sobre vuestra esposa pesa la pena de muerte, si la hallan con vos. Y cuando se entere de que vuestra esposa logró escapar con vida...

—Lo mataré antes de que consiga ponerle un solo dedo encima...

—¿Y qué conseguiríais con ello? ¿Acabar muerto vos? ¿Qué sería de doña Sarah y de vuestro hijo? ¿Acaso lo habéis pensado?

—Tendría siempre el apoyo de mi familia.

—Pero no tendrían lo más importante. Les faltaríais vos...

      Rodrigo sintió como si le apretaran el corazón en un puño. Comprendía perfectamente lo que quería decirle el prior.

—No hay más que ver el sufrimiento que lleva impreso en la cara doña Sarah. Parece muerta en vida... —declaró el prior empeñado en meter algo de juicio en la cabeza de don Rodrigo.

      Rodrigo se tensó, invadiéndolo la angustia y la impotencia.

—¿Y qué me aconsejáis? ¿Qué vuelva a dejarlo libre para que pueda intentarlo de nuevo? —preguntó desesperado Rodrigo.

—Dejad pasar algo de tiempo y tened paciencia... Si me lo permitís, podría apelar a vuestro favor. Quizás, no todo esté perdido aún.

—Tenéis de tiempo hasta que marche de aquí, prior —le otorgó Rodrigo.

     El prior suspiró aliviado.

—Será suficiente, don Rodrigo. Escribiré de inmediato a la corte, abogando por vos...

—Perderéis el tiempo... —declaró Rodrigo que había dejado de creer hasta en la reina.

—Aun así, no tenemos nada que perder y sí mucho que ganar. Ahora, venid conmigo y cenad algo antes de acostaros. No solo vuestra alma necesita de alimento. En los últimos días, os habéis desmejorado...

     Rodrigo siguió al prior, saliendo de la capilla. No habían dado más que unos cuantos pasos cuando el prior susurró:

—Después de ver a vuestra dama, he comprendido porqué os cuesta tanto renunciar a ella. Debéis amarla mucho.

—Tanto que no encuentro sentido a mi vida sin ella... —susurró Rodrigo pensando en Sarah en ese instante.


Mientras tanto, Sarah cabizbaja y sumida en sus pensamientos, permanecía sentada con los ojos cerrados. Con sus manos sobre su redondeada barriga, recordaba cada instante vivido en el monasterio. Estaba cansada y agotada después de tanta tensión acumulada, esperándose lo peor. Creyendo que de cualquier esquina saldrían soldados del inquisidor. Sin embargo, nadie había reparado en ellos. Y una vez dentro de esa capilla, la impresión de ver a Rodrigo la dejó paralizada. Permanecer en silencio a su lado mientras su hermano hablaba con él, había requerido un verdadero esfuerzo. Había tenido que contenerse porque escucharle hablar y no tocarlo, era lo más difícil que había tenido que soportar hasta que ya no lo pudo soportar y posó la palma de su mano en su espalda. Con los ojos cerrados, podía acordarse de la tensión de sus músculos cuando supo y comprendió que era ella, la que estaba a su lado. Sarah seguía pensando en él, cuando un dolor en el bajo vientre la paralizó y soltó un gemido sin querer.

—¿Qué os sucede? —preguntó doña Leonor que también había permanecido silenciosa mientras emprendían el camino.

—Nada, madre. Deben ser los nervios que he pasado. Pensé que no conseguiríamos verlo.

—¿Y cómo se encontraba? —preguntó de nuevo la mujer.

     Los hombres eran escuetos en sus sentimientos, pero las mujeres sentían de otra forma. Doña Leonor necesitaba saber más sobre su hijo.

—Más delgado. Su rostro tenía líneas de sufrimiento que hace unos meses no estaban ahí. Realmente pensó que estaba muerta... —dijo Sarah echándose a llorar—. Jamás pensé que Rodrigo llegaría a sentirse tan desgraciado como yo, hasta el punto de querer...

—¿De querer acabar con su propia vida? ¿Y por qué no habría de estarlo? —preguntó doña Leonor—. Sois su esposa.

—No lo sé madre. En todos estos meses, me sumí en mi propio dolor y ni siquiera pensé en lo que él estaría sufriendo. Fui egoísta. Yo les tenía a ustedes, pero él...

—No culparos vos también. Bastante sufrimiento hemos tenido ya... —dijo doña Leonor.

      Sarah sintió de pronto una humedad entre las piernas e incorporándose en el asiento, sorprendió a su suegra. Un líquido caliente le escurría por la entrepierna.

—¿Por qué os levantáis? —preguntó extrañada doña Leonor—. Vais a caeros si no os sentáis.

     Sarah no pudo contestar, paralizada como estaba. De pronto, apretó las piernas, intentando evitar orinarse dentro de la carroza pero después de tantos niños traídos al mundo, comprendió que aquello no tenía nada que ver con eso.

—No os asustéis madre... —dijo Sarah medio incorporada, agarrándose a las paredes del habitáculo.

—¿Y por qué habría de asustarme, hija? —preguntó doña Leonor sujetando el cuerpo de Sarah.

—Creo que acabo de romper aguas...

—¡Válgame el Señor! En verdad, os habéis propuesto que muera de un sobresalto... —declaró la mujer contrariada y preocupada—. ¿Y ahora qué hacemos? Es de noche, vamos en una carroza y ni siquiera tenemos una triste vela en este maldito lugar... —chilló sin querer doña Leonor.

—No preocuparos. Si no me equivoco, todavía quedan muchas horas para el alumbramiento.

—¿Y cómo lo sabéis? ¿Acaso habéis tenido más hijos antes? —preguntó asustada—. ¡Sentaros por Dios! Solo falta que os cayeseis y que rodásemos aquí dentro.

     Sarah no pudo evitar echarse a reír, pensando en el lío de faldas.

—No puedo sentarme, madre. Mancharé el asiento. Y os aseguro que aunque soy primeriza, he traído unos cuantos niños a este mundo.

—A veces, me olvido de vuestras habilidades... —señaló la anciana preocupada— ¡El asiento es lo de menos! Acomodaos y avisadme cuando empecéis con los dolores...

—¿Estáis segura, madre?

—¡Por supuesto que estoy segura! ¿Acaso queréis tener a vuestro hijo de pie? Se que somos fuertes, pero no somos caballos para parir de pie... —dijo irónica doña Leonor.

      Cuando la pobre mujer se dio cuenta de lo absurdo de su comentario, no pudo dejar de echarse a reír. Sin saber si era por los nervios o por la gravedad de la situación.

—Perdonadme, hija mía. Son los nervios los que me hacen decir tonterías.

—Lo sé, madre. Pero quedaos tranquila, no pienso parir de pie... —dijo Sarah sentándose nuevamente.

—¡Qué familia tengo! Ni siquiera mis nietos pueden venir a este mundo en condiciones. Creo que me faltan el respeto, incluso antes de nacer...

     Sarah se echó a reír a pesar de estar medio asustada. Sin embargo, en cierto modo se tranquilizó. Sabía que al lado de aquella mujer, conseguiría traer a su hijo al mundo. No podía estar en mejor compañía que con la abuela de su hijo.

—Tendréis que ayudarme —declaró Sarah un rato después.

—¿Me lo decís después de haber parido once veces? Pues claro que tendré que ayudaros, mi niña.

       Sarah se rió por la actitud de doña Leonor.

—Siempre sacáis una sonrisa en mí, cuando peor estoy... —declaró Sarah.

—Por lo menos esta vieja sirve para algo... Creo que deberíais despojaros de vuestras ropas, por si acaso el niño decidiera llegar antes de hora. Solo las prendas de debajo. Podéis conservar ese horrible hábito... —aconsejó doña Leonor—. En verdad, lleváis razón. El parto puede durar horas. Tumbaros todo lo que podáis y reservar vuestras fuerzas. Por ahora, no avisaremos a mi hijo hasta que no sea realmente necesario. Bastante tenemos cuando tengamos que escuchar sus gritos...

—¿Cómo estáis tan segura de que se pondrá a gritar? —preguntó Sarah.

—Como ya os he dicho muchas veces, mis hijos se parecen demasiado a su difunto padre. Mi esposo solía pasar meses fuera de nuestro hogar, excepto cuando pensaba que estaba a punto de dar a luz. Entonces siempre lo tenía a mi lado. Y os aseguro, que cuando el parto de alguno de mis hijos se adelantaba, se ponía echo un energúmeno por no haberlo mandado llamar. Pero sus gritos cesaban cuando veía al recién nacido.


Durante horas, doña Leonor le fue contando a Sarah anécdotas familiares entreteniéndola y conforme la noche iba dejando paso al amanecer, las contracciones de Sarah se fueron acortando en el tiempo, volviéndose cada vez más fuertes. Distraídas como estaban, ninguna de las dos se dio cuenta de que la puerta de la carroza se abría, hasta que el cuerpo de Diego estuvo prácticamente dentro. Mojado y cansado después de una ligera llovizna que había caído durante la noche, el rostro del conde de Treviño se quedó descompuesto cuando se dio cuenta de lo que ocurría en el interior. Sin poder dar crédito a que Sarah se hubiese puesto de parto, dio un ligero traspiés, casi cayéndose entre las dos mujeres.

—Solo faltaría que os cayeseis encima de Sarah... —dijo doña Leonor regañando a su propio hijo.

—¡Madre! ¿Se ha puesto de parto y no habéis dicho nada? —gritó el conde de Treviño.

—¿Y para qué os debía avisar? ¿Acaso pensabais que podíais parir por ella? Dejad de gritar y cerrad la puerta, hace frío y lo que menos le conviene a Sarah, es enfriarse. Aquí no tenemos ningún brasero para calentarnos. Todavía faltan algunas horas para que vuestro sobrino venga a este mundo... ¿Hay alguna posada donde podamos detenernos? —preguntó doña Leonor con dulzura, cambiando el tono de voz de repente—. Sería de agradecer un poco de tranquilidad, a tener que soportar tanto traqueteo...

     Cuando otro dolor le vino a Sarah, el conde de Treviño se puso pálido de repente y perplejo, asintiendo de inmediato.

—Venía a eso precisamente. A avisaros de que nos detendremos un poco más adelante. Los hombres están cansados de llevar tantas horas a caballo y el camino está intransitable con el barro.

—¿Dónde nos encontramos?

—En Tierra de Campos, madre.

—¡Perfecto, hijo mío! Tu próximo sobrino nacerá en medio de la nada... —añadió doña Leonor irónica.

—¡No me culparéis a mí de semejante hecho! —se enfadó don Diego mirando de malos modos a su madre.

—¡Dios me libre de insinuar tal desfachatez! ¡Dejad de parlotear y arranquemos cuanto antes! No sé si Sarah será capaz de bajar por su propio pie.

      Diego de Manrique palideció más si cabe y cerró de pronto la puerta dando la orden de que reanudasen la marcha.

—Si no tuviera tantos dolores, estaría horas riéndome, doña Leonor. Jamás he visto una cara tan descompuesta y de susto como la que ha puesto don Diego cuando se ha dado cuenta de lo que sucedía. Por un momento, creí que se desmayaría.

—¿Por qué creéis que le he regañado? A mí también me lo ha parecido. Me he mostrado enfadada para que no se cayese redondo... —declaró doña Leonor riéndose también—. Dejad que se lo cuenta a María, no va a poder dejar de reírse en una temporada.

     Ambas mujeres estuvieron riéndose hasta que otra fuerte contracción, detuvo la mofa de ambas.


Granada, tres semanas después.

—¡Alteza! Si me dispensáis, tengo un asunto urgente que tratar con vos —declaró Andrés de Cabrera.

—¿De qué se trata, Cabrera? —preguntó la reina Isabel.

—Han llegado varias misivas. Desde Roma y desde el monasterio de Uclés...

—¿El monasterio de Uclés?

—Sí, alteza. Ambas, se refieren al gran Maestre de la Orden de Santiago —declaró Andrés de Cabrera—. Podéis leerlas.

—Leedlas vos mismo —ordenó la reina rompiendo el sello de cera—. Imagino que ya lo habéis hecho considerando la cara que tenéis.

     Andrés de Cabrera no contestó al comentario de la Reina, pero cogiendo la misiva del papa, empezó a leerla. Cuando terminó, Andrés de Cabrera depositó ante la reina los dos documentos, uno con la disolución del matrimonio de don Rodrigo Manrique y otra con el permiso papal para permitir el enlace entre don Rodrigo y la judía.

—¿Por qué el papa manda dos documentos? —preguntó Isabel intrigada.

—Es evidente, su alteza. Os deja a vos la decisión de permitir o disolver el matrimonio de don Rodrigo.

     La reina se levantó del sillón y mirando de malos modos a su consejero le dijo:

—¿Os tomasteis alguna licencia que vuestra reina no conozca? —preguntó frunciendo el ceño la reina Isabel.

—No su alteza. Sin embargo, creo que deberíais leer la misiva del prior del monasterio de Uclés. Creo que es importante que conozcáis bien lo sucedido, antes de tomar una solución definitiva antes de disolver ese matrimonio.

—Don Rodrigo pasó por alto la dispensa papal.

—Admito que don Rodrigo cometió un error, pero creo que pagó caro su atrevimiento. Ha sido un caballero fiel a vos y a la corona de Castilla...

—No volváis a restregarme más ese hecho. Ninguno de mis caballeros puede pasar por alto las leyes...

—Por favor, señora. Leed la misiva del prior... —le rogó de nuevo Andrés de Cabrera.

—Traed... —ordenó la reina quitándole el pliego—. Sois imposible cuando tenéis decidido abogar por una causa.

      Conforme iba leyendo la reina las palabras del prior, tuvo que sentarse de nuevo en el sillón para poder continuar leyendo. La noticia del intento del gran Maestre de acabar con su vida, la embargó de un sentimiento de culpa.

—Vos que conocisteis a la dama, decidme... en verdad, don Rodrigo amaba tanto a esa mujer como para quitarse la vida —preguntó confusa la reina.

—¿Y lo pregunta la reina de Castilla? ¿O la esposa de don Fernando? —insinuó don Andrés—. En verdad, fue un matrimonio por amor, alteza. Don Rodrigo no hubiese tomado una decisión tan a la ligera sin amar a la que iba a ser su futura esposa. No olvidaros que siendo judía, no tenía tierras, ni títulos, ni riquezas que heredar. Hasta su propio padre fue acusado de hereje y quemado en la hoguera. En aquel juicio no se juzgó la nulidad de un matrimonio por no haber solicitado una dispensa papal. El inquisidor quiso vengarse de don Rodrigo al no haber podido salirse con la suya.

—¿Es eso cierto? —preguntó la reina Isabel empezando a estar molesta por el asunto.

—Ordenasteis que la esposa de don Rodrigo fuese puesta en libertad y sin embargo, don Diego de Deza ordenó su muerte.

—¡Se atrevió a contradecir mi orden! —susurró la reina con evidente enfado.

—Así es, alteza —contestó Andrés de Cabrera.

—Ordenad que venga el inquisidor general. Debo hablar con él antes de tomar una decisión —dijo la reina mirando con detenimiento la dispensa papal.

—Iré de inmediato a por él, alteza —dijo Andrés de Cabrera saliendo del despacho de la reina.


       Media hora después, el inquisidor general estaba de pie ante la reina.

—¿Eráis conocedor de estos hechos? —preguntó la reina Isabel a su confesor, entregándole la misiva del prior del monasterio de Uclés.

      Fray Tomás de Torquemada cogió el documento y leyó la misiva apresuradamente. Cuando comprobó cómo el inquisidor de Úbeda había ordenado matar a la judía, se contuvo.

—Según esa misiva, el inquisidor de Úbeda pasó por alto la orden de dejar en libertad a esa mujer y no conforme con eso, le mandó una misiva al gran Maestre informándole de la muerte de la dama. Solo la providencia divina ha evitado que la vida del gran Maestre se malogre por semejante fechoría. ¿Qué tenéis que ver vos en esto?

—¡Alteza! ¿Cómo podéis acusarme de tal bajeza? —preguntó el inquisidor general.

—El inquisidor es vuestro protegido. ¿Me estáis diciendo que no estabais al tanto de la intención de Deza? ¿Y qué he de hacer yo ahora? —preguntó la reina molesta—. ¿Debo pasar por alto tal injusticia contra esa mujer?

—¡Esa mujer era una judía! —recriminó Torquemada a la reina.

     Andrés de Cabrera se tensó y sin poder evitarlo, contestó al comentario antes que la reina.

—Si la memoria no me falla a estas alturas, os recuerdo que tanto mi ascendencia como la vuestra es judía. ¿Acaso esa mujer es culpable de haber nacido judía? Es conversa por si no lo recordáis.

—Aun así, su propio padre fue quemado en la hoguera por hereje —insistió Torquemada.

—¿Y el vuestro? ¿Acaso os olvidáis del vuestro? —preguntó Cabrera enfrentándose a Torquemada.

—Algún día... —le amenazó Torquemada.

—No os olvidéis que la que amenaza aquí soy yo, fray Tomás —se adelantó la reina Isabel hasta situarse frente al inquisidor general.

—Alteza... —se contuvo el inquisidor—. No quise amenazar a don Andrés...

—Pues no lo parecía —susurró Cabrera evidentemente enfadado—. Mi alteza, si me lo permitís... Solo quiero abogar por don Rodrigo. Tenéis en vuestra mano la dispensa papal que le permite desposarse con esa mujer, a pesar de ser judía... de vos depende que se rectifique la injusticia.

—No hubo tal injusticia —declaró Torquemada—. Vos mismo estuvisteis en el juicio.

—La hubo desde el mismo momento en que no se cumplió la sentencia. Esa mujer fue declarada libre para marcharse, no para ser ejecutada... —chilló Cabrera perdiendo los nervios—. Además, esperaba un hijo de don Rodrigo. ¿Acaso el Santo Oficio mata inocentes? —preguntó de nuevo Cabrera rematando la defensa que Torquemada hacía del inquisidor de Úbeda.

—¿Cómo os atrevéis a semejante infamia? Algún delito tuvo que cometer esa mujer a posteriori para que fuese declarada culpable...

—El único delito que cometió fue ser la esposa de don Rodrigo —contestó Cabrera.

—¡Se acabó! —declaró la reina Isabel terminando con la discusión.

—¡Pero mi reina...! —intentó apelar Torquemada.

—No pienso escuchar ni una sola palabra más sobre este asunto. Don Rodrigo será restituido en su puesto de gran Maestre y de comendador de Segura. ¡Cabrera! Vos mismo le haréis llegar la licencia papal que le permita volver a desposarse con esa judía, si tal es su deseo.

—¿Y qué pasará con el inquisidor de Úbeda? ¡No puede salir impune de tal hecho! —rogó Andrés de Cabrera.

      La reina Isabel se sentó en el sillón y mirando con cara de circunstancia a ambos hombres, terminó por abogar por el protegido de Torquemada.

—¿Qué disponéis para él? —preguntó la reina a su confesor.

—Quizás un traslado, sería lo más idóneo —susurró Torquemada.

—¿Y encima lo premiáis? —preguntó irritado Cabrera, dirigiéndose hacia el inquisidor.

—¡No cometió delito alguno! —volvió a insistir Torquemada, tensando más el ambiente.

—¡Dejad de discutir! Se hará como dice Fray Tomás. Eso sí, hacedle saber al inquisidor, que deberá de cejar en su empeño de malograr el matrimonio de don Rodrigo. El mismo papa ha permitido esa dispensa y no volveré a permitir injerencias en todo este asunto. Ya ha durado bastante. Pueden retirarse.

      El inquisidor general salió contento de la sala después de todo. Por lo menos, había obtenido el obispado de Jaén para Deza.

—¿A qué esperáis Cabrera para marchar? —preguntó la reina Isabel ante la actitud agraviada que mostraba su consejero.

—¿Me permitís llevar la misiva?

     La reina lo miró un instante y asintiendo, contestó:

—Así es... conozco vuestra implicación en este asunto e imaginé que desearíais llevarlo vos mismo en persona, pero no os demoréis. Vuestra reina os necesita aquí —le ordenó la reina mirándolo con detenimiento.

—Gracias, alteza. No me demoraré más de lo necesario —contestó Cabrera saliendo con la dispensa papal en la mano.

      Isabel miró hacia la puerta por donde había salido su consejero. Los pasos airados de Cabrera se escuchaban alejarse por el pasillo. Durante varios minutos más, permaneció sentada en el sillón con el pensamiento puesto en lo sucedido. A veces, tomar ciertas decisiones sobre algunas cuestiones religiosas y políticas, iba en contra de sus propios principios morales. Sin embargo, debía prevalecer por encima de todo, los intereses del reino de Castilla. En el fondo, se alegraba de que el gran Maestre obtuviese la dispensa papal, pero actuar contra los deseos del Santo Oficio, era nadar contracorriente. Necesitaba a la Santa Iglesia para la labor que debía acometer en Castilla.


Monasterio de Uclés, una semana después.

Rodrigo fue mandado llamar por el prior y sin saber para qué lo requería, abandonó la labor que estaba realizando. Justo antes de entrar al despacho, llamó despacio a la puerta.

—¡Prior! ¿Dais permiso para entrar?

—Por supuesto, don Rodrigo. Podéis entrar.

      Cuando Rodrigo escuchó el permiso para entrar, lo que menos esperaba encontrarse era a don Andrés de Cabrera en medio de la sala.

—¡Don Rodrigo! —saludó el consejero de la reina con la cabeza.

       Cabrera se quedó sorprendido ante la sombra del hombre que se encontraba frente a él. Su evidente deterioro, lo conmovió. Don Rodrigo había adelgazado de forma alarmante y los signos de su padecimiento, podían entreverse en su rostro.

—¡Don Andrés! —contestó Rodrigo tensándose y temiéndose que la reina tuviese conocimiento del paradero de Sarah—. No esperaba encontraros aquí.

      El prior observando la palidez mortal de don Rodrigo, se apiadó de él y le sugirió:

—¡Sentaos, don Rodrigo! Don Andrés tiene una buena noticia que daros.

—No se me ocurre qué puede tener que decirme el consejero de la reina —aseguró Rodrigo cauteloso.

—No temáis, don Rodrigo. Leed esta misiva primero, antes de que saquéis vuestras propias conclusiones y después responderé todas vuestras dudas —dijo don Andrés con una ligera sonrisa.

     Rodrigo, nervioso y sin compartir la alegría que manifestaba el consejero, cogió la misiva y se sorprendió al reconocer el sello papal. Con un nudo en la garganta, se imaginó que aquella debía ser la disolución papal de su matrimonio. Y con el rictus serio, procedió a leerlo. Sin embargo, conforme avanzaba y leía aquellas letras, el semblante le fue cambiando. Incrédulo, levantó la vista y se dirigió hacia don Andrés.

—¿Cómo puede ser? —preguntó con un hilo de voz—. ¿Acaso han venido para continuar atormentándome?

—No, don Rodrigo. Nada más lejos de mi intención —aseguró Andrés de Cabrera—. Os he traído la dispensa papal que os permitirá casaros de nuevo con doña Sarah, si esa es vuestra decisión —confirmó sonriente Cabrera.

—¡No puedo ser! —respondió Rodrigo atónito ante el pergamino que tenía delante, mirando atónito al consejero y al prior—. ¿Habéis sido vos? —preguntó de nuevo Rodrigo al prior.

—Os dije que no perdieseis la esperanza. Mi pequeña contribución es insignificante comparada con la de don Andrés, la reina y el mismo papa, por no hablar de la intercesión divina. Entre todos, han abogado por vos y por vuestra dama. Ya no debéis preocuparos más.

     Rodrigo volvió a sentarse ante el temblor de piernas. No era capaz de creer que aquello fuese verdad. Que después de todo lo ocurrido, un simple papel hubiese acabado con su sufrimiento.

—Mi intención era abandonar la Orden y retirarme junto a mi esposa en algún lugar donde nadie nos hallase nunca —susurró Rodrigo conmocionado.

—Se le ha restituido en sus funciones y deberá regresar como comendador de Segura, gran Maestre —puntualizó don Andrés para que no tuviese duda alguna.

—Ya no deseo volver a...

—Me parece que no habéis comprendido del todo vuestra situación. No es una decisión que podáis tomar. Es una orden. Vuestra reina os necesita... —terminó de aclarar don Andrés.

      Rodrigo levantó la mirada y mirando con interés al consejero, contestó:

—Mientras el inquisidor de Úbeda continúe vivo, el destino de mi familia dependerá de un hilo...

—No temáis por Deza. La reina se ha asegurado que ya no os moleste jamás. Será trasladado de Úbeda —aseguró don Andrés.

—¿Trasladado? ¿A dónde?

—Es algo que desconozco don Rodrigo. Sin embargo, el inquisidor general está al tanto de todo y ha dispuesto un nuevo destino para él.

—Ordenó el asesinato de mi esposa —dijo Rodrigo tensándose.

—Y la reina está al tanto de ello. Podéis tener por seguro, que vos y vuestra familia estarán seguros. Diego de Deza no volverá a molestaros. Empezad una vida nueva junto a los vuestros e intentar olvidar lo ocurrido. Mucho me temo, que en estos tiempos que corren, debemos aprender a convivir con las injusticias.

—Mi misión era combatirlas...

—Y habéis salido triunfante de ellas. Estáis vivo y vuestra esposa también. Otros, no tienen esa suerte, don Rodrigo —confirmó don Andrés pensando en los numerosos judíos que habían tenido que salir de sus casas y abandonar sus vidas, eso sin contar los que la habían perdido por el camino.

    El prior se adelantó con pasos lentos hacia Rodrigo.

—Aceptad lo que don Andrés os ofrece. Es mucho más de lo que esperabais.

     Rodrigo levantó el rostro y por fin, pudo vislumbrar una ligera sonrisa.

—¿Tengo otra opción, prior?

—No, no la tenéis don Rodrigo. Id en busca de doña Sarah y no os demoréis más en buscar venganza. Aprended a callar y dejad que Dios haga justicia... —respondió el anciano.

      Rodrigo reconoció los versos de san Marcos.

—Vuestros hombres os esperan en Segura y tenéis una frontera que proteger —insistió don Andrés de Cabrera.

—Está bien. Sea... —declaró Rodrigo aceptando su destino.


—Ya están aquí, doña Leonor.

     Desde que su hijo Diego se había marchado, la inquietud y la incertidumbre no la dejaba vivir. Pensar en lo que podía estar sucediendo para que Diego hubiese salido hacia Uclés, de semejante modo, la estaba matando de angustia.

—¡Señora! Un grupo de caballeros está alcanzando la puerta... —aseguró uno de los sirvientes.

      María de Sandoval y doña Leonor se miraron unos instantes y apresurándose, salieron al encuentro de los hombres que venían a caballo.

—Doña Leonor, ¿ese caballero no es vuestro hijo Rodrigo?

—Así es, hija mía. Es mi Rodrigo... —aseguró la anciana emocionada al reconocerlo.

—¿No deberíais avisar a doña Sarah?

—Ahora mismo, no soy capaz ni de andar dos pasos —aseguró la anciana en el mismo instante en que el grupo de caballeros se detenían ante ellas.

—¡Dios mío, Rodrigo! En verdad, os encontráis aquí —exclamó doña Leonor presa de los nervios y doblándose sobre sí.

—¡Doña Leonor! —exclamó María de Sandoval yendo al encuentro de su suegra.

—¡Madre! —exclamó Rodrigo bajando del caballo y acercándose con rapidez hasta ella. Levantándola del suelo, abrazó a su madre después de tanto tiempo.

—¡Ay, hijo mío! ¡Cuánto os hemos echado de menos! Pensé que no volvería a veros —dijo doña Leonor besando a su hijo y acariciándole el rostro—. Pero, ¿cómo es posible? Creí que todavía debíais permanecer más tiempo en aquel lugar.

—Luego os contaré todo. Pero ya pasó todo, madre —contestó Rodrigo sin poder disimular la alegría que lo embargaba—. ¿Y Sarah? ¿Dónde está? ¿Acaso no está aquí? —preguntó preocupado.

—No seáis tonto, ¿cómo no va a estar aquí? Si esa muchacha hubiese sabido que veníais, ahora no estaría descansando en su alcoba. ¡Y bien sabe Dios que lo necesita! Desde que ese hijo vuestro ha venido al mundo, no ha dormido más de tres horas seguidas. Hemos intentado buscar otra ama de leche para el niño, pero ella está empeñada en alimentarlo por sí misma.

—Pero, ¿se encuentra bien?

—Claro, pero cansada... No quise preocuparla diciéndole que vuestro hermano había partido hacia Uclés con premura. Bastante tiene con despertarse cada tres horas. ¿No queréis ser vos quien le de la noticia de vuestra llegada?

—¡Qué bien me conocéis, madre! Estoy deseando verlos... —sonrió Rodrigo ante la deducción de su madre.

—¡Pero qué alegría hijo mío de que estéis aquí! —lloró la anciana emocionada, mientras no dejaba de tocarlo.

—Y esta vez para siempre, madre...

—¿Cómo que para siempre? ¿A qué os referís? —preguntó doña Leonor mirándolo con extrañeza—. ¿No volveréis a iros?

—Ahora, os lo explicará mi hermano mejor. Voy a subir a verlos... —dijo Rodrigo dejando a su madre con la palabra en la boca—. ¿En qué alcoba se encuentran? —preguntó Rodrigo mientras ya subía corriendo las escaleras.

—En la que era la tuya... —gritó su madre viéndolo marchar.

      Una amplia sonrisa se formó en el rostro de la anciana. Sabía que su hijo debía de estar impaciente por ver a Sarah y conocer a su hijo. Volviéndose hacia su hijo mayor, esperó a que su otra nuera saludase a su esposo y una vez que ambos se separaron, doña Leonor volvió a preguntar:

—Diego, ¿a qué se refería vuestro hermano?

—¿No me saludáis primero, madre? —preguntó a su vez Diego.

—¡Qué tonto son los hombres! ¿¡Cómo no os voy a saludar!? ¿Qué dedo de la mano podría cortarme que no me doliese? Venid a los brazos de vuestra madre... —dijo doña Leonor abrazando también a su hijo mayor—. Hoy me habéis dado ambos una alegría.

—¡No os lo imagináis bien! Vamos dentro madre. Se está volviendo una costumbre viajar de noche y ya no tengo edad para eso. Cuando me siente, os contaré lo ocurrido... —agregó Diego Manrique abrazando a su esposa y a su madre.


Rodrigo abrió despacio la puerta de su antigua alcoba y sin apenas hacer ruido, entró en el interior. El corazón se le iba a salir del pecho pensando en los dos seres que se encontraban dentro. Sobre el lecho, Sarah yacía dormida sin percatarse de su presencia. Acercándose hasta ella, comprobó los marcados círculos oscuros que sombreaban sus hermosos ojos y apiadándose de ella, se inclinó ligeramente y posó sus labios sobre la frente de su esposa, permaneciendo durante unos largos segundos en esa posicón. Se sentía inmensamente feliz de poder estar al fin junto a ella. Había soñado durante tantos días con aquel reencuentro, que ahora le parecía un imposible. Decidiendo que la dejaría dormir hasta que despertase, Rodrigo se bajó del lecho y dirigió sus pasos hacia su hijo. Pudo reconocer la cuna sobre la que habían dormido tantas generaciones de Manriques y que ahora, permanecía ocupada por su propio hijo. Una emoción inmensa lo embargó. Acercándose hasta el niño, lo miró. El bulto que yacía bajo las cobijas, era tan pequeño que le dio miedo tocarlo, pero era tantas las ansias de verlo que no pudo contenerse. Las manos le temblaban mientras destapaba la cobija y quedándose impactado por la hermosa imagen de su hijo, los ojos se le llenaron de lágrimas. Era una miniatura perfecta de Sarah y de él. Podía reconocer los rasgos de ambos en aquella criatura. Alargando las manos, intentó cogerlo para sostenerlo. Colocó la cabeza del pequeño en su mano derecha y con la izquierda, cogió el cuerpecito. Temió hacerle daño o que se le cayera, pero aun así lo sostuvo. Casi nunca había querido abrazar a alguno de sus sobrinos temiendo hacerles daño, pero aquel niño era su propio hijo. El pequeño ni se estremeció, ni dio muestras de despertarse o de reconocer a su padre. Así que Rodrigo, pudo admirar tranquilamente a su hijo. Era lo más bello que había visto nunca. Un querubín solo semejante a los pequeños ángeles que debían de haber en el cielo. Las lágrimas incontenibles empezaron a rodar por sus mejillas al tiempo que estrechaba a su hijo con fuerza, embargado por la más completa emoción. Depositando un ligero beso en su frente, Rodrigo no pudo sentirse más orgulloso y henchido de amor, por la pequeña vida que habían creado entre Sarah y él.

     Solo una sombra de tristeza cruzó por su mente, cuando a su mente acudió el recuerdo de lo cerca que había estado de perderlos. Despegando los labios de la frente del pequeño, lo colocó como pudo entre sus brazos y apoyó a su hijo en su pecho. ¡Qué sensación más sobrecogedora y cuánta dicha! Alargando la mano, cogió las cobijas que habían en la cuna y tapó al niño para que no tuviese frío, dispuesto a esperar todo el tiempo que fuese necesario hasta que ambos durmientes se despertasen. Al fin y al cabo, tenía toda la vida por delante. Y así fue como una hora después, Sarah se los encontró.


     El gemido del pequeño llegó hasta ella y consciente de que a su hijo le tocaba comer de nuevo, Sarah se levantó todavía adormilada, sin percatarse de la figura que permanecía sentada en una esquina de la alcoba. Descalza, el frío del suelo hizo que se estremeciera por un escalofrío, pero como pensaba meterse de nuevo en el lecho, ni se molestó en ponerse el calzado. Antes de asomarse a la cuna, la temperatura se volvió más gélida y Sarah se abrazó intentando no perder parte del calor corporal. Acercándose hasta la cuna, miró hacia el pequeño y se sobresaltó al descubrir que el niño no se hallaba allí. Volviéndose asustada, fue cuando descubrió la presencia de Rodrigo al fondo de la alcoba.

—¡Sarah! —exclamó Rodrigo levantándose del sillón con el niño en brazos.

     Un fuerte grito se escapó de ella cuando sus miradas se encontraron. Incapaz de reaccionar y de que aquello fuese solo un sueño, ocultó el rostro entre las manos y se puso a llorar de forma desgarradora, temblando descontroladamente. Temiendo abrir los ojos y comprobar que aquello solo fuese producto de su imaginación, Sarah podía escuchar la voz en su cabeza llamándola.

      Rodrigo se levantó corriendo y a medio camino, la abrazó con fuerza. El tiempo se detuvo en ese instante. El bebé emitió un pequeño resuello y Rodrigo tuvo cuidado de no aplastarlo mientras se rebullía entre los brazos de su padre.

—¡Sarah! —gimió Rodrigo repartiendo besos desesperados por sus cabellos y sus manos— Miradme...

     Sarah obedeció la orden y retirando las manos de su rostro, levantó los ojos enrojecidos por las lágrimas y contempló los ojos de su esposo. Era cierto, Rodrigo estaba allí. Echándole los brazos al cuello, la joven no podía contener su llanto.

—¿Cómo...? —preguntó Sarah antes de que Rodrigo bajase la cabeza y se apoderase de sus labios, sediento de ella tras tantos meses de separación. La desesperación y la feroz necesidad de besarla, hizo que Rodrigo perdiese el control y la besara con un desesperado anhelo.

     La presión de los labios le hacía daño a Sarah, pero era tan dulce el dolor que no le importó. Tener a Rodrigo a su lado, era lo único que deseaba.

—¡Rodrigo!¡Rodrigo! No puede ser... que estéis aquí.

—Ya pasó todo, mi amor... Ya pasó todo ¡Dios mío! ¡Cuánta falta me habéis hecho...! —gimió Rodrigo volviendo una y otra vez sobre los labios de su esposa—. Os quiero, os quiero tanto... —dijo embargado por la emoción—. Pensé volverme loco cuando creí perderos.

      Sarah continuó llorando escuchando aquella declaración de amor que le desgarraba el alma. Subiendo sus manos hasta aquel rostro que tanto amaba, lo cogió entre sus palmas para asegurarse que era él.

—¡Decidme que no estoy soñando!

—¡No estáis soñando, mi dulce Sarah! He vuelto para que quedarme junto a vos toda la vida... si aceptáis a ser de nuevo mi esposa.

     Sarah agrandó los ojos y asustada, le contestó:

—¡Oh, no puede ser! ¿No comprendéis? No podemos estar huyendo toda la vida —declaró rota por la desesperación—. No puedo permitir que tengáis que huir por mi culpa.

—Ya no tendremos que huir —declaró sencillamente Rodrigo.

     Pero Sarah angustiada ante la idea del futuro que les deparaba la vida, no escuchó la trascendental noticia.

—¿Os ha seguido alguien? —preguntó preocupada porque estuviesen de nuevo en peligro.

—Quedaos tranquila. Nadie nos perseguirá jamás —dijo Rodrigo cogiendo el rostro de Sarah con su mano libre— Miradme... —Y cuando Sarah lo miró fijamente, Rodrigo continuó hablando—. Ni siquiera el inquisidor podrá hacernos ningún mal. Tengo la dispensa papal que me permite desposarme con vos de nuevo... —declaró Rodrigo emocionado—. Y esta vez... será para siempre. Jamás, volveréis a estar en peligro.

      Sarah se quedó callada, asimilando el hecho. Sin embargo, era incapaz de aceptarlo todavía, después de tantos meses de terror.

—¿Qué estáis diciendo? ¿Cómo es posible? —preguntó Sarah incrédula.

—Al final, la reina intercedió por nosotros... —declaró emocionado, ahogándose con sus propias palabras.

     Sarah solo había visto a Rodrigo llorar una vez y cerrando los ojos intentó apartar de su mente aquella imagen. Arrodillado, mientras lo amenazaban con torturarla, aún podía escuchar los gritos en su cabeza mientras la repudiaba. Sin embargo, ahora era por un motivo totalmente diferente. Sarah comprendió en ese instante lo que aquello significaba y emocionada, le tocó el turno de que ella lo sosegara a él.

—Ahora sois vos quien lloráis, esposo mío —dijo Sarah sonriendo mientras retiraba con las yemas de sus dedos las lágrimas del rostro de Rodrigo.

—Nos casaremos de nuevo. Tenéis que aceptarme... —susurró Rodrigo emocionado.

—¿Me prometeréis que ya no volveréis a llorar más...?

—Os prometo por lo más sagrado, que os haré tan feliz que jamás volveréis a pasar por lo mismo y que lucharé por vos hasta la muerte... —dijo quebrándosele la voz—. ¿Estáis dispuesta a comenzar una nueva vida a mi lado?

      Sarah asintió recostando su rostro sobre el pecho de Rodrigo y una paz inundó su corazón. Estaba junto a los dos hombres que más quería en la vida.

—¿Qué os parece el pequeño Jorge? —preguntó Sarah cogiendo entre sus dedos la manita del pequeño.

—¿Jorge? —preguntó Rodrigo sonriendo, conociendo por primera vez el nombre de su hijo.

—Si... Yo era incapaz de decidir y vuestra madre decidió ponerle ese nombre. Nació el mismo día de San Jorge —respondió Sarah sonriendo.

—San Jorge, el protector de los prisioneros... —susurró Rodrigo mirando a su hijo—. No podía haber elegido otro nombre mejor. En verdad, nos ha protegido... —declaró Rodrigo emocionado—. ¡Dios mío! Tengo a mi familia entre mis brazos y no puedo soportar tanta dicha junta. ¡Me habéis dado tanto!

     Acto seguido, volvió a bajar el rostro y besó a Sarah hasta que el pequeño Manrique se estremeció llorando entre los brazos de su padre y Rodrigo y Sarah tuvieron que separarse. El pequeño agitaba inquieto los brazos, presa del hambre que lo sacudía, mostrando parte del carácter de los Manrique de Lara.

—Mucho me temo que mi hijo os reclama. El pequeño Jorge os necesita tanto como yo...

—¿Os esperaréis aquí antes de bajar? Vuestra madre debe estar impaciente... —preguntó Sarah imaginando que doña Leonor debía estar ansiosa, esperando la presencia de Rodrigo.

—Todo el tiempo que haga falta... —contestó Rodrigo volviéndola a besar.


Nota de la autora: Un saludo muy fuerte. Nos vemos en el próximo capítulo.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro