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CAPÍTULO VIGÉSIMO SEGUNDO

Desde una ventana del salón de la Casa del Santo Oficio, ambos inquisidores contemplaban entre perplejos y malhumorados, el cariz que estaba tomando todo el asunto. Faltaba poco para que la tarde diese a su fin y los caballeros de don Rodrigo permanecían quietos, inamovibles y con la mirada desafiante, esperando la salida del gran Maestre.

—No se marcharán hasta que el Manrique no abandone este lugar —declaró en voz baja Torquemada—. Ordene que sean sus propios caballeros quienes lo acompañen hasta Uclés.

—¿Cree que es lo más juicioso en estos momentos? —preguntó Diego de Deza—. Don Rodrigo podría...

—¡No sé cómo pudo llegar a alcanzar tan alto ministerio, don Diego! A veces pienso que no es precisamente el hombre más adecuado para este puesto.

      Diego de Deza se tensó y miró al inquisidor general, sintiéndose ofendido.

—¡No me miréis así! ¿Acaso queréis iniciar una guerra entre cristianos? Aunque ya le garantizo que acabaría bien pronto. No hace falta que os indique quién saldría ganando. Si no he ordenado la muerte de esa mujer, no crea que es por que sea inocente. Le aseguro que el motivo más egoísta me ha llevado a hacerlo. Usted y yo, estaríamos muertos en cuanto posáramos la cabeza en el lecho. ¡Entregad el comendador a sus hombres y terminad de una vez por todas con este asunto! Voy a subir a descansar a mi alcoba y espero no ser molestado... —declaró Torquemada marchándose del salón y dejando a Diego de Deza a solas.

—¿Y la mujer? —preguntó el inquisidor antes de que Torquemada hubiese salido.

—¿Hay que decíroslo todo? —se volvió Torquemada con el ceño fruncido—. Liberad a la mujer en cuanto los caballeros abandonen el lugar. Y haced lo posible porque tengáis testigos. No quiero que queden dudas de que no la pusimos en libertad.

<<Y testigos tendrá>>, pensó Diego de Deza en cuanto se quedó solo.

      El inquisidor general llevaba razón, los ánimos estaban revueltos entre los santiaguistas y los vecinos de la ciudad. No podía contar con los hombres del Figueroa, puesto que se había marchado de Úbeda, nada más terminar el juicio. Estaban en inferioridad de número y lo que menos necesitaba ahora, era seguir llamando la atención de la reina. Sus emisarios, continuaban en la ciudad, según sus informantes.


     Rodrigo permanecía en sentado en el suelo de la celda cuando varios soldados entraron y lo sacaron de allí.

—Vuestra señoría ha quedado libre. El inquisidor general ha ordenado que seáis escoltado por vuestros propios hombres hasta el monasterio de Uclés. Allí pasaréis a estar recluido hasta que pase el tiempo ordenado por el inquisidor general.

      Rodrigo caminaba custodiado por los soldados del Santo Oficio, sin que ninguno de aquellos hombres se atreviera a posar la mirada en él. Por la forma de arrastrar los pies, los hombros alicaídos y la cabeza gacha, cualquiera habría adivinado el duro trance por el que había pasado don Rodrigo.

        Al salir al exterior, Rodrigo miró al frente y descubrió al grueso de sus caballeros formados ante el lugar. En uno de los lados, el rostro serio de su hermano, lo miraba fijamente. Rodrigo sintió vergüenza. Ya no se merecía estar al frente de tan bravos y valerosos caballeros, ni era digno de llevar el noble apellido de sus antepasados. Había perdido la dignidad y el honor, y jamás lo recuperaría. De nada le había servido luchar desde pequeño, intentando enarbolar unos valores cristianos, si había sido derrotado con tanta facilidad; si no había sido capaz de defender lo que más quería. Jamás podría mirar a la cara de ninguno de sus hombres sin contemplar la lástima en ellos.

     El movimiento de un bulto negro a su derecha, le hizo desviar la mirada y descubrió la presencia de los emisarios de la reina y del mismo inquisidor de Úbeda. Tensándose ante la presencia del infame responsable de su desgracia, apretó los puños conteniéndose. Estaba muerto por dentro y ya no le quedaba más que una cosa por hacer en este mundo: acabar con la miserable vida del ser que tenía en frente. Sin embargo, tendría que esperar. Acataría la sentencia del inquisidor general y luego, regresaría a por él. Aunque fuese lo último que hiciese en esta vida.

      Derrotado y muerto, así se marchaba de la ciudad. Excepto por la enorme preocupación por el destino de su esposa. La voz del inquisidor de Úbeda se escuchó en medio de un silencio atronador:

—Don Rodrigo de Manrique, gran Maestre de la Orden de Santiago y comendador de Segura, seréis trasladado y custodiado por los caballeros de la Orden hasta el monasterio de Uclés.

      Y sin nada más que añadir, Diego de Deza se volvió y volvió a introducirse dentro de la Casa del Santo Oficio, mientras las miradas de Gutiérrez de Cárdenas y de Cabrera, traspasaban la espalda del inquisidor.

     Diego se adelantó en ese momento y sin que nadie lo detuviese, se abrazó a la figura derrotada y cabizbaja de lo que ahora era su hermano. La capa de Diego, ocultó las palabras susurradas en el cuello de Rodrigo.

—La encontraré. No preocuparos por ella.

      Rodrigo cerró los ojos y apretó los labios para no derrumbarse enfrente de sus hombres y de su hermano. Un nudo se le formó en la garganta y apenas podía pasarlo mientras las lágrimas amenazaban con derramarse de sus ojos. Se suponía que los hombres no lloraban, pero él estaba a punto de derrumbarse delante de todos aquellos caballeros.

      Un simple gesto de asentimiento, confirmó a Diego que su hermano había entendido sus intenciones.

—Siento no haber podido hacer más por vos, don Rodrigo... —declaró don Andrés de Cabrera a su espalda— pero seguiré apelando a la reina.

     Rodrigo continuó en silencio y girándose hacia el emisario, asintió y de algún modo, le dio las gracias.

—¡Señor! Podemos marchar en cuanto esté dispuesto —añadió uno de sus hombres.

     Rodrigo no hizo ningún intento por mirar a nadie y en medio de las miradas preocupadas, montó a lomos de un caballo y salió de la plaza custodiado por sus propios caballeros. Mientras tanto, Diego de Manrique se despedía de los emisarios de la reina.

—Les agradezco todo el esfuerzo y el empeño que han puesto por defender a mi hermano.

—No tiene que dárnoslas, don Diego. Lo único que lamento, es no poder hacer más —declaro Andrés de Cabrera contrariado.

—Le confieso, don Diego, que regreso a Granada con un amargo sabor de boca. No puedo evitar pensar en el destino de esa mujer —declaró Gutiérrez de Cárdenas.

     Diego de Manrique miró fijamente a Cárdenas y en voz baja, le contestó:

—Esa mujer, por mucho que lo hayan dictado los inquisidores, es mi cuñada y lleva a mi sobrino en su vientre. Los Manrique de Lara protegemos a los nuestros. Y si mi hermano eligió a esa joven para ser su esposa, su decisión es incuestionable para nuestra familia. Como comprenderán, me haré cargo de ella en cuanto la suelten... Que yo sepa, la orden solo obliga a que ellos se separen. Sin embargo, nada nos impide hacernos cargo de ella.

      Ambos hombres miraron con respeto al Conde de Treviño.

—Es usted un hombre de fuertes convicciones, don Diego. Los Reyes necesitan hombres como vos. Esperamos que este incidente no perjudique la relación de los Manrique de Lara con la Corona.

—La lealtad de los Manrique de Lara siempre ha estado al lado de Castilla. Y no va a cambiar. Sin embargo, ningún miembro de nuestro linaje será abandonado por culpa de un ser tan vil como es Diego de Deza. En cierto modo, soy responsable de lo sucedido...

—¿Por qué decís eso? —preguntó Cárdenas con curiosidad.

—Fui yo quién solicitó ayuda al Conde de Figueroa y al inquisidor. En cierto modo, expuse a mi hermano a las malicias de esas dos sabandijas.

—No se eche la culpa. Hizo lo que cualquiera de nosotros habría hecho. Tenga por seguro, que la reina no olvidará las intrigas del inquisidor. Tarde o temprano, pagará por ese atropello.

—Dejadme que lo dude. El Santo Oficio está protegido por la corona y hoy en día, es intocable.

       Los emisarios se quedaron sin argumentos ante la rotunda afirmación del Manrique.

—Si hay algo más que podamos hacer por ustedes.

—No, ya han hecho bastante. Espero que tengan un buen viaje de regreso a Granada y presenten mis respetos a la Reina.

—Así se lo haremos saber, don Diego.

      Diego de Deza contempló desde una de las ventanas, la marcha del gran Maestre. Así como, la conversación que mantenían los emisarios con el conde de Treviño. Le hubiese gustado saber de qué hablaban, pero podía imaginárselo. Debería sentirse contento, por el resultado de aquel juicio, pero una sensación amarga le corroía por dentro. Todavía le quedaba una última cosa por hacer.



—¿Habéis entendido lo que debeis de hacer? —preguntó de nuevo Diego de Deza a los dos soldados.

—Sí, señoría —contestó uno de ellos, porque el otro no se atrevía siquiera a levantar la mirada.

—Deberán asegurarse de llevarla hasta las afueras de la ciudad... no quiero testigos que puedan incriminarme.

—Podéis estar seguro, que nadie descubrirá jamás el cuerpo.



      De forma precipitada y de malos modos, Sarah fue informada de que la ponían en libertad, sin que ninguno de los soldados añadiera nada al respecto. Sin saber qué hora era y sin atreverse a preguntar por Rodrigo, le habían tirado a la cara el sambenito, ordenándole que se lo pusiera. Debería estar avergonzada por su desnudez, pero su cuerpo estaba tan helado, que ni sus manos acertaban a coger la burda tela y ponérsela. Uno de los soldados, tuvo que ayudarla ante el fuerte temblor . Sarah se lo agradeció con la mirada.

      Al salir fuera, comprobó que era noche cerrada. Desorientada, no sabía por qué calles estaban pasando. La oscuridad no le permitía ver, pero intentaba ir pendiente de cada piedra del suelo, para evitar caerse y que los guijarros no se le clavaran en las plantas de los pies. Los soldados solo le habían entregado el sambenito y ni siquiera le habían dado sus zapatos. Pero incapaz de hablar, y sin hallarse en disposición de quejarse, obedeció y siguió a aquellos hombres. Solo deseaba que aquella tortura acabara cuanto antes.

     Durante las horas de su encierro, había pensado qué hacer puesto que ni siquiera podría solicitar auxilio a Clara María. Si se quedaba en la ciudad, la matarían. Con un dolor espantoso de cabeza y encogida de dolor, Sarah continuó andando sin ser consciente del grave peligro que se cernía sobre ella. Las últimas casas de la gente más pobre de la ciudad, se habían quedado atrás cuando los dos hombres se detuvieron.

—Este es el lugar —dijo uno de los soldados.

      Sarah levantó el rostro en ese momento, y se dio cuenta de que casi estaban en un barranco.

      Uno de los soldados, inquieto por el delito que iban a cometer, no aprobaba aquello. Horrorizado, por lo que él consideraba un asesinato, no estaba dispuesto a matar a esa joven. Y debatiéndose entre las órdenes recibidas del inquisidor y la posibilidad de acabar muerto por éste, se enfrentó a su compañero.

—¿En serio pretendes que cometamos este delito? —preguntó un hombre a otro.

      Sin ver apenas nada, a Sarah le salió un gemido de la garganta al comprender las intenciones de los soldados: pretendían matarla.

—¡Por favor, os lo ruego, dejadme marchar! Os prometo que nadie sabrá jamás de mi paradero. Huiré lejos de aquí —rogó Sarah agarrando la ropa del soldado que había mostrado algo de misericordia por ella, mientras se caía de rodillas ante él.

      El soldado sintió el tirón en su ropa cuando la mujer se agarró a él y negando con la cabeza, asintió al ruego de ella.

—No puedo hacerlo. No puedo mataros... e irme tan tranquilo. Mi conciencia no me lo permite, señora.

—No hace falta que vos hagáis nada —declaró el compañero—. Yo solo me basto para terminar con esto. Siempre he considerado que sois demasiado débil para este trabajo.

—No voy a permitíroslo —añadió el soldado que había sacado valor para enfrentarse al otro hombre, sacando su espada y enfrentándose a él.

—¿Vais a poner en riesgo vuestra vida por salvar la vida de una mujer que no conocéis? —preguntó el soldado nervioso al comprobar la actitud desafiante de su amigo.

     Agarrando con fuerza las manos de la mujer, la levantó del suelo y la colocó a su espalda mientras se volvía para contestar a su compañero:

—No puedo permitiros que le quitéis la vida a esta inocente. Además, sabéis de buena mano que espera también un hijo. Serían dos asesinatos y sobre mi conciencia no recaerá tal crimen. Podemos mentirle al inquisidor, no hace falta que sepa que...

—¡Os habéis vuelto loco! Esta bruja os ha hechizado también...

—Es lo más cuerdo que acaba de decir en todo el rato —aseguró una voz de hombre entre las sombras.

     Un grupo numeroso de hombres, rodearon rápidamente a los dos soldados y a la pobre Sarah, que gritó presa de la impresión. En la oscuridad, no podía apreciar los rostros de los presentes, pero reconoció la voz de Diego de Manrique, el hermano de Rodrigo.

     Doblándose en dos y tapándose el rostro con las manos, Sarah empezó a llorar de forma descontrolada. Al instante, los brazos de un hombre la apartaron del soldado y cogiéndola en brazos, la sacaron de allí. Sarah debilitada, dejó caer su rostro sobre el pecho de su salvador.

—¿Quiénes sois? —preguntó el soldado que pretendía matar a Sarah volviéndose hacia los caballeros, mientras les apuntaba con la espada.

—¿En verdad pensáis que podéis hacernos frente? Os tiembla tanto la mano, que no acertaríais a hincar vuestra arma ni en uno de los olivos que nos rodean. Antes de que os atrevierais a amenazarnos, acabarías muerto sin daros cuenta —declaró otro de aquellos hombres.

—¿Quiénes sois? —preguntó asustado el soldado al escuchar tal claro vaticinio de su muerte.

—Es mejor que no sepáis tanto. Haced caso a vuestro compañero, si queréis salvar vuestra miserable vida. Nadie va a matar a doña Sarah esta noche. Informaréis a vuestro señor de que habéis cumplido la orden y que habéis hecho desaparecer a la mujer, tal como os ordenó —dijo Diego de Manrique.

—Nos matará si se entera —aseguró el soldado preocupado.

—Tomad... —dijo Diego de Manrique—. Aquí tenéis cantidad suficiente para que ambos, desaparezcáis de la ciudad y podáis vivir con decencia en otro lugar. El inquisidor nunca sabrá que doña Sarah escapó y que vuestras personas ayudaron a ello.

      Solo bastaron unos segundos para que los soldados aceptaran la proposición.

—Sabed señor, que mi intención nunca ha sido la de matar a esta pobre mujer...

—Y eso os honra, soldado. Por ese motivo, seré condescendiente con vos y permitiré que esta noche, marchéis con vida. No habrá otro oportunidad y tengan por seguro, que si se hubiesen atrevido a hacer el más mínimo daño , ahora estarían muertos. Márchense de aquí y hagan lo que les he dicho... —ordenó Diego de Manrique.

      Los hombres que rodeaban a los soldados, abrieron un pasillo y permitieron que salieran de allí. Los soldados no miraron atrás en ningún momento, conscientes de la suerte que habían tenido aquella noche. Asustados, sabían que habían salvado la vida por puro milagro.


—¿Cómo se encuentra? —preguntó Diego Manrique preocupado al ver el lamentable estado en el que se encontraba su cuñada. De pronto, el miedo lo invadió. Esos desgraciados podían haberla torturado. ¿Qué explicación había si no para su evidente deterioro. Habían pasado menos de veinticuatro horas.

        Juan de Alcaraz que era el hombre que sostenía el cuerpo desmadejado de doña Sarah, susurró:

—No muy bien, me temo. Necesitará un físico que la revise. Andaba descalza y está completamente helada.

—¡Mal nacidos! —dijo Diego de la Cueva apretando los dientes.

      Una vez que Diego Manrique se subió al caballo, Juan de Alcaraz le pasó el cuerpo de la joven. Apenas se veía nada, en medio de la oscuridad, pero el mal estado de la mujer, era evidente para todos. Diego, la cubrió con su propia capa.

—Os acompañaremos hasta la salida. ¿Necesitaréis algo más?

—No, ya habéis hecho demasiado por nosotros. Mi hueste está esperando en el punto acordado. A partir de ahí, no habrá peligro alguno. Doña Sarah viajará con mi madre.

—No es seguro viajar de noche —añadió Diego de la Cueva.

—Menos seguro es quedarse aquí y que descubran la presencia de doña Sarah. No temo por mi, sino por ella. Y ya habéis visto las intenciones de los soldados. Tenían orden de matarla.

       Tanto Diego de la Cueva, como Juan de Alcaraz, asintieron a las palabras del Manrique.

—Solo os pido, que me tengáis informado de la salud de doña Sarah. Mi esposa y yo, apreciamos mucho a vuestra cuñada.

—Lo haré. No preocuparos. Os tendré informados.

      Sarah era consciente de las palabras del hermano de Rodrigo y cuando la imagen de su esposo le vino a la mente, comenzó a llorar en silencio. Llevaba grabada en el alma, la tortura por la que había tenido que pasar su esposo, al verla en aquel potro. En todo momento y a pesar del dolor que sentía, fue consciente de las arcadas de Rodrigo. Del sufrimiento al que lo habían sometido. Jamás volvería a ver a su querido Rodrigo y ni siquiera, conocía el destino que don Diego tenía para ella. No sabía a dónde la llevaban, pero no le importaba. Lo importante era que la había rescatado cuando más lo necesitaba.


     Sarah apenas fue consciente del tiempo que transcurrió y de cómo don Diego detenía el caballo. Pasó de unos brazos a otros sin siquiera mirar el rostro de la persona que la llevaba. Solo el jadeo ahogado de una mujer, caló en su conciencia.

—¡Dios mío, hijo mío! Pero, ¿qué le han hecho a esta pobre criatura?

      Don Diego la depositó en el asiento de una carroza y Sarah abrió los ojos, vislumbrando entre las sombras el rostro de una mujer mayor. Aquella señora, debía ser la madre de Rodrigo. A Sarah le asaltaron las ganas de llorar de nuevo mientras aquella mujer la miraba.

—¡Madre! No podemos detenernos en explicaciones ahora. Hay que marchar de inmediato. Atendedla como podáis hasta que consigamos que algún físico pueda verla.

—Por supuesto..., por supuesto. María, pasadme esa manta —ordenó doña Leonor a su nuera.

     Diego sostuvo un instante la mirada de su esposa y enseguida la retiró, mirando de nuevo hacia la mujer de su hermano. Sin embargo, no pudo evitar la cuestión más importante, cuando su madre volvió a interrogarlo:

—Pero, ¿y tu hermano? ¿Dónde está mi Rodrigo?

—No preocuparos por él. Os lo contaré cuando lleguemos a casa, madre. ¿Estaréis bien? —preguntó de nuevo Diego.

—Si, no os inquietéis por nosotras. Estaremos pendientes de mi nueva nuera, ¿verdad María? —añadió preocupada doña Leonor mientras se sentaba al lado de Sarah.

—Por supuesto, doña Leonor. Se pondrá bien... —dijo María sin saber todavía el nombre de su cuñada.

—Doña Sarah —le indicó Diego a su esposa.

—Doña Sarah... —repitió María de Sandoval observando el mal aspecto de la joven.

     A Diego se le hizo un nudo en la garganta, cuando su madre consideró a Sarah, como su nueva nuera. Tendría que contarle, todo lo ocurrido pero no era el momento.

—¿Os preocupa algo más, hijo mío? —preguntó doña Leonor que tenía un sexto sentido en lo que se refería a sus hijos.

—No, madre. ¿Por qué lo preguntáis?

—Porque con toda la prisa que decíais tener, os habéis quedado quieto como un pasmarote. Cerrad la puerta de la carroza y emprendamos la marcha. Debemos encontrar un físico cuanto antes...

      Diego de Manrique no pudo disimular un pequeño atisbo de sonrisa. Su madre se portaba como una verdadera mujer de ordeno y mando.

—Lleváis razón. No podemos detenernos en el camino, pero intentaremos encontrar a un físico cuanto antes...

—Ya lo habéis dicho... —contestó doña Leonor perdiendo la paciencia con su primogénito—. ¡Vamos!

      Cuando don Diego cerró la portezuela, Sarah se quedó mirando fijamente a la madre de Rodrigo.

—¿Aguantaréis el camino, verdad hija?

       Sarah asintió mientras aquella generosa mujer la tapaba con la manta. A pesar de los esfuerzos de la señora, aquello era imposible dado el temblor que la estremecía. Una congoja la atormentaba y Sarah era incapaz de contenerse cuando le dijo a la noble mujer:

—Ya no soy la esposa de Rodrigo...

      Aquello le ocasionó tal conmoción a doña Leonor, que la mujer hizo de tripas corazón y con una débil sonrisa, le contestó:

—¡Tonterías! Vos, sois mi nuera. No penséis en nada más. Mi hijo os escogió y por lo que tengo entendido, lleváis a un nieto mío en vuestro vientre. No preocuparos por nada más. Con nosotros, estaréis a salvo. Somos vuestra familia y de aquí en adelante, nada os faltará. Ni a vos, ni a ese nieto mío. Apoyad la cabeza sobre mis piernas y descansad, hija mía. Ya se ha acabado todo este calvario —agregó doña Leonor apenada por lo que habrían tenido que padecer sus hijo y esa joven. Solo lamentaba no saber dónde estaba su hijo Rodrigo.

      Sarah continuó llorando mientras obedeció sin rechistar a la madre de Rodrigo. Estaba muy cansada y ya no podía aguantar más. A los pocos segundos y sin darse cuenta, se quedó dormida en el asiento de la carroza, mientras doña Leonor posaba su mano con delicadeza, en el pelo de la muchacha. María de Sandoval intentó disimular las lágrimas por la reacción de su suegra, pero no pudo evitar emocionarse ante la escena que acababa de vivir. Era afortunada de tener a aquella mujer de suegra. No había conocido nunca, a una mujer tan fuerte. Entre doña Leonor y ella, cuidarían a su nueva cuñada. A pesar del cansancio del viaje, se alegraba de haberla acompañado.


Casa de la Inquisición, en ese mismo instante.

—¿Habéis hecho lo que os ordené?

—Sí, señoría. Nadie sabrá jamás el paradero de esa mujer —añadió el soldado mintiendo.

       Su compañero, el que se había negado en un principio a matar a la mujer, no levantó la vista del suelo. El inquisidor de Úbeda no era consciente del estado de nervios que lo invadía, porque si hubiese sospechado por casualidad, que estaban mintiendo, ahora serían ellos los que estarían encima de ese mismo potro.

—Bien, quiero que desaparezcan por un tiempo. Se les entregará la paga correspondiente a un mes y se marcharán.

     Ambos soldados se miraron entre sí.

—¿A dónde mi señoría? —preguntó perplejo el soldado sin dar crédito a la suerte que estaban corriendo. Pensaban marcharse y don Diego de Deza, les facilitaba aún más la salida de la ciudad.

—No me importa a dónde vayan, mientras desaparezcan de la ciudad por unos días.

—Se lo agradecemos enormemente —declaró el soldado.

—No me agradezcan nada. Lo hago por mi propio interés. Y acuérdense, de no abrir la boca sobre este asunto, o acabarán en el mismo hoyo que el de esa bruja... —añadió Diego de Deza.

—No se preocupe, señoría. Nadie sabrá lo que ha ocurrido esta noche —añadió el soldado que había permanecido callado y que ya no tenía ninguna duda de la perversidad del inquisidor.

—¡Desaparezcan de mi vista! —ordenó Diego de Deza.

      Los dos soldados asintieron y dándose la vuelta, salieron de la sala. Ambos se miraron, coincidiendo en los pensamientos.

—¿Creéis en las segundas oportunidades? —preguntó el soldado que en un principio había querido matar a Sarah.

—No, pero os aseguro, que la voy a aprovechar bien. Nunca me arrepentiré de haber hecho lo correcto. En verdad, el inquisidor jamás volverá a saber de mi persona.

—¿A dónde pensáis ir? —preguntó el otro hombre.

—Abandonaré Castilla. Posiblemente, me dirija hacia el norte. Siempre quise conocer el Reino de Navarra, o a lo mejor... —se quedó pensativo el soldado durante unos instantes—. No sé, no sé a dónde iré. Pero hemos tenido mucha suerte. Entre ese caballero y el inquisidor, nos han dado dinero suficiente para vivir durante un tiempo. No será difícil comenzar una nueva vida en otro lugar, porque una cosa os aseguro: cuando el inquisidor se entere de que le hemos mentido, nuestras vidas no valdrán nada a partir de ese instante.

—No hace falta que lo digáis —dijo el hombre mientras un escalofrío lo sacudía cuando salían de la Casa de la Inquisición para siempre.


Palacio de los Cueva.

Diego de la Cueva y Juan de Alcaraz fueron recibidos por dos mujeres que esperaban con ansiedad la llegada de sus esposos. Clara María, profundamente afectada por el fin de Sarah, salió al encuentro de su esposo.

—¿Qué ha sucedido? ¿Dónde está Sarah?

      Diego de la Cueva abrazó a su esposa mientras intentaba responder a sus preguntas.

—Tranquilizaos, está a buen recaudo. En estos momentos, viaja con la familia de Rodrigo camino de la Viña de Treviño.

—¿Y eso dónde está? —preguntó Clara María preocupada.

—Muy lejos de aquí. La familia de Rodrigo se ocupará de ella —contestó Diego de la Cueva.

        Mencía de Figueroa escuchó atenta el fin de aquella pobre mujer, pero su mirada no podía apartarse del que ahora era su marido. La timidez la invadió sin saber cómo debía de actuar ante él. Sin embargo, don Juan le facilitó el difícil trance cuando se acercó hasta ella y la miró también con preocupación:

—¿Os encontráis bien?

      Mencía asintió con una débil sonrisa, comprobando el lamentable estado de su esposo.

—Si, estoy bien. Sin embargo, no puede decirse lo mismo de vos. No puedo evitar ver en vuestra cara lo que intentáis ocultar.

      Juan de Alcaraz miró con respeto a su esposa. Se había casado con una mujer que a parte de ser inteligente, era bastante intuitiva.

—No podré esconderos muchas cosas, ¿verdad?

—Mucho me temo que no,  esposo —declaró Mencía con una sonrisa que iluminó el alma de don Juan.

      Clara María que había escuchado las palabras de Mencía, miró a su esposo y lo interrogó:

—¿A qué se refiere doña Mencía?

       Diego de la Cueva supo que no iba a poder ocultarle a su esposa, el terrible incidente que habían conseguido detener a tiempo.

—Esposa, creo que lo primero que espera un esposo cuando llega a su hogar, a tan tardías horas es que su esposa le tenga preparada la cena...

—Dejaos de esquivar mi pregunta. ¿A qué se refiere doña Mencía?

       Diego de la Cueva inspiró profundo y abrazando con cariño a su mujer, le contestó:

—Sarah fue liberada, pero el inquisidor tenía previsto otro final para ella.

      Las rodillas de Clara María se aflojaron mientras su esposo, la sostuvo con más fuerza. Un calor le subió por el pecho, impidiéndole pensar con claridad:

—¿Qué plan?

—Pretendía acabar con su vida...

       Clara María soltó un jadeo mientras su esposo la tranquilizaba.

—No os preocupéis. Sarah está a salvo. Ya os lo he dicho. Llegamos a tiempo de evitar el fatal desenlace.

—¡Que ser más horrendo! —exclamó Mencía mirando a don Diego.

—Si, pero por suerte, llegamos a tiempo. En estos momentos, Sarah se encuentra con la familia de Rodrigo.

—¡Pobre Sarah! —dijo en voz baja Clara María profundamente apenada por la suerte de su amiga—. ¿No podrá volver a ver jamás a su esposo?

—Mucho me temo que no. Sin embargo, por lo menos, hemos podido evitar que acabase muerta, malherida o sola por ese mundo.

      Clara María no pudo decir ni una sola palabra más, embargada por la tristeza como se encontraba.


Una hora después, las cuatro personas se retiraban a sus aposentos.

—Don Juan, os he preparado a doña Mencía y a vos, una de las alcobas... —declaró Clara María.

      Mencía se tensó y se puso colorada de repente. Juan asintió y contestó a doña Clara con gratitud:

—Muchas gracias, doña Clara. Mucho me temo que con todo lo sucedido, se me había olvidado que doña Mencía y yo nos habíamos desposado hoy.

     Era una fragante mentira, pero Juan quiso quitarle importancia al asunto, dado los nervios que invadían a la recién casada. Juan no era tonto y se percató, de la inquietud que invadía a su mujer. Se frotaba las manos con tanta ansiedad, que sería un milagro si no se hacía sangre.

—¿Si necesitáis algo más...?

—Seguro que estará todo bien. Os lo agradezco enormemente.

       Mencía continuaba sin pronunciar palabra alguna. Sin embargo, salió de su ensimismamiento cuando la voz de su nuevo esposo, la invitó a entrar en la alcoba. Mencía lo siguió y sin saber qué hacer, miró como Juan atrancaba la puerta por dentro.

—¿Por qué cerráis por dentro? —preguntó Mencía aterrada.

      Juan comprobó que aquella noche todavía no había acabado. Mucho se temía, que antes de poder dormir, tendría que tranquilizar a aquella arrebatadora mujer suya y que se comportaba como una recién desposada, con los nervios habituales.

—¿Me teméis?

—No... por supuesto que no —contestó Mencía con un tono seco. Sin embargo, antes de que Juan pudiese hablar, Mencía se adelantó—. Acaso, ¿debería temeros?

       Juan se acercó hasta ella y sin que la joven reaccionara a tiempo, la abrazó. Mencía se tensó ante su contacto, sin saber dónde colocar las manos y qué hacer.

—No, no debéis temerme. Y si lo que os preocupa es lo que sucederá entre nosotros esta noche, tranquilizaos. No voy a reclamarlos nada. Estoy muy cansado y no creo que sea el mejor momento para...

—¿Para qué? —preguntó Mencía.

—Para haceros mi esposa —contestó Juan mientras frotaba la espalda de la joven con paciencia y ternura.

      Cuando Mencía escuchó aquello, fue como un bálsamo. De pronto, se relajó contra el cuerpo del hombre que la abrazaba.

—No soporto... —Mencía no sabía cómo explicarse.

—¿Qué no soportáis? —preguntó Juan con curiosidad.

—No soporto no controlar la situación y máxime, cuando no sé qué esperáis de mi —declaró con total inocencia, sin acordarse de que él ya lo sabía.

      A Juan le encantaba la sinceridad de esa mujer. Sonriendo le contestó:

—Vamos a hacer un trato. Tenemos todo el tiempo del mundo, para acostumbrarnos el uno al otro. ¿Qué os parece si nos tomamos esto con calma?

       Mencía suspiró aliviada.

—¿Haríais eso por mi? —preguntó Mencía levantando el rostro y mirando con ansiedad a don Juan.

—Por supuesto. Me he pasado toda la vida sin una esposa. Puedo esperar lo que sea necesario... —declaró Juan con tal de aplacar los nervios de su dulce mujer. A pesar, de que sabía que al día siguiente se lamentaría haber hecho tal promesa.

—Os lo agradezco.

—No he tenido tiempo de hablar con vos, después de lo ocurrido esta mañana y no sé, si lamentáis haberos desposado conmigo.

     Mencía seguía abrazada a ese hombre, pero algo más calmada, pudo contestarle:

—En verdad, tomé la decisión de tomar los hábitos, porque no quería que mi hermano escogiera esposo por mí y me obligase a estar toda mi vida, atada a un hombre mucho más mayor que yo y que casi podría ser mi padre. Pensé que era la opción más acertada, pero...

    Fue el momento en que Juan la miró con intensidad y con curiosidad.

—Pero cuando os conocí, me hicisteis dudar, sobre todo...

      Mencía calló, poniéndose terriblemente colorada.

—Sobre todo... —la instigó Juan a seguir hablando, adivinando su apuramiento.

—Sobre todo porque cuando me besasteis, me hicisteis desear más...

—¿Qué deseasteis? —preguntó Juan mientras el corazón le latía acelerado.

—Que no pararais. Mucho me temo que me gustaron vuestros besos y que me hicisteis desearos —contestó avergonzada, bajando el rostro y apoyándolo sobre el pecho de Juan. No era capaz de sostenerle la mirada tras su confesión.

—Soy un hombre afortunado si con dos besos he conseguido que mi esposa me desee. No debéis avergonzaros de tal deseo —dijo Juan levantando con el dedo el rostro de su mujer.

      Juan ya no pudo seguir hablando, bajando la cabeza, reclamó con dulzura la suave boca de aquella joven que lo había hechizado con aquel espíritu valiente. Durante unos minutos más, ambos se abrazaron y se besaron, pero cuando Juan pensó que aquello estaba tomando un cariz más lujurioso, decidió separarse de ella y le susurró:

—Os he hecho una promesa y la mantendré. Pero si continuamos así, mucho me temo que no podré cumplir la promesa que os he hecho. Además, estoy muy cansado y creo que ambos deberíamos descansar.

—Por supuesto... —declaró Mencía avergonzada por su fogosa respuesta. Se sentía como una completa descarada, deseando más—. ¿Necesitáis que os ayude?

—¿Cómo...? —preguntó Juan medio atontado.

—¿Si necesitáis que os ayude a desnudaros?

—No, claro que no... —declaró Juan con un extraño hilo de voz. Pensar en sentir sobre su piel, las manos de su mujer, lo volvían loco de deseo y eso era lo último que podría soportar—. ¿Y vos? ¿Necesitáis ayuda? —preguntó a su vez Juan.

      Mencía se giró hacia él y con las manos en la cintura, se echó a reír de repente.

—¿Os estáis burlando de mi?

—Solo quiero que no estéis nerviosa —contestó Juan mirándola con deseo.

—Ya no lo estoy —declaró Mencía agradecida de haberse desposado con un hombre con tanta paciencia y tan apuesto. En verdad, su esposo era apuesto.

       Sin nada más que decirse, ambos se despojaron de sus ropas y se metieron en el lecho con cierta timidez, acostándose cada uno a un lado y poniendo toda la distancia posible entre ellos. Juan se levantó ligeramente y sopló la vela, sumiéndolos en la oscuridad.


Una hora después, Juan era incapaz de reconciliar el sueño, a pesar del dolor de cabeza que tenía ante lo poco que había descansado los días anteriores. Y harto de no poder dormirse, se volvió en el lecho y decidido, rodeó la cintura de su mujer mientras ella daba un respingo.

       Mencía se sintió extrañamente incómoda, sin saber qué hacer y movió ligeramente la cabeza mirando hacia él.

—No penséis mal. No puedo dormir y la única forma que se me ocurre es abrazándoos —susurró Juan cerca de su oído.

      Sin pensar en las consecuencias, Mencía puso su mano sobre la de él y arrimándose un poco más hacia el cuerpo de Juan, se colocó en una posición más cómoda, sin darse cuenta de que al mover las caderas, su esposo se había excitado al instante.

    Juan suspiró, pero contento porque ella no se opusiera a aquel contacto, cerró los ojos e intentó dormirse por enésima vez. Sin embargo, antes de quedarse dormido, le susurró:

—Al fin y al cabo, no todos los días se puede dormir abrazado a una virgen novicia.

     Mencía sonrió y sin agregar nada más, cerró también los ojos mientras el calor del cuerpo masculino, la sumía en un sueño profundo. Esa noche, soñó con un caballero de brillante armadura que la salvaba de su malvado hermano.


Palacio de los Manrique de Lara, Villa de Treviño. Tres días después.

—¿Qué ha dicho el físico, madre? —preguntó Diego de Manrique.

—Que la dejemos descansar y que le demos tiempo. Tiene vendados los pies porque se hizo heridas al andar descalza y el embarazo parece ir bien.

—Entonces... ¿por qué no reacciona?

—Algo debió ocurrir en ese maldito tribunal... porque no me explico su decaimiento. Decís que era una joven fuerte, pero esta criatura parece una sombra de lo que contáis.

      Tanto doña Leonor como su hijo Diego se encontraban sentados frente al hogar del gran salón. Era de noche y el resto de sus moradores, se habían retirado excepto ellos. Doña Leonor tenía la mirada perdida en las chispas que saltaban de la madera mientras se quemaba. Parecía que todos los habitantes del palacio, se habían sumido en una profunda tristeza después de lo sucedido. Y aunque ya habían pasado algunos días y doña Leonor, intentaba mantenerse fuerte para cuidar a la criatura que yacía en una de las alcobas, en el aposento que solía ser de su hijo Rodrigo, todavía no sabía cómo llegar hasta ella. Cada vez que entraba en la alcoba, la joven la miraba con miedo, como si algo horrible pudiese suceder.

—Intentamos no dejarla a solas en ningún momento. Tanto vuestra esposa como yo, nos turnamos para atenderla... Quiero que se sienta como en casa —declaro doña Leonor.

—Estoy seguro que lo conseguiréis... Rodrigo apreciaría vuestro gesto si lo supiese.

—Y ese es el miedo que me da. Vuestro hermano no sabe que su esposa está con nosotros. Necesita saberlo...

—No me dejarán pasar al monasterio, madre.

—Hemos de intentarlo, Diego. No he visto a mi hijo y no sabemos en qué estado se encuentra —declaró enfadada doña Leonor—. Algo grave debió ocurrir para que tu hermano renunciara de buenas a primera a su esposa y desde luego, ya podéis comprobar el estado de esa joven: no ha abierto la boca desde que llegó. No consigo sacarle nada de lo sucedido. Come como un pajarillo y cada dos por tres, la sorprendo llorando. No sé qué mal pueden hacer dos personas que se quieren... ¡Ese maldito hijo de su madre!

—¡Madre! No sigáis blasfemando... No parecéis vos —le recriminó el propio Diego.

—¿Y qué si lo hago? ¿Es que una madre no tiene derecho a defender a sus hijos? Si hubiese podido entrar en ese juicio, os aseguro... que vuestra madre le prende fuego al desgraciado ese en los sayones que llevaba —dijo Leonor pensando en el inquisidor.

    Aquello, le hizo sonreír a Diego.

—No penséis que no me acordé de vos. No eráis la única que lo hubiese matado, ganas no me faltaron. Sin embargo, la vida de Rodrigo corría peligro, sobre todo cuando se abalanzó sobre Deza. Si no hubiésemos acudido a tiempo, lo hubiese estrangulado.

—¡Toda una pena! Esa maldita inquisición... hace mas mal que bien —declaró doña Leonor desviando la mirada hacia su hijo—. Mañana, partiréis hacia Uclés e insistiréis al prior, que necesitáis comprobar que vuestro hermano se encuentra bien.

—De acuerdo, madre. Iré, por lo menos para que os quedéis tranquila. Pero dudo mucho, que me permitan pasar a verlo. Rodrigo debe estar incomunicado y el inquisidor general fue bastante claro.

—¡Malditos desagradecidos! Un gran Maestre de la Orden, castigado como si fuese un delincuente... ¿Dónde se ha visto eso? Pues lo van a lamentar...

—¿A qué os referís? —preguntó Diego mirando a su madre con atención.

—Que de aquí en adelante, Leonor de Castilla, no piensa dar ni una sola limosna a esos sinvergüenzas hasta que no me devuelvan a mi hijo. Ya veremos a ver, cómo pasan el invierno cuando no les llegue la asignación anual. Que vayan y trabajen o si no, que vayan y le pidan al maldito inquisidor general. Que dinero no tendrá para los monjes, pero para comer como cerdos, para eso no les falta... —dijo doña Leonor mirando las ascuas.

—¡Pero, madre! ¿Cómo sabéis que el inquisidor general está de buen ver? —preguntó Diego riéndose a carcajadas.

     Fue el momento de que doña Leonor giró la cabeza y miró a su hijo con suspicacia.

—A veces, pienso que no sois hijo mío... Si no os hubiese parido, creería que os concibió otra mujer. ¿Acaso hacen esfuerzo físico alguno de ellos? Están todos cortados por el mismo patrón. Una tanda de gandules que solo saben despotricar y arremeter contra los judíos y contra los que no piensan como ellos. Como si la mayoría de ellos, no tuviesen algún antepasado judío...

—Madre, creo que la edad os ha soltado la lengua. Si el inquisidor general o alguien os escuchase hablar, os quemarían también en la hoguera —declaró Diego con una amplia sonrisa.

—No pienso retractarme. No van a recibir ni una sola moneda de las arcas de los Manrique de Lara. Lo juro... por la tumba de tu querido padre que en gloria esté —sentenció doña Leonor sin dudar.

     Diego no discutió con su madre. Estaba de acuerdo con todo lo que decía.


Al día siguiente, doña Leonor miraba con paciencia a la joven sentada enfrente de ella.

—Decidme una cosa, hija mía... 

      Sarah miró a la anciana esperando la pregunta.

—¿Qué puedo hacer para que dejéis de derramar tanta lágrima? Ese estado en el que os habéis sumido, os hace más mal que bien. ¿Acaso queréis perder a la criatura? —preguntó doña Leonor intentando que la joven se sintiera un poco culpable para que dejara de llorar.

—No señora.

—Dicen que las penas compartidas, son menos penas... Si me contarais lo que os atormenta, podría ayudaros.

       Sarah miró inquieto a la mujer mayor mientras la pena seguía embargándola.

—¿Qué sucedió que os tiene tan afligida...?

—Es duro de contar, señora.

—Madre... —insistió doña Leonor a su nuera.

      Sarah comprobó que aquella testaruda mujer estaba dispuesta a acogerla como una hija y en aquel momento, supo que no tenía otra opción más que sincerarse con ella. Solo tenía a la familia de Rodrigo.

—Madre... —contestó Sarah.

      Doña Leonor sonrió ligeramente y continuó persistiendo.

—Ahora, contadme qué ocurrió. Con la edad que tengo, os aseguro que no me asusto de nada... hablad pues y sacad de vuestro corazón toda esa pena. Seguro, que entre todos hallaremos una solución.

—No la tiene, madre —dijo Sarah mirándola con pena.

—Hablad... —volvió a insistir doña Leonor.


       Una hora después, Sarah había descrito el calvario que supuso aquellos breves y agónicos días de encierro y como obligaron a Rodrigo a que la repudiara. Sin dejar de llorar, Sarah se vio de repente cobijada entre el pecho y los brazos de aquella mujer que intentaba consolarla.

      Doña Leonor no podía emitir palabra alguna con el nudo en la garganta que tenía. Habían intentado torturarla y asesinarla. Sin embargo, algo bueno había salido de todo aquello: era un principio para curar las heridas que tenía. Aquello joven debía ser fuerte para afrontar todo lo que tuviese por venir.

—Llorad..., llorad hija mía, todo lo que queráis, porque a partir de mañana... debemos ser fuertes para que esos miserables no se salgan con la suya. No sé cómo lo haremos, pero esos desalmados, no conseguirán separarlos. Descansad y curaros. Estáis en familia y los Manrique de Lara, no abandonan nunca a los suyos.


Monasterio de Uclés, reino de Castilla. Cinco días después.

El cerro sobre el que se asentaba el monasterio, permitía ver la fortaleza inexpugnable que era cabeza de la Orden de Santiago. La colina sobre la que estaba construido, era escarpada y difícil de atacar. Los vigías podían contemplar desde lo alto de sus murallas la gran llanura a su falda, ondeada a lo lejos por una sierra con agrestes montañas. El monasterio, alto e imponente, daba idea de la enorme importancia que tuvo que tener en tiempos antiguos. Donde moradores celtíberos, romanos y musulmanes construyeron la fortificación con impresionantes muros defensivos que servían para protegerse de ataques enemigos. Sin embargo, a Diego de Manrique para nada impresionaba tanta magnificencia. Solo estaba allí, por Rodrigo. Debía hacerle llegar a su hermano, la noticia de que su esposa se hallaba con ellos. Que nunca les faltaría nada a ella y a su sobrino. Le carcomía las entrañas el pensar el final que el inquisidor tenía previsto para la joven esposa de su hermano, pasando por alto la orden de la reina de dejarla marchar. Si de la Cueva y él, hubiesen llegado cinco minutos más tarde, todo habría acabado en un desastre. Su hermano jamás se hubiese recuperado de la pérdida de su esposa, ni de su hijo.

     Tanto su madre como él, sabían que Rodrigo era de todos los hermanos, el que tenía más sentido y código del honor. El más parecido a su padre y de más alto valor, que lo había hecho llegar a alcanzar la distinción más honorable de gran Maestre. Por eso, no haber podido defender a su esposa y protegerla, debía estar mortificándolo por dentro. Era necesario, poder hablar a solas con él y transmitirle la tranquilidad y la seguridad que necesitaba para soportar los meses de encierro. Era urgente que su hermano supiese que Sarah se hallaba a salvo.

     Uno de los monjes, el que le había abierto la puerta, había ido en busca del prior. Y permitiéndole acceder al interior del claustro, le sugirieron que esperara unos minutos. Solo él, se hallaba en el interior, puesto que no habían permitido la entrada al lugar, al resto de caballeros que lo acompañaban. Mientras esperaba, contempló la minuciosidad y el esmero con que otro par de monjes, cuidaban las hierbas plantadas en el centro del claustro.

—Don Diego de Manrique, me han dado aviso de que había llegado —dijo una voz suave y aterciopelada de varón.

      Cuando Diego se volvió, se encontró de frente con el prior. Su cara mostraba los signos evidentes del paso de los años, pero fue la bondad en sus ojos y su amabilidad, lo que le permitió tener cierta esperanza de que lo dejase encontrarse con su hermano.

—Buenos días, prior. He cabalgado sin parar para llegar hasta aquí.

—¿Y se puede saber qué motivo lo ha traído hasta este monasterio? —preguntó con curiosidad el prior.

—Soy el hermano del gran Maestre...

—¿De don Rodrigo? —preguntó sorprendido el prior.

—Sí, señoría. Necesito ver a mi hermano y tenía la esperanza de que me permitiera verlo...

—Siento mucho que hayáis hecho el viaje en vano, don Diego. Pero su hermano, don Rodrigo, no puede recibir visitas por ahora. Es orden del inquisidor general.

      Diego se tocó el cabello, signo de la impotencia.

—Pero es necesario que lo vea, prior.

—Siento mucho tener que impediros la entrada. Sin embargo, os aseguro que el gran Maestre se encuentra bien. Como corresponde a un religioso santiaguista, está llevando un escrupuloso voto de silencio y por supuesto de recogimiento en la oración.

     <<¡Mierda!>>, pensó Diego al escuchar semejante cosa. Su hermano no era un silencioso religioso, era un soldado. <<¿Y qué narices era eso del voto de silencio?>>, volvió a preguntarse Diego inquieto.

—Como comprenderéis, mi señora madre, doña Leonor de Castilla, se haya inmensamente preocupada por el estado de salud de mi hermano don Rodrigo. Quizás si me permitierais verlo, aunque solo fuese un instante, yo podría transmitir a mi viuda madre...

—Lo siento, pero las órdenes son estrictas. El gran Maestre debe permanecer aislado de todo contacto con el exterior. Sin embargo, os vuelvo a repetir, que don Rodrigo se encuentra bien. La verdad, es que no hemos detectado signos de debilidad, ni enfermedad en él.

       Aquello no le gustó a Diego. Tenía que volverse, sin poder ver a su hermano. Su madre no descansaría hasta que no lo supiese fuera de ese monasterio.

—Está bien. Me quedo más tranquilo...

—Lamento no poder ayudarlo en nada más —dijo el hombre con lástima.

—No os preocupéis. Vos, no sois responsable de la situación de mi hermano. Son esos maldecidos de don Diego de Deza y de Torquemada, por lo que el gran Maestre de la Orden de Santiago se ve así. Pero no os preocupéis, que si existe algo de justicia divina, pagarán cara esta ofensa. Y ahora, si me disculpáis...

      El prior del monasterio se persignó al escuchar tan grave injuria. Y escandalizado, solo pudo comprobar cómo el caballero abandonaba el pasillo del claustro. Sin embargo, antes de marchar, don Diego se volvió y mirándolo fijamente añadió:

—Mi señora madre, doña Leonor de Castilla, os manda un recado... no contéis con los generosos donativos que la Casa Manrique de Lara realiza todos los años. De aquí en adelante, la Iglesia no recibirá ni un solo donativo.

       Y sin más, Diego de Manrique abandonó el monasterio, dejando perplejo y contrariado al prior del monasterio.


Ciudad de Úbeda, en ese mismo instante.

—¡Por Dios, Juan! ¡Me vais a hacer quedar mal con mi propia esposa!

      Juan sonrió ante el comentario de su amigo Diego.

—¡Dejadme tranquilo! —susurró Juan.

—¿Una flor? —preguntó Diego de la Cueva sonriendo ante el nuevo Juan que tenía enfrente—. El matrimonio os ha absorbido el seso.

—¡Cómo si vos hubieses sido distinto a mi! ¿Ya no os acordáis de los días de Santa Fe? Porque como me hagáis hablar, tengo para rato... Se os caía la baba nada más verla.

       Diego de la Cueva sonrió ante la verdad que encerraban las palabras de su amigo.

—Lleváis razón... Me enamoré en cuanto la vi.

—Me he propuesto enamorar a mi esposa antes de que nos mudemos a una casa...

      Diego miró con interés hacia Juan.

—¡Difícil tarea es esa! —declaró Diego de la Cueva.

—¿Os burláis de mi esposa? —preguntó Juan fingiendo un cierto malestar.

—Jamás osaría yo a burlarme de una dama y mucho menos, de la esposa de mi amigo. Sin embargo, no entiendo por qué pretendéis enamorarla. ¿Acaso no es suficiente con que se haya casado con vos? —preguntó Diego.

—No, no es suficiente. No quiero una esposa obligada... Estoy dispuesto a esperar lo que sea necesario... —dijo Juan hablando y dejando entrever más de lo que había estado dispuesto a confesar.

—¿Esperar...? —preguntó Diego mirando a su amigo. Al instante, Diego cayó en las palabras de Juan y en el sentido de aquello—. ¿Acaso no habéis todavía...?

—No... y no comentaréis nada de esto con nadie, si queréis conservar la vida —amenazó Juan a Diego.

—No preocuparos... Nadie sabrá nada. ¿Por quién me habéis tomado? Se guardar un secreto y más de esta naturaleza. Pero, ¿por qué...?

—La primera noche que dormimos juntos, estaba tan asustada que no fui capaz de obligarla... Quiero que confíe en mí primero... —declaró Juan.

—Eso os honra, Juan de Alcaraz. Sin embargo, mucho me temo que no os va a resultar fácil...

—No lo juréis, pues mi dulce esposa...

—¿Dulce esposa? Pero si tiene un carácter...

—¿Y qué tiene que ver el carácter para que no sea dulce? Os aseguro, que mi esposa es la más dulce y valiente de las damas... —declaró Juan haciendo sonreír a Diego de la Cueva.

—Si vos lo decís, no seré yo quien os contradiga —declaró Diego sonriendo—. Pero algo os digo, vos también habéis caído a los pies de esa doncella. No creáis que no me he dado cuenta, de que la buscáis cada dos por tres.

—¡La estoy volviendo loca...! —sonrió Juan.

—Y ella a vos, mucho me temo —contestó Diego mientras ambos sonreían.


Monasterio de Uclés, cuatro meses después.

En ese mismo instante, Rodrigo se hallaba sentado entre dos monjes en el refectorio, lugar donde se reunían para comer los religiosos santiaguistas. La nave alargada contenía un artesonado espectacular tallado, pero Rodrigo no levantaba nunca la mirada hacia el techo desde que llegó al lugar. Las comidas solían ser austeras y ligeras. Los monjes cultivaban lo que necesitaban y dedicaban la mayor parte del tiempo a la oración, porque el alimento del cuerpo, no era tan importante como el del alma. Como si a él le importase algo su cuerpo, o su alma. Había renunciado a ella desde el mismo instante en que tuvo que pronunciar aquellas horribles palabras. Tener que repudiar a su esposa, era lo más doloroso que había tenido que sufrir. Pero intentaría redimirse si la vida le daba otro oportunidad. Huir no estaba en sus planes, y lo último que deseaba era avergonzar a su familia, sobre todo a los antepasados de su linaje. Ni sus hermanos, ni sus sobrinos, se merecían que manchase su memoria. Pero sabía lo que haría después de salir de allí, aunque antes tendría que soportar aquel encierro. Renunciaría a su condición de gran Maestre de la Orden de Santiago.

      Había hecho un juramento, haciendo hincapié en las virtudes del coraje y el honor. Valor nunca le había faltado, pero no había contado con el sacrificio personal que tendría que hacer. Capaz de enfrentarse a cien mil enemigos, no había podido enfrentarse a uno, al más despiadado. Eso, sin contar el juramento de defender a su señor, a su familia y a la Iglesia y que no había conseguido. Ese era el código de caballería más sagrado para un caballero, defender a los suyos y lo había incumplido. Jamás pensó que perdería a su familia por el camino.

      Pero si de algo le había servido aquellos últimos meses de encierro, era para terminar con aquella farsa. Había perdido su total fe en Dios. Ya no podía creer en un Dios que permitía tales injusticias. No podía encomendarse a la defensa de una cristiandad que permitía aquellos actos de maldad. ¿Qué deshonor había en desposarse con una persona que había renunciado a su propia fe para adoptar la de Cristo y encima era recompensada con la tortura? El único delito de Sarah, había sido amarlo.

        Y cada vez que pensaba en aquel terrible momento, perdía las ganas de vivir. No había hecho falta ni un solo golpe para humillarlos. Con solo estar expuesta desnuda a las miradas lascivas y maliciosas de los soldados del inquisidor, habían bastado para doblegarlo. Intentaba no romperse cuando aquella imagen le venía a la mente. ¡Pero era tan duro! De haber podido, les habría cortado el cuello a todos. No le quedaba honor, ni dignidad, ante la imagen de su esposa expuesta al martirio, pero necesitaba aguantar los dos últimos meses que le quedaban allí, para ir en su busca. Encontraría a su esposa hasta en el último confín de la Tierra, si fuese necesario. No podía renunciar a ella por mucho que lo hubiesen obligado a repudiarla. Así que, si pensaban que lo habían derrotado, estaban equivocados. Habían matado su fe, pero jamás matarían el inmenso amor que sentía por ellos, por su esposa y por su hijo por nacer. Aguantaría, aunque fuese lo último que hiciese en este mundo.

—Don Rodrigo... —dijo la voz de un monje a su espalda.

       Rodrigo se volvió ligeramente, ante la llamada. No era habitual que lo buscasen en aquel momento. Sin hablar, esperó a que el monje le dijese lo que deseaba.

—Ha llegado esto para vos... —declaró el monje entregándole una misiva.

       Rodrigo cogió el trozo de pergamino enrollado y extrañado miró el sello. Se tensó al comprobar su procedencia. Asintiendo al anciano monje, lo cogió y lo metió dentro de su hábito. Más tarde lo leería. Sin embargo, no pudo evitar que un escalofrío le recorriese la columna, como si se tratase de un mal presagio.

      Los monjes sentados a su lado, ni siquiera levantaron la mirada de su plato. Así que, despacio y sin prisa, continuó comiendo sin ganas. Y conforme el alimento caía en su estómago, no lo abandonó una sensación pesada y molesta, como si estuviese ingiriendo piedras.


      Una hora más tarde, los gritos exaltados de un monje, revolucionaban a todo el monasterio.

—¡Prior, prior! ¡Acudid! ¡Ha sucedido algo horrible...! —gritó uno de los monjes acercándose corriendo hasta donde estaba el religioso.

       Los gritos asustaron a todos los monjes que se hallaban en el claustro, mientras observaban estupefactos a uno de sus hermanos, corriendo como si el demonio lo persiguiese. Todos acudieron, curiosos por la cara descompuesta del hombre.

       El prior supo de inmediato que debía ocurrir algo muy grave para que el hermano interrumpiera de ese modo en el claustro.

—¿Qué os ocurre hermano? ¿Por qué venís así corriendo? —preguntó el prior.

—¡Don Rodrigo! —declaró el monje—. ¡Vaya! El gran Maestre, señor —dijo el religioso con lágrimas en los ojos mientras señalaba hacia el lugar donde se encontraban las pequeñas alcobas.

       El prior empezó a correr detrás del monje en cuanto escuchó de quién se trataba. Y el corazón se le aceleró en el pecho, presagio de una desgracia.

        Cuando llegaron a la celda, donde don Rodrigo descansaba, se hallaron ante una imagen grotesca. El cuerpo de don Rodrigo pendía de una soga, mientras uno de los monjes lo sujetaba de los pies, intentando izarlo. Don Rodrigo se había ahorcado. Alarmado y asustado como nunca, el prior corrió hasta el cuerpo, para ayudar a descolgarlo.

—¡Alabado sea el Señor! ¡Qué horrible desgracia! ¡Ayuden! ¡Ayuden a bajarlo! —gritó el prior izando los pies de Rodrigo que se balanceaban en el aire.

      Uno de los monjes consiguió desatar la cuerda del cuello de don Rodrigo, y entre todos cogieron el cuerpo inerte del gran Maestre.

—¿Está muerto? —preguntó el prior con lágrimas en los ojos.

      El monje que lo había descolgado, le tomó el pulso y dijo:

—¡No! ¡No! ¡Todavía vive, padre!

—Corran rápido y busquen al hermano Isaías.

     La pequeña celda se llenó de más hermanos, que preocupados se persignaban por lo que había intentado hacer el gran Maestre. Era un pecado mortal intentar quitarse la vida. Depositando a don Rodrigo con delicadeza sobre el rústico catre donde había dormido los últimos meses, le quitaron el resto de soga del cuello. La marca de lo sucedido, los dejó impactados.

      Rodrigo intentaba salir de las brumas de la inconsciencia. Le dolía la garganta y no sabía el motivo. Parecía escuchar el lamento y voces preocupadas que le eran conocidas, pero no sabía quiénes eran. ¿Acaso había conseguido su propósito y había descendido al averno? Se merecía todos y cada uno de los castigos que le impusiesen. Sentía frío, pero una mano reconfortante, se empeñaba en calentarlo. Parecía desprender fuego.

—¡Mirad, prior! —dijo uno de los monjes haciéndole entrega del pergamino que yacía tirado en el suelo. Leed esto.

       El prior cogió nervioso el papel y tras leerlo, una congoja se apoderó de su persona. El inquisidor de Úbeda, le había hecho llegar la peor noticias de todas a don Rodrigo: la muerte de su esposa. Y sintiendo una pena profunda por él, los ojos se le empañaron, comprendiendo el motivo del intento de suicidio.

      Rodrigo empezó a respirar un poco y empezó a recobrar el sentido.

—No os mováis. No debéis malgastar las pocas fuerzas que tenéis —le ordenó el prior.

—¡Dejadme! Os lo ruego... ¿Por qué? ¿Por qué no me habéis dejado? —le preguntó Rodrigo abatido, recuperando de pronto la consciencia.

—Cuando os vi, colgado de esa soga... pensé que había llegado tarde —susurró el prior cerca del cuerpo de don Rodrigo—. Sin embargo, por mucho que os pese, todavía no os ha llegado la hora, don Rodrigo...

—Mi esposa, mi hijo... —lloró Rodrigo roto de dolor.

—Lo sé hijo mío, lo sé... pero os ayudaremos a superar vuestro dolor. No estáis solo en esto. Todos los hermanos rezan por vuestra esposa y por ese niño... —le aseguró el prior.

—No puedo, no puedo vivir sin ellos... —declaró Rodrigo sin mirar a nadie en particular mientras continuaba llorando.

      El prior y los hermanos que presenciaron las palabras, miraron preocupados al gran Maestre. Impactados por aquellas terribles palabras mientras sentían como suyo, el dolor del gran Maestre.

—Tranquilizaos. Os hemos dado una tintura para que podáis descansar... Dormid tranquilo. Estaremos junto a vos —aseguró el prior.

     Desde lo ocurrido, los monjes no lo dejaban solo en ningún momento. Rodrigo sabía que ya no se fiaban de que no volviera a intentarlo. Así que cuando dos monjes más, se colocaron a ambos lados de él, custodiándolo, no se sorprendió.

In nomine patris et filii et spiritus sancti... —dijo una voz conocida de hombre. Rodrigo soltó un jadeo, reconocería la voz de su hermano Diego en cualquier lado. Sin embargo, cerró los ojos mientras apretaba los puños y una sensación de mareo lo embargaba.

—Hermano... ¿Vais a mantener el voto de silencio todo el tiempo? ¿No pensáis decir nada a vuestro hermano mayor? —preguntó Diego mirando de refilón a su hermano Rodrigo.

Rodrigo se volvió de sopetón hacia Diego y posando los ojos en él, se abalanzó hacia los brazos de su hermano. Rodrigo rompió en ese instante a llorar, mientras el abrazo cálido y familiar de Diego lo rodeaba.
—¡Diego! ¡Diego! —gimió Rodrigo llorando mientras su hermano lo consolaba.
—Ya estoy aquí. Sosegaos, no podemos llamar la atención... —susurró Diego conmovido por el abrazo.
—¿Cómo habéis podido entrar? —preguntó Rodrigo mirando a los ojos de su hermano.
Sin dejar de abrazarlo con un brazo, con la otra mano, tocaba el rostro de Diego sin poder creerse que estuviese allí.
—Se lo debemos al prior. Nos hizo llegar una misiva de lo ocurrido y consideró, que dado la naturaleza de lo sucedido, sería beneficioso para vos que pudierais ver a alguien familiar.
Rodrigo asintió mientras continuaba llorando a lágrima viva.
—Tenemos muy poco tiempo, pero decidme, ¿por qué habéis hecho algo tan estúpido como eso? ¿Es este el motivo de que hayáis intentando acabar con vuestra vida? —preguntó entristecido Diego de Manrique enseñándole la misiva del inquisidor.
Separándose ligeramente de Diego, Rodrigo asintió.
—Si, no puedo vivir sin ella... —confirmó Rodrigo a su hermano.
—Dejadme deciros, que habéis sido un estúpido... Habéis estado a punto de quitaros la vida por una mentira... —declaró Diego respirando agitadamente.
La reprimenda cayó como un mazazo en Rodrigo y elevando el tono de voz, respondió:

—¿Qué estáis diciendo? El inquisidor asegura en su carta que Sarah está muerta... —aseguró Rodrigo llorando como alma en pena.

—Eso, es lo que le hicimos creer, pero Sarah está viva...

—No es cierto. ¡Mentís! ¿Por qué me torturáis de este modo? Solo lo decís para que no vuelva a hacerlo.

—Jamás os mentiría en algo tan serio... ¿todavía no os habéis dado cuenta que somos dos? —preguntó Diego demostrando sus verdaderos sentimientos por primera vez desde que se había enfrentado a Rodrigo. Una furia ciega lo invadía desde que supo el terrible acto que había estado a punto de cometer Rodrigo. Sin embargo, frente a él, no podía recriminárselo. Rodrigo no era ni la sombra del hombre que había sido.

      De repente, las delicadas yemas de los dedos de una persona se posaron en la espalda de Rodrigo. Cerrando los ojos con fuerza, Rodrigo se tambaleó. Diego tuvo que sostenerlo rápidamente para que no se cayese mientras se asustaba.

—¿Qué os ocurre? —preguntó Diego preocupado—. ¿Os encontráis mal?

     Rodrigo abrió los ojos incapaz de hablar y mareado, continuó sintiendo la palma de una mano en la espalda. Girándose sobre sí mismo, contempló al otro monje que permanecía oculto bajo su hábito. No podía verle la cara. Así que sin dudarlo, echó para atrás la capucha y descubrió el rostro de Sarah frente a él.

      Rodrigo se abalanzó sobre su esposa y la abrazó fuertemente, mientras fuertes estremecimientos sacudían a ambos. Diego fue testigo del emotivo y fuerte abrazo de su hermano y su cuñada, solo roto por los llantos desgarrados de ambos.

—Estoy aquí... no estoy muerta. No estoy muerta... —declaro Sarah llorando.

—¡Sarah! ¡Sarah! —gritó Rodrigo incapaz de decir nada más.

    Separándose ligeramente, cogió el rostro de su mujer y lo miró, sin poder creerse que fuese ella.

—Creí... creí que os había perdido —dijo Rodrigo besándola en los labios.

      La desesperación del beso le hizo daño a Sarah, pero no le importó. De repente, Rodrigo se percató de algo más y bajando su mano derecha, la posó sobre la amplia cintura de su esposa. Y dándose cuenta que su hijo seguía dentro de su madre, no pudo contenerse y siguió llorando.

     La mano de Diego, se posó en el hombre de su hermano.

—Rodrigo, no podemos permanecer más tiempo aquí. Sarah corre mucho peligro si descubren su presencia dentro del monasterio.

    Rodrigo asintió, tragándose las lágrimas, comprendiendo el riesgo que corrían.

—Si, si... lo sé.

—Entre madre y yo, escondimos a Sarah en el palacio todo este tiempo. Durante estos meses, ella ha estado recuperándose porque tampoco ha sido sencillo para ella. Intenté advertirte, pero el prior no me permitió el paso. Solo cuando ha comprendido la enormidad de lo sucedido, nos ha permitido que entrásemos a escondidas —dijo Diego mientras miraba con pena a su hermano. Lo que menos le apetecía, era tener que dejarlo de nuevo en aquel lugar, pero no había otra opción—. ¡Jamás hubiésemos abandonado a Sarah! —terminó por decirle Diego.

—Gracias, hermano —dijo Rodrigo con una enorme humildad—. Dejadme un minuto más a solas con ella.

—Está bien... Un minuto. Pero tenéis que prometerme que no volveréis a intentar una estupidez así.

—Os lo prometo —le aseguró Rodrigo abrazando también a su hermano—. Gracias, Diego, por traerme a Sarah. Gracias... —se quebró la voz de Rodrigo.

—No seáis tonto. Lo hubiese hecho antes, si hubiese podido. Un minuto... solo tenéis un minuto.

—Está bien. ¡Bastará! Dadle un beso a madre cuando la veáis.

      Diego asintió y se separó de ellos, dejándoles un poco de espacio y de intimidad.

     Rodrigo miró a Sarah de nuevo. Inspirando profundo, intentó llevar algo de aire a sus pulmones.

—¡Malditos sean! No volverán a separarme de vos, aunque tenga que arrancarles la vida con mis propias manos. Nunca lograrán que os vuelva a hacer daño. No quise repudiaros... —susurró Rodrigo profundamente afectado mirándola con tristeza—. Tengo muchos pecados que purgar y vos, sois el mayor de ellos... No debí renunciar nunca a vos, pero no pude aguantar que os hicieran daño.

     Sarah llorando, tapó la boca de su Rodrigo.

—No sigáis hablando. No es necesario. Acaso, ¿no estaba yo allí? No hay pecado alguno en querer salvarme la vida. No debéis sentiros culpable, yo hubiese hecho lo mismo.

—¿Me perdonaréis?

—No tengo nada que perdonar. Pero prometedme también, que no volveréis a intentar quitaros la vida... —dijo Sarah llorando—. Puedo soportarlo todo, pero eso no. Tener que vivir separada de vos, pero jamás que os suceda nada malo —dijo acongojada bajando el rostro.

     Rodrigo le subió el rostro y besó sus labios salados de tanta lágrima.

—Os lo prometo. Os lo prometo... esperadme. Y no salgáis de palacio. Esta vez, vos... también obedeceréis.

—Si, descuidad. Vuestra madre es como una madre para mí... —dijo Sarah llorando.

—Os quiero —dijo Rodrigo abrazándola de nuevo—. Iré a por vos.

       Sarah asintió mientras continuaba llorando.

—¡Rodrigo! —les apremió Diego nervioso.

     Rodrigo obedeció y abrazando a Sarah la llevó hasta donde su hermano esperaba en la puerta. Abrazando a su hermano de nuevo y besando a Sarah en los labios, se despidió de ellos.

—Estaré esperando fuera del monasterio cuando salgáis... —susurró Diego mientras se iban caminando en silencio y se ocultaban de nuevo bajo los hábitos. Uno de los hermanos, aguardaba en una de las esquinas.

       Cuando Rodrigo los vio desaparecer, se volvió hacia la sacristía y antes de llegar a la gran cruz que presidía el altar, cayó de rodillas y escondiendo el rostro en las palmas de sus manos, susurró llorando:

—Gracias, Señor.

https://youtu.be/74CYIdYoQ5w

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