Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

CAPÍTULO VIGÉSIMO PRIMERO

—¡Sarah! —gritó Rodrigo con el alma en vilo.

     Diego, atento y rápido, cogió el cuerpo desmayado de su cuñada antes de que se golpeara contra el suelo.

—La tengo... —dijo Diego observando la palidez mortal de Sarah mientras Rodrigo intentaba arrebatársela de los brazos—. ¡Calmaos! Solo se ha desvanecido de la impresión.

Con el revuelo formado, tanto los emisarios como los inquisidores, no se percataron del desmayo de Sarah. Tiempo que aprovechó Rodrigo para coger a su esposa en brazos y depositarla ligeramente en el suelo. Los máximos representantes del Santo Oficio, en especial el inquisidor de Úbeda, continuaban hablando con los dos emisarios de la reina, sin prestar atención a lo que ocurría detrás de ellos.

—Su alteza, la reina, debe comprender que los dos acusados deben ser sometidos a juicio...

—Ya no es un asunto del Santo Oficio, puesto que la reina considera que este asunto debió ser tratado desde Roma. Don Rodrigo debió solicitar la dispensa apostólica para casarse por su condición de caballero y la reina ha intervenido en este delicado asunto. Solo el papa tenía la potestad de emitir un juicio contra el gran Maestre. Mientras no llegue la resolución definitiva, la reina Isabel decreta que el matrimonio sea disuelto y ambos cónyuges permanezcan separados hasta el momento.

—¡Pero eso es inconcebible! —declaró Diego de Deza—. Este asunto debe resolverse en la ciudad de Úbeda.

—¿Queréis desobedecer el mandato real? —preguntó don Andrés de Cabrera al que la insistencia del inquisidor le molestaba sobremanera—. Tenemos la potestad de actuar como representantes de su alteza. Y está bien claro su deseo. El enlace entre don Rodrigo y la judía llamada Sarah, será disuelto y ambos, podrán marcharse hasta nueva orden.

—Hay otra acusación pendiente contra esa hereje... —declaró Diego de Deza, dispuesto a llevar hasta el final ese juicio.

—¿De qué se trata? —preguntó Gutiérrez de Cárdenas.



—Yo la sostendré. Rodrigo debéis acercaos hasta los emisarios, desde aquí no podemos escuchar qué están hablando —declaró Diego de Manrique a su hermano.

     Diego de la Cueva que estaba junto a ellos, les sugirió:

—Yo me quedaré con doña Sarah. Acompañad a vuestro hermano en ello. No me gusta lo que estoy viendo... —declaró Diego de la Cueva.

      No tuvieron tiempo de nada más. Rodrigo evaluó la situación un segundo y al siguiente, le pasaba el cuerpo de su esposa a su amigo. De la Cueva vio cómo ambos hermanos se acercaban hasta donde las autoridades discutían de forma acalorada y por la cara de los inquisidores, aquello, no pintaba bien.

     Tanto Diego como Rodrigo se acercaron hasta la mesa donde los inquisidores junto a los emisarios discutían, justo a tiempo de escuchar la acusación de Diego de Deza.

—La mujer actuó con malas artes y atendió a cristianos ejerciendo la medicina. Tiene que ser interrogada y ajusticiada.

      Rodrigo soltó un gritó atronador que hizo que todos los presentes volvieran la mirada hacia él:

—Mi esposa es inocente de lo que la acusáis... —declaró Rodrigo abalanzándose sobre el inquisidor.

     Gutiérrez de Cárdenas fue rápido y agarró al gran Maestre antes de que se produjese una calamidad.

—¡Deteneos! ¿Habéis perdido el juicio? —susurró con el rostro serio—. Así, no ayudáis en nada.

—¡Lo tiene embrujado! —exclamó Diego de Deza señalándolo con el dedo—. Esa bruja lo ha hechizado con sus malas artes. Todos podéis verlo... ¡Prendedlo!

      Los soldados atentos se abalanzaron sobre Rodrigo mientras Gutiérrez de Cárdenas y Cabrera se enfrentaban al inquisidor. Mientras tanto, Torquemada, que había permanecido impasible observando toda la escena, se hartó.

—¡Ya basta! Estamos en un tribunal del Santo Oficio... Compórtense, caballeros... —declaró Torquemada.

     Fue el momento de hablar del conde de Treviño.

—Vuestra señoría, tengo algo que decir al respecto.... —añadió el conde ofendido por cómo su hermano era reducido por los soldados del inquisidor—. Es cierto que la esposa de mi hermano atendió a un cristiano. Durante el asedio a la villa de Segura de la Sierra, fue herido mortalmente y sin un físico presente en el interior de la villa, solo doña Sarah tenía conocimientos suficientes para atenderlo. Ese hombre fui yo y fue un acto desprovisto de maldad y de brujería, solo motivado por la situación del momento. Si mi cuñada no me hubiese atendido, en estos momentos, estaría muerto. No se la puede acusar de brujería cuando mi hermano le ordenó que me atendiera. Además, no solo salvó mi vida, sino también la de todos los vecinos de la villa que fueron heridos ante el asedio. El mismo inquisidor de Úbeda puede testimoniar que mis palabras son ciertas.

     El silencio se hizo entre los presentes, aunque fue interrumpido segundos después por el mismo Andrés de Cabrera.

—Hasta la misma reina es atendida por un físico converso judío —sentenció Cabrera de malos modos al inquisidor—. Ya habéis escuchado al conde... Hubiesen muerto si no llega a ser por la intervención de esa mujer. No hay nada de brujería en ello.

—El inquisidor de Úbeda y don Gómez, solo han buscado perjudicar a mi hermano Rodrigo desde que estuvieron en la villa de Segura de la Sierra. Su oposición al casamiento con la hermana de don Gómez, fue el detonante de la venganza que tramaron ambos cuando mi hermano se negó a casarse con la joven —declaró Diego de Manrique.

—¡Injurias! —gritó Diego de Deza con los labios apretados—. ¡Todo es falso! Ambos están embrujados... —declaró el inquisidor agarrando con fuerza al inquisidor general—. Esa bruja los ha hechizado.

—¡Callaos! —dijo de malos modos Torquemada a su subordinado.

—¿Con qué fin? —preguntó don Andrés de Cabrera al conde de Treviño, ignorando el berrincho de don Diego de Deza.

—Con el único fin de asesinar a mi hermano y apropiarse de los diezmos de la encomienda de Segura... —declaró Treviño.

—¡Mentiras! —gritó el conde de Figueroa.

      Todos levantaron la mirada hacia don Gómez, que había permanecido en segundo plano, hasta que una voz más dulce y angelical de mujer, sobresalió por encima de la de los hombres reunidos.

—Yo puedo testificar, que todo lo expuesto por el conde de Treviño es cierto. Fui testigo de cómo el inquisidor de Úbeda y mi hermano, tramaban todo.

—¡Perra! —gritó don Gómez volviéndose y descubriendo la presencia de su hermana en la sala—. Os tengo que matar, desgraciada... —declaró mientras se abalanzaba hacia doña Mencía.

     Mencía reculó hacia atrás, asustada al comprobar el oscuro propósito de su hermano que corría hacia ella. Sin embargo, un brazo protector la cogió de la cintura y la puso a su espalda. Juan de Alcaraz solo le susurró:

—Permaneced detrás de mí...

—¡Maldita hija de vuestra madre! Os tengo que partir el cuello...

      Dos pasos lo separaban de su hermana, cuando Juan de Alcaraz levantó su espada y señalando hacia el conde de Figueroa le advirtió:

—No le tocaréis ni uno solo de sus cabellos, si deseáis vivir...

      El conde de Figueroa se detuvo delante del caballero, mientras miraba a ambos con un odio visceral.

—¡Maldita hija de las mil putas! —declaró don Gómez escupiendo saliva por la boca.

—¡Debéis detener esta infamia! —insistió de nuevo Diego de Deza a Torquemada—. ¡Esto es un sacrilegio cometido contra Dios!

—¡Ya basta! Ordené silencio —gritó de nuevo Torquemada—. ¿Quién es esa mujer? ¿Y qué hace aquí, en esta sala?

     Los emisarios de la reina miraron entonces con un inusitado interés a la joven que los había interrumpido y que iba vestida de monja.

—¡Es la hermana de don Gómez, señoría! Otra bruja que se atreve a disfrazarse de religiosa, burlándose de Dios y ofendiendo a este Santo Oficio... Es la dama que debía desposarse con don Rodrigo —aclaró Diego de Deza.

—Si no os calláis, yo mismo me aseguraré de que os echen de aquí —aseguró Torquemada mirando de malos modos al inquisidor de Úbeda.

      El tic nervioso, volvió al ojo derecho de Diego de Deza mientras escuchaba la infamia de la hermana de Figueroa y la amenaza del inquisidor general. Esa desgraciada los iba a delatar.

—Acercaos y hablad... —declaró Torquemada dirigiéndose hacia la monja—. Debo entender que pretendéis declarar a favor de don Rodrigo de Manrique. Sabed, que ese no es el procedimiento habitual. Sin embargo, tratándose de un asunto tan delicado, deseo escuchar vuestra declaración.

—Así es, vuestra señoría —contestó Mencía mirando con fijeza al inquisidor general.

—Hablad entonces... —ordenó nuevamente Torquemada.

—Don Diego de Deza acudió una mañana a la villa de Beas de Segura para tramar la muerte de don Rodrigo. Yo mismo pude escuchar cómo ambos planeaban acusar falsamente al comendador para luego asegurarse tras su muerte, con hacerse de parte de los diezmos de la encomienda. Todo lo tenían planeado. Don Rodrigo y su esposa son inocentes de los cargos que se les acusan. Sin embargo, tengo que aclarar que el compromiso que pretendía realizar mi hermano con la Casa de Manrique, solo era una pantomima.

—Maldita perra codiciosa... —escupió don Gómez de Figueroa las ofensivas palabras, mientras intentó ir en pos de su hermana y abofetearla.

—Juro ante este tribunal, que lo que digo es la verdad. De hecho, una vez desposada con Manrique, la intención de mi hermano era acabar con la vida de este.

—Son muy graves los hechos que narra la acusada —declaró Gutiérrez de Cárdenas.

       Gómez dio un paso más acercándose al caballero que protegía a Mencía, pero Juan de Alcaraz lo miró con fijeza y lo retó con la mirada a que lo intentara. Y a pesar, de que los dos hombres se midieron con actitud desafiante, esperando el más mínimo desliz, el Figueroa comprendió que ese no era el momento para acabar con esa maldita. No estando tanta gente delante y teniendo ese protector.

—¿Es eso cierto? —preguntó Torquemada a su subordinado, desviando la vida de Cárdenas.

—Es mentira. No podéis hacer caso a una embustera...

—Doña Mencía lleva razón. Traigo todas las pruebas de cómo don Diego de Deza reclamaba parte de los diezmos de la encomienda de Segura. Puedo demostrarlo... —declaró gritando Rodrigo desde el suelo donde los soldados lo tenían retenido—. Llegué a la ciudad de Úbeda para resolver ese litigio iniciado por el inquisidor de Úbeda. Sin embargo, todo era una trampa preparada por los dos.

—¡Soltad a ese hombre de inmediato! —exigió don Andrés de Cabrera—. La reina es consciente del agravio cometido por el inquisidor de Úbeda hacia la encomienda de Segura. Y si hay alguien aquí que debe ser arrestado y ajusticiado, es don Gómez de Figueroa y don Diego de Deza por actuar contra la corona.

—¡No os atreveréis! —declaro Diego de Deza al consejero de la reina.

—No son mis palabras las que escucháis, sino las de su alteza, la reina Isabel. ¿Osáis enfrentaros a ella...? —desafió Cabrera con evidente enfado—. Don Rodrigo es inocente de los cargos que se le imputan. Soltaréis a ambos y el matrimonio será disuelto... —declaró Andrés de Cabrera.

—En vista de la nueva testigo, pospondré la decisión de este Tribunal. Necesito conocer con detenimiento los detalles de todo este asunto. De momento, don Rodrigo y su esposa permanecerán custodiados por el Santo Oficio hasta que todo quede aclarado —declaró el inquisidor general.

     Los dos emisarios de la reina aceptaron la decisión tomada por Torquemada, sin estar muy convencidos. Y mientras los soldados, se llevaban a Rodrigo y arrebataban de los brazos de Diego de la Cueva a la pobre Sarah, que había recobrado el conocimiento y apenas podía andar, en la sala se escucharon los alarmados gritos de Rodrigo, que era sacado a la fuerza mientras lo arrastraban.

—¡Sarah! —gritó a lo lejos Rodrigo comprobando horrorizado cómo apresaban a su esposa—. ¡Soltadla! Ella no ha hecho nada...

—¡Os hago responsable de lo que le suceda a mi hermano y a mi cuñada! —sentenció Diego de Manrique al inquisidor general nervioso por los acontecimientos—. Y sabed, que la esposa de mi hermano se encuentra esperando un hijo. Si algo le sucediera antes de ser liberada, yo mismo me encargaré de impartir justicia.

—¿Me estáis amenazando, conde de Treviño? —preguntó Torquemada enfurecido—. No olvidéis que vos, tampoco estáis legitimado para amenazar al inquisidor general.

—¡Señores! Es evidente que estamos demasiado nerviosos.... Deberíamos posponer todo este asunto hasta que los ánimos estén más calmados... —declaró Gutiérrez de Cárdenas al que no le había gustado ver cómo apresaban a su amigo.

      Diego de Manrique se mordió la lengua, enfadado por el giro de los acontecimientos y mirando de uno en uno, a cada miembro de la mesa donde se encontraban el resto de componentes del tribunal, se volvió caminando hacia la salida.

—En cuanto a la nueva testigo... —declaro Torquemada— permanecerá bajo custodia de su hermano hasta que tenga lugar la reanudación del juicio.

—¡Señoría! Solicito permanecer en el convento de las hermanas clarisas...

      Los presentes miraron a la joven mientras Gómez de Figueroa exclamaba:

—Esta mentirosa no es ninguna religiosa, ni ha tomado hábito alguno. Estaba prometida al heredero de una noble familia de la ciudad y escapó antes de que se pudiese celebrar la boda. Solicito la custodia de mi hermana —exigió Gómez de Figueroa.

—¡Jamás me casaré con ese desgraciado! —declaró Mencía enfrentándose a su hermano, sin reparar en el lugar que se encontraba.

—Os obligaré y os casaréis. No mancharéis más la honra de esta familia, aunque tenga que declararos incapaz... —declaro el conde de Figueroa mientras se abalanzaba sobre su hermana.

     La punta de la espada de Juan de Alcaraz se detuvo a escasos centímetros de la garganta del conde:

—No os atreváis a tocarla. Ella, ya no es asunto vuestro...

—¿Quién sois vos para decirme lo que he de hacer con esta malnacida? ¡Retiraos de inmediato!

—Don Juan de Alcaraz, señoría, para servirle a usted y a su familia, y vuestro futuro cuñado muy pronto... —declaró el caballero sosteniendo la mirada al conde.

      Fue el momento de que tanto Mencía, como su hermano, se quedarse desconcertados. Mencía pensó que si la hubiesen golpeado en la cabeza, jamás se habría sentido tan atolondrada.

—¿Os habéis vuelto loco? —susurró Mencía reaccionando ante la afirmación de don Juan.

—Lo digo ante testigos y me ratifico en lo que digo —declaro Juan elevando la voz y dirigiéndose hacia los inquisidores, mientras agarraba del brazo a la joven y la arrastraba con él—. Comprometí la honra de doña Mencía de Figueroa y solicito desposarme con ella. Solo a mí, me corresponde resarcirla de tal agravio...

—¿Pero qué está diciendo este demente? ¿Acaso se ha vuelto loco también? —gritó Gómez de Figueroa desfigurado.

      La declaración cayó como un jarro de agua fría en Mencía. Incapaz de decir nada, solo podía mirar asombrada la mano de don Juan que la agarraba con firmeza. Momento de desconcierto que don Juan aprovechó para rodearla por la cintura y acercarla más a él.

—¡Puta! Ahora sí que puede ver todo el mundo vuestro infame comportamiento. Os mataré por este agravio... —declaró don Gómez abalanzándose hacia la joven. Sin embargo, don Juan de Alcaraz no se amilanó y protegiendo a Mencía con su cuerpo, volvió a levantar la espada hacia el conde—. Os he dicho, que si la tocáis, os mataré... —declaro ante el asombro de todos.

       Torquemada se volvió hacia el gran sillón central de la sala y se sentó, mientras intentaba entender algo de aquella locura.

—Doña Mencía y yo compartimos alcoba en una posada cuando nos dirigíamos camino a la ciudad de Jaén y creo que no debo añadir nada más respecto a lo que sucedió en el interior de esa alcoba. Por tanto, solicito ante este tribunal, la mano de doña Mencía.

—¡Esto no puede estar pasando! —declaró Torquemada escandalizado por el comportamiento ligero del caballero y de aquella dama—. ¿Es que la gente en esta ciudad, ha perdido el juicio?

     Mencía miró con detenimiento a don Juan y casi pegándose a él, lo cogió del pecho y le susurró, acercándose todo lo posible, para que nadie la escuchase:

—Sé lo que intentáis don Juan, pero no es necesario. No tenéis que luchar en esta batalla...

—Os equivocáis.. —declaró Juan posando con rapidez la mirada en ella. Sus narices prácticamente estaban pegadas y sus bocas casi juntas—. Tenéis solo un segundo para responder: ¿Dejaréis en manos de Dios vuestro futuro? ¿O preferís elegirme por esposo?

      Mencía se quedó callada por primera vez en su vida. Con el corazón tan inquieto, que se le iba a salir del pecho y respirando de forma agitada por la propuesta de don Juan. Esos segundos que perdió sumida en sus pensamientos, bastaron para que Juan de Alcaraz tomase la decisión ante la vacilación de ella. Y teniendo a tan altos testigos, Juan de Alcaraz bajó un poco más el rostro y la besó apasionadamente, para dejar clara evidencia de la relación que los unía y de su determinación de casarse con ella. Nadie dudó de la estrecha relación entre ambos, cuando comprobaron la fogosa y escandalosa respuesta de la dama.

     Varios pasos más atrás, Diego de la Cueva disimulaba una ligera sonrisa, a pesar de la difícil situación de don Rodrigo.

<<¡Vaya con Alcaraz! ¡Qué callado se lo tenía! >>, pensó Diego de la Cueva.

     Mientras tanto, Rodrigo volvió a estar encerrado de nuevo. Sin embargo, esta vez, con un miedo surgido desde lo más profundo de sus entrañas. ¡Su amada esposa encerrada en aquel lugar! Lo que siempre había intentado evitar y lo peor de todo, era que estaba en manos de un despiadado que no dudaría en utilizarla en su propio bien.

—¡No! ¡No! ¡No! —empezó a golpearse Rodrigo con la cabeza en la pared—. No puede estar pasando esto... —¡Sarah! —volvió a gritar sin que nadie lo escuchase.


Varias horas más tarde, Torquemada intentaba entender todo aquel embrollo.

—¿Por qué tramasteis todo esto? —preguntó Torquemada al inquisidor de Úbeda.

—Los Manrique están embrujados por esa mujer...

—¡Dejaros ya de estupideces! Reclamasteis los diezmos de la encomienda. ¿Me tomáis por tonto? Habéis conseguido que hasta la propia Reina, desconfíe de vos y me habéis arrastrado a mi, en vuestra argucia.

     Diego de Deza tuvo que desistir de defenderse.

—No era tal mi intención, señoría.

—El alcalde de la villa os tiene bien cogido. No hay nada que podáis rebatir —declaró Torquemada—. Habéis llegado muy lejos y vos mismo saldréis de él. Mañana, dejaréis libre al gran Maestre y os olvidaréis de este juicio. No quiero ver enfrentamientos de este tipo entre hermanos cristianos y mucho menos, si los reyes andan por medio. El Santo Oficio no está para aplacar vuestra avaricia.

—¿Qué pasará con la mujer entonces? —preguntó el inquisidor.

—Daros por satisfecho con haber disuelto la unión. Y no tentéis más a la suerte, ¿o acaso queréis aparecer muerto en algún lugar? El conde de Treviño no es asunto liviano que haya que pasar por alto. Es una de las familias nobles que luchó al lado del rey. Ya os ha dejado bien claro, que si os atrevéis a hacerle algún despropósito a ambos, os matará. Y no dudéis que lo harán...

—¡No podéis permitir que me amenace de ese modo!

—Vos mismo os metisteis en esto y vos mismo saldréis de ello —añadió Torquemada levantándose del sillón—. En cuanto se celebre el juicio, me marcharé de la ciudad. Es lo último que tengo que añadir.

      Diego de Deza se levantó del sillón en señal de respeto y una vez, hubo salido el inquisidor general, volvió a sentarse. A pesar del fuego del hogar, tenía las manos heladas y era incapaz de entrar en calor. Todo había salido mal desde el principio. Sin embargo, todavía tenía una última disposición. El comendador iba a pagar caro la vergüenza que había pasado frente al inquisidor general y ante los emisarios de la reina. Mirando al frente y con la mirada perdida, se llevó a los labios el vino tinto mientras saboreaba el toque de gracia.


El escandalo producido dentro de la sala donde el tribunal de Santo Oficio corrió de boca en boca, por toda la ciudad. Los soldados que estaban presentes, detallaron con lujo de detalles lo ocurrido y en esos momentos, no cabía ni una sola persona más en las inmediaciones que rodeaban la casa del Santo Oficio.

     Sin embargo, en el interior de la sala, la tensión era máxima cuando los miembros del tribunal, desfilaron uno detrás de otro y se sentaron en sus respectivos asientos. En el lugar, no había mucha luz y esa permanente semioscuridad, hacía que un aire viciado por la tensión y el frío, helara cualquier ánimo.

     Rodrigo miró preocupado hacia el otro lado de la sala. No podía evitar mirar hacia su esposa, la cual a pesar de encontrarse aparentemente bien, continuaba demacrada y pálida. Sarah había levantado una sola vez el rostro hacia él y fue en el instante en que los soldados entraron con ella. Pero a partir de ahí, su mirada parecía perdida en el suelo. Como si tuviese miedo de mirar al frente.

       El inquisidor general asintió con la cabeza y el juicio empezó de nuevo.

—Después de consultar a los testigos, este tribunal del Santo Oficio declara que don Rodrigo de Manrique, comendador de Segura, queda libre. Sin embargo, el matrimonio entre el comendador y la judía de nombre Sarah, queda disuelto y así queda establecido en nombre de la reina hasta el pronunciamiento final de su santidad.

—No será necesario, señoría —gritó Rodrigo al escuchar la sentencia—. Renuncio a mi condición de comendador y de gran Maestre de la Orden de Santiago...

     Diego de Manrique ya estaba preparado para el anuncio que hizo su hermano. Así que, no le pilló de improviso. Sin embargo, el revuelo fue tal entre los miembros del tribunal, que el propio inquisidor general se levantó del sillón y se adelantó hacia donde Rodrigo permanecía custodiado.

—¿Estáis afirmando que renuncias a vuestros cargos por esa mujer? —preguntó Torquemada con el entrecejo fruncido.

—Amo a mi esposa y no renunciaré a ella, ni a mi hijo que está por llegar... —afirmó Rodrigo sosteniendo la mirada.

     La angustia de Sarah iba a más, conforme escuchó la sentencia y las palabras de su esposo. Entre el frío, la ansiedad y el malestar que sentía, solo la preocupación la mantenía en pie. Se estaba mareando de nuevo a pesar de que hacía lo indecible para aguantar. Un sudor frío le perló la frente, mientras empezaba a tiritar.

—¡Comprobad hasta qué punto lo ha embrujado! —improvisó Diego de Deza, acudiendo al lado de Torquemada—. No podéis permitir que suceda esto. Esa mujer es una bruja... —volvió a insistir—. Debe ser quemada en la hoguera...

     Rodrigo volvió la mirada hacia el inquisidor y en un arranque de furia, se abalanzó hacia el hombre que había osado amenazar a su mujer y cogiéndolo del cuello, cayeron ambos al suelo mientras los soldados intentaban separarlos.

     Tanto los emisarios del rey, como Diego de Manrique, acudieron en auxilio de los caídos en el suelo e intentaron a su vez mediar en la trifulca. Pero Rodrigo apretaba con tanta fuerza el cuello del inquisidor, que hicieron falta cuatro hombres para separar los dedos de Rodrigo, del cuello del inquisidor antes de que consiguiera asfixiarlo. Los miembros del tribunal se levantaron de sus asientos ante la violencia del momento y asustados, se cobijaron detrás de los soldados que custodiaban el lugar.

—¡Rodrigo! ¡Deteneos! Lo vais a matar —rogó Diego de Manrique a su hermano.

—Juro por todo lo más sagrado, que si mata a mi esposa, solo viviré para acabar con su malvada vida —declaró Rodrigo medio enloquecido cuando consiguieron separarlo de Deza.

      El inquisidor, con la cara congestionada y amoratada, intentaba aspirar bocanadas de aire con fuerza, después de haber estado a punto de ser estrangulado.

—Habéis intentado asesinar a un inquisidor del Santo Oficio —declaró Torquemada alarmado por el horrible acto que acababa de presenciar.

—Vuestra señoría no puede tener eso en cuenta... —abogó Andrés de Cabrera a favor de Rodrigo—. Hemos sido testigos de cómo el inquisidor ha amenazado primero a don Rodrigo con quemar en la hoguera a la mujer... Cuando en el edicto de la reina, queda claramente expuesto que la esposa de don Rodrigo, debe retirarse a un lugar sin caer represalia alguna en ella. Este tribunal no está capacitado para deliberar e imponer justicia, puesto que es evidente, ante las pruebas presentadas, la mala fe con que ha actuado el inquisidor de Úbeda y la influencia que este puede tener sobre los demás miembros del tribunal. Solicito a vuestra señoría, en nombre de la reina, que don Rodrigo sea liberado, así como la mujer —exigió Andrés de Cabrera.

      La tensión era máxima, pero a pesar de ello, el inquisidor general dudó de que aquello fuese lo más conveniente dada la naturaleza criminal con que don Rodrigo había actuado. Sin embargo, la autoridad de su alteza estaba por encima de todo.

—Se hará como dicta su alteza. Sin embargo, don Rodrigo de Manrique deberá renegar de esa mujer ante testigos. Solo así, demostrará que no está embrujado y poseído por el demonio —sentenció Torquemada.

    Las piernas de Sarah se aflojaron y cayendo de rodillas en el suelo. Ni siquiera tuvo tiempo de mirar hacia su esposo cuando se la llevaron casi a rastras de la sala. Mientras tanto, el resto de presentes, se miraron preocupados. Diego de la Cueva contempló a su amigo Juan, mientras el inquisidor general se adelantaba hacia él.

—Y en cuanto a vos, don Juan de Alcaraz, os desposareis con la dama Mencía de Figueroa sin más dilación y en este mismo momento. No quiero presenciar más desvergüenzas ante este tribunal. Ningún acto impúdico quedará sin castigo. Otorgaréis a la familia de la dama, una compensación económica por la ofensa y procederéis como corresponde a un verdadero caballero... —declaró Torquemada.

—Si señoría —respondió Juan mientras el corazón le saltaba en el pecho—. De reojo, contempló la tez pálida de doña Mencía mientras ésta permanecía en absoluto silencio.

       Y Gómez de Figueroa salió precipitadamente de la sala en cuanto escuchó la sentencia del inquisidor general, sin volver la vista atrás.


Sarah se vio arrastrada por dos soldados hasta que llegaron a una gran sala. Y lo que menos se esperó era que la colocaran boca arriba sobre una tabla. Sin contemplaciones, ataron sus pies y sus manos con fuertes cuerdas y asustada como nunca había estado, empezó a temblar encima del madero. Llorando sin saber qué estaba sucediendo y qué se proponían hacerle, Sarah empezó a gritar pidiendo auxilio. Sin embargo, uno de los soldados, la amordazó para impedir que pudiese gritar.

     Al mismo tiempo, Rodrigo también era sacado de la sala mientras un sacerdote oficiaba de forma rápida la unión entre doña Mencía y don Juan. Y una vez acabada la breve ceremonia, todos los presentes se ausentaron de la sala, excepto los caballeros y los emisarios de la reina.

—¿Qué sucederá ahora, don Andrés? —preguntó preocupado Diego de Manrique.

—No lo sé, don Diego. A partir de aquí, no tenemos potestad para actuar —declaró Cabrera—. Lo más lógico es pensar que suelten a vuestro hermano en cuanto renuncie a la mujer.

—Y eso es lo más preocupante... —contestó Diego de Manrique—. Mi hermano no renunciará a ella. Ya lo habéis escuchado. Abandonará todo antes que tener que separarse de su esposa...

—Mal asunto ese, don Diego... —fue el turno de hablar de Gutiérrez de Cárdenas—. La actuación de Torquemada ante eso, puede resultar imprevisible. Puede dar pie a que verdaderamente considere la posibilidad de hallar brujería en tal hecho.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó entonces Diego de la Cueva.

—Esperar. Deberán esperar para ver qué sucede en las próximas horas. De todos modos, nosotros no abandonaremos la ciudad hasta saber el destino de don Rodrigo. Este asunto ha tomado un cariz al que no debería haber llegado. La reina debería saberlo, pero es mucha la distancia y no creo que llegáramos a tiempo para que su alteza dictaminara algo más —declaro Gutiérrez de Cárdenas.

—Ni tampoco hay garantía de que su alteza abogara a favor de Manrique dado el acto cometido... Estamos atados de pies y manos —contestó malhumorado Andrés de Cabrera.

     Don Juan de Alcaraz y doña Mencía permanecían junto a Diego de la Cueva escuchando todo y profundamente preocupados también.

—Si os parece bien, vigilaremos todas las entradas y las salidas de esta casa hasta que pongan en libertad a ambos.

—No me preocupan cuándo salgan, sino cómo van a salir... —contestó Diego de Manrique mirando hacia el caballero.

—¿Creéis que llegarán a la tortura? —preguntó Diego de la Cueva.

—Todo es posible, tratándose de la inquisición —contestó Andrés de Cabrera.

     Durante unos minutos más, los presentes se quedaron en la sala hasta que determinaron lo que harían. Sin embargo, en los sótanos de la Casa del Santo Oficio, un hecho más terrible iba a tener lugar. Torquemada acompañado de Diego de Deza, acudieron junto a los acusados, determinados a que don Rodrigo renunciara a la mujer.

      Ambos religiosos entraron a la sala de torturas y contemplaron el cuerpo de la mujer encima del potro.

—Despojadla de la ropa —ordenó Torquemada dispuesto a solucionar cuanto antes ese tema—. Y traed al comendador.

    Cuando Sarah escuchó la orden, no pudo evitar gritar cuando varias manos, la arañaban mientras le cortaban la ropa que llevaba, dejándola desnuda y expuesta a las miradas. Un presentimiento de que iba a morir en aquel lugar, se apoderó de ella. Las cuerdas le hacían daño en los tobillos y en las muñecas y ella, no era ninguna tonta para saber el tormento al que la iban a someter. Aquello era un potro de tortura, donde a través de una rueda giratoria, la desmembrarían poco a poco hasta arrebatarle la vida.

      Rodrigo apenas tuvo tiempo de acomodarse en la celda, cuando fue nuevamente llevado a otro lugar.

—¿Dónde me lleváis? ¿Y mi esposa?

—Dejad de hablar. Os llevamos ante el inquisidor general —contestó prudentemente uno de los soldados que miró de reojo a su compañero.

       Los soldados tenían en alta estima al gran Maestre de la Orden de Santiago, máxime cuando toda la explanada que rodeaba la Casa Consistorial, estaba llena de sus caballeros. Los rostros ceñudos de sus hombres, imponían a los soldados que custodiaban al detenido. Ellos jamás habían luchado con nadie. No eran hombres de batalla. Sin embargo, los soldados que esperaban fuera, tenían la muerte grabada a fuego en sus miradas. Así que temiendo las represalias de los santiaguistas, los soldados no se atrevieron a maltratar al condenado.

—¿Qué habéis hecho con ella?

—Don Rodrigo, atended a razones. Si no hacéis lo que ellos quieren, la torturaran hasta que vuestra esposa muera —susurró uno de los soldados. El más atrevido que miró con lástima al gran Maestre.

—¡No...! —gritó Rodrigo horrorizado.

—Está en el potro de torturas y no dudarán en llevar a cabo sus intenciones si consideran que vuestra esposa es una bruja. Tomad mi consejo y obedeced cuanto os digan, si queréis que ella viva... —aconsejó el soldado—. Mi compañero y yo, hemos visto demasiado en estos sótanos. Os lo aseguro y ya os digo, que los gritos de dolor que sufren los acusados cuando le arrancan los miembros, no se me borra de la mente...

    Rodrigo se tropezó en ese instante y por poco no se cae, si no hubiese sido por los dos soldados que lo llevaban cogido de los brazos. Cerrando los ojos un instante, Rodrigo se preparó mentalmente para afrontar lo que estaba a punto de ver. Era consciente de que aquellos dos soldados no mentían. Sin embargo, nada más entrar en una sala, nada lo preparó para contemplar el cuerpo desnudo de Sarah encima de aquel maldito potro, que todavía conservaba los restos de sangre del último martirizado.

—¡No! —gritó nada más verla, intentando acercarse a ella.

     Dos soldados más, se acercaron hasta él y lo redujeron hasta ponerlo de rodillas. Pero los gritos y el llanto desgarrado de Sarah, podía escucharse por encima del alboroto, a pesar de los esfuerzos de Rodrigo por desembarazarse de sus carceleros.

—Don Rodrigo de Manrique, ante mi persona y ante estos testigos, renunciaréis de esta mujer y firmaréis la disolución de este matrimonio impuro. En caso de no ser así, la reo será torturada hasta que confiese las malas artes con que os ha embrujado. Estáis a un hilo de que pierda mi paciencia. El edicto real solo confirma que el matrimonio deberá ser disuelto, pero habéis mostrado suficientes pruebas de vuestra incapacidad para renunciar a esta mujer. Aquí y ahora mismo, os pregunto:

—¿Renunciáis a estar desposado con esta mujer de nombre Sarah?

     Rodrigo solo podía levantar ligeramente la vista y contemplar la figura desnuda de Sarah mientras unas profundas convulsiones se apoderaban de ella. El ligero pronunciamiento de su estómago, donde crecía su hijo, apenas era perceptible, pero Rodrigo sabía que su hijo crecía ahí. Se le partía el alma de pensar que debía renunciar a los dos seres que más quería en la vida, pero el no renunciar significaría la muerte de ambos y eso no podía tolerarlo.

      Ante el silencio prolongado de don Rodrigo, Torquemada hizo un ligero de movimiento de cabeza al soldado que estaba encargado del potro y éste, procedió a dar una vuelta a la rueda giratoria, provocando un grito espeluznante de Sarah.

—¡Deteneos! —gritó Rodrigo espantado y preocupado mientras los ojos se le llenaban de lágrimas—. ¡Dejadla, dejadla tranquila! Renuncio, renuncio a ella... —declaró llorando posando la frente en el suelo, completamente derrotado.

—¿La repudiáis? —preguntó Diego de Deza hincando más la espada en la herida.

       Rodrigo se ahogaba con las lágrimas mientras aquellas horribles palabras debían salir de sus entrañas.

—La repudio... —susurró Rodrigo, roto por el dolor.

—¡Decidlo más alto! —se regodeó Diego de Deza—. La testigo debe escucharlo.

       Rodrigo se prometió que algún día acabaría con la vida de ese hijo de puta.

—La repudio... —sentenció Rodrigo mientras los gritos y el llanto desgarrado de su esposa se le hincaba en el alma.

       Algo se rompió por dentro de Rodrigo. Todas sus creencias y sus principios se disolvieron como cenizas al viento... Toda su fe se volatizó en ese instante. Renunciar a su mujer era la única prueba que Dios le había impuesto y que había conseguido destrozarlo. Jamás creería en nada más.

—Don Rodrigo de Manrique será llevado al monasterio de Uclés y allí permanecerá por espacio de seis meses hasta que su espíritu sea purgado de cualquier mal que el contacto con esta mujer le haya podido producir. Los hermanos del monasterio informarán de su progreso una vez cumplido el tiempo y volverá a desempeñar el cargo que ostenta, salvo que la reina dictamine lo contrario... Y en cuanto a la mujer, será puesta en libertad, siendo libre de marcharse. Eso sí, no podrá regresar jamás a la ciudad, ni tendrá contacto alguno con el gran Maestre, bajo pena de muerte en caso de ser así —sentenció Torquemada mientras su mirada se detenía unos segundos en las dos figuras que permanecían rotas de dolor—. Que le pongan un sambenito antes de echarla a la calle. No quiero que ande desnuda. Podría corromper a quien la viese —fueron las últimas palabras que Torquemada dijo antes de salir de la sala de torturas.

     Rodrigo apretó con fuerza sus puños, intentando no volverse loco. Una gran nausea se apoderó de él y en medio del suelo, vomitó sin poder evitarlo.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro