CAPÍTULO UNDÉCIMO
Sarah se tensó al escuchar cómo se arrodillaban cientos de hombres. Nerviosa, giró levemente la cabeza y la imagen le impactó. La iglesia estaba llena de soldados, e incluso de vecinos de la villa que había visto dentro de la fortaleza durante el asedio. Estar rodeada de tanta gente y ser objeto de interés, por parte de tantos desconocidos, la abrumaba .
—Ahora son leales a vos. A partir de hoy, como mi esposa, estos soldados os defenderán hasta la muerte si es preciso. Es su forma de expresaros su lealtad...—susurró Rodrigo que captó al instante el semblante de su rostro.
La conmoción que le produjo las palabras de Rodrigo, hizo que su pecho palpitara y su faz demudara. Conteniendo las ganas de llorar e intentando no derrumbarse allí mismo, aparentó un sosiego que no tenía, por la sorpresa que semejante hecho le causaba. Sarah levantó la mirada hacia Rodrigo y comprobó la veracidad de su afirmación en sus ojos. Las palabras le atravesaron el corazón en ese instante y emocionada, si albergaba alguna duda sobre los sentimientos de Rodrigo, se disiparon justo al advertir, la miraba cargada de cariño y ternura que mostraba hacia ella. Sin embargo, el desasosiego la invadió y no pudo disimular su malestar.
Rodrigo alcanzó a ver el pánico reflejado en sus ojos. Un simple destello de sus pupilas hizo que comprendiera lo que pasaba por la mente de Sarah. El color había desaparecido de su rostro y Rodrigo rogó a Dios para que su enamorada no se desmayara antes de acabar con la ceremonia. Sarah comenzaba a retorcerse las manos, en clara señal de que se hallaba nerviosa y agitada, e intentando tranquilizarla le preguntó:
—¿Qué os sucede? ¿Tenéis dudas?
—No es eso... —aseguró Sarah.
—¿Qué os inquieta entonces? —le preguntó Rodrigo mientras levantaba la mano ligeramente hacia el sacerdote, rogándole que esperara unos segundos.
—No sé si estaré a la altura que vos merecéis. Y además...
—¿Además? —preguntó Rodrigo con interés.
—Además, no sé qué hay que decir en esta ceremonia... —susurró Sarah angustiada.
Rodrigo sonrió, comprendiendo su inquietud y las dudas que la embargaban.
—No necesitáis estar a la altura de nada. Me sobra con saber que me amáis y correspondéis a mi afecto y en cuanto a lo otro, solo debéis responder a lo que el hermano Bartolomé os pregunte. Y no olvidéis, que yo estaré a vuestro lado; esto es cosa de dos... —sonrió Rodrigo mientras retenía en su mano, la de Sarah intentando imprimirle algo de sosiego—. Todo saldrá bien, no os inquietéis.
Sarah asintió con un movimiento de cabeza, y Rodrigo le indicó al sacerdote que prosiguiera con la ceremonia y cumpliera con la bendición de su unión.
Aclarándose la garganta, el hermano Bartolomé hizo la señal de la cruz y arrancó con el sermón acerca de las responsabilidades del matrimonio.
—Queridos hermanos, estamos aquí junto al altar, para que Dios garantice con su gracia, la voluntad de contraer matrimonio de estas dos personas que hoy se hayan aquí. Cristo bendice el amor conyugal y él, que un día os consagró con el santo Bautismo, os da fuerza con este Sacramento para que os guardéis mutua y perpetua fidelidad y podáis cumplir con las demás obligaciones del matrimonio... Por tanto, ante todos los presentes aquí congregados hoy, os pregunto sobre vuestra intención:
—Rodrigo y Sarah, ¿venís a contraer matrimonio sin ser coaccionados, libre y voluntariamente?
Ambos, asintieron... y durante todo el tiempo que duró la ceremonia, pronunciaron sus votos conforme el hermano Bartolomé lo requería. La entrega de los anillos y de las arras pasó tan rápidamente, que cuando Sarah quiso darse cuenta, Rodrigo colocaba un anillo en su dedo. Y minutos después, los vítores de los soldados y de los testigos se escuchaba de fondo, pero cuando Rodrigo bajó la cabeza para reclamarla con un beso, se olvidó por completo de todo.
Tomando con ambas manos la cintura de Sarah, Rodrigo reclamó sus labios sin importarle los asistentes a su boda. Las lágrimas rodaban por las mejillas de su amada, y feliz de ver cumplido su anhelado deseo, la abrazó no dando crédito a que por fin su sueño se hubiese cumplido. Sarah era su esposa para lo bueno y para lo malo.
No muy lejos de él, el conde de Treviño, testigo de la boda de su hermano, sonreía. En el fondo, se alegraba porque Rodrigo hubiese encontrado por fin el amor de su boda en una joven tan especial. Sería la mujer que lo acompañara el resto de sus días, pero un presentimiento funesto de que las cosas no serían tan sencillas como Rodrigo se imaginaba, provocaban que no compartiera por completo la alegría que ese acontecimiento tenía que haber supuesto. La realidad le daría de lleno al día siguiente, cuando sus enemigos se volvieran contra él. Mantendría vigilado a su hermano desde la distancia y solo cuando fuese necesario, intervendría intentando solventar el daño que había causado sin pretenderlo. Ahora, sin embargo, lo más prioritario era felicitar a la feliz pareja que se besaba feliz frente al altar ajena a todos. Sin darse cuenta, su hermano se estaba dejando llevar por la emoción.
Rodrigo abandonó los labios de su amada y acordándose de dónde estaba, se volvió hacia al hermano Bartolomé, sin soltar la mano de Sarah.
—Muchas gracias, hermano Bartolomé —dijo Sarah.
—No debéis agradecerme nada, don Rodrigo. Es designio de Dios, que dos personas unan sus vida en sagrado matrimonio. No he hecho más que cumplir con mi obligación como siervo de Dios —y volviéndose hacia la joven, el hermano Bartolomé la felicitó—. Y vos, hija, espero que seáis feliz al lado de este hombre. Ya sabéis que espero la visita que me prometisteis... —alcanzó a escuchar Diego Manrique al acercarse un poco más hacia los recién desposados.
Acortando la distancia, Diego esperó a que los contrayentes terminaran de hablar con el hermano Bartolomé, para poder felicitarlos. Sin embargo, Rodrigo no lo sorprendió cuando se giró por instinto, al intuir que era él, quien estaba a su lado. Sabía que su hermano temía en cierto modo su reacción y que esperaba expectante, así que no se hizo de esperar. Echándose sobre el cuerpo de Rodrigo y abrazándolo con firmeza, le susurró en el oído:
—Sabéis que en el fondo me alegro profundamente de vuestra dicha... Solo puedo desearos lo mejor.
—Gracias, hermano. Han pasado tantas cosas... Os agradezco que hayáis acompañado a Sarah hasta el altar.
—No podía hacer menos —sonrió Diego con una gran sonrisa—. Pero sabed, que madre se enfadará por no haber presenciado tu boda —añadió Diego sonriendo.
—Contaba con eso, pero vos intercederéis por mi y le explicaréis la urgencia. Espero que sepa perdonadme.
—¡Cómo no iba a perdonaros! Sois su ojito derecho... —añadió el conde de Treviño riendo a carcajadas —. Nos os preocupéis por eso. Le explicaré lo ocurrido aunque desde ya, os garantizo que reclamará conocer a su nueva nuera y se presentará hasta aquí en cuanto se entere.
—Esperaré a madre con los brazos abiertos.
En ese instante, los dos hombres se separaron y miraron con atención a Sarah que los observaba, atenta. Diego, dio un paso hacia ella y la felicitó:
—Ya puedo decir que cuento con una nueva cuñada en la familia. Os deseo que la dicha reine por siempre en vuestro nuevo hogar y que pronto, lo veamos llenos de sonrisas infantiles... Mi hermano no debería tardar mucho en hacerme tío.
Sarah se sonrojó al instante, pero comprobar que don Diego la aceptaba después de todo y que la había acompañado, la llenaba de una gran calma. Por nada, soportaría que Rodrigo tuviese a su hermano en contra.
—Gracias, don Diego. Os estoy muy agradecida por lo que hoy habéis hecho por mi...
—¡Bueno, no podía hacer menos! Sois la elegida de mi hermano y aunque creí en un principio que esta unión no era la más adecuada, creo que al final, os debo una disculpa. Algo debéis de tener para que mi hermano esté tan enamorado de vos...
Sarah no supo que responder, pero al instante, Rodrigo acudió en su auxilio.
—Dejad de alabarla —le advirtió Rodrigo sonriendo—. Sus mejillas ya están coloradas de por sí como para que vos, añadáis más leña al fuego.
Todos sonrieron al escucharlo.
Solo cuando la iglesia estuvo prácticamente vacía de soldados y los esposos estuvieron prácticamente a solas, fue el momento en que Isaac y Esther aprovecharon la ocasión para acercarse a los recién casados y transmitirles sus felicitaciones.
—Señor, mi esposa y yo, les deseamos toda la felicidad del mundo. Nunca hubiésemos imaginado, meses atrás, que ambos acabarían así. El día que vino buscando a Sarah a nuestra casa, nos llevamos un buen susto, pero lo que nunca imaginamos es la relación que les unía. Lo único que lamentamos es que Sarah se nos vaya tan pronto. Como mi Esther y yo, nunca llegamos a tener hijos, Sarah llenó nuestra soledad desde el mismo momento en que estuvo con nosotros y que hoy, asistamos a su boda es un hecho que nos ha llenado de gran satisfacción, pero también de pena. Aunque si le soy sincero, me llena de especial calma que seáis precisamente vos, quien la haya desposado. Sé que de aquí en adelante, nuestra Sarah estará segura junto a vuestra persona... Y estoy seguro que si el padre de Sarah pudiese estar presente hoy aquí, confirmaría mis palabras... —dijo Isaac con un nudo en la garganta que le impedía hablar más.
Esther y Sarah se emocionaron en cuanto escucharon a Isaac. Para Sarah, era lo más cercano a un padre que le quedaba.
—Muchas gracias, Isaac. Pero soy yo el que debo daros las gracias por cuidar de ella. Si no hubiese sido por ustedes, si no le hubiesen dado la protección que necesitaba cuando llegó hasta aquí, jamás habría conseguido hallarla. Vos, la cuidasteis y le otorgasteis un techo... cuando yo no pude.
—Lo hubiese hecho por cualquiera.
—Lo sé, pero eso no le resta importancia al hecho de que Sarah sobrevivió durante los primeros meses gracias a su bondad y generosidad. Vos la cuidasteis para mí. Estaré en deuda para siempre con vuestra persona; decidme qué necesitáis y lo tendréis de inmediato... —aseguró Rodrigo con seriedad.
—Ni mi esposa ni yo, necesitamos nada, don Rodrigo. Nos basta saber con que Sarah será feliz a vuestro lado y que cuidaréis de ella.
—Nunca lo dudéis. Viviré para cumplir esa promesa cada día de mi vida; el juramento que acabo de realizar frente a Dios. Y si éste lo permite, espero que seáis testigo de ello durante muchos años.
—Eso espero yo también, don Rodrigo. Ahora, creo que mi esposa y yo, deberíamos retirarnos.
—Mañana, acompañaré a Sarah y recogerá lo que le quede en vuestra casa... —añadió Rodrigo mirando con gratitud al anciano.
—Allí estaremos, señor. Hasta mañana, Sarah —añadió el anciano.
—Hasta mañana, Isaac —contestó Sarah que sin que se lo esperara el anciano, se precipitó hacia él abrazándolo y una vez que consideró oportuno, hizo lo mismo con la anciana—. Hasta mañana, Esther. Os quiero mucho —añadió Sarah con lágrimas en los ojos.
—Y nosotros a ti, hija —sonrió la anciana.
Sarah, esperó a que ambos ancianos salieran del lugar y volviéndose hacia Rodrigo, le preguntó:
—¿Qué vamos a hacer ahora?
—Por de pronto, nos vamos a ir a casa, cenaremos y luego, tengo pensado pasar la noche de bodas junto a vos. ¿Qué os parece? —preguntó Rodrigo abrazándola y acercándola hacia él.
—Me parece perfecto —añadió sonrojándose—. Aunque quizás, primero deberíamos pasar por....
—Esta noche, quedáis dispensada de tal menester; es nuestra noche de bodas y me temo, que ni todas las fuerzas de la Tierra juntas, lograrán que comparta un solo minuto de vuestro tiempo con ellos. Los heridos no os necesitan tanto como yo. Llevo muchas noches soñando con teneros a mi lado y levantarme sin prisas junto a vos y por fin, mis deseos serán satisfechos.
Sin apartar la vista del que ahora era su esposo, Sarah sonrió:
—Si me lo ordenáis de tal modo, y si ese es vuestro deseo, creo que no puedo cumplirlo, mi señor.
Rodrigo la abrazó y la besó. Por fin, después de tantos meses, Sarah era su esposa. Solventarían juntos todos los inconvenientes y contratiempos que Dios dispusiera, pero siempre con ella a su lado. No concebía una vida, en la que ella no estuviese y si Dios los bendecía, cumpliría pronto el deseo de su hermano. No habría mayor alegría para él, que ser padre.
—¡Vayámonos! El hermano Bartolomé, debe estar esperando a que salgamos para cerrar la iglesia... —dijo Rodrigo cogiendo de la mano a Sarah mientras ambos salían casi corriendo.
En ese mismo instante, en la villa de Beas de Segura, el conde de Feria cenaba en un silencio incómodo al lado del Inquisidor.
—Mañana, marcharé hacia Úbeda —declaró Diego de Deza.
Gómez se acordó en ese momento del hombre que estaba a su lado y lo miró.
—Lamento haberos sacado de la ciudad. Si llego a saber que el Maestre tenía en mente otros propósitos, jamás hubiese acudido en su auxilio.
—No lo lamentéis. De todo se puede sacar provecho. ¿Vais a dejar pasar una oportunidad como esta simplemente porque vuestro orgullo está herido?
—No quiero saber nada más de la Casa de Manrique... —setenció Gómez bebiendo copiosamente de su copa.
—Os equivocáis. Tenéis hijos que podrían casarse con alguna de las hijas del Treviño. Y quién sabe, si algún día, algún desafortunado revés de la vida, hace que el heredero de Treviño pierda la vida y sea vuestro hijo quien herede el titulo.
—¿Qué estáis insinuando...?
—Yo no insinúo, don Gómez. Yo auguro lo que en un futuro podría ocurrir. Hago conjeturas a partir de ciertos indicios... Al fin y al cabo, ya sabe usted, que todo está en manos de Dios...
El conde de Feria, no disimuló su interés.
—¿Y qué obtiene usted de todo esto?
—Cuando llegue el momento, necesitaré una pequeña contribución a mi causa.
—¿Y cuál es su causa, ilustrísima?
—La otra noche, tuve un sueño divino y el Señor... —dijo el Inquisidor anunciando el hecho como un gran augurio— ...quiere que siga el más alto cargo de la Iglesia.
—¿Roma? —preguntó el de Feria abriendo de forma desorbitada los ojos.
—¿Por qué no? ¿Qué hace a un siervo de Dios mejor que otro? ¿Acaso no me veis como el futuro Padre de la Iglesia?
—Yo no digo que no podáis ejercer tal cargo, don Diego... Solo que su sueño me ha sorprendido. ¡Estoy asombrado!
—Lo sé, pero os aseguro don Gómez, que nada me detendrá. Solo el dinero y el poder, hacen distintos a los hombres y eso, no me ha de faltar. Conseguiré lo que Dios tiene destinado para mí, porque por encima del designio del hombre, solo está la voluntad divina de Dios y ésta, me favorece.
—Así sea... —añadió el conde de Feria.
Sopesando las palabras del Inquisidor, creyó en ellas. Sería un estúpido si se dejaba llevar por su temperamento y no aceptaba ese casamiento. Tenía al Inquisidor de su parte y no desperdiciaría tal ocasión. Emparentaría a su hijo con la Casa de Manrique y luego, se las pagarían uno por uno. Primero, obtendría una gran dote y luego, Dios dispondría. Deza llevaba razón. Podía sacar más beneficios, que perjuicios. Luego, ya tendría tiempo de cobrarse la ofensa. Incluido con el Gran Maestre de la Orden de Santiago. Ese, sería el primero.
—Os apoyaré en vuestra campaña —añadió el conde de Feria dirigiendo la mirada hacia Deza—. Pero, primero debéis hacedme un favor.
—¡Hablad!¿Qué favor necesitáis? —contestó el Inquisidor.
—Averiguad con quién pretende desposarse el Maestre.
—Pronto lo sabremos, don Gómez. Descuidad, en cuanto se despose, lo sabréis. Tengo ojos y oídos en todos lados. No hay nada que al Santo Oficio se le pase por alto.
Los dos hombres rieron a carcajadas, mientras regaban con un buen vino castellano sus triquiñuelas.
La luz del nuevo día podía apreciarse a través de las rendijas de las ventanas. Adormecida a su lado, Sarah no era consciente de la caricia de Rodrigo. La mano masculina, bajaba por el mismo centro de la columna de Sarah, sorprendido por la cremosidad de la piel de la joven. Habían pasado parte de la noche amándose y aunque había dormido a trompicones, Rodrigo era incapaz de satisfacer su deseo y de hartarse de tener ese cuerpo femenino junto a él.
Consciente del exhaustivo escrutinio al que Rodrigo la mantenía, Sarah intentó hacerse la dormida, pero justo al sentir la caricia de la mano de Rodrigo sobre la curva de su trasero, la risa pudo con ella y el ligero respingo no pasó inadvertido para su amante.
—¡Estabais haciéndoos la dormida! —dijo Rodrigo intentando mostrarse enojado.
—Me habéis despertado con vuestras caricias...
—No pretendía despertaros tan pronto, pero en cuanto el sueño se disipa, solo deseo yacer dentro de vos... —dijo Rodrigo sin disimular su deseo.
—¿Siempre vais a mostraros tan insaciable? —preguntó Sarah volviéndose.
Rodrigo pudo observar con detenimiento todas y cada una de las curvas del cuerpo de su mujer. Era tan hermosa por dentro como por fuera.
—¿Os he dicho que sois bellísima?
—No me lo habéis dicho, pero creo que anoche me lo demostrasteis en más de una ocasión —sonrió Sarah pasándole la yema del dedo por encima de sus cejas—. ¡Bueno, vais a contestarme!
—¿El qué...?
—La pregunta que os he hecho...
—¿Qué me habéis preguntado?
—¡Estáis distraído! —le advirtió Sarah depositando un beso rápido en su entrecejo fruncido.
—¿Cómo no estarlo? Cada vez que os miro, me quitáis el aliento... ¡Mujer, apiadaros de mí! Acabo de salir de un largo periodo de abstinencia y necesito...
—¡Vais a hacer que me sonroje! —le advirtió Sarah abrumada por las palabras de Rodrigo.
—Vuestra piel ya está de por sí sonrojada. Todavía conserváis el roce de mis labios sobre vuestros...
—¡Por favor, parad! ¡Os lo ruego! Vais a lograr que hoy no pueda miraros a la cara.
—No hace falta que abráis los ojos para lo que tengo en mente. Ni que salgáis de la alcoba, hoy podemos... —le aseguró Rodrigo.
—¡Rodrigo! —gritó Sarah intentando taparle la boca con las manos—. ¡Deteneos ya! Contestadme, ¿siempre es así?
Rodrigo le sostuvo la mirada dado lo importante que era para ella su respuesta.
—Ya me preguntasteis eso y os vuelvo a responder... Sabéis que sois la primera y la única mujer a la que he amado. No sé si es posible sentir este amor y si este deseo que me apremia a cada minuto del día por mi esposa, será siempre así... Jamás escuché a hombre alguno comentar tal cosa, pero si os puedo prometer... que por mi parte, nunca dejaré de amaros y desearos.
Ambos se miraron durante unos intensos segundos e incapaz de soportar la separación, Rodrigo volvió a reclamar los labios de su mujer. No tenía pensado salir de esa cama hasta que hubiese quedado totalmente satisfecho.
Rodrigo esperaba al lado de su hermano a que montara en su caballo, mientras éste se aseguraba de apretar bien la cincha para que la albarda no se moviera sobre la cabalgadura del caballo.
—¿Estáis seguro que no necesitaréis mi ayuda? —preguntó Diego mirando con fijeza a Rodrigo.
—Ya os he dicho que no —aseguró Rodrigo—. No soy tan estúpido como para creer que los moros han abandonado la idea de tomar la fortaleza. Mis hombres están peinando los montes en busca del cabecilla. No temáis, lo encontraré antes o después.
—Debéis tener cuidado y no sólo con esos renegados. El Figueroa no es de fiar y de seguro, que se le ocurrirá cualquier cosa para resarcirse de la ofensa. Lamento haberos complicado la vida de este modo...
—No prosigáis. Ya está todo resuelto y aunque haya costado que cambiéis de opinión, se que creísteis que actuabais del modo más correcto. Sin embargo, ya habéis visto que os equivocasteis, Sarah es lo mejor que me ha pasado nunca. Marchad tranquilo.
Diego miró con detenimiento a su hermano y ninguno añadió ninguna palabra más porque en ese instante, ambos hombres observaron como Sarah se acercaba hasta ellos.
—Le costará adaptarse... —susurró Diego.
—Estaré a su lado en todo momento. Aprenderá todo lo que sea necesario —respondió Rodrigo.
—Tendréis que enseñarles nuestras costumbres y le llevará un tiempo... —aseguró Diego.
—Sarah es lista y buena aprendiz. Lo demás, dejádmelo de mi parte.
Sarah se acercó cautelosa hacia su cuñado. Había dudado en si salir a despedirse, pero al final prevaleció su curiosidad y optó por hacer lo correcto.
—¿Os marcháis, don Diego? —se atrevió a preguntar Sarah.
—Llamadme Diego, a secas. Al fin y al cabo, os habéis convertido en mi nueva hermana —añadió Diego con una ligera sonrisa.
Rodrigo agarró de la mano a su esposa con el fin de que estuviera a su lado, aprovechaba cualquier instante para tenerla junto él.
—Sé que ya me he disculpado con vos, pero me gustaría reiterar que me comporté de un modo estúpido. Pasé por alto los deseos de mi hermano y espero que hayan podido perdonadme. No me gustaría marcharme sin que haya quedado claro para ambos... —les aclaró Diego cuando se percató de la mirada de su cuñada—. Solo espero, que mis actos, no traigan consecuencias desagradables hacia vuestra persona... —dijo Diego mirando con fijeza a Sarah.
—¿Qué queréis decir con eso, don Diego? —preguntó Sarah alterándose de repente.
—Nada, mi hermano todavía está preocupado por la forma en que intentó desposarme con la Figueroa. No tenéis nada de lo que preocuparos —le aclaró Rodrigo rápidamente.
Rodrigo no quería que Sarah se inquietara. Quería iniciar su vida de casados proporcionándole la seguridad y la tranquilidad que se merecía. Ya habría tiempo de afrontar las consecuencias de ese contrato de esponsales roto. Ahora, lo único que importaba, es que su matrimonio estaba bendecido por Dios y por la Iglesia. Así que, con un ligero movimiento de cabeza que pasó inapreciable para Sarah, Rodrigo le impidió a su hermano que prosiguiera por ese camino y le rogó que no siguiera hablando.
—Bueno, les tengo que dejar ya. Me espera un par de días de camino... —dijo Diego entendiendo la indirecta.
Los dos hermanos se abrazaron y tras despedirse con un fuerte abrazo, Diego Manrique abandonó la villa, bajo el atento escrutinio de los recién casados.
—¿Estáis contento? —le preguntó Sarah al ver el entrecejo fruncido de su esposo.
—Si. Nada me hubiese disgustado más que comprobar que mi propio hermano no os aceptaba. Debo dar las gracias a Dios por haberlo permitido.
Sarah sonrió al escuchar las palabras de su esposo, pero cuando se calló repentinamente y se quedó absorto mirándola, le preguntó:
—¿Qué sucede?
—Necesito enseñaros algo...
A Sarah no le pasó por alto el tono condescendiente con que lo había dicho y sorprendida exclamó:
—¡No será verdad! ¿De día...?
—¿Qué hay de malo que sea de día?
Sarah echó a correr mientras riendo a carcajadas mientras le gritaba:
—¡Si lográis atraparme!
Rodrigo sonriendo respondió:
—No lograréis esconderos de mí... Ya lo creo que os atraparé.
La sonrisa no se le borró del rostro mientras caminaba a paso ligero en busca de su huidiza y bien amada esposa.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro