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CAPÍTULO TERCERO

<<En conyugal castidad, viviendo sin pecado, semejan a los primeros padres, porque mejor es casar que quemarse>> . Estatuto de la fundación de la Orden de Santiago.

—¿Habéis sido vos quien propuso la alianza?

     El tono contenido de su hermano, no le pasó desapercibido al conde de Treviño.

—¿No os alegráis? —preguntó Diego frunciendo el ceño.

      La aparición de arrugas en la frente y la curva de los labios hacia abajo, daban muestra del desagrado que su pregunta había tenido en su hermano. No entendía la reticencia de Rodrigo por contraer matrimonio.

—¿Acaso tenéis una oferta mejor?

—Por supuesto que no tengo ninguna proposición matrimonial, ni la esperaba. Que yo sepa, mi último propósito en esta vida era casarme. Así que olvidaros de esa alianza vuestra y buscar a otro de nuestros hermanos para llevar a cabo vuestras maquinaciones porque yo no estoy dispuesto a entrar en vuestros tejemanejes.

—Os recuerdo... —respondió Diego empezando a alterarse— que gracias a esas maquinaciones de las que os quejáis, estáis aquí y no don Álvaro de Luna que está en pleitos con vos. Gracias a mi extraordinaria maestría, he conseguido negociar un acuerdo matrimonial ventajoso...

—Os podéis jactar de vuestra habilidad y destreza en negociar matrimonios, pero ya os he dicho que... ¡no estoy interesado en hallar esposa!

—¡No podéis hablar en serio! —advirtió Diego a Rodrigo—. ¡Sois un caballero santiaguista, no un casto varón calatravo!

—Eso que habéis dicho..., es de muy mal gusto. Ni pizca de gracia tiene. Aunque se me permite el matrimonio, os recuerdo que nos debemos a Dios y no a vicios lujuriosos.

—No pretendía hacerme el gracioso. Estoy constatando un hecho. Además, ¿quién os ha metido esas insensateces en la cabeza? ¿Desde cuándo la compañía de una casta y virtuosa mujer es un signo de debilidad?

—Por mucho que digáis, pienso seguir siendo célibe. Juré cumplir el voto de pobreza, obediencia y castidad, y así continuaré.

—¿Preferís no casaros a quemaros? —preguntó Diego mofándose de su hermano.

—Os vuelvo a repetir, que no desposaré joven alguna.

—Pues deberíais aseguraros de tener descendencia..., si queréis legar vuestros bienes a vuestro legítimo heredero.

—Ahorraros la advertencia. Mi misión en esta vida, es cumplir con Dios y con mi rey, no con mi linaje. Me trae sin cuidado quién herede mis bienes; para eso estarán vuestros hijos. Así que, alegraos. Serán un poco más ricos gracias a su tío.

—¡Vaya! No os reconozco. No llegué a pensar que podríais rechazar una proposición matrimonial. Y con respecto a vuestros sobrinos, ya os adelanto que gozarán de una buena posición económica y títulos; no necesitan de vos tal sacrificio... Veo, que tendré que convenceros para que recapacitéis.

—Ni os molestéis —le advirtió Rodrigo.

     Achicando los ojos, una ligera sonrisa apareció en el rostro de don Diego.

—Siempre me han gustado los retos, hermano. Cuando éramos pequeños, disfrutaba haciéndoos perder cada uno de ellos. Creo que tendréis que acogerme una temporada en vuestra nueva fortaleza.

     Rodrigo miró con preocupación a su hermano, maldiciendo por lo bajo. Cuando se le metía algo en la cabeza, no paraba hasta conseguirlo.

—Veo que seguís tan cabezón como siempre —dijo Rodrigo.

—¿Yo? ¿No lo diréis por mí? Si siempre me muestro de lo más razonable —dijo Diego con ironía—. Dadme un abrazo y enterrad el hacha de guerra. Lo último que desearía, es amargaros el día.

—Pues lo habéis conseguido —susurró su hermano mientras acortaba la distancia y se fundía en un fuerte apretón—. Que sepáis, que esperaréis en balde. No pienso desposar a joven alguna.

     Separándose un poco, Diego miró a su hermano a los ojos. Durante unos segundos, ninguno dijo nada.

—Siempre habéis guardado las distancias con los demás, pero os conozco lo suficiente para saber que algo escondéis. Si hay algo que ocultáis, terminaré por descubrirlo.

—¡Estáis diciendo insensateces! No sé de qué habláis pero ya os aviso, que perderéis el tiempo.

—Bueno, ya veremos, eso está por ver... —respondió Diego diciendo la última palabra.

A última hora de la tarde, Rodrigo acostumbraba a cabalgar por el pueblo con la excusa de vigilar a sus hombres. Sin embargo, su verdadero motivo era observar a Sarah desde lejos. Había encontrado un lugar ideal donde ocultarse, sin ser visto. Una ladera del castillo, servía como refugio para contemplar el pueblo arropado por la vegetación de los árboles. La joven, ni siquiera se había dado cuenta de las constantes vigilancias a la que la tenía sometida. Cualquier otra persona hubiese afirmado que la acechaba, pero en su fuero interno necesitaba asegurarse de que estaba bien. Aparte de tener en calma su seguridad mental. El día que no conseguía verla, un cierto desasosiego lo invadía y aunque era consciente de que descargaba su mal humor con sus hombres, no podía evitarlo. Así que, los últimos días había decidido salir al atardecer para comprobar que en compañía del anciano, ambos cerraban el pequeño comercio y se encaminaban hacia la casa donde vivían.

     El día anterior, había podido disfrutar un poco más de su cometido. El anciano debía haber salido antes y Sarah se había quedado sola para cerrar el negocio. Justo a unos metros del lugar, unos niños jugaban a tirar piedras en un hoyo y cuando ella pasó por al lado de los muchachos, su curiosidad le pudo más y se entretuvo con ellos. Los niños, divertidos y encantados por captar la atención de una persona mayor, se burlaban de Sarah cada vez que erraba el tiro con la piedra, pero empecinada en meter el guijarro en el lugar que debía, los traviesos chiquillos disfrutaron de lo lindo hasta que Sarah consiguió su objetivo.

     Desde dónde se encontraba, no podía distinguir su cara, pero sabía que era preciosa. El brillo de su sonrisa tenía el poder de iluminar la pena de cualquier hombre, sobre todo la de él. No podía imaginarse aceptando un matrimonio con otra mujer que no fuese ella. Era consciente de que los matrimonios no se concertaban por amor, pero a él le traía sin cuidado el beneficio económico de todo aquel asunto. ¿Cómo podría convivir con una mujer sin sentir absolutamente nada por ella? No criticaba que otros nobles lo hiciesen y buscasen ampliar sus fortunas y su poder, pero esa no era su misión en esta vida.

      El sonido de un caballo a su espalda lo alertó, sacándolo de su ensimismamiento. Resignado, Rodrigo miró detrás de él.

—¿Aquí es donde os ocultáis todas las tardes? —preguntó su hermano Diego a su espalda.

—¿Cómo habéis llegado hasta aquí?

—De forma lógica. He preguntado a vuestros hombres a dónde os dirigíais todas las tardes. ¿O acaso pensáis que esos soldados no vigilan a su señor?

—No me cabe la menor duda de la preparación de mis hombres. Solo necesitaba estar a solas un rato. Me gusta venir hasta aquí y contemplar la villa desde este paraje. Me gusta la paz que se respira —mintió Rodrigo a su hermano.

—Sí, reconozco que las vistas desde esta fortaleza son impresionantes. ¿Sabéis si alguna vez han intentado tomar esta fortaleza? Desde aquí se controla todo el acceso desde el Reino de Murcia y de Castilla.

—Por lo visto en otras épocas, lo intentaron —respondió Rodrigo.

—Pues no os descuidéis en la vigilancia. Las últimas noticias que me llegaron de Granada, advertían de un grupo de moriscos que todavía intentaban recuperar ciertas partes del territorio.

—¿Estáis seguro de eso?

—Sí, hay algunas huestes del Rey Fernando tras los últimos renegados.

—Habéis hecho bien en advertirme. Desconocía tales hechos.

     Durante unos minutos continuaron en silencio, pero al advertir que Sarah desaparecía de su vista, maniobró las riendas del caballo e instó a su hermano a seguirlo.

Ciudad de Úbeda (Reino de Jaén).

—Una cuchara para ti y otra para ti... —dijo Clara María a los dos querubines que tenía enfrente de ella.

     Dar de comer a dos niños a la vez, era una tarea un poco ardua y difícil, máxime cuando uno de ellos, el pequeño Diego, comía más deprisa que su hermana. La pequeña había nacido con una salud más delicada y era más lenta en comer, circunstancia de la que se aprovechaba su gemelo.

     El pequeño nervioso de por sí, tragaba de tal manera que a su madre no le daba tiempo llenar la cuchara para darle a su hermana y luego a él, por lo que entre cuchara y cuchara protestaba cuán furioso guerrero.

—Diego, como sigáis así, voy a daros el último en comer. Vuestra hermana tiene tanto derecho como vos . Sois un protestón muy gracioso, pero... —dijo su madre riéndose de los pucheros del pequeño.

      Diego de la Cueva entró en el palacio buscando a su esposa. La misiva que le había llegado de Segura de la Sierra, la alegraría esa mañana.

—¿Dónde se encuentra la señora? —preguntó Diego al sirviente que le había abierto la puerta.

—En el salón, don Diego. Está dando de comer a los pequeños.

—¿Ella sola?

—Sí, señor. La señora Clara María no le teme al peligro enfrentándose a... —señaló el sirviente sin querer profundizar en el carácter del heredero de don Diego—. Si me lo permitís, ¿podríais insistir de nuevo en que alguna moza de la cocina la ayudara?

—Entiendo vuestro aprecio hacia la señora, pero descuidad que doña Clara podrá apañárselas con tan menudo caballero —agregó Diego riéndose a carcajadas—. Ya sabéis que está empeñada en darles de comer ella misma, y no seré yo quien le prive de tal menester.

—¡Peliaguda batalla la de mi señora! —susurró el anciano sin tapujos—. Si vos lo decís... —señaló el sirviente en voz alta su manifiesta duda.

—Podéis retiraros... —contestó Diego sin detenerse en el patio de entrada.

     Apresurado, alcanzó la puerta que daba acceso al salón y situándose bajo el vano de la puerta, contempló hinchado de orgullo la pequeña familia que había creado junto a Clara María. Era todo un espectáculo el follón que organizaba su hijo cada vez que le tocaba comer. No le extrañaba que el anciano sirviente estuviese preocupado por su señora. ¡Ese pequeño tragón era muy escandaloso! Clara, tenía que engañarlo para poder alimentar a su otra hija. Aunque la pequeña iba espabilándose cada día más y no se dejaba amedrentar por los berridos de su hermano.

—¿Necesitáis ayuda? —preguntó Diego apoyado en el marco de la puerta.

      Clara giró el cuello y comprobó que su esposo acababa de llegar, y que de brazos cruzados contemplaba aquel estruendoso espectáculo.

—¿Os ha dicho Mateo que estábamos aquí?

—Sí... Vais a matar de preocupación a ese anciano. Cree que no sobreviviréis a los berridos de nuestro hijo.

—Y no anda mal encaminado... —sonrió Clara—. ¿Habéis llegado un poco pronto? —preguntó a su vez—. No os esperaba a estas horas.

—Sí, hoy os traigo una buena nueva.

—¿Y qué noticia es esa?

—Terminad primero con lo que estáis haciendo y os contaré el motivo —contestó Diego.

—Pues si no tenéis mucha prisa, podíais ayudarme con este infante desesperado. Cada día es más impaciente... —sonrió Clara mientras veía a Diego acercarse hacia ellos.

      Diego llegó hasta su esposa y agachándose levemente, le dio un breve beso en la mejilla.

—Dadme su comida y acabaremos antes —contestó Diego sin explicar aún el motivo de su presencia.

     Mientras Diego se apresuraba a coger una silla para sentarse y terminar de dar de comer aquellas gachas oscuras a su hijo, éste interrogó a su mujer.

—¿Cómo os encontráis esta mañana?

—Bien, todavía soy capaz de ponerme en pie, a pesar de mi estado. ¡Cada día estoy más gorda!

—¡No estáis gorda! Estáis embarazada y preciosa...

—¿Son vuestros ojos los que me ven así o es vuestro tacto el que os hace obviar mi voluminoso tamaño? —señaló Clara mirándolo de reojo—. La única verdad es que me estoy poniendo como un tonel. Ayer me indispuse un poco, pero esta mañana me encuentro mejor...

       Diego volcó la mirada en ella.

—¿Cómo que os indispusisteis? ¡Se suponía que no debía pasaros nada! ¿Por qué nadie me informó?

—Porque no era necesario que os alarmarais como lo estáis haciendo. Todavía no ha llegado la hora.

     Diego se había quedado blanco.

—La vez anterior os perdisteis el parto de vuestros hijos y no me visteis en los últimos días, pero os aseguro que el cuerpo de una mujer va preparándose poco a poco para el momento y que es algo habitual...

—¿Y me lo decís ahora? —preguntó Diego asustado, dejando de dar de comer al niño—. ¡Deberíais haberme dicho que fuera buscando algún físico!

—No os apuréis. No es para tanto.

—¿Cómo que no es para tanto? Por supuesto que me preocupo hay que...

—Ya está todo solucionado —aseguró Clara María sonriendo.

—¿Cómo que está solucionado? ¡Hablad por Dios! —dijo de nuevo Diego mientras los berridos de su hijo se escuchaban de fondo.

—He hablado con las hermanas y harán una excepción viniendo a palacio a ayudarme para el parto.

     Diego suspiró aliviado. Mirándola en silencio, le advirtió:

—Me avisaréis de inmediato; esté donde esté, si os ponéis de parto.

—Por supuesto, querido —sonrió Clara—. Seréis el primero en saberlo; os lo prometo. Ahora, continuad con ese glotón que no deja de llorar —le advirtió Clara mientras continuaba dando de comer a la pequeña.

—En cuanto terminen de comer, me los llevaré un rato a la calle y así podréis descansar.

—No estoy tan agotada como pensáis. Puedo ocuparme de ellos.

—Y no digo yo lo contrario, pero debéis descansar —agregó Diego.

—No os preocupéis más por mí; estoy bien. Además, debo deciros que nos estáis consintiendo en demasía. Estos dos infantes se van a volver unos malcriados como sigáis así.

—¡Da igual lo que digáis! Sois lo más importante que tengo en mi vida, y si quiero consentir a mi esposa y a mis hijos, ¿quién me lo va a impedir? Ya tendrán tiempo de crecer y de convertirse en adultos y respecto a vos, no permitiré que sigáis cansándoos... ¡Mirad lo que os pasó ayer! ¡Mateo lleva razón! A partir de hoy, una moza os ayudará con los niños —dijo Diego contrariado.

—¡Sois imposible! ¿Cómo no se va a parecer el pequeño a vos? ¡Cuando algo se os mete en la cabeza...!

—Así es. Me haréis caso y descansaréis —dijo Diego soltando el plato encima de la mesa, volviéndose hacia Clara—. Con vuestra diatriba, me habéis distraído sobre el verdadero motivo de mi presencia.

      Clara miró a su esposo con el ceño fruncido y resignada, le preguntó:

—¿A qué os referís?

—Ha llegado algo para vos.

—¿Para mí? —preguntó extrañada.

—Sí, es para vos.

—Hablad, me tenéis intrigada.

—Tomad, es del Adelantado de Cazorla. Bueno, ya no ostenta tal puesto, lo nombraron nuevo comendador de Segura.

—¡Es verdad, no me acordaba!. ¿Y qué puede haberme mandado don Rodrigo?

—Leedlo y lo sabréis —dijo Diego entregándole la misiva.

     Clara se apresuró a abrirla y en silencio, la leyó. Conforme iba conociendo las últimas noticias de don Rodrigo, la cara se le iluminó de alegría.

—¿Es posible lo que asegura don Rodrigo en su carta?

—Ya lo creo. Si don Rodrigo dice que encontró a Sarah, es porque es cierto.

—¿En Segura de la Sierra?

—Sí, en Segura —confirmó Diego.

—¿Y dónde está eso? ¿Está muy lejos de aquí? —quiso saber Clara.

—A varios días de camino. No sabría deciros con exactitud cuántos días.

—¡Vaya! ¡Qué alegría que se encuentre sana y salva!

—Algún día, cuando podáis, os llevaré a visitarla pero por ahora, debemos aguardar hasta que deis a luz y os recuperéis —le aseguró Diego a su mujer.

—¿Me lo prometéis?

—Os lo prometo.

—¡Que ilusión poder verla de nuevo! Si no hubiese sido por ella, no estaríamos hoy aquí. La inquisición le arrebató todo después de lo de su padre... —agregó Clara entristecida.

—No os preocupéis. Cuando el soldado regrese a Segura, mandaré algo de dinero a Sarah.

—¿Haríais eso por mí? Os lo agradezco.

—No debéis agradecerme nada. Lo que hagamos por esa muchacha, siempre será poco. Su padre perdió la vida por ayudarnos y estaré en deuda con ella toda la vida. No os preocupéis, si don Rodrigo asegura que está bien, es por que lo está.

—Está bien. Avisadme de nuevo cuando sepáis algo más.

—Por descontado. Y ahora, me voy con estos infantes..., aunque pensándolo bien, si no os encontráis tan mal como decía, ¿podíais veniros con nosotros? Quizás os siente bien salir un rato; lleváis unos cuantos días recluida en palacio.

     Clara contempló a los pequeños y volviendo la vista a su esposo, le preguntó:

—¿Esperaréis a que me cambie?

—Esperaré todo lo que sea necesario. No tengo nada mejor que hacer hoy, que estar con ustedes.

—Sea; iré con vosotros —dijo Clara con una sonrisa de felicidad en el rostro.

Unas horas más tarde, en el castillo de Segura de la Sierra, Rodrigo y su hermano Diego que departían sobre lo acontecido ese día, eran interrumpidos por los pasos acelerados de varios soldados. El gesto grave de sus rostros daban muestras de la seriedad del problema; algo peliagudo ocurría.

—¿Qué sucede? —preguntó Rodrigo levantándose del sillón.

—El alcalde de la villa, don Sancho, solicita vuestra atención, señor.

—¡Hacedle pasar de inmediato! —ordenó Rodrigo.

      Don Diego presintió lo extraño de la petición y advirtió a su hermano:

—¿A estas horas tan tardías?

—Ya lo he advertido... —confirmó Rodrigo a su hermano.

     A pesar de que don Sancho mostraba signos de una pronunciada cojera, el alcalde se movió con una rapidez inusual en él, entrando en el salón sin siquiera saludar debidamente.

—¿Qué os sucede don Sancho?

—Señor, varios montaneros de la villa sufrieron una emboscada y han llegado mal heridos. Fueron atacados en una zona escarpada, cerca de Moralejos. Les quedaba poco para llegar...

—¿Están muy graves? —preguntó Rodrigo acercándose a don Sancho.

—Sí, señor. Uno de ellos ha muerto... Los otros, están mal heridos.

—Eso no es todo, señor —advirtió el soldado que había hablado antes—. Es necesario que venga al adarve.

—¿Por qué? —preguntó Rodrigo.

—Apenas se ve con la oscuridad, pero creemos que está habiendo movimientos de personas en los accesos al valle.

—¿Pretenden acceder a la villa? —preguntó don Diego Manrique.

—Sí, señor.

     Rodrigo miró a uno de los soldados y antes de acompañarlo, ordenó:

—¡Que toquen a campanas! Que los soldados formen en el patio de armas; deberán estar preparados para ocupar sus puestos. Y que los vecinos de la villa se guarezcan en el interior del castillo y de paso, que el capellán asista al muerto. Avisad también a la judía que vive en casa del vecino Isaac...

—Así lo haremos —dijo don Sancho mientras se precipitaba hacia la salida del refectorio acompañado de los soldados. 

      Una vez a solas, Diego interrogó a su hermano.

—¿Una judía? 

—Sí, tiene conocimientos de medicina —agregó Rodrigo en voz alta sin parecer que hablaba con nadie en particular—. Su padre era físico... —añadió Rodrigo sin mirar directamente a su hermano.

—¿Y os parece conveniente que una judía asista a cristianos? ¡Llamad a un físico por el amor de Dios!

—¡No blasfeméis! El último físico murió hace poco. ¿Tenéis algo mejor que sugerir? —agregó Rodrigo colocándose las armas de manera mecánica—. Es la única persona que puede salvar a esos hombres.

—¿Y cómo estáis tan seguro? —preguntó Diego irritado—. ¡Sabéis que está prohibido...!

—¿Preferís que esos heridos mueran por vuestros prejuicios? Además, tiene permiso del Concejo para ejercer tal actividad; ha aceptado el cristianismo. No os hagáis el remilgado, no hay tiempo para ello.

—¡Y por lo que veo, como gran Maestre de la Orden también lo aprobáis! —añadió Diego andando detrás de su hermano.

—¡Dejad de parlotear como una mujer! Me estáis haciendo perder el tiempo —amonestó Rodrigo al que había molestado la insinuación de su hermano.

—Miraré hacia otra parte, dado el delicado asunto de los heridos. Sin embargo, continuaremos hablando sobre ello...

—Gracias, hermano. No esperaba menos, tratándose de vos. ¡Mira que os gusta amargarme la existencia cuando menos conviene! ¿No tenéis nada más urgente que hacer? —preguntó Rodrigo mirando a los ojos a su hermano.

—¿Qué me urge?

—Quizás deberíais poneros también la armadura. Os recuerdo que estáis en el interior de la villa y que las flechas no hacen distinciones entre soldado y conde.

       Al conde de Treviño no le gustó escuchar tal advertencia.

—¿Hay armamento suficiente para sufrir un asedio? —preguntó don Diego saliéndole  la vena militar.

—Sí, más que suficiente. ¿Y víveres?

—El aljibe es inexpugnable y en el interior de este castillo, hay harina suficiente para que el panadero esté horneando pan todo el día.

—¡Pues preparaos entonces!. Estos rebeldes han venido para hacerse con vuestros víveres y vuestras armas. Vamos a combatir, hermano. Mucho me temo que vais a ser atacados...

—¡Eso está por ver! —agregó Rodrigo dejando a su hermano solo en la alcoba.

Junto al calor de la lumbre, Sarah escuchaba el parloteo incesante de Isaac junto a su esposa. El sopor del sueño estaba embotando sus sentidos y sus movimientos. Si continuaba junto a la lumbre, se caería dormida encima de ella.

—Creo que Sarah está quedándose dormida —señaló Esther sonriendo—.

      Sarah parpadeó de repente intentando despejarse.

—Lo siento... La lumbre es muy agradable y más en compañía de ustedes, pero creo que es mejor que me retire. No puedo más con este sueño —agregó Sarah levantándose de la silla.

—Sí, será mejor que nosotros también nos acostemos. Mañana nos espera un día de trabajo.

     Un golpe seco en la puerta los detuvo.

—¿Qué ruido es ese? —preguntó Esther levantándose en pos de su esposo.

     No habían llegado a la puerta, cuando el repique de las campanas en el silencio de la noche, los dejó paralizados.

—¡Las campanas de la Iglesia! —susurró Isaac.

—¿Y eso qué significa? —preguntó la mujer asustada mientras fijaba la mirada en la puerta.

—¡Peligro! Eso significa peligro.

    Los fuertes golpes terminaron de sacar de su aturdimiento a las tres personas que se hallaban en el interior de la casa. Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Sarah y acudiendo junto a Isaac, comprobó como el anciano abría la puerta.

      El débil reflejo de la luz del fuego y del candil, iluminó a los recién llegados. Varios soldados se encontraban en el exterior.

—¡Venimos buscando a la judía! —dijo uno de los soldados.

—¿A quién os referís? —preguntó a su vez Isaac con la sensación de estar reviviendo el episodio con el comendador.

—A la judía que tiene habilidades curativas.

—¡Sarah! —se apresuró Isaac a llamar a la joven.

—Estoy detrás vuestra, Isaac.

     El soldado miró en ese momento con detenimiento a Sarah y le advirtió.

—Los habitantes de la villa deben acudir al interior del castillo, pero tú —dijo el soldado mirando a Sarah— deberás acompañarnos. El Comendador ha solicitado vuestra presencia. Hay varios hombres heridos...

—¿Don Rodrigo? —logró preguntar Sarah conmocionada.

—No, el gran Maestre se encuentra a salvo.

—¿Qué heridas tienen esos hombres?  —logró preguntar de nuevo Sarah, claramente aliviada.

—Hay varios heridos de flechas... —añadió el soldado.

—Esperad un momento y recojo los utensilios que necesito.

     Sarah corrió hacia la pequeña sala donde dormía y registrando varios tarros con ungüentos que guardaba en un pequeño hueco excavado en la pared, le gritó al anciano Isaac.

—Isaac, ¿tenéis en casa un poco de ese aceite que guardáis?

—Sí... —añadió el anciano caminando con lentitud hacia el lugar donde guardaba el preciado líquido.

—¡Cogedlo! Nos hará falta.

—En ello estoy.

      Varios minutos después y escoltados por varios soldados, Sarah y el matrimonio de ancianos subían la cuesta. La gente se arremolinaba asustada en la puerta de acceso al castillo, aturdida por lo que ocurría.

Rodrigo y Diego contemplaban el valle desde lo alto del adarve que rodeaba todo el perímetro del castillo.

—¿Creéis que puede tratarse de una razia?

—Es probable. Si conocen la existencia de molinos o campesinos en los alrededores de la villa, es fácil que a parte de hacer esclavos y hacerse de víveres, quieran debilitar esta fortaleza —aseguró don Diego a su hermano.

—Lleváis razón.

—Los soldados están preparados para el sitio, hermano. Además, ¡qué mejor compañía que la de tu hermano mayor! ¡Llevo mucho tiempo sin entrar en combate! ¡Estoy deseándolo!

       Rodrigo sonrió ante el comentario de su hermano y le contestó:

—¿No sois muy mayor para luchar? Vuestra esposa no debe opinar lo mismo.

—¿Y desde cuándo he tenido en cuenta la opinión de mi esposa o de madre? Mi mujer es bastante comprensiva al respecto...

—¡Eso está por verse! Y en cuanto a madre, no me gustaría tener que vérmela con ella. Que esté en un convento, no significa que no os tenga vigilado. Vos, no dejéis que os alcance una flecha o si no, yo no sabré qué justificación le daré a vuestra esposa y a nuestra madre si os llevo cadáver.

—Eso no será necesario.

—Bueno, vos... no os hagáis el valiente —le advirtió Rodrigo.

—Soy yo el que debo advertiros...

     En ese instante, el sonido de una flecha se escuchó y a ambos hermanos, solo les dio tiempo de separarse mientras el proyectil sobrevolaba por encima de la cabeza de ambos. El grito del soldado de guardia previniendo del ataque, se escuchó en el estremecedor silencio de la noche.

Al amanecer, desde sus posiciones estratégicas, Rodrigo y Diego observaban cada cuesta, matorral y olivo en el valle. La oscuridad reinante estaba dando paso a la claridad que rayaba cada amanecer y sus enemigos, se habían batido en retirada a sabiendas que los infieles blancos, como ellos denominaban a los caballeros santiaguistas, podían descubrirlos y aniquilarlos.

—Deberías descansar antes de que vuelvan a atacar.

—Daré la orden para que parte de los soldados descansen —aseguró Rodrigo bajando por la estrecha escalera que conducía a las plantas inferiores del castillo.

—No me refería a los soldados, sino a vos —aseguró don Diego.

—Lo haré. Id vos y acostaros... yo os seguiré después.

—¿Qué vais a hacer?

—Tengo que comprobar cómo siguen los heridos —contestó Rodrigo.

—Os acompaño...

—No es necesario, Diego. Se os ve cansado y dentro de un rato, volveremos a las armas. Desayunad algo y descansad —le advirtió Rodrigo sin molestarse en mirar a su espalda.

—Está bien. Si consideráis que no me necesitáis, os tomaré la palabra. Quizás llevéis razón en cuanto a la edad. Antes, podía aguantar tres días sin dormir pero ahora...

—¡Os lo advertí! —contestó Rodrigo sin mirar siquiera hacia su hermano.

     Cuando llegaron abajo, ambos se separaron. Don Diego se dirigió hacia el refectorio, dispuesto a matar el hambre que tenía y a descansar en el camastro durante unas cuantas horas. Y Rodrigo, con paso lento, se encaminó hacia el lugar donde atendían a los heridos.

Tras sopesar la idea de no ver a Sarah, terminó por vencer a su parte más racional y decidió, comprobar por sí mismo que se encontraba bien. En la lucha no había tenido tiempo de pensar en nada, pero en cuanto su mente se había alejado del lugar, volvió a sentir la necesidad de verla. Estaba viviendo una agonía de nervios y preocupación... dirigida, en su mayor parte, hacia él mismo. Le preocupaba la fascinación que esa mujer le provocaba.

      Entrando con sigilo en el lugar, comprobó cómo los heridos dormían o permanecían quietos en sus improvisados camastros. A pesar de que en esa sala del castillo, de forma cuadrada, no había lugar para esconderse, lo cierto era que apenas dos candiles se mantenían encendidos y la oscuridad reinaba en su interior. Solamente, en el lugar donde Sarah trabajaba, había un poco más de luz. Con una expresión indescifrable en el rostro, Sarah cuidaba del herido sin darse cuenta de su presencia. Agradeció que todavía no se viera bien porque desde la penumbra y apoyado en una de las paredes de la sala, podía admirarla con detenimiento sin que nadie se diera cuenta.

Llevaba la cabeza al descubierto al habérsele caído el manto que habitualmente la protegía de las miradas. Debía de haber trabajado toda la noche para tener aquel aspecto descuidado. Los signos del cansancio podían contemplarse en ella pero aun así, mostraba una serenidad y un temple que había visto en pocas personas y que la hacía digna de tan encomiable labor. Viéndola asistir a aquel enfermo, no comprendía por qué el Santo Oficio se mostraba tan contrario a que los judíos y musulmanes compartieran prácticas con los cristianos. Sarah, era dulce y compasiva y poseía todas las buenas cualidades que un físico debía tener. Sabía con una exquisita exactitud lo que se traía entre manos; había pasado muchas horas junto a su padre como para no saberlo. Cosía con unas perfectas e iguales puntadas cualquier herida abierta; elaboraba con minuciosidad el ungüento que necesitaba para cualquier dolencia; entablillaba un hueso astillado; asistía durante horas en un parto complicado salvando la vida del recién nacido y de la madre... la esposa de don Diego de la Cueva, le había explicado con todo lujo de detalles, hasta dónde alcanzaba el conocimiento de Sarah. Y por si fuera poco, había experimentado en sus propias carnes, las delicadas atenciones de sus hábiles conocimientos. Le debía la vida a Sarah, pero mucho se temía que se había adueñado de su alma también. Era curioso que sin conocerla apenas, solo con saber que estaba cerca de él, su mundo parecía un lugar diferente. El sentimiento que lo embargaba y la expectación por verla cada día, sobrevolaba sobre su corazón rozándolo como las alas de una mariposa.

    En ese instante, desperezándose debido al entumecimiento, Sarah se echó mano a sus riñones y arqueó la espalda hacia atrás, elevando la cima de sus pequeños pechos hacia el cielo. La boca de Rodrigo se secó en ese mismo instante y su mirada no pudo dejar de contemplar el perfecto valle. Sin embargo, inhaló profundamente y al aspirar con deliberación, el ruido debió de alertarla.

     Sarah volvió la vista hacia el lugar donde alguien permanecía oculto. No podía distinguir los rasgos de esa persona, pero como si hubiese estado provista de un sexto sentido, supo que era él. Su corazón dejó de latir en el instante en que al dar un paso al frente, las miradas de ambos se cruzaron...

NOTA DE LA AUTORA: Algún lector curioso, me ha puntualizado que cómo era posible que don Rodrigo pudiera casarse siendo religioso, y he de aclarar que a diferencia de las órdenes de Calatrava y de Alcántara, la Orden de Santiago aceptó la orden de pobreza y obediencia. Sin embargo, al organizarse por la regla de los agustinos, sus miembros no estaban obligados a hacer voto de castidad y podían contraer matrimonio; solo prometían castidad total antes del matrimonio o una vez acabado éste, y la castidad y fidelidad conyugal mientras permanecieran casados. El papa Alejandro III les concedió la bula pero recomendaba el celibato.

El derecho a contraer matrimonio, que otras órdenes militares sólo obtuvieron al final de la Edad Media, se les concedió desde el principio de su fundación, con determinadas condiciones como la autorización del rey, la obligación de observar la continencia durante el Adviento, la Cuaresma y en determinadas festividades del año. Los caballeros santiaguistas, con licencia del maestre, podían contraer matrimonio y vivir con sus esposas e hijos en los conventos de la orden.

Aquí os dejo también el significado de Razia.

Razia o razzia: Una raziao razzia (del razzia 'incursión', y este del ġaziya (غزية‎), '') es un término usado para referirse a un contra un asentamiento enemigo. Aunque principalmente buscaba la obtención de botín, ​históricamente sus objetivos eran diversos: la captura de esclavos , la limpieza étnica  o religiosa, la expansión del territorio y la intimidación del enemigo.

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