CAPÍTULO QUINTO
Palacio de los Cueva (Ciudad de Úbeda).
—¿Qué sucede, Mateo?
—¡Señor, es doña Clara María!
De inmediato, Diego supo que su esposa estaba de parto por la cara descompuesta del sirviente.
—¿Dónde está?
—Arriba, señor.
—¡Partid de inmediato al convento y traed a las hermanas! —le dio tiempo a gritar a Diego mientras salía corriendo por la puerta.
—¿Y por quién pregunto, señor? —preguntó a su vez Mateo.
—Por la reverenda madre y la hermana Ana. ¡No vengáis sin ellas! —volvió a gritar Diego mientras subía los escalones de dos en dos.
En cuanto estuvo a la altura de la alcoba de ambos, abrió con brusquedad la puerta y buscó con la mirada a su esposa; estaba sentada en el borde de la cama, parecía tranquila.
—¿Os encontráis mal? —preguntó Diego intentando aparentar el mayor sosiego posible, aunque por dentro estaba nervioso.
—Creo que ha llegado la hora. Pronto veremos a un nuevo miembro de los Cueva —dijo Clara mientras intentaba sonreír a su esposo—. Le he dicho a Mateo que os avisara. Me siento afortunada de teneros esta vez en casa. El parto de los gemelos fue...
Clara cerró los ojos con fuerza y se acongojó solo de acordarse el mal rato que pasó en el parto de sus pequeños. Un nuevo dolor le vino de improviso y aunque intentó ahogar el gemido, el sonido fue audible para Diego.
—¿Cuánto tiempo lleváis así? —preguntó Diego asustado.
—Unas cuántas horas, pero no he querido deciros nada hasta que no fuese casi la hora.
—Debías de habérmelo dicho. Yo tan tranquilo y tú a solas aquí. —se quejó Diego sin llegar a regañarla—. No quiero que os asustéis —dijo Diego acercándose con rapidez y arrodillándose delante de ella.
Cuando el dolor se pasó, Clara María consiguió abrir despacio los ojos y posarlos sobre su esposo y lo que vio reflejado en su rostro, le mostró que quien estaba aterrorizado era él.
—Ya pasé por esto una vez, no estoy asustada... —aseguró Clara—. Sois vos quien no debéis preocuparos.
—¿Y por qué habría de preocuparme? —preguntó Diego ocultando el pánico que sentía—. Si todo va a salir bien... ¿Y tu sirvienta? —preguntó con ansiedad mirando hacia la puerta.
—Ha bajado a por las cosas —declaró Clara conteniendo la respiración.
—¿Os duele mucho?
Clara lo miró asintiendo. No supo mentirle.
—Decidme qué puedo hacer por vos.
—Necesito a la hermana Ana. Ella sabrá qué hacer... —contestó Clara expulsando el aire por la boca.
—Ya mandé a Mateo a por ella. No tardará en llegar. ¿No deberíais tumbaros? —preguntó Diego sintiéndose un inútil. No soportaba ver a su esposa sufrir.
Clara asintió mirándolo con ansiedad.
—¿Y por qué no lo hacéis? —preguntó Diego extrañado.
—No sé... —contestó Clara aletargada por el dolor.
—Yo os ayudaré... —insistió Diego preocupado al ver que Clara sentía otro dolor.
Sujetándola con delicadeza, Diego retiró las cobijas de la cama y ayudó a su esposa a tenderse sobre ellas. Iba a taparla cuando Clara lo detuvo diciéndole:
—Necesitaré estar destapada.
Diego se quedó silencioso durante unos breves segundos y al instante, comprendió lo absurdo de su acción.
—Por supuesto. No había caído en ello. ¡Parezco tonto!
—No seáis tan duro con vos mismo. Es la primera vez que asistís al parto de uno de vuestros hijos. Es normal que no sepáis...
Diego sonrió ante la comprensión de Clara, pero al sentirse incapaz de seguir ayudándola, se volvió fingiendo echar leña a la chimenea del dormitorio.
—Echaré un par de leños. No quiero que la habitación se enfríe.
Apretando los dientes con fuerza, se agachó frente a la chimenea y cogió varios palos finos, echándolos a la lumbre. Estaba muerto de miedo; no podría vivir sin ella si algo malo le sucedía. Clara podría alumbrar gemelos de nuevo y podría morir en el parto. Ya había experimentado una vez lo que era perderla y no aguantaría pasar por lo mismo de nuevo. No volverían a tener otro hijo más, este sería el último. Clara no volvería a poner en riesgo su vida, si el podía evitarlo. Había sido un inconsciente.
—¿Tenéis frío?
Clara intentó adivinar los pensamientos de su esposo, Diego sabía que la alcoba estaba caldeada pero se había agachado junto a la lumbre y no conseguía verle la cara. No había duda, de que Diego estaba nervioso. En ese momento, la puerta de la alcoba se abrió y la sirvienta entró con un gran balde de agua seguida de otra sirvienta más joven.
—Lo siento, señor. Se me ha olvidado llamar.
—Entrad. No es necesario que os disculpéis —añadió Diego levantándose y dirigiéndose de nuevo hacia el lecho.
Intranquilo se paseaba alrededor de la cama mientras esperaba la llegada de las hermanas. Las sirvientas depositaron el agua caliente y colocaron una cantidad de paños limpios encima de una mesa.
—¿Los niños? —preguntó de repente, acordándose de ellos.
—Están bien atendidos, señor. Se encuentran con varias de las muchachas, no los dejarán solos en ningún momento.
—Está bien.
Otro quejido de dolor de Clara, hizo que las entrañas de Diego se le encogieran por dentro. Alarmado, se acercó al lecho y se sentó en él, cogiendo la mano de Clara María.
—Decidme en qué os puedo ayudar.
Clara María sonrió a pesar del dolor.
—Es suficiente con que estéis cerca, aunque no es necesario que esperéis aquí dentro. Podéis ir a ver los pequeños, así os distraeréis. Os ayudará a que la espera sea más corta. Creo que estáis un poco inquieto —aseguró Clara María.
Diego no quiso aclarar cuán preocupado estaba, pero sus palabras fueron determinantes.
—¡No pienso dejaros sola! La vez anterior no estuve a vuestro lado cuando más me necesitabais y ahora, no habrá nadie ni nada que me impida hacerlo. Juntos, ganaremos esta batalla —aseguró Diego agachándose sobre el cuerpo de Clara, depositando un suave beso en su frente.
—Esto no es una batalla, mi amor. Solo voy a dar a luz...
—Vais a dar a luz a mi hijo y tú, eres lo que más quiero en la vida... ¡No volváis a decir que no es importante! Pensar en que algo os pueda ocurrir por mi culpa, me está matando... —declaró Diego bajando el rostro sin importarle que en la alcoba estuviesen los criados.
Clara iba a serenar a su esposo, cuando la puerta se volvió a abrir y las dos hermanas clarisas entraron como un vendaval, acompañadas de Mateo.
—¿Ya ha empezado el parto, niña? —preguntó la reverenda madre sin mirar hacia la cama.
—Sí, madre reverenda —contestó Clara sumamente aliviada al ver a las dos mujeres allí.
—Bien, ya veréis como todo saldrá bien —declaró la reverenda madre—. Ahora, la hermana Ana te ayudará a acomodarte y enseguida os ayudaremos a traer a ese niño al mundo.
En aquel momento, la reverenda madre levantó la mirada y comprobó que don Diego estaba al lado contrario del lecho, sosteniendo la mano de su esposa.
—Disculpadme, don Diego; ni siquiera os he visto al entrar.
—No os disculpéis, reverenda madre. Es comprensible. Estábamos impacientes por vuestra llegada; gracias por venir tan deprisa —contestó Diego mirando a la religiosa.
—No nos den las gracias. Subíamos por la cuesta a hacerles una visita cuando nos encontramos con su sirviente y nos avisó de lo que ocurría. Si a vuestro sirviente, no le importa, podría hacernos el favor de acercarse al convento y avisar a las hermanas de que no iremos hasta que Clara María de a luz.
—Por supuesto. Mateo, haced lo que os pide la reverenda madre.
—Sí señor. Si me disculpan —dijo el anciano mirando de refilón el lecho donde su señora reposaba.
A Clara María le extrañó la visita, pero sin preguntar por el motivo, cerró los ojos mientras otro dolor le partía las entrañas por dentro. La reverenda madre miró en dirección a ella y le dijo a don Diego.
—Si nos disculpáis, tenemos trabajo que hacer y hay que atender a Clara —manifestó la reverenda de una manera implícita para que don Diego se marchara de la alcoba.
Diego no se dio por aludido y contestó a la religiosa sin levantar la mirada, pero determinado a quedarse en el aposento.
—Todo lo que tengan que hacer, pueden realizarlo en mi presencia; no me separaré de mi esposa.
—¡Pero eso..., eso es simplemente inaudito! —exclamó la reverenda madre desconcertada por la presencia de un hombre en el alumbramiento.
—No os molestaré; les aseguro que no depararan en mí —aseguró Diego—. Me perdí el parto de mis hijos y pienso acompañar a Clara en este momento tan importante. Proseguid con lo que tengáis que hacer.
—Pero este no es lugar para hombres...
—En peores campos he luchado y he salido siempre victorioso, reverenda madre. Os aseguro que no me asustaré de lo que vea.
La reverenda madre miró al esposo de Clara de forma reprobatoria, sin dar crédito a las palabras del esposo de Clara. Volviéndose sobre sí, comprobó cómo la hermana Ana intentaba ocultar la sonrisa, sin disimular que aquella situación la estaba divirtiendo.
—¡Ya veo! ¡Está bien! Solo espero que no os desmayéis y haya que atenderos también a vos —declaró con firmeza la reverenda—. ¡Vamos, hermana Ana! Más tarde hablaré con vos. Ahora, moveos y dejad de reíros, este niño está impaciente por nacer... —volvió a declarar con energía mientras se dirigía hacia el lecho, levantándose las mangas.
Clara suspiró aliviada por segunda vez. Diego estaba asustado y determinado a no separarse de ella.
—No me pasará nada; os lo prometo —declaró Clara María apretando la mano de su esposo.
Con un nudo en la garganta, Diego asintió. Intentando transmitirle algo de fuerza a su esposa, no se separó de ella en ningún solo instante, ni siquiera cuando las horas pasaron y los gritos de Clara inundaron toda la habitación.
—¡Ya está aquí la cabeza, mi niña! —sonrió la reverenda madre.
Con las manos, la religiosa sostenía la cabeza de la criatura. La hermana Ana al lado de la reverenda, esperaba expectante la siguiente contracción de Clara.
—Un último apretón y podrás ver a tu hijo... —señaló la reverenda.
Diego, situado a la espalda de su esposa, le servía de apoyo. Clara intentó incorporarse un poco para ver la cabeza de su hijo.
—¡Vamos, mi angel! Ya casi está... —dijo Diego ansioso porque el dolor de su esposa cesara de una vez.
Clara asintió entre jadeos y una ligera sonrisa. En cuanto una nueva contracción invadió su cuerpo, Clara apretó con fuerza las manos de su esposo e hizo el último intento. El grito de júbilo de las hermanas y de las sirvientas inundó la alcoba. La hermana Ana empezó a llorar mientras la reverenda madre le pasaba a la criatura.
—¿Qué ha sido? —preguntó Clara María ansiosa.
—Es una niña... —declaró la hermana Ana mientras arropaba a la pequeña criatura.
Diego y Clara María se echaron a reír, expectantes y felices.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Clara de nuevo.
—Sí, sí,... tomad a vuestra hija —declaró la hermana pasando la niña a su madre.
Emocionado, Diego no pudo evitar que las lágrimas se derramaran. Contemplar la estampa de su esposa con su hija recién nacida, era lo más bello que había visto nunca.
—¿Cómo la llamaréis? —preguntó la hermana Ana mientras se limpiaba las lágrimas con disimulo.
—No lo sé —levantó Clara el rostro hacia su esposo—. Creí que sería un niño...
Ante la duda de Clara, el jubiloso padre dijo:
—No me cabe la menor duda que Isabel será un buen nombre para nuestra hija, como la reina. Gracias a ella, Clara y yo pudimos desposarnos. Jamás hubiese conocido la dichosa que siento ahora si no hubiese sido por nuestra soberana. Estoy muy orgulloso de vos... —declaró Diego besando a su esposa.
Clara se abrazó con el brazo que le quedaba libre al cuello de su esposo.
—Y yo de vos. Hemos salido victoriosos de esta batalla.
—Os equivocáis. Tú sola has logrado salir victoriosa, pero será la última que tengas que llevar. No volverás a arriesgar tu vida de esta forma. Ningún hijo podría compensarme si te perdiera.
—¡Pero, Diego! —exclamó Clara María emocionada—. Tú deseabas otro hijo...
—Tenemos tres y para mí es más que suficiente —sentenció Diego—. Y tú eres el pilar fundamental de todos nosotros, ¿no comprendes que sin ti estaríamos huérfanos?
Las hermanas junto con Clara, se emocionaron al escuchar las palabras de ese hombre. Las tres sabían perfectamente lo que suponía para un niño crecer sin una madre.
—Vuestro esposo lleva razón, niña. Hacedle caso, sois más importante de lo que os pensáis. Vuestra familia os necesita y estas monjas que ves aquí también.
Clara María asintió mientras Diego apartaba de sus mejillas las lágrimas que corrían por ellas.
En ese mismo instante, en la villa, don Rodrigo acompañado por varios soldados, trasladaba el cuerpo desvanecido de su hermano hacia la sala donde estaban todos los heridos. Sarah, que tenía dispuesto todo el material encima de la mesa, se dispuso a limpiar lo que iba a utilizar.
—Necesito que alguien le rompa la flecha por detrás —señaló Sarah sin mirar en especial a ninguno de los presentes.
Rodrigo que permanecía al lado de su hermano, indicó a uno de los soldados:
—Sujetadlo. Yo lo haré.
Agarrando con firmeza la flecha, la quebró de un golpe certero y varios segundos después, sacó el arma que atravesaba el cuerpo de su hermano. El conde de Treviño ni se estremeció.
Sarah que ya se encontraba preparada, presionó con firmeza la herida para taponarla. Rodrigo se hizo a un lado, permitiendo a la joven trabajar. Los soldados, la observaban con manifiesta curiosidad mientras el tiempo fue discurriendo de forma lenta.
Sarah era consciente del cuerpo de Rodrigo a su lado, de su respiración agitada y del más leve sonido del metal de la armadura, pero debía evitar a toda costa que nadie supiese el amor que sentía por él y lo preocupada que estaba por la guerra que se estaba desarrollando fuera. Don Diego estaba al lado de su hermano cuando la flecha impactó en su cuerpo y Rodrigo se había salvado solo por los pelos. Medio metro más y en ese mismo instante, hubiese sido la vida de Rodrigo la que estaría en peligro.
Media hora después, don Diego había dejado de sangrar a pesar del hueso roto de la pierna y Sarah había podido detener la hemorragia.
—¿Está grave, mi hermano? —susurró Rodrigo mirando con ansiedad hacia Sarah.
—No sabría decirle, señor. Don Diego ha caído desde una gran altura... habrá que esperar unas horas más. No parece haberse roto ninguna costilla, pero la pierna ya ve el estado en el que se encuentra...
Rodrigo la miró angustiado, comprendiendo la gravedad de las heridas.
—¡No dejéis que se muera! —rogó Rodrigo incapaz de hacer nada por su hermano.
—Por supuesto, señor. Haré todo lo que esté en mis manos por su hermano; no hace falta que me lo pidáis. Lo haría por cualquier herido —aseguró Sarah nerviosa.
—Sé que no podría estar en mejores manos, pero es que... —dijo Rodrigo apoyando las manos sobre la mesa e inclinando su cuerpo hacia su hermano.
Sarah hubiese deseado poder abrazarlo y transmitirle algo de serenidad y esperanza. Sin embargo, habían unos cuantos soldados observándolos, atentos a la conversación y a sus actos.
Sabiendo que la lucha proseguía en el adarve de la muralla, Rodrigo indicó a los soldados en voz alta:
—Que un soldado permanezca de guardia aquí y ayude a la curandera en lo que necesite.
—Sí, señor.
—Los demás me acompañarán arriba.
Todos los soldados, excepto uno, salieron de forma precipitada hacia el adarve mientrasRodrigo volvía la vista sobre Sarah, comprobando el ensimismamiento de la joven sobre el cuerpo de su hermano. La preocupación por Diego lo carcomía por dentro y encima, Sarah estaba agotada, pero si de algo estaba seguro, era de que no cejaría en el empeño hasta salvarlo.
—Debo regresar arriba. ¿Me avisaréis si mi hermano empeora? —preguntó Rodrigo a Sarah sin mirarla a la cara.
—Por supuesto, señor. Mandaré a vuestro soldado a que os de aviso cuando haya terminado de atender a don Diego —declaró Sarah metiendo la aguja en el cuerpo del soldado.
Había vuelto a amanecer y los moros se habían retirado. Rodrigo permanecía serio y firme sobre el adarve examinando los accesos al valle cuando a su espalda un soldado anunció la llegada del alcalde.
—Señor, don Sancho solicita hablar con usted.
Rodrigo asintió mientras veía cómo el soldado recorría el perímetro del castillo para ir en busca del hombre que esperaba en una de las torres. El pasillo elevado que daba la vuelta a todo el patio de armas, estaba cubierto con madera y teja y en cada torre, existían cámaras dónde los soldados podían dormir un poco. Montones de pilas de leña, se apilaban en ellas para combatir el frío del invierno. En unos segundos, el alcalde irrumpió en el adarve.
—¿Qué ocurre, don Sancho? Es peligroso estar aquí arriba.
—Lo que más nos temíamos, señor. Los moros han cortado el suministro de las fuentes que abastecían al castillo.
—Disponemos de agua suficiente en el aljibe.
—Así es, señor.
—Entonces, no hay de qué preocuparse. Ordené que nadie bebiera de las fuentes; los moros podían contaminarlas en cualquier momento. Mientras tanto, aguantaremos con el agua del que disponemos. Dé la orden de que racionen la comida y el agua. No sabemos el tiempo que durará el asedio a la villa.
—Sí, señor.
—¡Señor! —gritó un soldado señalando hacia una de las laderas—. ¡Allí!
Rodrigo giró la cabeza para ver qué señalaba el soldado y comprobó que en un recodo de uno de los caminos, un grupo de moros se había dejado ver.
—¡Qué extraño! Solo atacan de noche ¿Qué pretenden? —preguntó don Sancho.
—No lo sé, pero mi intuición me dice que pronto lo sabremos —contestó Rodrigo mirando al frente—. ¡Todos atentos! —gritó Rodrigo a los soldados mientras la avanzadilla se acercaba.
El que parecía ser el cabecilla iba al frente, pero de repente, los moros mostraron a tres personas maniatadas, a las cuáles las hicieron arrodillarse delante de los caballos.
—¡Han hecho prisioneros! —se quejó don Sancho lamentándose—. Conozco a esa familia de campesinos. ¿Qué pretenden?
Rodrigo miró con pesar a don Sancho y volvió la vista hacia el fondo del valle.
—Presionarnos —dijo apesadumbrado Rodrigo—. ¡Van a ejecutarlos! —declaró don Rodrigo.
—¡Que Dios los asista! —exclamó horrorizado don Sancho—. ¡Debemos hacer algo...!
—¿Pretendéis que intercambie tres vidas por todas las personas que se encuentran dentro de la villa? —preguntó irónico Rodrigo.
—Lleváis razón. Disculpad mi torpeza —indicó don Sancho sin quitar la vista de encima a aquel diablo negro que cabalgaba hacia el castillo.
A pesar de que en las palabras del alcalde no había asomo de censura, a Rodrigo le podía la culpa de dejar abandonados a su suerte la vida de esas personas.
Muhammad, altivo y orgulloso, retaba desde la distancia al caballero cristiano. Montado en un caballo negro, se fue acercando lentamente. Amparados por los pinos y los olivos, subieron la empinada cuesta hasta alcanzar una distancia prudencial que le permitiera hablar con el cristiano, sin correr el riesgo de que una ballesta o una lanza, le arrebatara la vida. Por detrás, sus hombres, atentos sujetaban a los prisioneros.
—Soy Muhammad ibn Umayya y os exijo que depongáis las armas y entreguéis el castillo.
—Ahorraros la palabrería —declaró don Rodrigo desde la altura—. ¡Liberad de inmediato a esos campesinos!
—¿Y quién sois vos para reclamarme? Abrid las puertas y os dejaremos marchar junto a vuestros campesinos.
Rodrigo sabía que estaría muerto en cuanto abriese la puerta, mientras que el resto de vecinos serían hechos prisioneros.
—Acabaréis muertos de hambre y sed si no os rendís.
—Soy don Rodrigo Manrique de Lara y habláis con el comendador de la villa. Deponed vuestras intenciones, sabéis que jamás entregaré esta plaza.
—Si no accedéis, esta gente morirá —amenazó Muhammad por última vez.
—Que así sea —declaró Rodrigo determinado a salvar a los que se hallaban dentro.
—¿Es vuestra última palabra? —preguntó Muhammad furioso.
Rodrigo hizo una señal a uno de los soldados que estaban a su vera y éste, tiró una flecha que no llegó a alcanzar a los atacantes pero que mostró de forma clara la posición cristiana.
—Muy bien, aquí os dejaremos sus cabezas —gritó Muhammad mientras los tres campesinos chillando fueron ejecutados y pasados a cuchillo uno por uno.
—¡Dios santo! —exclamó don Sancho—. El hijo de Manuel, apenas era un niño. Ese salvaje no se conformará con una simple negativa.
—Hay que reunir más gente, don Sancho. Necesito a todo aquel que pueda poner sus armas a nuestra disposición, ¿creéis que entre los vecinos habrá gente dispuesta a disparar una ballesta?
—¡Cómo no, don Rodrigo! Una ballesta y lo que haga falta. Haremos todo lo que ordenéis. Son campesinos y artesanos, pero pueden ayudar si nos indica lo que hay que hacer. Bajaré de inmediato y veré cuántos hombres puedo reunir —señaló don Sancho con cara de espanto.
—Se lo agradezco, don Sancho. Mis hombres están agotados y necesitan un descanso. De día, sus vecinos pueden ayudar a vigilar el valle mientras recuperamos fuerzas.
—Eso está hecho, don Rodrigo —dijo el alcalde abandonando el camino de ronda.
Una vez, que los hombres del alcalde se organizaron a lo largo de la muralla, Rodrigo ordenó a los suyos que descansaran.
—Don Rodrigo —si me permitís un inciso.
Rodrigo se volvió exhausto.
—Vos, también deberíais descansar.
—Iré en cuanto sepa algo del estado de mi hermano. La curandera lleva toda la noche atendiéndolo y me temo que eso no es una buena señal.
Don Sancho asintió mientras Rodrigo se encaminaba hacia la enfermería.
Justo cuando Rodrigo bajaba los últimos escalones, el soldado que había dejado de guardia subía.
—Señor, me proponía avisarle de que la curandera ha terminado.
—¿Mi hermano? —preguntó asustado.
—De momento, sigue vivo. La mujer le ha entablillado la pierna después de haberle cosido. Se ha tirado toda la noche cosiendo con minuciosidad esa pierna. ¡Estaba destrozada, señor! Os lo aseguro porque lo he visto con mis propios ojos. He tenido que ayudarla para unir el hueso y le aseguro que hemos sudado de lo lindo, a pesar del frío que reina en esa sala.
Rodrigo cerró los ojos al saber el alcance de las heridas. Cuando el soldado se disponía a bajar de nuevo a la enfermería, Rodrigo lo detuvo.
—Subid y descansad. Podéis abandonar vuestro puesto.
—Como ordene, señor —contestó el soldado aliviado de poder retirarse un rato.
Rodrigo terminó por bajar al lugar y comprobó que todo permanecía igual que cuando se marchó. Habían trasladado a Diego a un camastro en una de las esquinas y Sarah estaba con él.
—Me ha informado el soldado que ya habéis terminado y por lo visto, los Manrique de Lara os debemos la vida —puntualizó Rodrigo detrás de ella.
Sarah que había escuchado los pasos y pensando que era el soldado que volvía de vuelta, se volvió de inmediato aliviada al comprobar su presencia; no se esperaba a Rodrigo allí.
—Sí señor. De momento, parece aguantar, pero habrá que esperar a cómo evoluciona...
—No es necesario que me llames señor cuando estemos a solas —dijo mirándola con intensidad—. Gracias por lo que habéis hecho, Sarah. Habéis salvado la vida de mi hermano y la mía.
—Os dije que no era necesario que me las dierais —dijo Sarah incómoda por la persistencia de Rodrigo en señalar tal hecho—. Ya os dije que era mi deber.
Ambos, se quedaron mirando con detenimiento al conde y permanecieron en silencio hasta que Sarah ya no pudo aguantar más la inquietud que la carcomía.
—Prometedme que seréis prudente y que no os expondréis al peligro. ¡Os lo suplico! —rogó Sarah volviéndose de forma precipitada hacia él.
Rodrigo se giró de inmediato y comprobó la congoja que aquejaba a la joven. En un segundo, examinó el lugar y tras comprobar que nadie los veía, la cogía de la mano.
—No sucederá nada. Estaros tranquila... no debéis temer por mi —aseguró Rodrigo llevándose la mano de la joven a sus labios y depositando un beso en ella—. No tengáis la menor duda que siempre regresaré a vuestro lado.
Consciente de que los enfermos dormían y de que nadie podía escucharles, ni verles en el recoveco, Rodrigo continuó.
—No hay fuerza en el mundo que pueda separarme de vos. No sabéis cómo lamento no poder demostraros todo mi afecto y que el mundo entero sepa cuánto os amo... ¡Si tan solo pudiera corresponderos aunque fuera escondidas! Sin embargo, sería el mayor acto de vileza que cometería contra vos. Sé que os merecéis un hombre que pueda amaros libremente, pero aun así hay momentos en que os necesito tanto que lo único que anhelo es olvidarme de todo y amaros libremente, sin reservas. Sabed que en todo momento, estáis en mi pensamiento y que si no fuese por esta maldita ley que nos separa...
Sarah lo detuvo tapándole la boca.
—Sé cuales son vuestras obligaciones. No necesitáis disculparos —declaró Sarah consciente de su mano en la boca de Rodrigo.
Rodrigo acarició con su dedo pulgar, la suave mano de ella y en ese momento, se dio cuenta de que estaba helada.
—¡Tenéis las manos congeladas! —exclamó consternado.
—Acababa de lavarme las manos cuando habéis llegado y el agua estaba...
Sarah se quedó sin palabras cuando Rodrigo le cogió sus manos, se las acercó a su cara y exhaló el aliento suavemente con la boca abierta. El aire caliente que salió del cuerpo varonil empezó a templar sus dedos helados. Muda de asombro, no supo qué decir.
Rodrigo había actuado de forma impulsiva, sin pensar, y lo supo cuando percibió el desconcierto en los ojos de Sarah. Su mirada humedecida no podía ocultar el sentimiento que la embargaba. Disimular el afecto que sentían, era una tortura para ambos. Amaba con todo su ser a esa mujer y ya no lo soportaba más. Sin pensarlo, soltó las manos femeninas y acercó el cuerpo de Sarah, estrechándola entre sus brazos. Acercando su boca a la de la joven, Sarah le salió al encuentro. Rodrigo la abrazó con firmeza, sin hacerle daño pero sediento del contacto con su cuerpo. Un ligero lamento, preludio de un llanto, se escuchó en el silencio del lugar. Por la forma de responderle, sabía que Sarah sentía la misma necesidad imperiosa de abrazarlo.
—Os quiero —declaró Rodrigo abrazando a Sarah emocionado—. Y os confieso, que a veces desearía estar muerto para no veros sufrir junto a mi este tormento.
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