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CAPÍTULO OCTAVO

Una vela casi apagada, iluminaba el lecho de los amantes. El sueño profundo y reparador no había sido su fiel compañero esa noche. Tener un cuerpo cálido y adormecido a su lado había sido motivo suficiente para dormir a trompicones. En un duermevela apacible y con Sarah arrebujada en su pecho, se sentía invencible. Rodrigo había tenido tiempo suficiente de echar la vista atrás y comprobar cómo esa mujer había cambiado todo su mundo. Amaba a Sarah más allá de lo indecible y de lo dictado por la leyes naturales, y se había pasado la mitad de la noche, dándole vueltas a la cabeza intentando hallar el modo más seguro y conveniente para que Sarah pudiese convertirse en su compañera para el resto de su vida. Quería compartir con esa mujer cada anochecer y levantarse cada mañana junto a su cálido cuerpo. Se sentía inerme ante la fuerza arrolladora de su pasión. Lo único que lamentaba en su primera vez, era haber sido descuidado. Sarah podría quedarse embarazada y eso no auguraría nada bueno para ninguno de los dos en ese momento.

      Había obviado su voto de castidad, quitándole la doncellez a su amada y para él no existía cosa más sagrada que el honor y no solo el suyo propio, sino el de ella también. No se habían hecho promesa alguna, pero no hacía falta. Sarah llevaría su anillo algún día en su mano, símbolo de su amor eterno. Y algún día, formarían una familia.

      Debía andarse con mucho cuidado, si quería conseguir sus propósitos. Las cosas habían llegado muy lejos como para perder todo lo que habían conseguido. Ambos reconocían amarse y por lo menos él, no estaba dispuesto a renunciar a ella jamás. Tendría que aprender a medir sus acciones, a apartar la vista cuando ella estuviera a su alcance y a no buscarla cuando pasara frente a él. Sarah llevaba razón, las consecuencias serían gravísimas si alguien los denunciaba. Solo había una persona en la que podía apoyarse en ese menester y lo primero que haría esa mañana, sería hablar con el hermano Bartolomé. El sacerdote sabría informarle bien y le aconsejaría qué pasos seguir.

     La estrecha ventana que había en su aposento estaba oculta tras una gruesa tela que impedía pasar el frío, pero sabía que pronto amanecería. Le hubiese gustado abandonarse al placer junto a ella, pero no había lugar. Debía despertar a Sarah cuanto antes, si querían salir a tiempo de su aposento sin que nadie se percatara de que habían pasado la noche juntos. Debía despertar a su doncella durmiente, así que tocando con suavidad su rostro intentó despertarla.

—¡Sarah! —susurró Rodrigo besando su frente mientras ella permanecía dormida—. ¡Sarah! —volvió a insistir mientras la movía un poco.

     No hubo forma, el padre de ella llevaba razón cuando afirmaba que dormía profundamente. Las marcas oscuras bajo sus ojos continuaban ahí y eran claro recordatorio de que el cansancio no se había desvanecido en una sola noche. Sacudiéndola levemente, le pasó con suavidad la mano por su espalda, intentando proyectar algo de vida a ese cuerpo inerte que reposaba en sus brazos. Su boca descendió por el cuello femenino y empezó a repartir por la apetecible curva, pequeños besos cuyo único fin era arrancarla de ese sueño profundo.

—¡Uhm! ¿Podrías seguir un poco más hacia abajo...? —susurró Sarah la joven con los ojos cerrados.

     Rodrigo sonrió ante su descaro.

—Obedecería ansioso vuestro deseo y lo acataría como un fiel soldado, si no fuese porque debemos salir pronto de aquí. El castillo se pondrá en funcionamiento dentro de nada y hemos de ser cautos.

—Lo sé... —dijo Sarah pasándole los brazos por el cuello de Rodrigo mientras se apretaba gloriosamente desnuda contra él, en busca de su protección.

—¿Os dolió mucho anoche? —preguntó Rodrigo preocupado.

—Sí, no tenía idea de que eso fuese a ocurrir así, pero me olvidé pronto del dolor. Me hicisteis sentir...

     Sarah se quedó callada de repente, inmersa en algún recuerdo.

—¿Qué sentisteis?

—Un placer indescriptible —dijo levantando la mirada y posándola en los ojos de él— ...y luego, no me acuerdo de más.

     Rodrigo se carcajeó ante su inocente comentario.

—Os quedaste dormida al instante y así habéis permanecido. Habéis dormido toda la noche como un niño pequeño.

     El silencio se hizo en ese momento entre ellos, pero unos segundos después, Rodrigo volvió a hablar:

—Tengo que confesaros que me habéis dado el placer más indescriptible que me hubiese imaginado jamás.

—¿En serio? —preguntó Sarah de repente.

—Sí. Me temo que me he convertido adicto a vuestro cuerpo y a vuestro sabor —dijo mordisqueándola de repente en el hombro.

—¡Uhm.!¡Demostrádmelo otra vez! —dijo Sarah pasando la palma de su mano por el vello del pecho masculino.

     Cada vez que tocaba a Rodrigo, era un nuevo descubrimiento para ella.

—Estaos quieta, pequeña provocadora —rogó Rodrigo agarrándola de las manos—. Si continuáis por ese camino, no saldremos nunca de aquí. Mucho me temo que tendría que poseeros de nuevo y es demasiado pronto para vos. Estoy seguro, que hoy estaréis dolorida.

     Sarah sabía que acertaba en sus suposiciones. El pequeño pero insistente escozor en la parte baja de su cuerpo, zona que le daba vergüenza nombrar, era muestra de ella. Sin embargo, el deseo pudo más que la prudencia y Sarah le respondió:

—Pasará pronto. Estoy segura, de que muchas mujeres sufrieron lo mismo y míralas...

—¿Qué tengo que mirar?

—Pues lo bien que andan.

       Rodrigo empezó a reírse profundamente cuando escuchó la maledicencia.

—Creo que he despertado en vos a una mujer insaciable.

—¿Creéis que está mal sentir eso? ¿Lo desaprobáis? Dicen que las mujeres no deberían disfrutar en el lecho. Que el acto solo debe ser realizado para procrear y aquí me hayo yo, en vuestros brazos pidiéndoos que volvamos a hacer el amor de nuevo. ¿Hago mal en desearlo?

     Rodrigo la abrazó contra sí, con solo escucharla se excitaba.

—No hacéis mal en desearlo mi inocente joven virginal. Pero vais a hacer que caigamos en desgracia si continuáis por ese camino. ¡Debemos levantarnos ya! —dijo Rodrigo rozando su entrepierna con el vello del pubis femenino de forma involuntaria.

     Sarah soltó un jadeo y lo miró sorprendida al descubrir la fuerza de su deseo.

—¡Ah! Desconocía que vos pudieseis... —la vergüenza hizo que se callara.

—¿Qué yo pudiese qué?

—Sentir lo mismo. Hace unos segundos, bueno vos. No noté vuestro... —Sarah calló abochornada porque no sabía cómo decir lo que pensaba.

     Rodrigo adivinaba el motivo de su apuramiento al comprobar el sonrojo en sus mejillas. Y saberlo, no ayudó mucho. Su miembro se convulsionó de repente, alcanzando un tamaño considerable como para que ella no lo hubiese advertido.

—¿Qué pudiera qué? —volvió a insistir Rodrigo.

—Que pudierais excitaros tan deprisa.

—Si tuvieseis más experiencia, os asombraría comprobar cuán fácil y rápido despertáis mi deseo. Me he puesto duro solo de escucharos hablar. Podría estar enterrado en lo más profundo de vuestro ser, si el día y las circunstancias lo permitiera.

—¡Oh! —acertó a decir Sarah sorprendida mientras un calor inmenso empezaba a subirle por el estómago hacia su rostro.

     La joven no supo cómo se atrevió, pero su mano se movió a lo largo de la espalda masculina, tocando con descaro la fuerte nalga masculina para luego posar la mano en la piel aterciopelada que se encontraba entre las piernas de Rodrigo. Asombrada, al comprobar el estado del deseo de su amante. Sus dedos hacían un circulo perfecto alrededor del miembro rígido de Rodrigo.

—¡Santo Dios! ¡Deteneos! No podéis tentarme de esta manera —jadeó Rodrigo ante la descarada caricia.

—¡Mostradme vuestro deseo! —rogó Sarah mientras su pelvis se arqueaba reclamando el miembro envarado de su amado.

—Me vais a matar del gusto —exclamó Rodrigo tragando saliva—. Aunque lo deseara, no me atrevo a tomaros de nuevo... Y ya os he dicho, que urge que nos levantemos.

—¡Solo un poco más! ¡Por favor! —suplicó de nuevo Sarah mirándolo con el deseo grabado en sus ojos—. No perdáis el tiempo hablando y hacedlo.

     El ruego lo estaba volviendo loco. Cerrando los ojos con fuerza, Rodrigo fue consciente de la suavidad de la mano de Sarah que agarraba con firmeza su verga y la frotaba de arriba a abajo. Sarah estaba aprendiendo con rapidez y lo que desconocía, lo suplía con creces con puro instinto. El placer lo estaba engullendo en un abismo del que no deseaba salir. Dudando solo un instante, acabó de decidirse y agarró con firmeza las nalgas de ella y la levantó, colocándola sobre su propio cuerpo. Rodrigo escuchó con satisfacción el jadeo femenino que quedó ahogado por su propia boca, al silenciar el grito de Sarah.

—¡Chus...! No gritéis mi amor o nos escucharán —susurró Rodrigo sobre los labios femeninos—. Intentaré que no os duela, pero debemos ser rápidos.

      Sarah se encontraba de pronto encima del cuerpo de Rodrigo sin saber qué hacer. Consciente de toda esa piel y esos músculos debajo de ella. Rodrigo era bellísimo, jamás hubiese imaginado que fuese así. Volviéndose loca de deseo mientras sus caderas se restregaban contra él por puro instinto, no sabía qué hacer. Necesitaba saber cómo proceder. Su cuerpo ardía y era consciente de cómo volvía a humedecerse de nuevo mientras Rodrigo masajeaba su trasero.

—¿Decidme qué tengo que hacer?

—¡Tomadme! —jadeó Rodrigo incapaz de aguantar aquella excitadora tortura, mientras de la punta de su glande escapaba una gota de líquido recordándole lo frágil de la situación.

—¿Cómo? —preguntó de nuevo Sarah mirándolo con fascinación.

      Rodrigo abrió los ojos y la devoró con la mirada. Sus pechos hermosos y llenos pendían frente a él como frutas maduras, esperando a ser chupados y venerados. Sin dudarlo ni un segundo, Rodrigo colocó su miembro en la entrada de la cueva estrecha, dándose cuenta de lo lubricada que ya estaba, y le susurró:

—Dejaros caer...

       Sarah comprendió al instante. Izándose ligeramente y apoyando sus brazos a ambos lados de la cabeza de Rodrigo, Sarah arqueó su pubis e introdujo lentamente dentro de ella, la gruesa cabeza para seguir con el resto de la verga de Rodrigo.

     Ambos jadearon. Durante unos breves segundos, solo experimentaron el placer de estar unidos de nuevo.

—¡Dios! ¡Es maravilloso! Me temo que me voy a derramar de nuevo solo con sentiros... deberéis moveros y dejar que me derrame fuera de vos cuando os lo pida —susurró Rodrigo—. No es momento de que concibamos ningún retoño, ¿comprendéis? —preguntó Rodrigo abriendo los ojos y fijando la mirada en Sarah.

     Sarah lo comprendió a la perfección y asintió sin mediar palabra mientras se mordía los labios del gustoso placer.

—¡Ahora moveos, mi amor! ¡Cabalgad rápido sobre mí!

     Rodrigo la agarró de las caderas e introduciéndola con suaves palabras en ese nuevo mundo, Sarah obedeció la sencilla orden. Al cabo de unos pocos minutos, ambos alcanzaban por segunda vez, su tan ansiado premio mientras Rodrigo se derramaba fuera del cuerpo de la joven.

—Sí, si, si... —jadeó Rodrigo con la boca abierta mientras Sarah alcanzaba su orgasmo.

      Abriendo los ojos, la joven no se perdió detalle de la transformación de Rodrigo. Se sentía poderosa encima de él, mientras admiraba las venas inflamadas de Rodrigo y sentía cómo sus fuertes manos la agarraban con firmeza de sus caderas, ayudándola en el movimiento. Rodrigo vertió su simiente fuera de su cuerpo y aunque a Sarah la entristeció, comprendió que aquello tuviese que ser así. Pudo sentir el calor del semen sobre la piel de su pubis. Sarah, recordaría ese momento toda su vida.

        Una vez que ambos recobraron la respiración, Rodrigo se incorporó en el lecho y la abrazó dándole el beso más embriagador y seductor de toda su vida.


Efectivamente, Rodrigo no había errado en sus suposiciones. Esa noche, había caído una buena nevada. A media mañana, contemplaba desde lo alto de la muralla, el valle que se extendía cubierto de nieve.

—¡Señor! ¿Qué es aquello que se ve allí? —pregunto uno de los soldados que se encontraba colocado en una de las saeteras.

      Rodrigo fijó la mirada a lo lejos y pudo ver a lo que se refería el soldado. Apenas era distinguible por la gran distancia a la que estaba pero hubiese jurado que se trataba de algún estandarte. Los colores destacaban sobre el blanco de la nieve.

—Parecen estandartes —declaró Rodrigo de inmediato.

     Los hombres animados de pronto por el comentario de su jefe, intentaron discernir si realmente se trataba de alguna hueste cristiana.

—Están muy lejos, pero no aparten la vista puede ser que Dios se halla apiadado en el día de hoy de nosotros y halla mandado refuerzos —contestó Rodrigo cuando de pronto, el eco de una sonrisa conocida llegó hasta él e interrumpió lo que iba a decir, desviando la vista hacia el motivo de su despiste.

      Se quedó embobado mirándola.  A la luz del día, era la mujer más extraordinaria y bella que existía. Un par de soldados ayudaban a salir a su hermano al patio de armas. Sentado en un sillón, Diego tuvo que decirle algo gracioso para que ella sonriera de tal modo y se carcajeara. No era normal que su hermano estuviese tan relajado en presencia de Sarah. En los últimos días, se mostraba tosco y taciturno en presencia de ella. Y además, Diego era un hombre poco dado a fraternizar con gente de baja condición social, como consideraba a Sarah en ese momento.

      Al girarse, para acomodar la pierna de Diego sobre un banco, el manto que Sarah llevaba en la cabeza cayó al suelo y cuando ésta se agachó a recogerlo, un sexto sentido hizo que levantara el rostro hacia el lugar desde donde él los contemplaba. Apurada al descubrirlo, retiró la vista de inmediato, pero no lo suficiente rápido para que Rodrigo no hubiese detectado el brillo de felicidad que se vislumbraba en los ojos de su amada. Sarah era demasiado transparente y él ya la conocía algo para saber que todo había cambiado aquella noche.

—Ya debe estar bastante recuperado vuestro hermano para que se halle sentado a la intemperie con la nevada que hay en el patio.

—Sí, por lo visto así es... —dijo Rodrigo disimulando observar a Diego cuando su mirada no perdía detalle de la joven que lo tenía hechizado.

—Si me disculpáis, don Sancho. Voy a bajar a comprobar un segundo el estado de don Diego. Enseguida vuelvo.

—Por supuesto, señor —contestó el alcalde.


—¿Creéis que seré capaz de andar pronto? —preguntó Diego a la curandera.

—Si continuáis así, en dos días más podréis salir por sí mismo del solar. Habéis mejorado muchísimo, señor.

—Menos mal... —dijo Diego cuando escuchó el dictamen.

—¿Menos mal que...? —preguntó Rodrigo andando hacia ellos.

     A Diego no le pasó desapercibida la presencia de su hermano. Sin saber por qué, sabía que en cuanto descubriese la presencia de la curandera junto a él, su hermano Rodrigo se acercaría como las moscas cuando acuden a la miel. Había querido comprobar por sí mismo el pensamiento que le rondaba en la cabeza desde hacía días y no había estado errado en sus suposiciones. Entre su hermano y la curandera había algo.

—Os daba allá arriba —señaló Diego con la cabeza en la muralla.

—Y así era. Pero os he visto salir y he bajado a comprobar por mí mismo que estáis mejor —respondió Rodrigo incapaz de retirar la vista de la joven que permanecía de espaldas a él. Había bajado de la muralla solo para verla de nuevo.

—Sarah, podéis retiraros... —señaló Diego sin mirar a la joven.

—Por supuesto, señor. Antes de que os acostéis, os daré un masaje en la pierna que os revitalice.

      Diego asintió mientras Rodrigo y él se quedaban solos, y ambos comprobaban como la joven se alejaba hacia la enfermería.

—¿Vais a contarme de una vez qué os traéis entre manos?

—No sé a qué os referís —respondió Rodrigo tensándose.

—No soy estúpido. No nací ayer para darme cuenta de esa sonrisa estúpida que tenéis en el rostro. Máxime cuando estamos sitiados y llevamos camino de seguir así.

—Dejad de lado vuestras imaginaciones; no hay nada de lo que me alegre.

—Entonces, me aliviáis —señaló Diego con suspicacia.

—¿A qué os referís? —preguntó Rodrigo con el ceño fruncido.

—Pues que esa mujer es muy hermosa y cuando esta noche regrese, no será mi pierna lo que solo revitalizará. Llevo mucho tiempo sin una buena moza y esa es tan buena como cualquier otra para aplacar mi sed.

     Rodrigo se tensó al instante y con voz fría y calmada le dijo a su hermano:

—Si valoráis vuestra vida..., os abstendréis de tocar un solo pelo de Sarah. Si me entero de que os habéis atrevido a...

—Tranquilizaos, hermano. Ya he descubierto lo que deseaba conseguir... —le advirtió Diego de malos modos.

—¿Y qué habéis descubierto? —preguntó Rodrigo enfadado.

—Que esa mujer os interesa más de lo que aparentáis.

—¡Bajad la voz! —le advirtió Rodrigo enfadado por haber sido descubierto—. No metedla por medio. Ella..., no tiene nada que ver conmigo.

—Mentís. Os lo veo en la cara. Vuestro compromiso está en el aire y no me gustaría que por culpa de una...

—No se os ocurre continuar por ahí —le advirtió Rodrigo—. Ya os di mi opinión al respecto. Os dejo, debo subir de nuevo...

—Como deseéis —contestó su hermano mientras lo contemplaba alejarse.

     Viendo los pasos airados de Rodrigo, Diego no podía estar más enfadado. Sus planes de casar a su hermano con la Figueroa, podrían irse al traste si no hacía algo por remediarlo. Debía ser cauto y cortar por lo sano la historia que hubiese entre ellos dos. No deseaba ningún mal para la mujer que había salvado la vida de Rodrigo y la de él, pero Sarah, no era mujer para su hermano. Rodrigo, como Comendador de Segura y Gran Maestre de la Orden debía a aspirar a algo más que una simple judía.


—¡Señor! Están luchando en las torres.

—¡Llamad a todos los hombres disponibles para que se preparen para la batalla! Abriremos la barbacana y bajaremos a ayudar a la hueste cristiana —ordenó Rodrigo mientras se preparaba para la batalla.

    La sangre le hervía en las venas después de haber sido tan estúpido y habérselo puesto en bandeja a su hermano. Necesitaba descargar toda su ira. En ese momento, el sonido de la trompeta llamando a formación se escuchó por todo el lugar y los hombres corrieron a tropel, para formar en el centro de patio de armas.


Varias horas más tarde, los pocos moros que se habían perpetrado en las torres que vigilaban el valle, habían sido hechos prisioneros. Numerosos soldados a pie y otros a caballo, inundaban el lugar. Rodrigo reconoció el estandarte de la Inquisición, pero no supo de quién era el otro pendón que había en el lugar. Poco a poco, se fue acercando al caballero cristiano que había corrido en su auxilio, pero cuando descubrió la figura del Inquisidor Diego de Deza, al lado de éste, se tensó.

—¡Señor! Parece que debo daros las gracias por vuestra ayuda... —afirmó Rodrigo dirigiéndose hacia el noble.

—Soy el Conde de Feria, podéis llamarme Gómez, ¿y vos...? —preguntó el caballero.

—Don Rodrigo Manrique, Comendador de Segura.

—Y el gran Maestre de la Orden de Santiago. Es todo un honor conoceros por fin —afirmó el Conde de Feria mirándolo con interés.

—Sí, así es. Veo que habéis escuchado hablar de mí... —puntualizó Rodrigo volviéndose hacia el Inquisidor en ese momento por pura cortesía—. ¡Inquisidor! —saludó Rodrigo con la cabeza.

—Buenos días, Don Rodrigo —respondió Diego de Deza—. Podéis consideraros afortunado. El Conde de Feria solicitó mi ayuda para acudir en vuestro rescate. Sin duda, sois un hombre con fortuna; hoy, la suerte ha estado de vuestro lado, si no llega a ser por el Conde, todavía estaríais resistiendo en el interior de las murallas del castillo. Desconocíamos que en esta parte del Reino, todavía hubiese cierta resistencia de los moros.

      A Rodrigo no le gustó escuchar aquello. Ese era el caballero con el cual su hermano pretendía establecer una alianza. Y la afirmación del Inquisidor, parecía sugerir que desde ese momento había adquirido una deuda de honor con el noble. El Conde de Feria exigiría algo a cambio por los servicios prestados y Rodrigo podía imaginarse el qué.

—Gracias, señor —se volvió Rodrigo hacia el Conde con determinación.

—No hagáis caso al Inquisidor. Hubiese hecho eso por cualquier caballero cristiano, pero cuando supe de vuestro apuramiento, no lo dudé. Y efectivamente, no os habéis equivocado, había escuchado hablar de vos con anterioridad... Y decidme, ¿dónde se encuentra vuestro hermano, don Diego? La última vez que estuve con él, nos quedamos a medio de...

—Fue herido y se encuentra dentro de los muros... —cortó Rodrigo la conversación.

      Enfadado, Rodrigo comprobó que el Duque de Feria no podía haber sido más inadecuado e inoportuno y que su inocente aparición, había estado motivada por el interés; el interés de casarlo con su propia hermana. No deseaba deberle nada a ese hombre y maldito fuera si permitía que entre su hermano y ese tipo, la organizaran su vida. Jamás daría su brazo a torcer. No habría compromiso entre la hermana del Duque y él.

—Señores, creo que deberíamos regresar a la fortaleza. Ya ven que estamos rodeados de nieve y que en unas horas, la noche se nos echará encima.

—Por supuesto, don Rodrigo. Estoy deseando sentarme junto al fuego y saborear una suculenta comida —añadió don Gómez con una estúpida sonrisa en la cara.

—¡Vayamos pues! —añadió Rodrigo volviéndose malhumorado, sin que los otros dos lo advirtiesen.


Un par de horas después y una vez dentro del castillo, Rodrigo acompañó a don Gómez y al Inquisidor, a la alcoba de su hermano. Diego había sido informado de la presencia del noble en el castillo y del desenlace de la batalla y había casi exigido que acudieran a su aposento.

       Contento por los acontecimientos, Diego entretejió los hilos de sus planes para que empezara a rodar la rueda del molino. El destino, hablaba y él ejecutaba.

      Los voces en el pasillo, advirtieron a Diego de que los hombres se aproximaban. Sin decir nada a la mujer que estaba a su lado, supo lo que debía hacer. El momento no podía ser más oportuno. La puerta se abrió y bajo su arco, apareció su hermano con la imponente figura del Conde de Feria.

—¡Don Gómez! ¡Qué oportuno y qué alegría volver a verlo!

—Don Diego... —saludó el Conde a Diego mientras los tres hombres pasaban al interior de la alcoba, posando sus miradas en la figura de la mujer que recogía unas vendas y las introducía en un cuenco que llevaba en la mano.

—Es la curandera de la villa —aclaró Diego al Inquisidor que miró de malos modos a la judía—. Por desgracia, no contábamos con ningún físico y gracias a ella, pude salvar la vida —confirmó Diego sin que Sarah advirtiese que estaba plantando los cimientos para que nada malo le ocurriese a ella—. ¡Ya puede retirarse, Sarah! No la necesitaré por esta noche.

—Sí, señor.

     Rodrigo se tensó al comprobar la presencia de Sarah en el aposento. Y sin mirar cómo abandonaba el lugar, posó los ojos en su hermano con suspicacia. Éste, evitaba su mirada, pero de pronto supo por qué cuando su hermano volvió a hablar en voz alta:

—Veo, que ya habéis conocido a mi hermano Rodrigo, don Gómez. ¿Veníais en pos de ultimar el enlace entre mi hermano y vuestra hermana Mencía?

     Sarah se detuvo solo un instante cuando escuchó la terrible noticia. Un puñal invisible le atravesó el corazón cuando supo que Rodrigo estaba comprometido con otra mujer y que no le había comunicado nada. Sintiéndose engañada,mareada y a punto de derrumbarse en presencia de aquellos caballeros cristianos, solo atinó a avanzar los dos pasos que le faltaban hasta el pasillo y cerrar despacio y con disimulo la puerta, antes de que los hombres se percataran de su dolor. Si continuaba un segundo más allí, se derrumbaría y se pondría a llorar desconsolada.

     Sin embargo, Rodrigo impotente, se volvió hacia ella en cuanto escuchó las abominables insinuaciones de su hermano y pudo detectar a tiempo, el brillo acuoso de las lágrimas en los ojos de su amada y el terrible impacto que había tenido sobre ella, escuchar tal afirmación. Pudo sentir su dolor como propio y deseó salir en pos de Sarah y gritarle que no diera veracidad a las palabras de su hermano. Tal compromiso no existía y él jamás se casaría con otra que no fuese ella. Con la sangre encendida y enfadado como jamás en su vida había estado, no pudo hacer otra cosa más que cerrar los ojos e inspirar profundo, manteniendo una calma serena que no sentía. Volviéndose hacia Diego, lo miró desafiándolo con la promesa en los ojos de que se vengaría por aquel acto atroz. Estaba a punto de destrozarlo y arrojarse a su cuello para ahogarlo con sus propias manos por haber insinuado delante de Sarah tal desfachatez.

      Diego miró con determinación a su hermano Rodrigo, pendiente de su reacción. El daño ya estaba hecho y aquella relación terminada. Duro, sin miramientos y decidido, había sesgado aquel capricho pasajero.

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