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CAPÍTULO NOVENO

 Cerrando la puerta, Sarah se tambaleó e involuntariamente trastabilló, raspándose las palmas de la mano contra la pared sin saber a dónde dirigirse. Apoyándose en el muro frío de piedra, e intentando dar un paso delante de otro, ni siquiera se percató por donde iba, pero cuando había dado tan solo unos pasos, un ligero mareo la invadió mientras se doblaba sobre sí misma, tapándose la boca con fuerza. Tenía ganas de vomitar y la necesidad imperiosa de ahogar el dolor por la traición de Rodrigo. En cuanto la palma de su mano detectó la madera de una puerta, no lo pensó y abrió sin pensar. Sabía que era el aposento de él, pero no le importó. Nadie la buscaría allí. Cerrándola de golpe, se dirigió hacia el lecho y cayendo de rodillas en el duro suelo, se agarró con fuerzas a las cobijas donde esa mañana habían reposado juntos, y presionando el rostro sobre el colchón, dio rienda suelta a su llanto.

     La imagen desgarradora de Sarah, hubiese conmovido al más duro soldado. Sin embargo, nadie fue testigo de su dolor. Sarah no tenía espectadores que contemplasen la pena que la embargaba. Pudo gritar a pleno pulmón, mientras el colchón ahogaba sus gritos desgarrados y su corazón se rompía en mil pedazos. ¡Qué poco había durado la dicha!

      Sarah sabía que llevaba tiempo allí y que debía salir, pero hasta que no se calmase por completo y se borrasen las huellas de sus lágrimas, no podría abandonar la alcoba. Cualquiera que tropezara con ella, podría preguntarle por su desdicha y no quería llamar la atención.


Rodrigo permaneció frío e insensible como una roca, mientras contemplaba la farsa que interpretaba su hermano y que había montado en su honor. Mordiéndose la lengua, casi haciéndose sangre, solo alcanzó a escuchar breves retazos de la conversación que mantenía con el Figueroa.

—Bueno, en cuanto al compromiso, ya tendremos tiempo de hablar. Han surgido algunos inconvenientes imprevistos, pero nada que no pueda solventarse —respondió el Duque mientras sonreía con un formalismo exagerado.

—Mañana, podremos tratar los asuntos que le han traído hasta aquí, don Gómez, ¿verdad Rodrigo? —preguntó Diego a su hermano.

—¡Sea!

      Rodrigo solo pudo pronunciar es palabra porque era incapaz de decir nada más delante de aquellas personas sin delatarse. Primero, debía aclarar con Sarah todo aquel embrollo creado por su hermano. Se ahogaba en aquel nido de víboras y solo deseaba ir en pos de Sarah. Podía imaginarse lo que debería estar pensando de él y se ponía enfermo solo de imaginarlo; no permitiría que ella dudara de su amor.

—Si quieren descansar y comer, puedo llevarles hasta el salón —les indicó Rodrigo dirigiéndose hacia el Inquisidor y el Conde de Feria.

—Ahora que volvéis a sugerirlo, os tomo la palabra —respondió el Conde con entusiasmo.

—Seguidme, pues —dijo Rodrigo mientras abría la puerta de la alcoba y salía de ella sin mirar hacia atrás.

      Ambos hombres se despidieron de Diego y sin sospechar nada, cerraron la puerta y se encaminaron en pos del Comendador.

     Una vez que llegaron al gran salón, Rodrigo ya estaba dando órdenes y disponiéndolo todo para que preparasen la comida y atendieran a los dos hombres. Y mientras los dos invitados se sentaban en la mesa, el Conde de Feria se dio cuenta que Rodrigo no comería con ellos.

—Pensé que nos acompañaría, don Rodrigo.

—Siento no poder atenderles como es debido. Una labor urgente requiere mi atención. Tendrán que empezar a comer sin mi. Acudiré con la mayor premura, en cuanto resuelva la cuestión... —aseguró Rodrigo sin pestañear y sin que ninguno detectase sus verdaderas intenciones.

—¡Está bien! —dijo el Conde—. Imagino que debe ser muy importante para que no pueda ocuparse de ello después. Siga con sus obligaciones, don Rodrigo. Nosotros podremos continuar sin usted.

—Gracias —asintió Rodrigo.

—¡Comamos pues, Don Gómez! ¡Estoy muerto de hambre! Reconozco que estas alturas, me han abierto el apetito. Estoy deseando conocer el lugar —expresó el Inquisidor—. El comendador regresará enseguida.

—Por supuesto, don Diego —respondió Rodrigo al de Deza, mirando al responsable de la muerte del padre de Sarah.

     Antes de volver a encontrarse con esos dos hombres, debía poner a Sarah a buen resguardo y asegurarse que el Inquisidor no volviera a posar sus ojos en ella. En ese instante, varios criados entraron con un par de fuentes de comida y los dos hombres se olvidaron de su persona. Rodrigo se dio la vuelta y salió del salón en busca de Sarah.


Los pasos apresurados del Comendador y su rostro serio y cabizbajo, desconcertaba a los soldados con los que se tropezaba. Creían que su jefe estaría contento después de que ya no estuviesen sitiados. Los hombres se preguntaban qué debía de estar pasando para que su jefe hubiese pasado por delante de ellos varias veces, sin siquiera pararse a mirarlos. Llevaban tiempo con él como para no saber distinguir cuándo su jefe estaba de buen humor o cuando algo grave sucedía por su modo de andar. El cariz serio de su cara y la tensión que emanaba de su cuerpo, era signos suficientes para no preguntar. Extrañados, lo vieron alejarse.

     Llevaba media hora buscándola y no la encontraba por ningún lado. La había buscado hasta donde se hallaban los vecinos de la villa, pero ella no estaba allí. Invadiéndolo la ansiedad, decidió regresar al interior del castillo y buscarla en el único sitio que le quedaba sin registrar. Volviendo a pasar por delante del salón, sus invitados no se percataron de su presencia y continuaron como si tal cosa. Rodrigo subió los escalones de dos en dos y casi corrió, camino a su aposento. Abriendo con fuerza, como si hubiese sido un vendaval, suspiró aliviado y se apoyó en el arco de la puerta cuando descubrió la presencia de Sarah en su interior.

     Su mirada se posó en la joven que se hallaba postrada en el suelo y se alarmó. Con la frente apoyada en el lecho y sin siquiera haberse vuelto al escuchar el ruido procedente de la puerta, Sarah permanecía en un silencio absoluto. Aquello era más grave de lo que se había imaginado en un principio. Su hermano Diego había sabido hincar la espada donde más dolía y Sarah, que apenas era una chiquilla inocente, ni siquiera lo había visto venir. No estaba acostumbrada a las crueldades de la vida.

—¡Sarah! —susurró Rodrigo preocupado mientras cerraba la puerta y la atrancaba tras de sí.

     Corriendo, se arrodilló a su lado e intentó volver el cuerpo para verle el rostro. La joven forcejeó y se resistió, sin querer levantar la vista y mirarlo. Sin embargo, la fuerza superior de Rodrigo consiguió volver el cuerpo de la joven y levantarle el rostro para comprobar las huellas del desconsuelo en sus ojos.

     Una mirada fría y sin vida lo contemplaron, mostrando los signos del sufrimiento que la invadía.

—¡Mi amor! ¡Todo es una vil mentira! No debisteis creer en la mentira de mi hermano Diego. Solo estaba pensada para haceros daño —susurró Rodrigo besando su frente—. Es todo un invento suyo y del Conde. Han intentado establecer una alianza matrimonial a mis espaldas y sin mi consentimiento, a la cuál me negué en cuanto me enteré. Y si no os conté nada en su momento... de las verdaderas intenciones de mi hermano, era porque la rechacé de plano. No quise preocuparos con la noticia, pero creo que me equivoqué. Subestimé la fuerza que una mentira puede tener y el grave daño que puede ocasionar.

—¡Dejadme! —susurró Sarah llorando intentando separarse de él.

—No podría jamás. Tenéis que escucharme —rogó Rodrigo preocupado, agarrando con firmeza el mentón de Sarah y hablando con una lenta calma—. Solo hay una persona con la que desea casarme y sois vos. No existe tal compromiso, excepto en la mente de mi hermano y del Conde. Así que, no alimentéis esa pena que os embarga porque solo vos, sois la esposa que algún día tendré.

     Sarah no pudo pronunciar palabra alguna, pero un llanto desconsolador se apoderó de nuevo de su persona, mientras las palabras de Rodrigo deshacían el témpano de hielo en que se había convertido su corazón. Sarah se tapó el rostro con las manos pretendiendo no verlo.

     A Rodrigo le dolió en el alma contemplar el sufrimiento de Sarah y el rechazo de ella le dolió en lo más profundo de su ser. Juró que su hermano pagaría caro el padecimiento que estaba sufriendo su amada y cada una de sus lágrimas derramadas. Su codicia no justificaba su crueldad para con ella.

      Intentando llegar a su corazón, Rodrigo la abrazó más fuerte junto a su cuerpo y la sostuvo sobre sí, meciéndola como si fuese una niña.

—Os quiero, os quiero más que a mi vida. Debéis creerme... —le aseguró mientras repartía desesperados besos por el rostro femenino—. ¿Es que no os di muestra de ello anoche? Jamás hubiese roto mis votos si no hubiese sido por el amor que os tengo.

     Las palabras dichas con tanto sentimiento, fueron penetrando poco a poco en la mente de Sarah y empezó a calmarse, vislumbrando un rayo de esperanza en la tumultuosa tormenta. Rodrigo intentaba reconfortarla como si verdaderamente le importase. Quizás era cierto lo que decía y todo había sido un invento deliberado de su hermano para separarlos.

—Debéis creedme mi amor, jamás me aprovecharía de vos de ese manera —aseguró Rodrigo mientras era consciente de que había dejado de forcejear y que la laxitud se apoderaba del cuerpo de Sarah.

     La joven lo sorprendió de repente, levantando los brazos para rodear el cuello de Rodrigo mientras escondía su frente en su hombro, buscando el consuelo que necesitaba. Todavía no era capaz de detener el llanto que la invadía, pero aquel pequeño gesto, alivió el corazón de Rodrigo como si una ligera pluma hubiese acariciado su alma.

—¡Dios mío, Sarah! Me moriría si os perdiera ahora que os necesito tanto. No dudéis más de este sentimiento inmenso que os tengo. Sois la persona más importante para mí.

—Lo siento... —declaró Sarah con un hilo de voz—. Creí lo que dijo. No tenía motivos para dudar de sus palabras.

—No os disculpéis. No ha sido culpa de vos. Le rompería a mi hermano, todos los huesos del cuerpo en este momento, si con ello pudiera resarciros del sufrimiento que os ha causado. Me rompe el corazón veros así. Juro, que pagará por este agravio... —confesó Rodrigo con voz calmada y fría mientras mecía entre sus brazos a la mujer que quería por encima de todas las cosas.

     Su mano reposaba en la cabeza de Sarah, masajeando su preciosa cabellera. Una serena paz los rodeó, sabiendo lo cerca que habían estado de perderse; de malograrse el amor que sentían. Unos instantes después, Rodrigo preocupado por el estado en que se encontraba ella, agarró el cuerpo de Sarah entre sus brazos y levantándola del suelo sin esfuerzo ninguno, se sentó con ella en el borde del colchón mientras esperaba que se deshiciera por completo de su pena y recobrara el ánimo.

—Estabais tan feliz esta mañana y mirad ahora, echa un mar de lágrimas... —se interrumpió Rodrigo incapaz de seguir por la furia que sentía, mientras repartía por el bello rostro minúsculos besos que lo único que pretendían era borrar las huellas saladas de su llanto.


     Al cabo de un rato, ambos permanecían en un lúgubre silencio, solo roto por los suspiros de Sarah. El cuerpo de Rodrigo daba cobijo al de su amada, pero su mente ya estaba en otro lado. Preparándose para la batalla que tendría que enfrentar; pero sabía lo primero que debía hacer.

—No quiero que volváis a atender a mi hermano. Os ocuparéis solo de los heridos más graves de la enfermería y hoy mismo, daré la orden para que todos los vecinos regresen a sus casas. No permaneceréis ni un solo instante en donde pueda molestaros.

      Sarah escuchó la orden de Rodrigo y cuando pudo recobrar la calma y respirar con normalidad, susurró:

—¿Por qué?

—Mi hermano se dio cuenta de lo que siento por vos y sin mi consentimiento, ha obrado en consecuencia. Traicionándome del peor modo posible, con lo que más quería. Sabiendo de antemano que no aceptaba ese compromiso. No puedo confiar más en él, ni en sus maquinaciones. De aquí en adelante, hasta que abandone la villa, procuraréis alejaros todo lo posible de su persona. No quiero que os vea, ni que os dirija la palabra. No tendrá otra oportunidad de volver a haceros daño. Antes, tendrá que pasar por encima de mi cadáver —sentenció Rodrigo impasible.

—¿Lo creéis necesario?

—Si, hoy he podido comprobar in situ hasta donde es capaz de llegar el ser humano con tal de conseguir sus propósitos. No se lo pondré tan fácil. He sido un estúpido al no darme cuenta antes... Y por si fuera poco, al salir del aposento, ni siquiera os habéis fijado que el religioso con el que os cruzabais, era don Diego de Deza, el Inquisidor que sentenció a vuestro padre. ¡No podía haber venido en peor momento!

     Esas palabras sirvieron para que Sarah levantara el rostro hacia Rodrigo, invadiéndola el pánico.

—¿Ha venido en mi busca? —preguntó Sarah horrorizada.

—No, ni siquiera se ha dado cuenta de vos, excepto que erais judía. Sus prejuicios no le han dejado ver más allá; no se ha percatado que sois la hija del rabino de Úbeda que ajustició. Aunque debo de ser justo y decir que mi hermano, abogó por vuestra persona y defendió vuestra labor allí. Adujo que lo atendíais al carecer la villa de físico. Al Inquisidor no le gustó comprobar que os hallabais ejerciendo tal labor con un cristiano. Aun así, no puedo obviar el daño que Diego ha intentado afligiros. Vuestra padecimiento es el mío, porque lo que os haga, me lo hace a mí también.

     Aunque Rodrigo miraba al frente, de pronto bajó la mirada hacia Sarah y agarrándola de la barbilla con firmeza para que le escuchara con atención, le rogó:

—¡Juradme que obedeceréis todo lo que os mande! Corréis un peligro inmenso habitando el castillo, estando repleto de tres buitres que solo buscan encontrar carroña. Prometedme que seréis prudente.

     Sarah asintió y Rodrigo bajó sus labios para besarla con desesperación mientras le susurraba:

—Ya os dije que no podría volver a perderos y hoy he descubierto, que os he fallado. No he sabido protegeros de las tramas. Aunque en el fondo, me ha hecho un favor. Con su vil acto, he aprendido que todo precaución y cautela para con vos, es poca. De aquí en adelante, estaré prevenido —dijo Rodrigo totalmente serio.

     Sarah se dio cuenta de la oscuridad que acechaban en los ojos de Rodrigo. Ya no hablaba el enamorado, sino el soldado preparado para la batalla.

—Perdonadme, debí confiar en vos y saber que no me defraudaríais.

—No pensadlo más, pero os vendrá bien recordar cuando la incertidumbre os invada, que os quiero con toda mi alma. Arrancándome el corazón del cuerpo, no lograrían separarme de vos.

     Sarah volvió a asentir emocionada mientras una calma interior la invadía. El sol brillaba de nuevo para ella.

—Creí... que todo había sido una farsa. Que solo buscabais...

—La única farsa, es la que mi hermano ha querido montar teniéndoos como testigo. Por eso, he decidido que de aquí en adelante, no os volveréis a encontrar a solas con él.

—Está bien. Haré lo que digáis.

—Quiero que os quedéis con vuestros parientes y que durante el día permanezcáis con ellos mientras los nobles permanezcan dentro de la fortaleza.

—¿Durante el día? —preguntó Sarah ingenua.

—Sí, durante el día porque por las noches, solo yo velaré por vuestra seguridad.

     Sarah no lo contradijo.

—¿Y los heridos...?

—Solo los atenderéis de noche, cuando yo pueda acompañaros y nadie pueda veros. Explicaré a los heridos, que he dado la orden de que todo el mundo regrese a sus obligaciones, incluida vos y que solo podréis acudir a la enfermería cuando acabéis la jornada. Volveréis a ayudar a Isaac en su comercio y solo regresaréis aquí, acompañada por mí. Y ahora, ¿os encontráis más sosegada y tranquila para salir de aquí? ¿Podéis poneros de pie?

—Sí... —asintió Sarah con el cuerpo laxo como si le hubiesen dado una paliza.

—Daré la orden de inmediato, de que todos los vecinos regresen a sus casas. Esperaréis aquí dentro hasta que venga a buscaros y en cuanto el tumulto de la gente salga por la puerta, aprovecharéis el caos para mezclaros con ellos y que vuestra presencia pase inadvertida. ¿Lo habéis entendido?

—Sí, Rodrigo.

—Está bien. Iré en busca de Isaac y de su esposa para que marchéis con ellos.

      Sarah asintió mientras Rodrigo la besaba por última vez, antes de que ambos abandonaran el aposento.


Tal como Rodrigo había ordenado, Sarah aprovechó la algarabía creada por los vecinos ante el apresuramiento de poder regresar a sus hogares para salir de la fortaleza. Las mujeres caminaban al lado de sus esposos después de temer por la vida de estos. Los niños jugaban y corrían dispuestos a volver a saltar por las cuestas y cunetas sin murallas que los aprisionasen. Y Sarah, escoltada por Isaac y agarrada del brazo de Esther, bajó la cuesta empedrada con la cabeza gacha y sin mirar atrás. Un presentimiento, la hacía intuir que Rodrigo no debía de haber estado muy lejos. No hacía falta hablar con Isaac para saber, que Rodrigo debía de haberle puesto al tanto de todo. Sin apenas darse cuenta, Esther había puesto sobre su cabeza y sus hombros un nuevo velo que la ocultaba de ojos indiscretos. Y simplemente con la mirada, se decían todo.

      Desde las almenas, Rodrigo comprobó como Sarah abandonaba el recinto sin mayor problema. Y una vez, que la perdió de vista, decidió continuar con el resto de sus obligaciones. Tendría que atender a sus recién llegados invitados, mal que le pesara y además, tenía unos cuantos moros que interrogar en el interior de la mazmorra. Debía descubrir las intenciones de la razia y averiguar el paradero del resto de sus miembros. Mientras hubiesen moros habitando en la Sierra, estarían en peligro.


Era ya tarde cuando los tres hombres regresaron al salón. Estaban cansados, pero satisfechos por cómo había prosperado el día. Los moros, reacios a hablar, habían sido torturados hasta que uno de ellos, confesó quién era su cabecilla y el propósito de sitiar la villa.

     Diego Manrique los esperaba, sentado en un sillón de la sala. Con mejor porte y sin rastros de su herida, el Conde de Treviño los examinó de arriba abajo.

—¡Vaya! ¡Veo que os habéis recuperado con rapidez, amigo mío! —declaró don Gómez.

—Sí, ya puedo dar pequeños pasos y llegar hasta aquí —contestó Diego.

     Diego se daba perfecta cuenta de que su hermano evitaba mirarlo. Los dos invitados, se sentaron frente a él mientras Rodrigo tomaba asiento en la gran mesa, la cual estaba llena de viandas esperando a sus comensales.

—Habéis tardado en llegar.

—Debo reconocer, que el tiempo ha pasado sin que nos diésemos cuenta de que era tan de noche. Esos herejes han sido duros de pelar y han tardado en hablar más de lo normal pero al final, han terminado por soltar la lengua —puntualizó Diego de Deza.

—¿Los habéis interrogado? —preguntó con curiosidad Diego.

—Sí. Hemos averiguado que su cabecilla es Muhammad ibn Umayya, cuyo propósito no solo era esclavizar a los vecinos de la villa, sino apoderarse de la fortaleza. Mañana, partiré de nuevo hacia Úbeda y allí, pondré al tanto a los reyes. Vuestro hermano me dará por escrito la misiva que le haré llegar a sus majestades —declaró Diego de Deza.

     El Conde de Feria escuchaba atento mientras miraba a don Rodrigo.

—Reconozco, don Rodrigo, que me habéis impresionado —declaró el Conde.

     Rodrigo levantó el rostro y le sostuvo la mirada.

—¿Por qué decís eso?

—Por la forma en que habéis defendido la fortaleza. Reconozco que esos moros, jamás habrían puesto un pie dentro. Este castillo es casi inexpugnable y vuestras lanzas son considerables —declaró don Gómez.

—A pesar de eso, los vecinos de la villa tuvieron que luchar a nuestro lado —declaró Rodrigo.

—Si, encomiable labor la de esos hombres. ¿Son solo labradores y artesanos, verdad? —preguntó el Inquisidor.

—Sí, señor.

—Si no hubiese sido porque el Conde solicitó la ayuda de mi ejército, me hubiese perdido la oportunidad de conocer estas tierras tan prósperas. ¡No me extrañan que los moros quieran hacerse con ellas! —declaró Diego de Deza—. Decidme, don Rodrigo, ¿cómo Comendador de estas tierras, obtenéis altas rentas por ellas? Creo entender que posee varias villas importantes y que no os faltan diezmos que cobrar.

—Lo normal en cualquier encomienda, don Diego —respondió de forma escueta Rodrigo.

     Rodrigo se preguntó de repente a qué venía tanto interés por parte del Inquisidor de saber cuáles eran las rentas de la Encomienda. Y a su hermano Diego, tampoco le pasó inadvertido el inusitado interés del de Deza por conocer el alcance de los maravedíes.

—¿Por qué deseáis saberlo, don Diego? ¿Acaso pretendéis abandonar la aburrida ciudad de Úbeda y encerraros aquí de por vida en nombre del rey Fernando? —preguntó con sutileza Diego.

—Ni Úbeda es aburrida, ni pretendo encerrarme aquí... —declaró don Diego de Deza—. Solo preguntaba por curiosidad.

     Ese hombre no daba puntada sin hilo y Diego sabía que había dicho una evidente mentira. Así que intentando desviar el tema de los ingresos, Diego decidió abordar de frente a su hermano.

—Esta noche no ha venido la curandera, Rodrigo. ¿Sabéis qué ha podido suceder?

     Rodrigo levantó el rostro mostrando una total indiferencia que no sentía y respondió:

—Los vecinos de la villa han regresado a sus quehaceres. Ya no hay motivo para que permanezcan dentro de la fortaleza y respecto a vos, vuestra vida ya no corre peligro como para que os siga atendiendo la curandera. Cualquier mujer puede hacerlo ¿No os parece hermano?

     Diego supo entrever el malestar que acuciaba a Rodrigo. Sabía lo que pretendía alejando a la judía de él, pero estaba equivocado si pensaba que iba a detenerse en su propósito.

—Si, lleváis razón. Ya no es necesaria su presencia. Lo que hace ella, puede hacerlo cualquier otra —aseguró Diego con una indirecta.

     Rodrigo se tensó, sin retirar la mirada de su hermano.

—Es lo más acertado —declaró el Inquisidor—. Esos conversos, a menudo no son lo que aparentan.

—Comamos o estas viandas se enfriarán.

     Rodrigo lo miró y sin añadir nada más, empezó a servirse la comida mientras los demás, lo imitaban.


Sarah había acordado encontrarse con Rodrigo a una determinada hora. Solo esperaba, que se hiciera de noche para poder salir sin peligro alguno. Rodrigo, había explicado con minuciosidad al anciano Isaac, que la presencia del Inquisidor en la villa ponía en riesgo la seguridad de Sarah, pero que también era necesario su presencia en la enfermería; varios heridos, todavía requerían la atención de ella.

     El anciano comprendiendo que el Comendador llevaba razón y la importancia de que Sarah se ocultase de la vista del Inquisidor, acordó con Rodrigo que en cuanto los vecinos se retiraran a sus casas, la joven saldría al crepúsculo para atender a los heridos y que alguien la acompañaría durante el camino, evitando que el anciano se preocupara por tal menester. Y que antes del amanecer, sería nuevamente escoltada hasta el hogar de Isaac. Sin embargo, Rodrigo ocultó convenientemente, que sería él mismo quien se encargase de tal labor.

     Sarah se había pasado la mayor parte del día callada y en un silencio sepulcral y aunque Esther, estaba contenta por estar de nuevo en su casa, intuía que algo grave sucedía por la huella visible que el llanto había dejado en el rostro de la joven. Isaac, más prudencial, no había querido presionarla. Y a pesar de los intentos inútiles de la mujer por averiguar, Sarah fue más hábil y evitó dar explicaciones aquejando que se había alegrado tanto de abandonar la fortaleza, que el llanto la había invadido, apoderándose fuertemente de ella.

      En silencio, Sarah cerró la puerta tras de sí e intentó adaptar su vista a la oscuridad reinante. Todavía había bastante nieve y el frío se calaba en los huesos. Así que, arrebujándose con sus ropas de abrigo, se cubrió bien la cabeza y dio unos cuantos pasos camino a la fortaleza, decidida a encontrarse con Rodrigo. Se sintió más sola de lo que se había sentido jamás, deambulando por los caminos con la única compañía que la luz de la luna. Aminorando el paso, caminó un breve trecho con la intención de subir la pendiente hasta el castillo, pero de repente un poderoso cuerpo salido de la oscuridad, se echó sobre el de ella y unos brazos conocidos la rodearon por la cintura. La frente de Rodrigo se posó en la parte posterior de la cabeza mientras susurraba:

—¡Por fin os tengo donde deseaba! ¡No veía la hora de que salieseis de esa casa!

      Sarah se volvió entre los brazos y debido a las sombras, no pudo advertir nada de su expresión, pero hundiendo la cara en la curva de su cuello, su lugar favorito, inhaló el olor de su piel y se abrazó con fuerza a la cintura masculina.

—¡Os quiero tanto!

      Rodrigo la izó sobre su propio cuerpo mientras sus labios capturaban los de ella. El futuro que les esperaba era incierto y el camino sería duro y lleno de peligros, pero sabía que su destino era estar unidos para siempre. De algún modo, encontrarían la manera de estar con ella y de ser felices. Se amaban con todo el alma y eso era lo más importante.

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