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CAPÍTULO DUODECIMO

—¡Señor! Este muchacho insiste en que tiene orden de presentarse ante vos... —añadió el soldado mirando de malos modos al joven.

     Rodrigo, rodeado por un grupo de caballeros, examinaba un mapa de los montes colindantes de la fortaleza cuando se vio interrumpido por un soldado. Al levantar la mirada, un muchacho poco entrado en carnes y con unos ojos saltones en los que se podía intuir agudeza e inteligencia, lo miraba con interés.

—Imagino que sois el hijo de don Sancho... —dijo Rodrigo.

      El muchacho asintió sin pronunciar palabra, pero el soldado enojado por la forma de comportarse del crío, lo cogió de la nuca y lo elevo varios centímetros del suelo con la intención de darle un escarmiento.

—¿No os enseñaron que hay que dirigirse con propiedad cuando habléis con vuestro señor? ¿O es que no tenéis lengua?

—¡Soldado! ¡Dejadlo en el suelo! A este joven le queda mucho por aprender y no conseguiréis nada asustándolo. Será mi nuevo escudero...

     Solo entonces, los caballeros que rodeaban al gran Maestre, se giraron con interés mirando con detenimiento al crío.

—Señor, tenéis soldados más valerosos y fuertes que este joven escuálido. Os aseguro, que estarían más que dispuestos a ser vuestro escudero... —señaló el capitán.

—No es cuestión de valentía o fuerza, capitán. Tengo un compromiso que cumplir con el padre de este muchacho. Dotadlo del equipamiento que vaya a necesitar y señalarle sus nuevas obligaciones... —le indicó Rodrigo al soldado.

—Sí, señor —contestó el soldado con el entrecejo fruncido—.¿No habéis escuchado al Comendador? ¡Moveos! —le gritó el soldado al joven que parecía alelado.

—¡Ah, soldado! —señaló Rodrigo.

—¿Sí, señor?

—Con suavidad, con un poco más de suavidad... —le indicó Rodrigo al hombre arrancando las carcajadas de los asistentes.

—Como ordene, señor —dijo el soldado mostrando el descontento por el hecho que señalaba su jefe.

     Cuando ambos hubieron salido, el capitán se volvió hacia su señor y exclamó:

—¡Uf...! Ardua labor tenéis con ese muchacho, señor. Es un saco de huesos y dudo mucho que pueda levantar vuestra armadura.

—Es hijo del alcalde, capitán. El buen hombre acudió a mi para encauzar el destino de su hijo y aunque parezca enclenque, no os engañéis, es listo. Si se parece a su padre, sacaré provecho de él. Os lo aseguro. Además, no podía hacer menos ante el ruego de su padre...

—Por nosotros, no hay problema señor —indicó el capitán sonriendo.

—Bueno, volvamos a lo que estábamos cuando nos han interrumpido. ¿Qué nuevas han traído los hombres que salieron ayer?

—Nada, señor. Seguimos sin dar con el cabecilla.

—Que sigan peinando la zona. No debe hallarse muy lejos. El que esté escondido no significa que haya desistido de sus intenciones. Muhammad debe estar metido en alguna cueva o en algún sitio, solo hay que encontrarlo. A partir de mañana, en la fortaleza se quedará la guarnición suficiente para protegerla, pero los demás, saldremos con ustedes para intentar hallarlos.

—Como ordene, señor.

—Mientras tanto, no quiero que se vuelva a repetir la situación que tuvimos durante el asedio.

—¿A qué se refiere, señor?

—Se repondrán los suministros suficientes para sufrir otro asedio; si lo hubiese, claro está. Los campesinos que tengan tierras cercanas a la fortaleza, podrán seguir trabajándolas, pero a la menor señal de peligro, se refugiarán dentro del castillo. Habrá patrullas que vigilen el exterior... Y en cuanto a los vecinos, se entrenará a los muchachos y adultos con la edad suficiente para disparar un arco o llevar un arma. Ese muchacho que acaba de salir, es la prueba fehaciente de que necesitan aprender a luchar, sobre todo cuando nos hallemos en inferioridad. Disponga de todo aquel que pueda luchar, incluidas las mujeres.

—Sí, señor. ¿Algo más?

—No, pueden retirarse. Haga pasar ahora al secretario y al tesorero.

     Los caballeros asintieron, pero antes de que el capitán saliera, Rodrigo lo detuvo.

—¡Capitán!

     El hombre se giró al instante, esperando más instrucciones, pero Rodrigo logró sorprender al soldado con su pregunta:

—¿Qué tal la nueva alcoba?

     El soldado sonrió ante la orden y respondió.

—¡Demasiado para un hombre como yo, señor!

     Rodrigo sonrió.

—No sea tan humilde, capitán...  Alguien debía ocuparla.

—¿Y usted, señor? ¿Qué tal su nuevo hogar?

—Si le digo la verdad, todavía no he tenido tiempo de pasar más que unas pocas horas en él... —dijo Rodrigo quedándose callado de repente y deteniéndose unos segundos—. ¿Sabe qué?

—¿Qué señor? —preguntó el capitán con interés.

—Creo que me voy a marchar. No me espere en toda la tarde. Acabaré de atender los asuntos más urgentes y me marcharé. Mañana, saldremos antes de que amanezca... —señaló Rodrigo.

—Como ordene, señor —contestó el capitán saludando a su superior con una ligera inclinación de cabeza y sonriendo mientras salía.


     Unos minutos después, Rodrigo guardaba los mapas de encima de la mesa y repasaba con el secretario y el tesorero, las últimas rentas de los predios y heredades. Debía pagar a sus caballeros, y en virtud de lo sucedido en las últimas semanas, debía contratar a nuevos lanceros. Sin embargo, quería tratar otro tema que lo inquietaba. Una vez que las cuentas quedaron claras y se estableció la cuantía de los salarios a sus hombres, Rodrigo se dirigió al tesorero.

—Hay algo de lo que no hemos hablado —señaló Rodrigo.

—No sé qué puede habérseme olvidado... Usted dirá, señor —dijo el tesorero deteniéndose al instante.

—Quiero que disponga de una parte de los ingresos que debo percibir y se los haga llegar a mi esposa...

—¿Cómo, señor? —preguntó el tesorero que no se esperaba tal petición.

—Que una parte de mis rentas, serán entregadas a mi esposa. Habrá ocasiones en que no me halle en la fortaleza y es mi deseo, que tenga total libertad de disponer de ellas cuando lo necesite.

—¿Sin su supervisión, señor? —preguntó el hombre extrañado.

—Confío en que mi mujer sabrá hacer buen uso de las rentas.

—Como ordene, señor. ¿Y de cuánto estamos hablando, señor?

—Con cuarenta mil maravedíes será suficiente, por el momento, claro...

       El tesorero miró con asombro al comendador, pero no se atrevió a añadir nada más.

—Ah y encárguese de que hagan llegar a mi casa, el suficiente cereal, aceite y viandas que mi esposa pueda necesitar...

—Así se hará, señor.


Cuando Rodrigo terminó, era cerca del medio día y conforme se disponía a salir del castillo, le llegó el olor a comida procedente de la sala donde los soldados se reunían para comer. Deteniéndose unos segundos, se lo pensó mejor y se dirigió hacia la cocina, para salir unos minutos después, portando unas viandas preparadas por el cocinero. Esa mañana, había dejado a Sarah dormida y de seguro, que no habría probado alimento alguno desde entonces.   

      Frunciendo el ceño, se preocupó por ella. Había dispuesto que le suministraran lo necesario en la casa, pero se le había olvidado por completo, que Sarah no habría comido nada desde la noche anterior.

       Dejando la fortaleza atrás y dirigiéndose hacia el que ahora era su nuevo hogar, Rodrigo caminó rápidamente por las empedradas calles, deseando llegar cuanto antes. Conforme iba llegando, su mirada se detuvo en las ventanas abiertas de la casa y comprobó de forma grata, que Sarah debía haber estado sumida en sus nuevas obligaciones. Una estera que había visto dentro de la casa, colgaba de la ventana. Sacando la llave que tenía, abrió la puerta y entró.

—¡Sarah! —llamó Rodrigo a su esposa en voz alta.

     Cuando nadie respondió, Rodrigo se adentró en el interior de la casa pensando que en algún lugar debía hallarse. Cerrando despacio la puerta, se dirigió hacia la cocina, pero el fuego estaba apagado y allí no había nadie.

—¡Sarah! —gritó elevando un poco más la voz.

        Registrando todas las dependencias de abajo, no encontró ni a las muchachas que debían ir esa mañana ni a su esposa y subiendo con celeridad los escalones que conducían a la parte de arriba, llegó a la segunda planta. De pronto, el ruido y algunas voces alegres que hablaban relajadamente, le llegó procedente de la que era su alcoba; entre ellas, pudo distinguir la de su mujer. No sabía por qué sintió una inesperada ansiedad por verla, pero cuando llegó hasta el lugar de donde procedía el jaleo, se quedó como un pasmarote viendo a las tres mujeres sentadas en el interior. Sarah, sentada encima del lecho, hablaba con interés a las dos niñas que la observaban con fascinación.

       Sarah percibió un movimiento a su izquierda y giró la cabeza, sorprendiendo a Rodrigo en el marco de la puerta.

—¡Rodrigo! No os esperaba... —dijo Sarah levantándose rauda y yendo hacia él.

—¡Ya lo veo! —contestó Rodrigo observando el desbarajuste de la alcoba.

—Estábamos un poco cansadas y he decidido darnos un descanso. ¿Os parece mal...? —preguntó Sarah disculpándose.

—¿Cómo ha de parecerme mal? Sois vos la que gobernaréis esta casa y la que debéis decidir cuándo os detenéis. Esto no es asunto de hombres... —declaró Rodrigo con sencillez.

      Las dos chiquillas se levantaron del suelo al instante y con la mirada cabizbaja, permanecieron quietas en el sitio, esperando que Sarah les diera instrucciones y cohibidas por la presencia de Rodrigo. Comprendiendo enseguida lo que el alcalde le había dado a entender, porque prácticamente las sirvientas eran aún unas niñas, Rodrigo supo que aprenderían pronto de la mano de su esposa y máxime, cuando parecían fascinadas con su nueva ama.

—¡Habéis estado atareada esta mañana! —advirtió Rodrigo mirando a su alrededor.

—Si, tal como dijisteis, el lugar necesitaba un poco de limpieza... —contestó Sarah caminando hacia él.

      Inesperadamente, Rodrigo agarró la mano de Sarah y sin que esta pudiera impedirlo, la acercó hasta él y le dio un fuerte beso en los labios. Pero todo fue tan rápido, que a Sarah no le dio tiempo a disfrutar de la caricia si quiera.

—¿No vais a presentarme a vuestras ayudantas? —preguntó Rodrigo sin soltarla.

—¡Claro! —susurró Sarah anonadada.

     Volviéndose hacia las niñas, las presentó:

—Ella es Juana y ella —dijo Sarah señalando la otra niña— ...es Catalina.

—Me alegro de que estéis aquí y ayudéis a mi dama. Supongo que don Sancho os habrá explicado vuestras nuevas obligaciones y lo que se espera de vosotras... —dijo Rodrigo mirándolas con atención.

—Sí, señor —respondió la niña menos tímida.

—Ya saben que deben atender a todo lo que les ordene la señora y que deberán obedecerla... —les advirtió Rodrigo mientras las niñas asentían—. Entonces, creo que por hoy, pueden marcharse a sus casas. Mañana, podrán proseguir con lo que estaban haciendo, pero antes de anochecer, regresarán nuevamente. Esta tarde, quedan dispensadas de sus obligaciones —les ordenó Rodrigo comprobando la sonrisa de satisfacción que había parecido en el rostro de las niñas—. ¡Pueden marcharse!

—Gracias, señor —respondieron al unísono mientras hacían el respectivo saludo y salían de la alcoba.

    Sarah no añadió nada más a las órdenes de Rodrigo, pero en cuanto las muchachas hubieron salido, lo miró con interés y con la curiosidad reflejada en los ojos, le preguntó:

—¿Habéis venido para quedaros?

—No... —señaló Rodrigo acercándola más hacia él.

—¿Entonces...? —preguntó Sarah ingenua.

—He venido para quedarme toda la tarde con vos... Parece los mismo, pero no es lo mismo.

—¿En serio...? —preguntó Sarah mientras se le iluminaban los ojos por la emoción.

—Si, he creído que deberíamos pasar la tarde juntos. Primero comeremos y luego...

—¿Luego...? —preguntó Sarah.

—Bueno, ya veremos lo que hacemos después. No he decidido todavía si primero os acompañaré a que recojáis vuestras cosas de la casa de Isaac, o si visitaremos al carpintero de la villa para encargarle los muebles que hacen falta, o si permaneceré en el lecho toda la tarde haciéndoos el amor...

—¡Oh, vaya! ¡Tenéis una larga lista de obligaciones antes de que llegue la noche! Quizás, no sería mala idea empezar por lo del carpintero —sonrió Sarah con picardía—. Aunque a lo mejor, podría tentaros primero...

—Esto último, quizás sea más de mi agrado, señora. Cuando terminemos de comer, me contaréis cómo vais a realizar tal propósito... —señaló Rodrigo alzándola sobre su cuerpo mientras ambos eran conscientes de que los invadía un fuerte deseo que nada tenía con ver con comer.

—¿Comer...? —preguntó de repente Sarah asustada, cayendo en la cuenta que se había echado encima la hora del mediodía y que no había nada dispuesto—. ¡Soltadme! ¡Se me olvidó por completo...! No tengo nada que ofreceros, mi señor. Mucho me temo que no hay comida alguna... —declaró Sarah apenada.

—No os preocupéis, he traído algo de comer para ambos y hace un rato, di la orden para que esta tarde os traigan lo que necesitaréis: trigo, cebada, aceite, carnes... Cuando lleguen, podréis comprobar si os falta algo más y si es así, solo tenéis que pedirlo. Os lo traerán de inmediato.

—Sois muy atento. Debo confesar, que no había pensado en ello. Siempre era Esther la encargada de preparar la comida...

—No hace falta que os disculpéis. Es mi obligación proveeros de todo lo que necesitéis.

—¡Vaya desastre de esposa que tenéis! La primera vez que debo de atender a mi esposo y se me olvida... —dijo Sarah, claramente contrariada.

—No os dije a qué hora regresaría, ni disponíais de lo necesario. Con lo cual, dejad de atormentaros, os perdono por el descuido. Además, sois vos, la que seguramente no habéis probado bocado desde anoche. Pero como castigo, aplacaréis vuestra hambre y la mía.

       Sarah entendió al instante, la clase de hambre que padecía Rodrigo.

—¿Y se puede saber, cuánto tiempo disponemos? —preguntó Sarah sonriente.

      Rodrigo ya no fue capaz de contestar a su esposa. Estaba excitado solo con escucharla, y teniendo un lecho enfrente de ellos, ni se lo pensó. Decidido, devoró a su esposa con la boca, mientras la depositaba encima del lecho con extrema delicadeza.

—De toda la vida... —le contestó Rodrigo entre beso y beso mientras ambos saciaban su hambre.

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