CAPÍTULO DECIMOTERCERO
Acostados en el lecho, Sarah permanecía silenciosa y callada. Intentando hallar un sueño que no llegaba, bajo el abrazo fuerte de Rodrigo. Con los ojos cerrados, sentía en la nuca su aliento mientras éste rodeaba su cintura acercándola a él. Era reconfortante sentir el cuerpo cálido de su esposo a su lado, después de haber hecho el amor.
Su padre y ella se habían complementado tan bien, que no había echado en falta la figura de un compañero. Ezequiel había sido el único pretendiente que había tenido y en cuanto supo de sus intenciones, se negó categóricamente a aceptar de buen grado un enlace entre ambos. Era tan presuntuoso, violento e irritable, que chocaba con él cada vez que lo sentía hablar. ¡Cuán distinto era del carácter de Rodrigo! Ezequiel nunca hubiese podido competir con su esposo, paradigma de la bondad, el honor y la prudencia.
Era consciente de la gran suerte que había tenido. Máxime cuando la pérdida de su padre la había llevado a darse un baño de realidad: asumiendo que viviría el resto de sus días sola, escondiéndose de cualquier persona que pudiera amenazarla. Llevándola a la creencia irracional que jamás compartiría su vida con nadie más. Sin embargo, Rodrigo había llegado como una brisa de aire fresco, inundándola con su amor y con su propia fuerza. Decidido a no separarse de ella.
Construirían una vida juntos basada en el amor, el respeto y por qué no, en una nueva fe. Y ese era un tema que la preocupaba. No había hablado con Rodrigo de sus propias costumbres y de las que habían sido sus creencias religiosas hasta su bautizo, pero de algún modo, estaba dispuesta a cambiar y a aceptar los designios escritos por el destino para ella. Intentaría acomodarse a su nueva situación de casada y a aprendería lo necesario para no perjudicar la posición de su esposo.
—¿Qué os perturba que estáis tan callada y no conseguís dormir? —preguntó Rodrigo en voz baja, casi adormilada.
Sarah con los ojos cerrados, acarició con la única mano libre que tenía, el vello del brazo de Rodrigo.
—¿Qué me habría de perturbar? Solo pensaba...
—¿Y qué pensamientos son esos que os impiden conciliar el sueño? —insistió Rodrigo—. Pensé que después de hacer el amor, os dormirías de inmediato. Debéis de estar cansada después del ajetreo de esta tarde.
—Solo pensaba que después de todo, soy afortunada de que me encontrarais. El destino es tan caprichoso...
—¿Os inquieta saber que sois afortunada...? No podéis engañarme, algo más os inquieta y no es costumbre vuestra decir mentiras. Estoy empezando a conoceros. ¿Decidme qué os preocupa? —preguntó con rotundidad Rodrigo.
Sarah se volvió hacia él y abrazándolo de nuevo, fijó la mirada en sus ojos y acarició su rostro subiendo la mano hasta los anillos encaracolados que el fuerte pelo de Rodrigo se empeñaba en llevar hasta su frente.
La caricia de los dedos de Sarah enrollando su pelo, hizo que Rodrigo la besara en los labios y se olvidara por unos instantes de su pregunta. No guardaba ningún recuerdo de cuando era pequeño, ni de que nadie acariciara su cabello con tanta ternura, impregnando de amor cada uno de sus gestos. Aunque cualquier muestra de afecto de Sarah, lo encandilaba como si fuese un niño pequeño e impresionable.
—¡Habladme de vos! Estoy casada y apenas conozco nada de mi esposo, salvo a vuestro hermano mayor... —declaró Sarah de repente.
—Primero, me diréis en qué estabais pensando que os hace quitaros el sueño —declaró Rodrigo decidido a esperar pacientemente.
—Está bien, si ese es vuestro deseo... —dijo Sarah conteniendo la respiración—. Debo deciros que en cuanto amanezca, iré en busca del hermano Bartolomé. Quiero saber todo lo que una buena esposa debe saber, incluso las enseñanzas que como nueva cristiana debo tener. No quiero desmereceros, ni perjudicaros de modo alguno... —respondió Sarah retirando la mirada de él y bajándola hasta su pecho.
Rodrigo la miró con seriedad y tuvo que insistir un poco para levantarle la barbilla y que lo mirara nuevamente porque Sarah se obstinaba en retirar la mirada.
—Nunca hubiese hallado mujer más merecedora que vos para compartir mi vida. ¿Todavía dudáis de eso? —preguntó inquieto.
—No estoy acostumbrada a ciertas cosas como comprenderéis... —dijo Sarah.
—¿A qué cosas os referís?
—Por ejemplo, a actuar correctamente cuando tengáis invitados o saber comportarme en la iglesia...
—No debéis preocuparos por ese tipo de cuestiones. Yo os daré las indicaciones que necesitéis y además, sois la digna imagen de la prudencia y el saber estar. Nunca podríais avergonzarme... —declaró Rodrigo convencido.
Sin embargo, había algo más que preocupaba a Sarah y entre dudando en si decírselo o no, al final optó por la sinceridad.
—La imagen de mi padre ardiendo en esa hoguera no se me borra de la mente. Temo que algún día podáis cansaros de mi persona y me repudiéis por mis orígenes...
Rodrigo se envaró ante tal pensamiento.
—Antes preferiría cortarme un brazo y que me arrancaran los ojos, a provocaros cualquier mal.
A Rodrigo le molestaba esos pensamientos que mortificaban a Sarah y los cuáles, no sabía con qué argumentos luchar. Nunca había tenido que convencer a nadie de que sus sentimientos eran profundos y duraderos y que para nada le importaba su procedencia.
—Sois la hija de un buen hombre, aunque muchos se empeñen en señalar lo contrario. No volveréis a pensar en eso que tanto os mortifica y os prometo, que cuando tengamos hijos, no pensaréis en tales cosas... os mantendré entretenida todo el tiempo.
—¿Hijos...? —preguntó Sarah con una sonrisa.
—Sí, hijos... Os daré tantos, que estaréis siempre atareada y sin tiempo para pensar en esas absurdidades. Además, creo que no debo estar haciéndolo muy bien cuando todavía no he logrado tan alto propósito —afirmó con rotundidad Rodrigo.
—Os aseguro, que lo estáis haciendo maravillosamente bien y que si pronto no estoy en ese estado, no tardaréis mucho en hacerlo... —sonrió Sarah volviendo a anillar su pelo entre su dedo.
—Nada me haría más dichoso que crear una nueva vida sabiendo que vos seréis la madre de mis hijos. No veo el momento de que llegue la hora en que os vea engordar a causa de mi hija...
—¿Hija? —preguntó sorprendida Sarah—. ¿No deseáis un heredero varón?
—Habrá tiempo para herederos. Solo quiero disfrutar junto a mis hijos y verlos crecer. No quiero perderme nada de su vida. Apenas llegué a conocer a mi padre y no volveré a repetir ese mismo error con mis propios hijos. Serán educados y amados por sus padres, y no por extraños; jamás tendrán que preguntarse cuándo volverán a ver a su padre... —aseguró Rodrigo con firmeza—. Mis tiempos de ir de batalla en batalla, acabaron. Ya no tengo edad de andar por ahí...
A Sarah la sacudió la risa y Rodrigo la observó contrariado.
—¿Os reís de mí?
—Si... —dijo Sarah volviendo a reírse—. ¡Es que sois tan viejo....! —continuó riéndose sin poder evitarlo.
—Ya veo que no me tomáis en serio —dijo Rodrigo con el ceño fruncido.
—Si vos sois viejo, ¿qué soy yo? —preguntó Sarah intentando aguantar la risa.
—Sois una joven esposa que no debería burlarse de su esposo... —aseguró Rodrigo compartiendo su humor—. De acuerdo, creo que he exagerado un poco pero os aseguro, que mis días de recorrer tierras extrañas has acabado. Solo deseo formar una familia junto a vos.
—Apenas conozco nada de vuestra vida... —volvió a asegurar Sarah—. Habladme de ella. Veo resentimiento y algo que no sé discernir, detrás de vuestra voz.
—Y así es. Necesité a un padre que apenas estaba en casa. Siempre de batalla en batalla y con el tiempo justo de llegar al castillo, dejar embarazada a mi madre con un nuevo hijo y salir en busca de más guerras...
—No tuvisteis una infancia fácil... —susurró Sarah apenada.
—¿Y qué niño podría decir que tuvo una infancia fácil? Con los tiempos que corren... —dijo Rodrigo con honestidad—. Solo fui educado para la guerra... ¿Sabéis que con solo doce años libré mi primera batalla contra los moros? Eso es lo único que le debo a mi padre, su empeño en que fuese militar. Pero no recuerdo ni una sola muestra de afecto. Sin embargo, el destino hizo que los primeros años de mi vida, mi hermano Diego estuviese siempre encima de mí y asumiese ese papel. En realidad, puedo decir que tuve dos padres, ya que Diego suplió con creces la ausencia de mi progenitor.
—Por eso vino a veros. En realidad se preocupaba por vos... —declaró Sarah comprendiendo la actitud de su cuñado con respecto a ella.
—Si, por eso su empeño de que emparentara con los Figueroa. No puede evitar seguir manejando los hilos de mi vida, como cualquier padre con su hijo.
—Eso no es malo —declaró Sarah.
—No es malo siempre y cuando no pretendan separarme de vuestra persona. Ahí, si que soy intransigente —dijo Rodrigo mirándola con seriedad.
—¡Y yo que me alegro, mi señor! —respondió Sarah alegre—. Sabéis que vuestro hermano no volverá a interferir en vuestra vida.
—Mi hermano no sería capaz de alejarse de mi persona ni aunque estuviese en Tierra Santa. No penséis que no volveremos a verlo. En realidad, es un metomentodo, como mi madre... —declaró Rodrigo.
—Vuestra madre, no me habéis hablado de ella... —le regañó Sarah con un brillo especial en los ojos—. Yo..., no conocí a la mía. ¿Creéis que le gustaré? —preguntó Sarah con inocencia.
—¿Cómo no le vais a gustar? Si sois tan hermosa por dentro como por fuera... Además, compartís una misma afición.
—Y cuál es... —preguntó Sarah con curiosidad—. Mi propia persona. Ambas, sois las dos únicas mujeres que me amáis en esta vida.
Rodrigo aprovechó esa confesión para besarla.
Ciudad de Úbeda, Casa de la Inquisición.
—Su excelencia, ha llegado la persona que esperabais —dijo un soldado.
—¡Hacedlo pasar de inmediato! —ordenó Diego de Deza.
Un campesino entró en la sala, asustado y cohibido por la magnificencia del lugar y por tener que encontrarse de frente con el Inquisidor.
—Podéis pasar, todavía no he matado a ningún campesino —dijo de malos modos Diego de Deza burlándose del tembleque del anciano.
La expresión desfigurada del rostro del campesino, hacía presagiar que el Inquisidor era capaz de eso y de más.
—¿Y bien? ¿Me traéis las noticias que necesito?
—Sí, vuestra reverencia... —contestó con humildad el hombre.
A Diego de Deza, le gustó ese tratamiento dado solamente a la alta jerarquía eclesiástica. No había duda, que ese anciano era tan ignorante que desconocía las más mínimas fórmulas de cortesía. Pero habiéndolo elevado de rango, no sería él quien lo desmentiría.
—¡Hablad, entonces! ¿Con quién está prometido el comendador?
—No está prometido, vuestra reverencia... —declaró el hombre, quedándose a medio de hablar debido a la interrupción del Inquisidor.
—¿Cómo que no está prometido? Don Rodrigo Manrique afirmó que estaba prometido... ¿Os estáis burlando de mí? —preguntó irritado Diego de Deza.
—¡No osaría en la vida hacer tal agravio! El comendador no está prometido porque se ha casado, señor.
—¿Casado? —preguntó sorprendido el Inquisidor, levantándose del sillón de inmediato—. Eso que decís, no puede ser verdad...
—Os juro por lo más sagrado que os estoy diciendo toda la verdad... —aseguró el pobre hombre echándose a temblar.
Diego de Deza comprobó el lamentable estado del hombre que tenía delante y supo al instante, que no mentía.
—Decidme..., ¿con quién contrajo matrimonio el comendador?
—Con una judía, señor. De nombre: Sarah.
—¿Una judía...? —preguntó incrédulo mirando desconcertado al campesino—. ¡No puede ser verdad!
—Don Rodrigo se casó con la judía en cuanto os fuisteis de la villa —declaró el campesino agarrándose con fuerza las manos para que no se le notara en demasía sus temblores.
—¡Vaya, vaya..., con el comendador! ¡Quién lo diría! —susurró el Inquisidor con una ligera sonrisa.
Dirigiéndose de nuevo hacia su sillón, el Inquisidor despachó con un gesto de la mano al campesino:
—¡Podéis retiraros!
El campesino asintió dando las gracias precipitadamente, pero antes de marcharse le preguntó con voz trémula:
—¿Dejaréis ahora libre a mi hijo, tal como prometisteis?
Diego de Deza lo miró fijamente durante unos segundos y asintiendo, volvió a indicarle con la cabeza que se marchara. El campesino suspiró de alivio y salió de la sala como alma que lleva el diablo.
Unos segundos después, Diego de Deza pensaba en qué ficha del juego mover. Debía actuar con astucia y aprovecharse de esa situación. El gran Maestre de la Orden de Santiago casado con una judía. No había duda que don Rodrigo se lo había puesto en bandeja.
—¡Con que esas tenemos, señor Comendador! A don Gómez no le va a agradar nada que hayáis desairado a su hermana por una judía. No señor..., no le gustará —sonrió murmurando para sí Diego de Deza—. Sin embargo, todavía hay algo que debo hacer. Os saldrá cara la audacia, ya lo creo...
Sentado frente a la mesa, Diego de Deza empezó a escribir un documento al Concejo de Segura y media hora después, firmándolo, lo dobló y lo selló con cera, depositándolo en un montón de documentos que tenía para enviar. Su estancia en la Úbeda debía llegar a su fin y ya estaba tardando en recaudar fondos para su causa.
Villa de Segura de la Sierra, una semana después.
—Buenos días, don Sancho. ¿Qué le trae por aquí a tan temprana hora? —preguntó Rodrigo sonriendo.
—Un asunto de tremenda gravedad, vuestra señoría.
Rodrigo miró con seriedad a don Sancho.
—¡Tome y lea por vos mismo! El Concejo lleva reunido dos días, intentando hallar una respuesta para don Diego de Deza —contestó el alcalde contrariado.
La postura encorvada de la espalda y el decaimiento de hombros hacia delante presentaba una actitud derrotada del alcalde que a Rodrigo no le agradó. Abriendo el documento, empezó a leer en silencio mientras su mirada bailaba por las letras de tinta impresas por la mano del Inquisidor.
—¡Es inaudito, este requerimiento! El Inquisidor no tiene ningún derecho a requerir y confiscar los diezmos del Concejo —contestó Rodrigo irritado.
—Todos sabemos que no es un derecho que le asista, pero el Santo Oficio no se anda con tonterías, mi señor. ¿Qué opinión le merece ese documento?
—De Diego de Deza solo conozco su afán por ascender en el seno de la Iglesia. Este documento no es más que un intento de adquirir apoyo para su empresa, lo que me extraña es que no revelara sus intenciones cuando estuvo aquí. No hay duda que vino a averiguar de primera mano cuán próspero es el Concejo y cuánto podía recaudar.
—¿Qué vamos a hacer, señor? No yerra en las intenciones del Inquisidor... ¿Debemos contrariarlo y negarnos a entregarle los diezmos?
—El Concejo responde ante mí, no ante el Inquisidor. Dejad de mi mano este asunto. Yo contenderé con <<Su Santidad>> —declaró Rodrigo con mofa—. Decidle al Consejo, que esta tarde mantendremos una reunión urgente. Necesito examinar con precisión las condiciones de la exigencia y posiblemente, vaya en persona a darle la respuesta.
—En tal caso —arguyó don Sancho— tendremos que ser cautelosos y estudiar con detenimiento cada una de los puntos que alega. Debéis mostrar firmeza ante el Inquisidor y justificar con palabras la negación del Concejo. No debemos amilanarnos ante esta injusticia, podría sentar las bases para que de aquí en adelante, el Santo Oficio nos reclamase más diezmos para sus causas.
—Sacad las leyes que hayan al respecto; habré de estudiarlas con detenimiento antes de mi marcha.
—Os lo agradecemos, señor.
—Es mi labor como Comendador velar por el bien de la encomienda. No debéis agradecerme nada, don Sancho.
—Aun así, me siento un poco más tranquilo dejando este asunto en vuestras manos. Don Diego de Deza no es un buen hombre, no debéis fiaros de él, mi señor.
—No os preocupéis, don Sancho. Permaneceré alerta a cualquier tropelía.
El alcalde miró al comendador con preocupación, era muy fácil decir que no se preocupara en ese asunto tan inquietante. Examinaría cada día línea de las leyes con detenimiento, aunque le llevara toda la noche.
Era noche cerrada y Rodrigo no había regresado. Había ordenado a las muchachas que se retiraran, ella sola podía atender a su esposo cuando llegara de las obligaciones que lo entretenían. En ese momento, sentada frente a la mesa en el salón, escuchó cómo la puerta de la entrada se abría y aliviada se levantó y corrió a su encuentro.
Rodrigo estaba cansado después de acordar durante horas con el Concejo, el modo más adecuado de abordar el caso. Cerrando la puerta de su casa, se volvió cuando un ruido a su espalda lo alertó. Girando sobre sí, descubrió la figura de Sarah en la puerta del salón.
—¿Todavía estáis levantada?
Sarah asintió, comprobando los signos del cansancio en su rostro.
—¿Por qué no habría de esperaros? —preguntó a su vez Sarah.
—Debí mandaros recado con algún soldado de que no permanecieseis despierta. Me entretuvo un asunto urgente y no me di cuenta que era tan tarde... —se disculpó Rodrigo.
A Sarah le extrañó la nota de agotamiento en su voz y le preguntó:
—¿Queréis que os ayude a desvestiros antes de cenar?
—Sí, por favor... aunque no tengo mucha hambre.
—Aunque no tengáis ganas de comer, debéis llevar algo de alimento al estómago. No es bueno acostarse sin cenar.... —aseguró Sarah.
—Estoy acostumbrado a comer una sola vez al día, no os preocupéis por eso... —dijo Rodrigo—. ¿Habéis cenado vos?
—No, os he estado esperando —dijo Sarah dándose cuenta que no le había dado su habitual beso.
Subiendo las escaleras, en pos de su esposa, Rodrigo la siguió hasta la alcoba de ambos. En cuanto entraron, Sarah prendió una vela y sin decir nada, se dispuso a quitarle prenda por prenda. Fue despojándolo de su vestimenta, hasta que Rodrigo se quedó casi en cueros frente a su mujer y esperando que esta le alcanzase algo más liviano que llevar, la miró arrodillada frente al arcón que contenía su ropa. No sabía cómo decirle que debía partir al día siguiente.
Sarah estaba sacando del arcón una túnica, cuando Rodrigo dijo inesperadamente:
—Mañana, debo partir hacia la ciudad de Úbeda.
Girándose de inmediato hacia él, se levantó del suelo y lo miró con cara de preocupación.
—¿Vais a partir?
—Sí, debo resolver un asunto urgente con el Inquisidor —contestó Rodrigo sin querer ocultarle nada.
Sarah palideció y sin darse cuenta, le preguntó tartamudeando:
—¿Es a causa de nuestra boda?
—No... —dijo Rodrigo acercándose a ella y cogiéndola de la cara—. No temáis, no tiene que ver con nuestro matrimonio.
—¿Entonces? —preguntó Sarah intentando comprender.
—El Inquisidor ha solicitado el pago de unos diezmos de la villa que no le corresponden. Como Comendador, debo ir y aclarar todo el asunto.
—Oh..., es un alivio saberlo, ¿pero estáis seguro que es por eso? —preguntó de nuevo Sarah.
—¿Qué otro motivo podría haber? —preguntó a su vez Rodrigo.
—No lo sé, decídmelo vos... —dijo Sarah.
Rodrigo depositó un suave beso en los labios de Sarah y la abrazó, pegando su cuerpo al suyo. Necesitaba besarla y hacerle el amor. Estarían un tiempo sin verse y no estaba preparado para separarse de ella tan pronto. Así que, levantándola del suelo, comenzó a andar hacia el lecho y fue depositándola poco a poco hasta que ambos se encontraron uno encima del otro.
Sarah sabía lo que pretendía Rodrigo. Sin embargo, distraerla no haría que olvidase el desasosiego que la embargaba. En cuanto pudo liberarse del beso arrasador de su esposo, Sarah le suplicó:
—¿Hay algo más...? Llevadme con vos. Os prometo que ni siquiera notaréis mi presencia.
Rodrigo levantó la cabeza ante la angustia que había detectado en el ruego de Sarah.
—Solo serán unos días y por supuesto que no hay nada más. Volveré en cuanto menos lo esperéis. No es necesario que viajéis conmigo y volváis a esa ciudad donde tanto sufristeis.
—Sufriré más si no os veo. ¡No me dejéis aquí! —volvió a rogar Sarah.
La posibilidad de que Rodrigo se fuera y la dejara sola, le producían ganas de llorar. Las lágrimas comenzaron a salir de sus ojos mientras esperaba con desesperación la respuesta de Rodrigo.
—¡Por Dios, no lloréis! No me merezco vuestras lágrimas y no soporto veros así —fue el turno de Rodrigo de rogarle desesperado.
—Pues no me dejéis. ¡Llevadme con vos, por favor! —dijo Sarah mientras las lágrimas saladas mojaban a su vez el rostro de Rodrigo.
—Me desarmáis por completo... —dijo Rodrigo levantando el rostro y mirándola con cariño—. Está bien. Vendréis conmigo pero con una condición... —dijo Rodrigo mirándola nervioso.
Ella asintió de inmediato.
—Obedeceréis cuanto os diga y no os expondréis a ningún peligro.
—Os lo prometo, os obedeceré en todo —sonrió ligeramente Sarah—. ¿Y qué peligro podría correr junto a vos? Sois mi fiel guardián, mi señor... Nada ha de pasar junto a vos.
Rodrigo la besó de nuevo, olvidándose por completo de la comida que esperaba abajo. Necesitaba antes a su esposa y tenía toda la noche para amarla.
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