CAPÍTULO DECIMOSEXTO
—¡Sarah!
—¿Qué le sucede? —preguntó Clara María agachándose al otro lado de Rodrigo, seguida por su esposo y por doña Mencía.
—No lo sé —declaró con gran preocupación Rodrigo.
—Desabrochadle por detrás el vestido, que pueda respirar —señaló Clara María tocándole la frente—. Hace un rato se mareó cuando estuvimos en la alcoba, pero no le dio mayor importancia —volvió a decir Clara María.
—¿Se mareó? ¿Y por qué me entero ahora? —preguntó Rodrigo elevando la voz.
—No llegó a desmayarse del todo, don Rodrigo —intentó justificar Clara María a su amiga—. Solo se sintió indispuesta. Cuando bajamos despacio la escalera y vimos llegar a doña Mencía, se nos olvidó por completo.
—¡Maldita sea! No debí traerla a este viaje —dijo Rodrigo.
—Quizá el motivo de mi llegada, haya provocado el desmayo —añadió doña Mencía sintiéndose culpable.
Rodrigo sostenía el cuerpo inerte de Sarah con la ansiedad reflejada en el rostro, pero no fue capaz de contestar a la joven. Sin embargo, Clara María añadió:
—No..., conozco a Sarah y ella es una persona fuerte. Además, puedo asegurarles que se sintió mareada cuando subimos a la alcoba y fue antes de que vos llegarais, doña Mencía.
—¿Desde cuándo está así? —preguntó Diego de la Cueva a Rodrigo.
—No lo sé. No tenía constancia de que se encontrase mal. Durante el camino, no mostró signos de encontrarse indispuesta... —repitió Rodrigo sintiéndose culpable por no haber sabido percibir que algo le estaba sucediendo a su esposa.
En ese instante, Sarah parpadeó, intentando abrir los ojos, moviendo la cabeza de un lado a otro.
—Parece que se está despertando —señaló Diego de la Cueva.
—Diego, acercaos a la cocina y traed un poco de agua para Sarah —le pidió Clara María a su esposo.
—Ahora mismo voy —contestó Diego a su esposa, levantándose del suelo—. Os lo traigo de inmediato.
—No debí contar lo que sabía del Inquisidor delante de vuestra esposa. Debe haberle afectado y la preocupación por la situación...
—No os culpéis. Vos, no podíais saberlo... —dijo Rodrigo sin mirar a la joven.
Sarah terminó de abrir los ojos y contempló a varias personas encima de ella, dándose cuenta de que estaba tumbada en el suelo y que Rodrigo le sujetaba la cabeza.
—¿Qué sucede? ¿De qué debía enterarme? —preguntó Sarah sin acordarse de nada.
—Os habéis mareado. ¿Por qué no me habíais dicho que os encontrabais mal? —exigió saber Rodrigo con cara de preocupación.
Sarah no supo qué decir e intentó incorporarse, pero Rodrigo no se lo permitió.
—No hagáis ningún esfuerzo. Esperad, que yo os levante del suelo —dijo Rodrigo pasándole los brazos por debajo de las piernas y agarrándola con firmeza de la espalda para levantarla.
—Puedo ponerme de pie. No es necesario... —intentó explicarle Sarah a su esposo.
Sin embargo, las palabras cayeron en saco roto porque Rodrigo no atendió a razones y la llevó hasta un sillón, sentándola con extrema delicadeza. Sin saber qué hacer, Rodrigo se agachó a su lado, sosteniéndole las manos y mirándola con un desasosiego del que le era imposible disimular.
—¿Desde cuándo os habéis empezado a sentir así? —preguntó Clara María.
—¿Así cómo? —preguntó Sarah medio atontada.
—Mareada.... —añadió Clara María.
—Estaba bien... hasta hoy —aseguró Sarah mirando con fijeza a su amiga.
—Pero apenas habéis probado bocado durante la cena y doña Clara, dice que os habéis sentido ligeramente indispuesta cuando habéis subido al escusado de arriba —insistió Rodrigo.
—Solo un poco mareada, nada de importancia... —señaló Sarah intentando quitarle hierro al asunto.
—¡Nada de importancia! Si os habéis desvanecido... —señaló Rodrigo a su esposa.
—¿No teníais hambre acaso? —insistió Clara María intentando averiguar algo más.
—No, no es eso... Le prometí a mi esposo que intentaría comer algo, pero es que...
—¿Qué...? —preguntó de nuevo Clara.
—Sentía nauseas cada vez que tragaba y no soportaba mucho el olor de la comida... —señalaba Sarah mientras bajaba poco a poco el tono de voz.
—¿Os daba asco la comida? ¿Y tenéis mareos? —preguntó sonriendo Clara María.
—Podíais haber pedido otra cosa... —añadió Rodrigo sin sospechar por dónde iba el asunto.
—Ya veo... ¿Y cuánto tiempo decís que lleváis casados? —insistió Clara María.
—Apenas un mes, ¿qué tiene que ver...? —intentó preguntar Sarah quedándose callada de inmediato y comprendiendo por dónde iban las dilucidaciones de Clara María.
—¿Creéis que...? —preguntó Sarah anonadada, levantando la vista hacia su amiga. Abrumada por lo que ese hecho significaba.
Mirando hacia su esposo, se quedó enmudecida.
Rodrigo estaba desconcertado, no entendía nada de lo que le pasaba a su esposa.
—Creo que sí —añadió Clara María.
—No había reparado en ello... con todo lo que ha sucedido y el viaje hasta aquí.
—Estáis casi recién casada como se dice. Es normal que no os hayáis percatado —señaló obviamente Clara María—. Deberíais decírselo a vuestro esposo porque como siga agarrándoos con tanta fuerza, os va a dejar señales en el brazo —le dijo sonriendo Clara María.
Rodrigo soltó el brazo de Sarah de inmediato, dándose cuenta de que doña Clara llevaba razón.
—¿Qué tenéis que decirme? —preguntó Rodrigo mortalmente serio, mientras su esposa levantaba su brazo y le pasaba con dulzura la mano por su rostro.
—Clara María cree...
—¿Qué? —preguntó angustiado Rodrigo.
—Que podríamos estar esperando un hijo... —soltó de sopetón Sarah.
Rodrigo se quedó mirando fijamente a su esposa y comprendiendo el origen del desmayo de Sarah, empalideció. Bajando la cabeza, posó la frente sobre las rodillas de Sarah y exclamó:
—¡Por todos los santos! Por un momento creí que os ocurría algo grave...
—Lo único que le pasa a Sarah, es lo que le pasa a cualquier mujere en su estado. Está padeciendo los síntomas habituales de cualquier embarazo: cansancio, mareos, angustia... Bueno, ya lo iréis sabiendo. Además, ella mejor que nadie, conoce los síntomas. Me atendió en mi embarazo y en el parto de los gemelos. Ya debería estar habituada... —señaló Clara María con una profunda sonrisa.
Rodrigo no podía dar crédito a la enormidad de la noticia. Lo único de lo que era capaz, era de coger entre sus manos las de su esposa y besarlas.
—¡Dios mío! Qué sorpresa...
—¿Ya se ha recobrado? —preguntó Diego ingresando en la sala con la jarra de agua en la mano.
—Si, pero está asimilando la noticia... —dijo Clara María yendo hacia su esposo, mientras le cogía la jarra para servirle la copa de agua a Sarah.
—¿Qué noticia?
—La de que en unos meses, don Rodrigo y Sarah serán padres —le dijo Clara María a Diego.
—¡Dios mío, don Rodrigo! ¡No habéis perdido el tiempo! —sonrió Diego de la Cueva provocando la risa del resto—. Ahora comprendo el desmayo. ¡Enhorabuena!
En ese momento, Rodrigo levantó el rostro y miró a su amigo.
—Gracias, don Diego. Debo reconocer que no esperaba esta noticia en este preciso momento. No imaginé que pudiera ocurrir tan deprisa —señaló Rodrigo volviendo la mirada hacia su esposa.
Sin embargo, Sarah no terminaba de compartir la dicha de su esposo. Parecía decepcionada.
—¿No os alegra saber lo del niño? —preguntó Rodrigo extrañado.
—Con todo lo que está sucediendo... —susurró Sarah apesadumbrada.
—No os preocupéis por ello. No quiero que nada os afecte en vuestro estado.
—¿Pero cómo no voy a preocuparme? He venido a complicar la situación justo cuando vuestros enemigos...
—Este hijo ha venido en el mejor momento para colmar de dicha a sus padres. Nada tiene que ver con las tramas del Inquisidor y del Conde de Figueroa. En cuanto resolvamos todo este asunto, volveremos Segura. Pero de aquí a que nos marchemos, reposaréis convenientemente mientras permanezcamos en la ciudad. Vais a cuidaros y no quiero que os pase nada a ninguno de los dos y sobre todo, no quiero que os preocupéis por los actos de personas que no tienen nada que ver con nosotros. ¡Prometedme que haréis lo que os pido—dijo agarrándola del cuello para bajar su cabeza hasta él.
Sarah no podía asegurarle eso, pero la persistencia de Rodrigo mientras la miraba fijamente, terminó por inclinar la balanza a favor de su esposo.
—Está bien, os lo prometo. Pero vos me aseguraréis que no correréis peligro alguno —requirió Sarah.
—Os lo prometo —y sin que le importara que tuviesen espectadores, capturó los labios de su esposa y no se separó de ella hasta que se sintió satisfecho—. Me habéis hecho el hombre más feliz del mundo —afirmó cuando separó los labios de Sarah.
El resto de presentes, sonrieron ante la muestra de amor. Diego de la Cueva y su esposa, se abrazaron felices ante el hecho de que sus amigos se convertirían en padres en un futuro próximo y doña Mencía que contemplaba la escena, estaba convencida de que su unión con ese hombre hubiese sido un completo desastre y máxime, viendo el profundo amor que se profesaba esa pareja. Hubiese sido una pena que Gómez se hubiese salido con la suya y hubiese logrado separarlos.
Una hora después, todos se habían retirado a descansar. Incluida doña Mencía que había aceptado el ofrecimiento de don Diego para pasar la noche en palacio hasta que se marchase al día siguiente.
Acostados en el lecho, Rodrigo abrazaba a Sarah incapaz de asimilar todavía el hecho de que iban a convertirse en padres.
—La próxima vez que os encontréis mal, me avisaréis de inmediato.
Sarah que no podía dormirse, compartía el desvelo de Rodrigo.
—No os preocupéis, estaré bien. No os dije nada porque con la precipitada llegada de doña Mencía, ni siquiera me acordé de que me había indispuesto.
—Os creo, pero de aquí en adelante, os cuidaréis. No soportaría que algo os ocurriese... —rogó Rodrigo mientras se le quebraba la voz.
A Sarah le extrañó el tono acongojado de su esposo y se volvió entre los brazos de Rodrigo, quedando frente a él. Pasándole un dedo por el arco de la nariz, tocó los gruesos labios de su esposo.
—Sois vos quien corréis peligro —le señaló Sarah.
Rodrigo era consciente de ese hecho, pero no sería él quien añadiese más leña al fuego; su esposa ya estaba más que preocupada por todo aquel asunto del bebé como para atormentarla por algo más. Al día siguiente, tendría que mandar las misivas a Granada y esperar que llegara la respuesta de los Reyes antes de dar un paso en falso. Sin embargo, debía actuar con cautela. Diego de Deza era un estratega muy astuto para subestimarlo y si había decidido declarar su matrimonio con Sarah nulo, debía tener un as guardado bajo la manga.
—Soy el gran Maestre de la Orden de Santiago y parece que se os olvida ese hecho —dijo Rodrigo besando el dedo de Sarah que no dejaba de acariciarle el rostro.
—Es cierto. En ocasiones, se me olvida vuestra posición. No veo al militar, sino al esposo —contestó Sarah.
—Y por eso os amo cada día más. Sois la persona más sencilla y noble que conozco. Me amáis no por mi posición, sino porque simplemente soy yo —dijo su esposo abrazándola con más ahínco.
Sarah sintió el poderoso abrazo, que casi rayaba en lo doloroso. Rodrigo la estaba apretando y no era consciente de la fuerza que empleaba.
—Decidme qué estáis pensando —le rogó Sarah—. Pero lo que estáis pensando de verdad, ¿o es que me habéis mentido?
Rodrigo se tomó su tiempo para contestar, sopesando el mejor modo de decirle la verdad sin preocuparla.
—Sabía que podíais quedaros embarazada después de todas las veces que hemos hecho el amor. Y deseo tanto a este hijo que jamás podréis imaginar cuán feliz me siento. Sin embargo, creo que he cometido una imprudencia en traeros hasta aquí. Debí dejaros a buen resguardo tras la muralla de Segura. No me importa lo que pueda sucederme a mí, pero no soportaría perderos. Si os ocurriese algo a vos, o al niño... no me lo perdonaría. Me temo que no sé cuanto tiempo podrá demorar todo este asunto. ¡Oh, Dios, no sabes cuán profundo es el amor que siento por vos y por el que será mi hijo! —dijo Rodrigo mientras se le quebraba la voz.
—¡Rodrigo, miradme! No va a suceder nada. No soy la primera mujer que espera un hijo. Si no, mirad a doña Clara y a don Diego. Ya son padres de cuatro criaturas. Traer un hijo al mundo, es lo más natural de esta vida. Además, se os olvida que no soy primeriza en estas lides. Os aseguro, que unos cuantos niños han nacido en mis manos. No es tan difícil como pensáis.
Sarah lo abrazó, besando su cuello y Rodrigo se aferró a ella. Posando su frente en la de su esposa, Rodrigo le rogó:
—¡Juradme, que no os pasará nada!
—Os lo juro. No es para tanto.
—¿Cómo os encontráis ahora? —preguntó Rodrigo.
—Bien, ya os he dicho tres veces en la última media hora, que me encuentro bien.
—Me alegro porque voy a haceros el amor... —dijo Rodrigo levantando el rostro de Sarah mientras se apoderaba de sus labios y la besaba con avidez. Las manos de Rodrigo recorrieron su cuerpo y desesperado, levantó su camisón, posando sus dedos sobre el vientre plano donde ya nacía su hijo. Jamás había sentido tanta dicha junta.
Villa de Beas de Segura, en ese mismo instante.
Durante toda la tarde y parte de la noche, habían buscado a Mencía por toda la villa sin dar con ella. Habían registrado cada rincón de la casa sin hallarla. La muy ingrata, lo había dejado en evidencia delante del Inquisidor, pero no volvería a subestimarla. Su madre que en gloria estuviese, le había dado demasiadas ínfulas a su discola hermana. Y como consecuencia, ahora tenía que asumir sus últimas pataletas y actos de rebeldía. Sin embargo, sabía dónde buscarla. Seguramente, tras su conversación con Deza, se habría enterado de su próximo enlace y había decidido huir.
Pero por mucho que corriera, la hallaría. No se iba a librar del destino que tenía encomendado. Solo había un sitio donde se atrevería a refugiarse y por mucho que intentara ocultarse en ese convento, no se iba a salir con la suya. Iba a casarse, quisiera ella o no. Conocía a la familia con la que emparentaría y en especial, al futuro novio. Su fama de juerguista y putero le precedía, pero un poco de humillación, no le vendría mal a su hermana para bajarles los humos de los que últimamente hacía gala. Aprendería a aplacar parte de ese espíritu desobediente . Sí, definitivamente, se le había acabado la suerte.
Al día siguiente, emprendería el viaje hasta Jaén y esperaba, que Dios la pillara confesada porque no le iba a perdonar el mal rato que le había hecho pasar. En cuanto la tuviese a su alcance, la cogería de los pelos y la arrastraría hasta el altar más próximo si fuese preciso. Pero Mencía se casaría.
A la mañana siguiente, los invitados de palacio madrugaron a pesar del cansancio y del trasnoche de la noche anterior. Las mujeres estaban en el salón y ya habían terminado de desayunar.
—¿Estáis segura de querer marcharos tan pronto? —preguntó Clara María a doña Mencía—. Podéis quedaros unos días en palacio. Nos encantará teneros como invitada.
—Os agradezco la invitación. Sin embargo, debo rehusarla. Mi hermano debe estar a punto de salir en mi búsqueda y si no me doy prisa, conseguirá darme alcance.
—Comprendo... —dijo Clara María preocupada por el destino de esa muchacha.
—¿Qué haréis cuando os marchéis de aquí? —insistió Clara María mientras Sarah permanecía en silencio.
—Pediré auxilio en el Convento de Santa Clara de Jaén... —contestó doña Mencía.
—¿Queréis ingresar en la orden de las clarisas? —preguntó sorprendida Clara María—. ¿Y por qué no os quedáis en el convento que las hermanas tienen aquí en la ciudad?
—Mi familia fue fundadora del convento y contribuyó durante años a su mantenimiento. He mantenido correspondencia con la madre reverenda en los últimos tiempos y sé que aguarda mi llegada. Mi decisión está tomada desde hace mucho tiempo, permaneceré con las hermanas; simplemente, estuve esperando que mi hermano Gómez diera su brazo a torcer y permitiera mi marcha, dando su visto bueno. Ilusa de mí, creí que Gómez accedería a mi deseo de convertirme en religiosa pero me he equivocado, como en otras tantas cosas que no he sabido ver antes —señaló Mencía apesadumbrada.
En ese momento, Diego de la Cueva y don Rodrigo, entraron al salón seguidos por otro caballero.
—¡Señoras! —saludaron los hombres a las mujeres que todavía permanecían sentadas en sus asientos.
Las mujeres levantaron la mirada hacia los caballeros y se levantaron de inmediato.
—Pueden seguir desayunando —declaró don Diego.
—Ya habíamos terminado, esposo. Doña Mencía se proponía a marcharse... —declaró Clara María informando a Diego.
—Doña Mencía, su joven sirviente está a punto de regresar a la villa. Sin embargo, antes de partir, está esperando a despedirse de usted.
—Gracias, don Diego. Iré ahora mismo... —dijo Mencía haciendo ademán de salir de la sala.
—¡Espere! Primero, quiero presentarle al caballero que la acompañará hasta el convento de Jaén.
—No es necesario... —intentó protestar Mencía de nuevo—. Anoche accedí pero...
—No puede viajar usted sola —le señaló Rodrigo—. Si no permite que el hombre de don Diego la acompañe, ordenaré que un grupo de mis soldados lo hagan... —insistió Rodrigo.
—No, eso no será necesario, don Rodrigo. Llamaría más la atención y usted necesita a cada uno de los soldados de los que dispone.
Rodrigo escuchó el deseo de doña Mencía y determinó:
—Entonces, don Juan la acompañará.
Mencía giró la mirada hacia el mencionado caballero y lo observó mientras el hombre daba un paso al frente, dispuesto a cumplir con la orden de su señor. Ese caballero era un hombre curtido y conocía la guerra. Aunque ya no era un joven caballero, debía rondar los treinta y pocos años. No era apuesto pero su rostro podía llegar a ser atractivo, si pudiese ver lo que había debajo de esa barba tan poblada. Unos ojos negros como la noche, le sostuvieron la mirada. Unos ojos oscuros que no dejaban traslucir nada de sus pensamientos.
Mencía bajó la mirada hacia su mano derecha, apoyada en su espada y comprobó la tez morena de su piel. Sin duda, esa espada debía de haber visto numerosas batallas. Alto y delgado, el hombre se encontraba en plena forma, dando testimonio de su fortaleza física, pero lo que más le llamó la atención, fue su altura. Mencía estaba acostumbrada a mirar a los ojos a los hombres dada su estatura, pero para mirar a éste, tuvo que levantar ligeramente el rostro.
—Doña Mencía, don Juan de Alcaráz a su servicio —declaró el hombre realizando el conveniente saludo—. Mi señor, don Diego, ya me ha puesto al tanto de su situación. Estaré encantado de acompañarla hasta Jaén y asegurarme de que se pone a salvo.
—Gracias, don Juan. Le agradezco su ofrecimiento —señaló Mencía agradecida.
—Partiremos en cuanto esté preparada... —señaló Juan fijando la mirada en la mujer que tenía en frente.
Era hermosa, de piel blanca como el alabastro y unos ojos castaños llenos de sabiduría. Esa mujer tenía un sentido del honor digno de cualquier varón. Diego, le había puesto al tanto de la precaria situación de la joven y del motivo de su presencia en la ciudad. Con la única compañía de un muchacho, había asumido el riesgo de avisar a don Rodrigo del peligro que se cernía sobre él y su esposa, a pesar de poner en riesgo su propia vida. Sabía que era hermana del conde de Figueroa y que estaba dispuesta a tomar los votos, contrariando al hermano. Era una pena que una muchacha de su valía, pasara el resto de su vida encerrada entre las paredes de un convento. Cualquier hombre, estaría dispuesto a desposarse con ella. Sin embargo, cada persona tenía su destino.
—Viajo sin equipaje. Así que, podemos salir de inmediato, don Juan. Si me lo permite, en cuanto me despida del sirviente que me acompañó hasta aquí, podremos partir.
—Por supuesto, señora —señaló don Juan orillándose hacia un lado y permitiéndole la salida.
—Gracias. Enseguida vuelvo, señores.
Diego le había dejado clara la necesidad de que una vez que dejara a la joven a buen recaudo en el convento, debía regresar de inmediato a la ciudad. La vida de don Rodrigo y su esposa, corría peligro. Así que mirándola unos segundos, Juan esperó a que terminara de despedirse de su sirviente.
—La acompañaré hasta los establos —señaló Diego de la Cueva—. El muchacho saldrá por la puerta de atrás. No quiero que llame la atención sobre su persona. No sabemos si el Inquisidor tiene a algunos de sus hombres apostados en el palacio. Podría estar al tanto de todo...
—Claro. Detrás de usted, don Diego... —añadió Mencía siguiendo al caballero mientras unos astutos ojos se posaban en ella al salir.
—Don Juan, deberá asegurarse de que la deja sana y salva en el convento —le ordenó don Rodrigo al caballero una vez que la mejor hubo salido del salón.
—Por supuesto, don Rodrigo. Me aseguraré de que así sea —señaló Juan de Alcaraz—. Señoras, doña Sara... —agregó don Juan observando a la esposa de don Rodrigo—. Me alegro de verla de nuevo. La felicito por su enlace...
—Gracias, don Juan —señaló Sarah mirando al hombre.
—Si me disculpan. Voy a asegurarme de que los caballos estén preparados —dijo Juan de Alcaraz despidiéndose de las mujeres con un leve gesto de cabeza.
—¡Por supuesto, Juan! Vaya y atienda sus quehaceres. Deberá partir de inmediato —sonrió Clara María al amigo de su esposo.
—Gracias, doña Clara.
—Llevaba tanto tiempo sin saber nada de don Juan, que me he sorprendido al verlo —declaró Sarah acordándose en ese instante de su padre.
Nunca olvidaría, cómo su padre le había salvado la vida a don Juan después de que el padre de don Diego ordenara matarlo. Su padre había muerto por intentar ayudar a ese hombre y a don Diego. Sin embargo, algo bueno había perdurado tras la muerte de su padre. Ese caballero seguía haciendo el bien a los demás.
—¡Me da pena que la presencia de don Juan os entristezca! —señaló Clara María.
—No puedo evitar acordarme de aquellos días. Sin embargo, me alegro de haber visto de nuevo a don Juan.
—Sarah, debo ocuparme de algunos asuntos. ¿Estaréis bien? —le preguntó Rodrigo a su esposa.
La noche anterior, Rodrigo les había explicado que solicitaría ayuda a la reina. Y sin duda, su esposo debía de tener asuntos más importantes que estar con ella.
—Por supuesto, Rodrigo. Ya veis que esta mañana, no me encuentro mal. Retomad los asuntos que tenéis entre manos y no os preocupéis por mi persona... —le aseguró Sarah.
—Sarah y yo estaremos ocupadas toda la mañana. Además, todavía no conoce a mis hijos pequeños.... Tenemos muchas cosas de las que ponernos al día y le aseguro que Sarah estará entretenida. Cuatro niños dan mucha tarea... —le aseguró Clara María riéndose.
—Gracias, doña Clara. Se que dejo a mi esposa en buenas manos, pero si se encontrase indispuesta... —aseguró don Rodrigo que no se fiaba de nada, ni de nadie.
—Os avisaré, don Rodrigo. Marchad tranquilo con mi esposo. Estaremos aquí cuando regresen.
Rodrigo asintió y después de darle un beso a su esposa en la frente, abandonó la sala.
—Me temo que Rodrigo se asustó en demasía ayer.
—Sabed, que cuando los esposos se enteran de que estamos esperando un hijo, se vuelven más protectores. Os aseguro, que a pesar de que Diego no actuaba de mala fe, algunas veces se volvía bastante protector.
—Imagino, por la forma en que lo decís, que debisteis de agobiaros mucho... —dijo Sarah.
—¡Y no sabéis cómo! Pero en fin, solo son los primeros meses.
—¡Menos mal! —respondió Sarah.
—Luego, conforme va creciendo el niño, la situación empeora. Es entonces cuando desearéis dar a luz cuanto antes.
Ambas mujeres rieron de la ocurrencia de Clara.
—Imagino que los pequeños Diego y Juana, deben de estar muy grandes. ¡Tengo ganas de verlos! —aseguró Sarah.
—En cuanto se marche doña Mencía, subiremos a verlos. Ya deben estar despiertos —señaló Clara María.
—¡Quién lo diría, Clara! ¡Eres madre de cuatro criaturas!
—Si, reconozco que la llegada del pequeño Alonso, fue inesperada. Sin embargo, lo quiero como si fuese hijo de mis propias entrañas.
—¿Alonso no es hijo vuestro? Pero pensé...
—Si, imagino que habréis pensado que había dado a luz da gemelos otra vez. Pero no..., luego os contaré cómo llegó el pequeño Alonso a nuestra familia. Ahora, marchemos a despedirnos de doña Mencía.
—Por supuesto... —dijo Sarah mientras Clara María agarraba del brazo a su amiga.
—Me alegro muchísimo de haberos vuelto a ver. Os eché mucho de menos tras vuestra desaparición. Y me habéis dado toda una sorpresa. Nunca esperé, que regresarais del brazo de don Rodrigo.
—Tenemos que ponernos al día de muchas cosas —señaló Sarah.
—Si. Cuanto antes... —agregó Clara María sonriendo.
Varias horas después, ambas mujeres estaban rodeadas de niños.
—¡Son preciosos tus hijos, Clara! El pequeño Diego es una réplica de su padre... —comprobó Sarah perpleja—. Y si es la pequeña Juana, ha crecido tanto que casi supera a su hermano.
—Si... ¿os acordáis lo que temimos por ella cuando nació? Nació tan débil...
—No os acordéis ahora de eso. Aquellos días ya pasaron.
—Si, y gracias a vos y a vuestro padre... estos pequeños están aquí —señaló Clara María orgullosa de sus hijos.
Durante unos instantes, a la mente de Sarah, le vino el recuerdo de su propia casa y de su padre. Estaba tan cerca del que fue su hogar que la melancolía la invadió. Había dejado todos sus enseres dentro.
—¿Sabéis qué fue de mi casa? —preguntó Sarah con tristeza.
—Ya sabéis que tras la muerte de vuestro padre, la Inquisición se quedó con todos vuestros bienes.
—Lo sé. ¿Vive alguien allí?
—Sí, un tal Ezequiel...
—¿Ezequiel? —preguntó Sarah extrañada—. ¿Cómo es posible que la casa de mi padre haya ido a parar a las manos de otro judío?
—Lo ignoro, Sarah —contestó Clara María—. A decir verdad, resultó extraño. Sin embargo, desconozco cómo el judío Ezequiel se hizo con ella. Tuvo que pagar una gran cantidad de dinero al Santo Oficio.
—Ezequiel no era un hombre rico. Estoy absolutamente segura de que no disponía de tanto dinero.
En ese momento, la pequeña Isabel gorjeó y Sarah se quedó mirándola.
—¡Qué bonita es! Se parece a vos... —comentó la joven—. ¿Puedo cogerla en brazos?
—Por supuesto. Tomadla, ha despertado a su hermano... —dijo Clara María acercándose a la cuna de los dos niños y cogiéndola en brazos para pasársela a Sarah. Seguidamente, ella misma cogió al pequeño Alonso que también protestaba.
Sarah meció a la pequeña mientras le acariciaba la barbilla.
—¿Le estáis dando el pecho todavía?
—Si... a los dos —contestó Clara María.
—¿Cómo fue que acogisteis al pequeño Alonso? —preguntó Sarah.
—Fue a través de la reverenda madre. Acababa de dar a luz de Isabel y la reverenda vino a vernos justo cuando me ponía de parto. Tras nacer la pequeña Isabel, nos suplicó a Diego y a mí, que nos hiciéramos cargo del pequeño. Su madre, una hermana de nombre Petra, estaba presa en la cárcel del Obispo y por lo visto, no podía quedarse con el pequeño al ser un niño.
—¡Qué horror! —susurró Sarah horrorizada.
—Si... Me recordó tanto mi propia historia, que ni Diego ni yo, dudamos en acogerlo y aceptarlo como nuestro. Solo lamento que el pequeño Alonso no pueda conocer a su verdadera madre. Sé por la hermana Ana y por la reverenda, que acuden a ver cada semana a la madre de Alonso. Y nosotros, aunque hemos intentado hacer algo por ella, hemos tenido que desistir. El Inquisidor ha prohibido que se la auxilie. No sé qué horrible delito tuvo que cometer esa pobre mujer para ser tratada de ese modo... —susurró Clara María entristecida.
—¡Qué pena! Menos mal que el pequeño por lo menos los tiene a ustedes. Crecerá rodeado de hermanos y tendrá unos padres que lo quieran.
—Si, Alonso de la Cueva es un regalo caído del cielo. Es un niño tan bueno, que apenas se le escucha llorar —dijo Clara María mientras lo mecía entre sus brazos—. Sin embargo, mi deseo es que algún día llegue a conocer a su verdadera madre. ¡Y ruego a Dios por ello!
—Mientras tanto, os tiene a vos...
—Lo sé. Y lo cuidaré como las hermanas me cuidaron a mí...
Sarah sonrió ante la imagen que proyectaba Clara con el pequeño Alonso en brazos. El niño levantó el bracito, cogiendo un puñado de rizos rubios de Clara mientras ésta le sonreía.
Al cabo de un rato, Sarah le preguntó a Clara María.
—Sarah, me gustaría volver a ver mi casa, por última vez... ¿Creéis que será posible? —preguntó la joven.
—¿No pretenderéis acercaros a ella? Podrían veros —dijo Clara María alarmada—. Los sirvientes de palacio me han asegurado que el tal Ezequiel pasa algunas veces por delante de palacio y se queda mirando hacia el interior cuando la puerta principal está abierta...
—¿Pensáis que me busca?
—¿Y por qué si no habría de mirar con tanto ahínco?
—Nunca me agradó Ezequiel. Intentó solicitar mi mano y mi padre se negó a concedérsela.
—¡Alabado sea Dios! Ese hombre me pone el vello de punta. Menos mal que don Rodrigo se cruzó en vuestro camino.
—Si, lo amo con todo mi corazón.
—¡Quién lo iba a decir! —dijo Clara sonriente—. El destino qué caprichoso es...
En ese instante, Clara la miró con detenimiento y le susurró:
—Si queréis ver por última vez la que fue vuestra casa, os acompañaré. Si nos apresuramos, podremos llegar antes de que nuestros esposos regresen para la cena. Vuestra antigua casa, está apenas a unas calles de aquí.
—¿Haríais eso por mí? —preguntó Sarah.
—Por supuesto. Dejaremos a los niños a cargo de los sirvientes. No tardaremos en venir... ¡Vamos, si ese es vuestro deseo!
—Os lo agradezco.
Sarah se cambió de ropa y se puso una más conveniente para pasar desapercibida. No había mucha gente por la calle, pero alguien podría reconocerla.
Diez minutos después, las dos mujeres caminaban apresuradas.
—Si Diego descubre que nos hemos aventurado a salir solas... se enfadará.
—No os preocupéis, doña Clara. Estamos casi llegando. En cuanto lleguemos a la esquina, solo me bastarán unos segundos para mirarla y luego, podremos regresar enseguida.
—Lo sé —dijo Clara María.
Doblaron la calle que conducía al callejón donde se encontraba la antigua sinagoga judía y de pronto se detuvieron. Un hombre estaba entrando a la casa, intentando abrir la puerta y Sarah lo reconoció. De inmediato, la joven agarró a Clara de la mano y la detuvo, haciendo que se diera la vuelta. Clara comprendió al instante la situación y obedeció apresurada la orden silenciosa de Sarah.
Ezequiel estaba a punto de entrar en su casa, cuando por el rabillo del ojo, comprobó que dos mujeres daban la vuelta justo en la esquina. Quizás fue el gesto que hicieron ambas mujeres al volverse, lo que captó la atención del judío. En el apresuramiento por marcharse, el velo que cubría el cabello de una de ellas se movió un poco y dejó entrever el color de su pelo. Palideciendo al reconocer que la mujer que huía era la hija del antiguo rabino, gritó:
—¡Sarah! ¡Deteneos!
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