CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO
Sarah miró de soslayo a Clara María y asintiendo, le dio a entender que se detuvieran. Había cometido una imprudencia yendo hasta allí y no era momento para huir. Así que volviéndose, observó detenidamente a Ezequiel, sin perder detalle de su indumentaria.
—Veo que te han ido bien las cosas, Ezequiel. Parece ser que la desgracia de algunos, repercute en beneficio de otros.
Ezequiel se dio por aludido, Sarah nunca había sido tonta y había sumado dos más dos.
—Si no hubieses huido, ahora podrías estar disfrutando junto a mi, todo lo he conseguido.
Sarah sintió repugnancia al escucharlo hablar.
—Por supuesto, en mi propia casa...
Ezequiel se tensó.
—Dime Ezequiel, ¿cómo es posible que un judío venido a menos haya podido hacerse con la casa de mi padre?
—Siempre tuviste la lengua muy larga, Sarah. Tu padre debió educarte mejor. Mide tus palabras si no quieres acabar como el o...
—¿O qué?—preguntó Sarah retándolo.
—¡Sarah! —intentó detenerla Clara María—. Controlaos, por el amor de Dios. Acordaos donde nos encontramos... —le aseguró la esposa del de la Cueva.
Sarah inspiró profundo, intentando llevar algo de aire a los pulmones. Clara María llevaba razón.
—No os preocupéis, doña Clara. Ahora mismo nos marchamos. Nada tengo que hacer aquí ya.
—¿A dónde os marcháis? —preguntó Ezequiel aproximándose a las dos mujeres.
—Nunca os di explicación alguna y no tengo por qué hacerlo. Sin embargo, ya que lo preguntáis, os responderé. Al fin y al cabo, soy una mujer casada y solo le debo lealtad a mi esposo.
—¡Vuestro esposo! —gritó Ezequiel aprisionándola del brazo.
—¡Soltadme! —exigió Sarah intentando desasirse de la presión de la mano de Ezequiel.
—¡Dejadla de inmediato! —le ordenó Clara María—. No tenéis ningún derecho...
—No, no tiene ningún derecho a retener a mi esposa de ese modo —aseguró Rodrigo.
Sarah soltó un quejido y se volvió hacia el lugar de donde provenía la voz de su esposo. Don Diego de la Cueva y Rodrigo acababan de llegar y ni siquiera se había dado cuenta.
—¡Rodrigo! —dijo Ezequiel en torno de burla mirando a los dos hombres.
Rodrigo no disimuló su descontento cuando comprobó cómo ese tipo agarraba con fuerza a su esposa. Así que, sacando su espada, avanzó los pasos que lo separaban de su mujer y levantando la espalda en alto, le dijo con voz contenida a Ezequiel:
—Si en algo estimáis vuestra vida, soltadla de inmediato.
Sarah se vio liberada del agarre y dando varios pasos hacia su esposo, buscó el refugio en él.
—Lo siento... —intentó disculparse Sarah.
—Ahora no... —le ordenó Rodrigo a su esposa, sosteniendo la mirada al judío. Agarrandola de la mano , la colocó a su lado.
—¿Quién sois? ¿Y por qué os habéis atrevido a retener a mi esposa?
—¿Y vos? —preguntó Ezequiel contrariado por la presencia de ese soldado ante él. El hecho de que Sarah se hubiera desposado con ese cristiano lo enfureció.
Rodrigo supo al instante que el hombre que tenía en frente, o era estúpido o se creía intocable. Y puesto que tonto no debía ser, Rodrigo llegó a la conclusión que las ínfulas que mostraba esa persona debían estar motivadas por la protección de algún señor. El tipo no le temía para nada.
—Tened cuidado con lo que decís... Yo de vos, mediría vuestras palabras y máxime porque os habéis atrevido a contrariar al Gran Maestre de la Orden de Santiago —le advirtió Diego de la Cueva.
En ese instante, Ezequiel se asustó. Ese cristiano no era un don nadie.
—Era el prometido de Sarah, antes de que huyera.
—¡Mentira! —le gritó Sarah enojada por la falsedad de Ezequiel—. Jamás tuvisteis mi mano. Mi padre nunca os la concedió.
—¡De la Cueva! Llevaos a mi esposa de aquí y esperadme en el cruce. Enseguida estaré con ustedes —dijo Rodrigo con una voz sospechosamente calmada.
Diego de la Cueva que de una mano llevaba a su esposa, sujetó del brazo a la mujer de don Rodrigo y dejó solo al Comendador. Sarah no pudo evitar mirar hacia atrás, observando los dos hombres.
—No os preocupéis por él. En peores lides se ha visto —aseguró don Diego a Sarah.
Sin embargo, Sarah comprendió el acto tan imprudente que había cometido arrastrando a los Cueva y a su esposo hasta allí. No debió acudir nunca a su antiguo hogar.
Cuando Rodrigo supo que se encontraba a solas con el judío, lo miró de frente y acortó la distancia que los separaba.
—Deduzco que conocíais al padre de mi esposa.
—Por supuesto. Ya os he dicho que estaba prometido con ella.
Rodrigo levantó la espada y sin que a Ezequiel le diera tiempo a retirarse, se encontró con el borde afilado de la hoja en su garganta.
—Os juro por lo más sagrado que si volvéis a hablar de mi esposa en esos términos, mañana no volveréis a ver la luz de un nuevo amanecer.
Ezequiel sintió miedo por primera vez. Era de noche y no había nadie en la calle para que pudiera auxiliarlo.
—¡Gritaré! —susurró Ezequiel intentando mostrar una valentía que no sentía.
—Desde luego que sois estúpido. No vi nunca a nadie más dispuesto a perder la vida.
—No os atreveríais. Cometeríais un asesinato... —dejando entrever la mirada asustada.
—Estoy en todo mi derecho. Habéis retenido a mi esposa por la fuerza y me habéis ofendido. Os aseguro, que a nadie le importará vuestra opinión —le aseguró Rodrigo—. Y solo os lo voy a decir una vez más, jamás volveréis a acercaros a mi esposa si no queréis acabar muerto.
Durante varios segundos, los dos hombres no pronunciaron palabra. Sin embargo, Ezequiel terminó por asentir otorgando su voluntad ante el hombre que tenía delante.
—¡Marchaos! Y no volváis a cruzaros en nuestro camino —le ordenó Rodrigo volviéndose y marchándose calle abajo.
Cuando Ezequiel lo perdió de vista, pudo moverse. Había estado a punto de morir por culpa de esa malnacida, pero ya sabía dónde encontrarla. Al día siguiente, iría a hacerle una visita al Inquisidor. Necesitaba averiguar quién era ese tipo y debía saber cómo había llegado a desposarse la hija del rabino con el Maestre.
Cuando Sarah vio aparecer a su esposo, echó a correr hacia él. Rodrigo estaba disgustado por su imprudencia y no lo disimulaba. Sin embargo, cuando llegó a su altura, su esposo pasó su brazo por los hombres de su esposa y sin perder la paciencia, le susurró:
—Ya hablaremos cuando lleguemos al palacio y me explicaréis el porqué de vuestra imprudencia. Os advertí bien claro que no debíais salir bajo ningún pretexto.
—Lo siento... fui una estúpida. No volverá a ocurrir —aseguró Sarah sabiéndose culpable de tamaña irresponsabilidad.
<<No, no volverá a ocurrir>>, pensó Rodrigo.
Ni Diego ni Clara comentaron nada más. Era obvio que Diego de la Cueva tampoco aprobaba la conducta de su esposa.
Una vez llegados a Palacio, Rodrigo le comunicó a don Diego:
—Si nos disculpan, hablaré con mi esposa en privado.
Don Diego asintió mientras veía al matrimonio subir escaleras arriba. Clara intentó pasar por al lado de Diego, sin éxito.
—¿Pensáis que os vais a escapar de mi presencia? —preguntó Diego inspirando hondo.
—¡Diego! ¡No fue para tanto!
—¿Cómo que no fue para tanto? ¿Os burláis de mi? Sabíais que Sarah no debía salir de palacio. Que su presencia en la ciudad entrañaba un peligro para don Rodrigo y para ella misma. ¿Se puede saber cómo accedisteis a ello?
—Me lo suplicó y no pude negarme... Solo deseaba ver su casa desde lejos —añadió Clara María.
—Un error que podría haber acarreado fatales consecuencias. Estoy seguro que el Inquisidor no tardará en atar cabos y que a estas alturas, ya debe estar enterado que los Manrique se hayan instalados aquí. Jugábamos con esa ventaja.
—¡Perdonadme! Debí decíroslo antes...
—Si, debisteis decídmelo. En adelante, mientras los Manrique permanezca con nosotros, extremareis las salidas a la calle y no saldréis sin mi permiso. ¿Lo habéis entendido bien?
—Si, Diego —añadió Clara.
—¡Perfecto! Podéis retiraros —añadió Diego decepcionado y enfadado con su esposa.
Viéndola marchar, Diego no comprendía cómo dos mujeres podían complicar todo en cuestión de minutos.
Rodrigo hizo pasar a su esposa al interior de la alcoba. Y cuando Sarah entró, fue directa al lecho y se sentó en él, esperando la fuerte reprimenda.
—Estoy esperando una explicación de vuestra imprudencia... —dijo Rodrigo mirándola con fijeza.
De pie en medio de la alcoba, el enfado y su postura erguida, la intimidaba. Rodrigo estaba muy enfadado y con motivos. Sin embargo, era preferible hablar a escuchar sus reproches.
—Se me ocurrió, que podía ver por última vez mi casa. Pensé que si os lo decía, no me dejaríais —respondió Sarah.
—¿Y se puede saber por qué pensasteis esa estupidez? Os dejé bien claro que no debíais salir de palacio.
—Porque sabía que no me lo permitiríais.
—Por supuesto que no. Os habéis expuesto a un peligro innecesario. Si no hubiese llegado a tiempo, ese tipo...
—Podía apañármelas con él... —aseguró Sarah.
—¿Cómo? Si os hubiese retenido a la fuerza, podríais estar ahora mismo enfrente del mismo Inquisidor.
Sarah palideció.
—Y encima, en vuestro estado. Ni siquiera pensasteis que podíais desmayaros o que podía pasarle algo al niño. No pensasteis nada más que en vos, sin deteneos a reflexionar que lleváis un hijo en vuestro vientre y el peligro al que le podíais exponer —aseguró Rodrigo realmente enfadado.
—Os pido disculpas por ello —dijo Sarah con la mirada cabizbaja.
—Os traerán la comida a la alcoba y no saldréis de aquí hasta que nos marchemos —aseguró Rodrigo enfadado.
—¡Pero Rodrigo...! ¡No podéis hablar en serio! —exclamó Sarah levantándose y yendo hasta él—. Siento haberos desobedecido pero debéis comprender... No podéis encerrarme.
—Comprendo que vuestra seguridad y la del niño es lo más importante para mí y puesto que vos, no la valoráis, permaneceréis donde no haya peligro alguno. Dos soldados custodiarán la puerta y solo saldréis cuando os lo permita.
—¡Recapacitad! —rogó Sarah cogiéndolo de la ropa.
—Es mi última palabra —dijo Rodrigo soltando las manos de su esposa de su ropa y saliendo de la alcoba con paso airado.
Cuando Sarah vio cerrarse la puerta, se dirigió tambaleándose hacia el lecho y se tumbó sobre él. Había sido una estúpida marchándose a escondidas de Rodrigo. Ahora, debía asumir las consecuencias de sus actos.
Rodrigo cerró la puerta y se detuvo en el pasillo. Con las manos en la cintura, miró hacia el suelo. Era la primera vez que se enfadaba con Sarah y que la castigaba. Se sentía como un canalla encerrándola en la alcoba, pero el miedo que había sentido en las entrañas al no hallarla en palacio, lo llevaba a no arrepentirse de su decisión. Sarah era su responsabilidad y otra imprudencia como esa, podría ser fatal. El Inquisidor había planeado su muerte y la de su esposa y no pensaba darle una oportunidad para que pudiese llevar a cabo su macabro plan. Así que, bajando las escaleras se dirigió en busca de don Diego.
Juan se detuvo en una posada acompañado por doña Mencía. No podían continuar camino siendo noche cerrada.
—Es peligroso cabalgar a estas horas. Debemos pasar la noche aquí, doña Mencía —le informó Juan bajándose del caballo.
Cogiendo las bridas del caballo, el hombre se encaminó hacia la dama para ayudarla.
—Por supuesto, don Juan. Había contado con ello. Solo espero no estar retrasándoos—contestó Mencía.
—Pasado mañana llegaremos a Jaén. Regresaré en cuanto me asegure que os halláis a salvo en el convento. No debéis preocuparos por mi regreso.
—Os lo agradezco. En verdad, creí que Jaén se encontraba más cerca. Nunca he viajado tan lejos —dijo Mencía atando su caballo en el establo de la posada.
Asegurándose que los animales estaban a buen resguardo, don Juan se adelantó a doña Mencía y se encaminó hacia la entrada de la posada. Un hombre entrado en años, salía al encuentro de ambos.
—¡Señores!
—¡Posadero! Venimos cansados y necesitamos cenar algo. ¿Puede encargarse alguien de los caballos?
—Por supuesto, señor. Mandaré de inmediato, a uno de los chiquillos a que repongan el forraje. No se preocupe por los caballos. Estarán bien atendidos en la cuadra... —añadió el hombre—. Pasen, dentro. Empieza a hacer frío y es ya de noche. Si os descuidáis un poco más, nos hubiesen pillado dormidos.
Juan le hizo una señal a doña Mencía y con la cabeza le ordenó que pasara delante suya.
—¿Hay algún cliente más en la posada esta noche, posadero?
—No, señor. Solo ustedes. Mientras mi esposa les prepara la cena, me ocuparé de la alcoba para los señores.
Mencía fue a rectificarle de su error, pero se vio interrumpida por don Juan.
—Gracias posadero. Mi esposa y yo nos retiraremos en cuanto comamos algo... —dijo don Juan mirándola y haciéndole una señal para que no dijera nada más.
Mencía se puso nerviosa. Don Juan pretendía que pasasen juntos la noche. No podía dormir en la misma alcoba con un hombre. Así que cuando la mujer del posadero les sirvió la comida y el hombre subió a preparar el cuarto, Mencía susurró:
—¿Os habéis vuelto loco, don Juan? ¡No podemos dormir juntos!
—Mi señora, nadie se enterará. Además, no os escandalicéis, no tengo intención alguna de compartir lecho con vos...
—¿Cómo os atrevéis...? —preguntó Mencía elevando la voz y levantándose del banco.
Don Juan la cogió de la muñeca e hizo que se sentara de nuevo junto a él.
—Acaso, ¿queréis llamar la atención? —le preguntó Juan.
—¿Y vos? ¿Acaso olvidáis que soy una dama?
—No es necesario que me lo recordéis. No puedo dejaros a solas. Podrían sospechar y os recuerdo, que vuestro hermano os pisa los talones y que corréis peligro. Dormiré en el suelo y no se hable más.
Mencía se sentó y miró de malos modos a Juan. Nadie la había hecho callar. Ni siquiera su hermano.
—Y de todos modos, ¿quién se va a enterar?
—¡Cómo podéis!
—Señora, no tengo la menor intención de acercadme a vos. Dejad de preocuparos. Necesito descanso y nada más. Ni siquiera notaréis mi presencia.
Mencía intentó comer pero la comida se le hacía un nudo en la garganta.
—Cuanto antes lleguemos al convento, antes podréis casaros con vuestro esposo... y además, tenéis suerte de que vuestro Señor pueda veros desde el cielo y asegurarse de que no lo engañáis con otro hombre. Podéis estar segura de que llegaréis virgen al matrimonio.
—¿Cómo podéis ser tan ofensivo? ¡No sois digno de ser caballero! —aseguró Mencía escandalizada por semejante blasfemia.
—Os equivocáis. Soy lo suficiente caballero para saber cuál es mi deber y cuál es mi sitio. Y vos, señora, no deberíais asustaros del hombre que arriesga su vida por protegeros. Vuestra inocencia quedará intacta. Además, os puedo asegurar, que no os ajustáis a mi perfil de mujer.
Juan estaba intentando hacer enfadar a la bella mujer que tenía enfrente. Prefería tratar con una dama enfadada que con una novicia temerosa. Al día siguiente, tendrían que cabalgar a buen ritmo y no podían permitirse el lujo de no dormir esa noche, simplemente porque se asustase de la presencia de un hombre en su alcoba.
Mencía enclavijó los dientes. No estaba acostumbrada a los insultos, ni a las chanzas de los hombres y mucho menos al desprecio de su persona. Sabía que no era muy agraciada, pero tampoco comprendía por qué no era la mujer ideal para el caballero que tenía enfrente.
Ambos, se quedaron callados a partir de ese momento y terminaron de digerir la cena, que a Mencía le supo insípida. Don Juan estaba apunto de levantarse de la mesa cuando Mencía lo detuvo:
—Decidme don Juan, ¿y cuál es ese ideal de mujer con el que estáis casado? Vuestra esposa debe ser un dechado de virtudes si permite que su esposo comparta alcoba con otra mujer —declaró Mencía furiosa.
Juan se quedó callado durante un breve instante. Esa mujer era preciosa cuando estaba enfadada y si supiese lo que realmente pensaba, no albergaría la menor duda de que su ideal de mujer era ella. Sin embargo, Juan era consciente de que era un caballero de baja realeza y que no tenía derecho a dirigir su vista hacia ese tipo de damas. Si supiese lo que opinaba de ella, la vería correr a la más mínima oportunidad.
—No tengo esposa que me espere en casa, señora. Hace tiempo que decidí no compartir mi vida con ninguna mujer puesto que alcanzar los altos atributos que espero de una esposa, es algo inalcanzable para cualquier dama de vuestro género.
—¿Cualquier dama de mi género? ¿Me estáis tomando el pelo? —preguntó Mencía con curiosidad en vez de callar por prudencia.
—Pues ahora que lo decís, os aclararé que requisitos tendría que reunir tal virtuosa dama. Mi futura esposa, debería ser la doncella más casta y pura del Reino de Jaén, así como un dechado de virtudes: deberá amar a sus suegros y obedecer a mi madre en todo; deberá mirar por mi persona en todo momento y por supuesto, será un ejemplo de maternidad. Deberá parir a mis hijos para educarlos en los sagrados valores cristianos y de la caballería. Y desde luego, permanecería en silencio cuando su esposo hablara. No soporto las mujeres que hablan en demasía, me aburren. La mujer debe ser bruta por naturaleza y no culta y refinada. Claro que, cuando me ausente a la guerra, deberá llevar un cinturón de castidad... podría engañarme una vez muerto yo..., ¿no creeis? —le preguntó Juan intentando contener la risa.
Mencía contuvo un grito ante semejante barbarie y se guardó sus pensamientos. Si hubiese podido hacerlo, lo mataría con sus propias manos para ahorrarle un sufrimiento a cualquier pobre mujer que diese con él. No comprendía como había podido creer que ese caballero podía ser encantador y amable, cuando llevaba escondido debajo de esa piel, un montón de defectos que lo hacían despreciable. Su hermano se quedaba en mantillas.
—Espero que jamás halléis tal dechado de virtudes. No le deseo tal fin a ninguna mujer —declaró Mencía retándolo con la mirada.
—Ya os avisaré si encuentro tal dechado de virtudes —le aseguró Juan comprobando como le habían afectado sus palabras y el rostro de enfado que mostraba—. Doña Mencía se había creído cada una de sus palabras. Era tan inocente e ingenua que no comprendía cuando un hombre hablaba en serio, a cuando bromeaba.
—He terminado de comer —dijo Mencía de forma seca.
—Pues, si no os importa. Subid a la alcoba. Yo os seguiré cuando me asegure de que los caballos están bien atendidos. A decir verdad, estoy cansado de tanta cháchara...
Mencía se envaró al escuchar esa afirmación, sabiendo que no soportaba las mujeres que hablaban demasiado. Ese miserable la acusaba de mantener una conversación insípida y aburrida. Enfurecida como jamás había estado, subió los escalones de dos en dos, levantándose ligeramente el vestido. Temía pisarse el borde y caerse debido a la furia contenida. Si todos los caballeros eran así, se alegraba de dedicar el resto de su vida a la oración divina y a no sufrir las consecuencias de los defectos del género humano.
Cuando Juan entró en silencio a la alcoba, descubrió que en el lugar había prendido una vela que destacaba el cuerpo de la dama sobre el lecho. Arropada bajo una gran cantidad de mantas, no podía verle ni uno solo de sus cabellos. Esa mujer no solo era hermosa y valiente, era el culmen a la prudencia. Otra en su lugar, se le habría tirado al cuello y le hubiese sacado la piel a tiras. Se había contenido en todos los agravios escuchados y por primera vez en su vida, había disfrutado de ello. Doña Mencía lo alteraba al punto de bromear con ella, cosa increíble para quien lo conocía. Juan no acostumbraba a gastar bromas y mucho menos con damiselas como aquella. Estaba seguro de que la joven hubiese preferido tirarle el brasero encendido en el rincón de la alcoba.
Observando el caliente lecho, miró de nuevo hacia el rincón donde brillaban las ascuas mientras se imaginaba la horrible noche que lo esperaba. Pero era su deber salvaguardar el sueño de aquella dulce joven, así como asegurarse de que mantenía su virtud intacta. Una profunda sonrisa, se enmarcó en su rostro cuando se sentó en el suelo con la espalda apoyada en la pared y durante algunos minutos, contempló cómo dormía aquella encantadora dama.
Cuando Mencía se despertó y bajó a desayunar, don Juan hacía rato que había abandonado la alcoba. Fue un alivio no encontrarlo dentro, pues se durmió preocupada por su presencia en ella. De hecho, había dormido vestida por si el infame se atrevía a algo. Estaba agradeciéndole al anciano su ofrecimiento, cuando don Juan entró apresurado.
—¡Mi señora! Debemos partir de inmediato —aseguró don Juan mirándola con gesto intranquilo—. No llegaremos nunca si os retrasáis y vuestro señor se enfadará.
Mencía entendió la indirecta e inclinando la cabeza, salió en pos de don Juan.
—¿Qué sucede, don Juan?
—Vienen caballeros por el mismo camino por el que llegamos. Hay que partir de inmediato —le dijo Juan apresurándose hacia la cuadra mientras apresuraba el paso cogiendo a la mujer del brazo.
Todavía no había amanecido del todo y el interior, permanecía a oscuras. El fuerte olor de los animales y del heno les llegó, pero lo ignoraron.
—Que no os vea nadie —le advirtió Juan señalándole un rincón oscuro—. No podemos salir hasta que el último de los hombres se encuentre en el interior de la posada.
Juan sabía que tenía que sacar a la dama de la cuadra lo más rápido y discretamente posible. Así que, esperó con paciencia a que entraran en el interior.
Don Juan le tapaba la vista, pero mirando por encima del hombro del caballero, a Mencía le dio un vuelco el estómago cuando reconoció al señor que los acompañaba.
—¡Es mi hermano! —susurró asustada Mencía.
Juan desvió la vista hacia ella y maldiciendo su suerte, comprobó la palidez mortal de la joven.
—No os preocupéis, desde aquí no podrán vernos —aseguró Juan—. Saldremos en cuanto estén distraídos.
—¿Creéis que el posadero les informará de nuestra presencia? —preguntó Mencía empezando a temblar de forma descontrolada.
—Recemos porque no lo haga. Pero un par de ellos vienen hacia acá. Escondeos... —le susurró Juan empujándola hasta el fondo y echando mano a su espada.
Mencía se vio arrastrada por el caballero hacia un pequeño habitáculo donde el posadero guardaba el grano y arrinconándola con su cuerpo, la protegió de las miradas de los hombres. Sus risas llegaron hasta ellos y Juan permaneció en alerta, dispuesto a presentar batalla si era necesario.
—Hemos tenido suerte de encontrar esta posada. El conde está de un humor insufrible y hemos cabalgado toda la noche sin detenernos. Menos mal, que se ha acordado de que debíamos comer.
—Lástima le tengo a la hermana cuando la coja. Se creerá que está a salvo en ese convento, pero no sabe lo que le espera. Don Gómez tiene todo preparado y por lo que me pude enterar ayer, el novio está más que dispuesto, esperándola en el altar.
—Dicen que tiene dos hijos ilegítimos reconocidos y otros cuantos sin reconocer... —se rió a carcajadas el otro hombre.
Los caballos relincharon en ese instante, y los dos hombres volvieron la mirada hacia los animales. Juan sabía que desde donde estaban, podían descubrirlos. Así que sin dudar, hizo lo único que estaba en su mano para mantenerla a salvo. Antes de darse cuenta, la había estrechado contra su cuerpo y cogiendo el rostro de doña Mencía, la besó ocultándola de la miradas. La suave fragancia de la mujer, le inundó los pulmones conforme se apoderaba de su boca. Ansioso por esconderla de la vista de los hombres de Figueroa, atrapó con sus dos manos la suave cara femenina y sin dejar la mínima distancia entre sus cuerpos, se vio obligado a apoyarse en el cuerpo de ella. Doña Mencía se quedó atrapada entre la burda pared y su cuerpo, con las manos apoyadas en su pecho, pero Juan la tenía tan aprisionada que era consciente del temblor de sus brazos.
Al darse cuenta de lo que don Juan pretendía, Mencía cerró los ojos mientras el corazón le daba un vuelco. El caballero la tomó con delicadeza del cuello y pudo sentir el frescor de sus dedos en su piel, mientras se le erizaba el vello de la nuca. Sin embargo, nada la preparó para el impacto de sentir esa lengua fuerte y masculina adentrándose en el interior de la suya; fue devastador. Lo que en un principio pensó que era un beso para engañar a esos hombres, se convirtió en un beso donde don Juan la reclamaba con fuerza y ella, solo podía dejarse llevar en ese vértigo de sensaciones que la mareaba y que le impedía a la vez, respirar. En vez de asustarse, correspondió expectante ante la caricia y Mencía sacó sus manos aprisionadas, para acariciar inconscientemente los cabellos del hombre.
Nadie la había besado jamás. Era el primer beso que un hombre le daba y estaba disfrutándolo. Él la estrechó más y, sin separar sus labios, movió el rostro para besarla con mayor intensidad. Don Juan la besaba vorazmente y a ella le gustaba. Y entonces, fue cuando se detuvo. Mencía se dio cuenta de que de repente estaban solos, cuando a lo lejos pudo escuchar la sonrisa burlona de los dos hombres, creyendo que eran unos enamorados, pudo darse cuenta de que los habían engañado.
Pasado el peligro y escuchando las risas de los hombres alejándose, Juan pensó que era una suerte que estuviesen apoyados sobre la pared. De otro modo, le habría fallado las piernas ante la sensación devastadora de besar a doña Mencía.
Mierda, ¿en qué habría estado pensando para besarla? Jamás tendría que haberlo hecho. Ella era la dulzura y la pureza personificada y él, le había arrebatado un beso sabiendo que estaba destinada al más alto destino de todos los hombres, el de servir a Dios. Pero la delicadeza de Mencía lo había cegado hasta el punto de olvidarse de su obligación, incluso del peligro que los rodeaba. Se había dejado llevar por el más absoluto de los placeres. Los labios de esa mujer sabían a miel y Juan había perdido la cordura durante unos minutos que podían haber sido peligrosos.
—Lo siento, no debí haber hecho eso —dijo Juan soltando el aire entrecortado y tomando más aire mientras se separaba de ella.
Sin poder mirarla a los ojos, Juan se aseguró que los hombres estuviesen dentro y con un humor agrio añadió:
—Montad, y obedeced todos cuanto os diga. Ya habéis escuchado que se dirigen hacia el convento. Así que, olvidaos de ir hacia allá.
—¿Y qué haré? —preguntó Mencía mareada por el beso que le había dado don Juan y del que todavía no se había repuesto.
—Os llevaré de vuelta a Úbeda. No hay otra opción.
Mencía se mordió el labio inferior. Sabía lo importante que era llegar hasta el convento de Jaén. Solo allí habría podido estar a salvo y ahora su vida, estaba en manos de ese caballero.
Rodrigo había pasado la peor noche de su vida. Enfadado como estaba, había sido incapaz de acercarse al cuerpo de su mujer durante toda la noche. A pesar de haberla escuchado llorar. Solamente de madrugada, se había despertado con ella, acurrucada entre sus brazos. Dormida, ni siquiera se había percatado de los besos desesperados que le había dado por el rostro y de lo posesivo que había sido, estrechándola en sus brazos. Con la mano en su estómago, donde crecía el hijo de ambos, pensaba en cómo amaba a esos dos seres que habían aparecido en su vida.
Sin apenas haber conseguido dormir más que unas pocas horas, sabía que habrían problemas en cuanto rallara el alba. Un sexto sentido le decía que debía prepararse para enfrentarse al Inquisidor. Solo esperaba que su misiva a los reyes, llegara a tiempo. Tenía todo en su contra y lo que más lamentaba, era no poder asegurarse de que Mencía se ponía a salvo. Pero debía prepararlo todo para sacarla de palacio cuanto antes. Había meditado sobre dejarla con él hasta que se resolviera su enfrentamiento con Deza, pero no podía arriesgarse a que algo saliese mal.
Mirando por última vez a la belleza que tenía en los brazos, Rodrigo la besó y la dejó dormir un rato más. La despertaría en cuanto tuviese todo arreglado para su marcha.
—¿Estáis seguro de que el hombre que os interceptó dijo ser el Gran Maestre?
—Sí, señoría. Dijo ser el esposo de la mujer y que era el Gran Maestre de la Orden de Santiago.
—No dudo de vuestra palabra, Ezequiel. Firmad lo que mi secretario acaba de escribir y aseguraos de permanecer oculto hasta el día del juicio. Testificaréis como testigo. Vuestro testimonio será crucial para anular el matrimonio entre don Rodrigo y esa judía. Después, podréis hacer con ella lo que estiméis. Eso sí, aseguraos de que no vuelva a ver la luz. No quiero que quede ningún cabo suelto —aseguró el de Deza mirando por la ventana.
—Entonces, ¿vais a detenerlos? —preguntó Ezequiel saboreando su triunfo.
—Exacto. No quiero que el Comendador escape. Tengo varias cuentas pendientes con ese hombre. ¡Ahora, marchaos! Ya me habéis entretenido demasiado —le gritó el Inquisidor elevando la voz.
—Perdonad, señoría —le dijo Ezequiel dejándolo a solas con el secretario.
Solo cuando el judío hubo salido, fue que Diego de Deza empezó a repartir órdenes:
—Quiero los hombres de Figueroa rodeando la puerta de atrás de palacio, mientras mis soldados rodean la principal. No quiero que nadie escape, ni que resulte herido. Ese Diego de la Cueva es un protegido de la reina y no quiero problemas con ella. Mis cuentas son con el Comendador. Aseguraos de que nos acompaña el consultor para levantar el acto contra don Rodrigo.
—Pero señor, ¿con qué motivo lo vais a reprender? No podéis acusar al Gran Maestre.
—No pretendáis darme lecciones, secretario. Conozco perfectamente los derechos del Maestre. No os adelantéis a mis actos, ya los iréis sabiendo —le aseguró el Inquisidor al secretario que lo miraba con extrañeza.
A varios metros de allí, Rodrigo se apresuraba porque Sarah abandonase el palacio. Con las ropas de una sirvienta, Sarah lo miraba atormentada por la pena desde que había sabido que su esposo no la quería a su lado. No sabía a dónde la llevaban. Sin embargo, antes de salir del palacio, Sarah aprovechó un instante y acercándose a su esposo, le rogó:
—¡Por favor, Rodrigo! No me alejéis de vuestro lado. Os prometo que no volveré a cometer tal torpeza. Perdonadme... —le dijo Sarah arrodillándose en el suelo frente a los presentes.
A Rodrigo, le dio un vuelco el estómago al comprobar lo idiota que había sido al no explicar a Sarah su rápida salida. No tenían tiempo apenas para ello. Uno de los hombres de Diego, había llegado corriendo, informando que en los alrededores de la Casa de la Inquisición, se estaban congregando un gran número de soldados. Y que algunos de ellos, no eran de la ciudad. No había tiempo para explicaciones.
—Sarah, levantaos. No es lo que pensáis, pero ahora no tengo tiempo de explicaros nada. El Inquisidor está al llegar y no quiero que os pille aquí. Acompañad a doña Clara. Cuando llegue la noche, acudiré a vuestro lado y os explicaré todo —le aseguró Rodrigo contrariado por hallarse en esa situación.
Sarah se vio levantada del suelo por las manos de su esposo y sin mirar a su alrededor, asintió.
—¡Vamos, Sarah! Haced caso a vuestro esposo. Todo se arreglará. Ya lo veréis —dijo Clara María apenada por ver a su amiga tan afectada.
Cogiéndola del brazo, Sarah se dejó acompañar por Clara María y junto a la sirvienta, salió de la vista de los hombres.
Rodrigo se volvió hacia la mesa del salón y apoyando los puños cerrados en ella, preguntó a don Diego:
—¿Estáis seguro que ella se encontrará a salvo?
—Confiad en mi. No puede estar en mejor lugar —le aseguró don Diego de la Cueva.
Los soldados de Rodrigo, estaban armados y preparados para obedecer las órdenes de su señor. E incluso, Diego de la Cueva había dispuesto también de todos sus hombres.
Cinco minutos después de la marcha de las mujeres, unos fuertes golpes y gritos en el exterior, alertaron a los hombres que permanecían dentro que el momento había llegado. Tendría lugar el enfrentamiento con Diego de Deza.
—¿Estáis preparados, don Rodrigo?
Rodrigo asintió, mirando con decisión a don Diego de la Cueva y encaminándose hacia la puerta del palacio, se dispuso a enfrentar su destino.
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