CAPITULO DECIMOQUINTO
-¡Pasad dentro! Este no es lugar para hablar de estos temas -le aconsejó Diego de la Cueva.
-¿Habéis venidos sola? -preguntó Rodrigo a su vez.
-No... el hijo de un sirviente de confianza, me acompaña -declaró Mencía.
-Pues decidle a vuestro sirviente, que pase al interior. Este no es lugar para hablar -insistió de nuevo Diego de la Cueva.
Mencía obedeció la sugerencia de ese caballero y una vez, que ella y el muchacho estuvieron dentro, los dos hombres la interrrogaron.
-¿Desde dónde habéis venido? -preguntó de nuevo Rodrigo.
-Desde Beas de Segura, señor.
-Entonces vos sois... -declaró Rodrigo sin querer continuar.
-Pues sí, don Rodrigo. Yo soy la hermana de Gómez de Figueroa y es conmigo, con quien querían desposaros -declaró Mencía sin reparar en las dos mujeres que habían llegado al final del descansillo de la escalera.
Cuando ambas escucharon las palabras de la joven, se miraron entre sí intrigadas, sin comprender a qué se refería esa mujer. Sin embargo, Sarah no pudo evitar exclamar:
-¿Estabais prometido con esta mujer, Rodrigo? ¿Es cierto eso?
Cuando Rodrigo escuchó la pregunta de su esposa, se volvió hacia ella, y cogiéndola de la mano, se lo explicó.
-Nunca llegué a aceptar el compromiso con doña Mencía -contestó Rodrigo con serena calma-. Estaba enamorado de vos y no quise comprometerme con otra persona.
-¿Y por qué no me lo dijisteis? -preguntó Sarah.
-¿Qué sentido tenía inquietaros? Le dije a don Gómez que no pensaba establecer ninguna alianza con la Casa de Figueroa y mi único deseo, era desposarme con la mujer que amaba. No quería que os preocuparais por nada, ni que rechazarais mi propuesta.
-¡Debisteis decídmelo! -susurró Sarah.
-No os inquietéis, doña Sarah. Vuestro esposo no deseaba desposarse conmigo y yo... bueno, ese tampoco era mi deseo. Siempre he deseado ingresar en un convento, a pesar de la oposición de mi hermano. En cierto modo, el rechazo de don Rodrigo, fue mi liberación. A pesar, de que ahora tengo otro problema -declaró la muchacha sorprendiendo a todos.
Sarah se quedó realmente sorprendida ante la confesión. Esa joven era muy hermosa y de noble cuna y si su esposo la hubiese conocido antes, a lo mejor no se habría casado con ella.
-Gracias, doña Mencia. Sin embargo, mi esposa todavía no termina de comprender cuán importante es para mí -declaró Rodrigo posando un brazo sobre los hombros de Sarah-. No pretendía ofenderos doña Mencía pero como comprenderéis, amo demasiado a mi esposa. Espero que sepáis perdonadme.
-No tenéis que disculparos, don Rodrigo. Ya os he dicho, que tampoco deseaba ese enlace. Mi hermano me obligó a aceptarlo, a expensas de saber que yo no estaba de acuerdo. Sin embargo, ahora eso no es lo más importante. Es primordial que sepáis del peligro que corréis ambos.
-¿A qué os referís, doña Mencía?
-A que el Inquisidor y mi hermano, han elaborado una horrible plan y me temo, que si no hacéis nada al respecto, corréis un grave peligro.
-¿A qué os referís exactamente? -preguntó Diego de la Cueva preocupado.
-A que planean mataros a don Rodrigo -respondió Mencía mirando fijamente a los ojos del comendador.
A Rodrigo no le gustó que ese tema se estuviese debatiendo delante de su esposa. Era consciente del repullo que había dado al escuchar la noticia.
-Planean deteneos, bajo una falsa acusación -declaró Mencía.
-¿Y qué acusación es esa? -preguntó Rodrigo intentando templar su cólera.
-Pretenden declarar vuestro matrimonio nulo por haberos desposado con una judía, señor...
-¡Pero eso es imposible! -declaró Clara María horrorizada.
En ese momento, Diego de la Cueva contempló la mirada asustada de Clara y comprendió también que ni era el momento, ni el lugar de debatir todo ese asunto, en medio del patio de palacio.
-Deberíamos pasar todos al salón. Es tarde y seguramente ninguno de ustedes tres, haya probado bocado alguno desde hace horas. Deberíamos serenarnos y después de cenar, doña Mencía tendrá tiempo de explicarnos con detalle la magnitud del problema al que nos enfrentamos... -estaba explicando Diego, cuando Rodrigo lo interrumpió.
-No, don Diego. Me temo que este tema, solo me concierne a mí.
-Os equivocáis, don Rodrigo. Gracias a vos y a la que ahora es vuestra esposa, tanto mi familia como yo, os debemos la vida. Ahora son mis invitados y yo protejo a mis amigos. Estaré en deuda con ustedes siempre y no voy a permitir que nadie les haga daño. ¡Aunque tenga que matar con mis propias manos a ese cuervo negro! -declaró totalmente convencido Diego de la Cueva.
-Mi esposo lleva razón. Estamos todos muy nerviosos. Quizás sería mejor que nos calmásemos y luego, después de cenar, podremos ponernos al tanto de todo.
Sarah no dijo nada. La garganta se le había cerrado y ni una sola gota de saliva, le pasaba por ella. Podían matar a Rodrigo por su culpa y el miedo a perderlo, la aterraba.
Rodrigo era consciente de la tensión del cuerpo en su esposa. Debía serenarla antes de cualquier otra cosa.
-Lleváis razón, doña Clara. Podemos retomar todo este asunto con más tranquilidad, después de la cena. Creo que estamos un poco alterados -declaró Rodrigo siendo consciente de la tensión del momento
-Pues entonces, pasen dentro. Los sirvientes nos atenderán de inmediato -declaró Diego.
-Primero, necesito hablar un momento a solas con mi esposa. Si no les importa... -les imploró Rodrigo mientras retenía a Sarah con él.
-Por supuesto -declaró Diego-. Estaremos dentro esperándolos. Doña Mencía, mi esposa la acompañará al salón. Mientras tanto, daré la orden para que atiendan a vuestro sirviente y nos sirvan la cena.
-Gracias, señor...-declaró Mencía mirando con atención a la esposa de don Diego de la Cueva.
-Podéis llamarme por mi nombre, doña Mencía. Soy Clara María... -explicó Clara mostrándole el camino hacia el salón.
Mientras Diego de laCueva salía hacia la cocina, acompañado por el sirviente, dejaron a solas a don Rodrigo con Sarah.
Y en cuanto Rodrigo, comprobó que tenía un poco de intimidad, le preguntó a Sarah:
-¿No estaréis preocupada por todo este asunto?
-¿Cómo no queréis que lo esté, mi señor? -preguntó a su vez Sarah-. ¡Ya habéis escuchado a la dama! Su hermano y el mismo Inquisidor, están planeando vuestra muerte... -dijo Sarah quebrándose en ese momento y echándose a llorar.
-¡Chus...! No quiero que derraméis ni una sola lágrima por mi. Nada me ha de pasar, ¿es que no confiáis en mi persona? -le dijo Rodrigo abrazándola con cariño, protegiéndole la cabeza con las manos-. Sois la única persona en Castilla que tema por mi vida. Estáis casada con el Gran Maestre de la Orden de Santiago.
-¿Cómo no voy a confiar en vos? Es de esos dos hombres en quien no confío. Muy grave y peligroso debe ser todo este asunto, para que esa joven dama, haya arriesgado su vida para venir desde la villa a advertiros. Quizás, deberíais haber hecho caso a ese Conde de Figueroa. Deberíais haberos desposado con ella. Al fin y al cabo, es muy bella y vos, no correríais ese peligro por mi culpa...
-No quiero que os atormentéis con eso. Ya os he dicho, que es a vos a quien amo y os aseguro, que para nada retrocedería en el tiempo. No cambiaría mi matrimonio con vos si mi vida dependiera de ello. Solo a vuestro lado, puedo ser feliz -dijo Rodrigo separándose un poco del frágil cuerpo, sacudido por los lloros-. No lloréis más y limpiaros esas lágrimas. No soporto veros acongojado y encima, debiéndose vuestra desdicha al desgraciad del Inquisidor. Ahora, nos reuniremos con nuestros amigos y comeréis algo y solo después, decidiré lo que haré cuando haya escuchado con más detenimiento a doña Mencía.
-No tengo hambre, Rodrigo -susurró Sarah acongojada.
-Debéis intentar comed algo. No habéis probado a penas nada hoy y no voy a permitir que desfallezcáis de inanición. ¿Haréis eso por mi? -preguntó Rodrigo.
-No puedo digerir nada en estos momentos... -declaró Sarah llorando de nuevo.
-Debo mantened la cabeza fría para afrontar este problema, y si estoy preocupado por vos, no podré hacerlo -intentó Rodrigo chantajearla para que accediera.
Limpiándole las lágrimas con las yemas de sus dedos, Rodrigo esperó a que ella respondiera.
-Está bien. Os haré caso, pero solo porque no quiero que os preocupéis.
-¡Así quiero veros! Fuerte y no dejándose vencer por unos cobardes.
-Esos cobardes podrían mataros...
-Os aseguro, que nada de eso sucederá. Tened confianza en vuestro esposo. No por algo soy el Gran Maestre y Comendador.
-¡Sois el hombre más valiente y honrado que he conocido en mi vida! Y debéis saber, que yo también os amo con todo mi alma y que no soportaría jamás, saber que os sucede algo por mi culpa.
-Nada me ha de pasar. Tranquilizaos y reunámonos con los demás. Están esperándonos dentro -declaró Rodrigo besándola suavemente en los labios.
-Está bien -dijo Sarah mientras su esposo la acompañaba al interior del salón con los demás.
Todos los congregados alrededor de la mesa, cenaron bajo un tenso silencio. Intentaron hablar de nimiedades para no darle más importancia al asunto, pero ninguno pudo cenar tranquilo. Y solo cuando los sirvientes terminaron de recoger las viandas, fue el momento en que las cinco personas pasaron a una sala más cómoda para debatir todo aquel asunto. Clara María se sentó al lado de su esposo y lo mismo sucedió con Sarah, que no dejó de agarrar la mano de Rodrigo, como si así pudiese mantenerlo a salvo.
-Ahora, doña Mencía, nos explicaréis todo ese asunto de que el Inquisidor y vuestro hermano están planeando la muerte del comendador.
-Fue casualidad que le preguntara a un sirviente por mi hermano. Cuando me dijo que Gómez estaba pegando gritos en el salón, no lo dudé y me dirigí hasta ahí. No me avergüenza decir que escuché a escondidas, porque no lo lamento -declaró Mencía convencida.
Clara María no quiso reírse de ese hecho, pero aquella joven le cayó bien.
-¿Desde cuando empezasteis a escuchar? -preguntó don Diego de la Cueva.
-Prácticamente desde el principio, por eso conozco todos sus planes. Bueno, aunque hay algunos detalles que el Inquisidor se guardó para él.
-Hablad pues.
-El Inquisidor llegó a la villa para contarle a mi hermano sobre la noticia del casamiento del comendador, así como del hecho de que la esposa de don Rodrigo es judía. Pretenden aprovecharse de esa situación para matarlo, lo que no sé es cómo lo va a planear don Diego de Deza. Lo que sí se, es que ambos aspiran a que mi hermano Gómez ocupe el lugar del comendador y pase a dirigir la Encomienda.
-¿Y qué gana el Inquisidor con ello? -preguntó Diego de la Cueva que seguía sin comprender nada.
-El diezmo del Concejo. Por esa razón me encuentro aquí. La semana pasada, el Inquisidor hizo llegar un requisito al Concejo solicitando que le pagaran una parte del diezmo...
-¡Maldito canalla! -replicó Diego de la Cueva.
-Diezmo que por supuesto no tiene derecho a reclamar -declaró Rodrigo a los presentes.
-¿Entonces? -preguntó doña Mencía-. ¿Por qué lo hace?
-Precisamente para tenerme a su merced. Seguramente estará al tanto de mi llegada a la ciudad y estará esperándome para apresarme.
-Así es, de hecho, se regocijó bastante -declaró Mencía.
-Bueno, pues creo que lo más oportuno, será darle el gusto.
En ese momento, se produjo un breve alboroto. Todos los presentes empezaron a interpelar a Rodrigo para que no intercediera. Solamente Sarah, permaneció muda y callada.
-No se alteren. No voy a dejarme coger tan fácilmente... -declaró Rodrigo.
-¿Y entonces? ¿Qué tenéis pensado, don Rodrigo? -preguntó de nuevo Diego de la Cueva.
-Enviaré un mensaje a su majestad y esperaré a recibir respuesta. Solo entonces, enfrentaré a Diego de Deza.
-¿Un mensaje? -preguntó de nuevo Diego.
-Si. Voy a solicitar a su majestad, que permita a don Andrés Cabrera que interceda en este asunto y que sea testigo cuando me enfrente al Inquisidor.
-¿Y quién es don Andrés Cabrera?
Las mujeres se habían quedado calladas, escuchando la conversación entre los dos hombres.
-Cabrera es el mayordomo y consejero de su Majestad la Reina Isabel -contestó Rodrigo.
-No termino de entender -añadió de nuevo Diego de la Cueva.
-Es conocida la ascendencia judía de don Andrés. Necesito no solo un testigo de la Reina en todo este asunto sino más bien, un aliado que defienda mi causa y mi matrimonio con Sarah.
-Ahora comprendo todo -declaró Diego.
-¿Creéis que ese hombre accederá a ayudarnos? -preguntó Sarah con un hilo de voz.
Rodrigo miró a su esposa y asintió convencido.
-Si, me debe algunos favores y es hombre de honor. No dudará en acudir en mi auxilio en cuanto lo sepa. Mientras tanto, mandaré dos misivas parecidas. Una a la Reina y otra a don Andrés, detallándole todo lo sucedido.
-Y mientras tanto, ¿qué haremos? -preguntó Sarah angustiada.
-No nos queda más remedio que esperar a que don Diego nos acoja en palacio. Mucho me temo, que si salimos de aquí, el Inquisidor pueda hacer alguna de las suyas.
-Pero, habéis traído soldados con vos, don Rodrigo -interpeló doña Clara María.
-No los suficientes -declaró Rodrigo molesto-. Tuve que dejar la mitad en Segura. Hace poco estuvimos sitiados y todavía no hemos logrado dar con los moros.
-¡Vaya por Dios! -exclamó Clara María.
-En eso lleváis razón, don Rodrigo. El Inquisidor demandó de mi hermano, gran parte de sus soldados y me temo que era para superaros en número.
Tanto Rodrigo como Diego, miraron a la joven.
-¿De cuántos hombres dispone vuestro hermano?
-No lo sé con exactitud, señor. No podría deciros. Mi hermano y yo, vivimos separados. Llevaba años sin saber de él y si no hubiese sido por su intención de despojarme de mis bienes y casarme, no hubiese sabido nunca de su persona. Mucho me temo, que Gómez no es el niño que conocí. Su sed de poder y su afán de dinero, lo llevará a su destrucción -declaró Mencía.
-¿Por qué dijisteis antes que teníais otro problema? -preguntó Clara María con curiosidad.
-Porque el Inquisidor le sugirió a mi hermano otro enlace. Mucho me temo que o ingreso en un convento, o mi hermano me casará con el primero que pille.
-¡Cuánto lo lamento! -dijo Sarah sintiendo pena por esa joven.
-Gracias, señora. Sin embargo, mi hermano me ha subestimado. No me casaré con nadie, ni por todo el oro del mundo. En cuanto pueda, mañana mismo, viajaré hasta un convento donde pienso pasar el resto de mis días.
-¿Estáis segura de eso? -preguntó Rodrigo.
-Como nunca lo había estado. Mis padres me dejaron en herencia la villa de Beas de Segura, siempre y cuando no me desposase. En ese caso, todo pasaría a las manos de mi hermano. Por eso, Gómez pretende casarme, quitarme mi herencia y desaparecer. Sin embargo, desconoce que mi madre me puso al tanto antes de morir.
-¿A dónde tiene que marchar? -preguntó Diego de la Cueva.
-A Córdoba... -declaró Mencía.
-No se preocupe. Mañana, dispondré que algunos de mis hombres, la acompañen hasta el convento.
-Gracias, señor. Os lo agradezco -señaló Mencía con alegría.
-Somos nosotros, quien les debemos agradecerle que haya arriesgado su vida para poner en sobre aviso al comendador.
-Es lo menos que podía hacer. Nunca podría consagrar mi vida a Dios, sabiendo que no hice lo que me correspondía. La vida de doña Sarah y de don Rodrigo, hubiese pesado siempre en mi alma.
-Sois una persona buena... -susurró Sarah con lágrimas en los ojos.
-Gracias, doña Sarah. Espero haberos hecho un favor y haber llegado a tiempo.
-No sabéis cuanto. Muchas gracias, doña Mencía -declaró Rodrigo.
Mencía miró a todos con una inmensa paz. Había hecho lo que debía y con respecto a su hermano, ella no era responsable de sus acciones. Él mismo se lo había buscado.
-Es hora de retirarnos a descansar -señaló en ese instante Diego de la Cueva.
-Si, bastante ha dado el día de sí -declaró Rodrigo levantándose del asiento.
Todos estaban ya de pie para seguir a los señores de palacio, cuando Sarah que había sido la última en incorporarse, se mareó y cayó desvanecida a los pies de Rodrigo.
-¡Sarah! -exclamó Rodrigo alarmado.
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