CAPÍTULO DECIMONOVENO
A esa hora de la noche, todo el mundo estaba recogido en sus casas, momento que aprovecharon Diego de la Cueva y Juan de Alcaraz para acompañar a doña Mencía. Esa misma tarde, Clara María había informado a la reverenda madre del nuevo contratiempo surgido y la religiosa sin hacer muchas preguntas, había aceptado la llegada de doña Mencía, comprendiendo el peligro que corría la joven y la importancia de que permaneciera escondida hasta que pudiese testificar en el juicio de don Rodrigo.
Con el hábito de la Orden, Mencía andaba a la zaga de los dos hombres. Desde el convento, le habían hecho llegar un hábito de la Orden para no levantar sospecha alguna. Hacía frío, pero un frío de verdad, de ese que te calaba hasta los huesos a pesar de la gruesa tela. Con la cabeza gacha y mirando hacia el suelo, Mencía intentaba esquivar el aire que le venía de frente, consciente en todo momento, de la presencia de don Juan a su lado. La sensación de los labios del hombre sobre los suyos, la atormentaba desde que habían salido de la posada. Y máxime, cuando ese hombre era un caradura redomado, que despreciaba a las mujeres como si fuesen seres inferiores. Y tampoco entendía cómo podía afectarle un simple beso cuyo único propósito había sido evitar que fuesen sorprendidos. Era algo ilógico. Pero estaba desconcertada desde entonces, y no quería imaginarse lo que sería besar a una persona a la que realmente amases. Tenía la agridulce sensación de que su decisión de dedicarse a la vida contemplativa, la privaría de experiencias en la vida como aquella. Aunque a eso ya había renunciado hacía tiempo. Pero desde que había conocido a don Juan de Alcaraz, todas sus convicciones, se habían vuelto del revés.
—Ya hemos llegado, doña Mencía —le advirtió don Diego deteniéndose en la puerta del convento.
Llamando a la puerta, esperaron a que les abrieran.
Juan miró alrededor de la plaza, a pesar de la oscuridad reinante, intentando descubrir la presencia de algún extraño. Sin embargo, no se veía a nadie en las inmediaciones.
—¿No os parece extraño, que no habiendo prendido a doña Sarah, el inquisidor no os haya hecho seguir? —le preguntó Juan a Diego.
Diego de la Cueva frunció el ceño. Juan tenía el inoportuno don de hablar, cuando nadie le preguntaba. Y precisamente, señalando lo obvio: lo que nadie quería ver.
—¿Creéis que pueden habernos seguido hasta aquí? —preguntó Diego a su amigo.
—Es fácil que lo hayan hecho... —aseveró Juan.
—Pues ya es tarde para tomar precauciones —señaló Diego.
—Quizás no... —contestó Juan sin aclarar nada más.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Diego extrañado mientras se escuchaba cómo alguien abría desde el interior.
Dos hermanas clarisas, ambas de buen ver y de aspecto intimidante, abrieron la puerta mientras Diego las saludaba.
—¡Hermanas!
—Os estábamos esperando, don Diego —dijo una de ellas—. La madre reverenda, os espera dentro junto a la joven.
—Gracias, hermana —agradeció Diego a las religiosas—. Pasad, doña Mencía —le ordenó a su vez a la dama mientras le cedía el paso. Sin embargo, Juan de Alcaraz le sorprendió cuando añadió:
—Pasad primero vos. Doña Mencía y yo esperaremos aquí fuera...
Mencía que estaba a punto de entrar, se detuvo y miró a don Juan sin comprender nada, a pesar de que éste no se dignaba siquiera a mirarla. El débil reflejo de la luz, que portaba una de las monjas, permitía apreciar el fuerte perfil del caballero y las líneas angulosas de su cara. Ese caballero era altivo, orgulloso y muy seguro de sí mismo y hubiese afirmado, que era casi apuesto, si no fuese por el carácter agrio y altivo, que algunas veces mostraba. Sin contradecirlo, a pesar de que creía que dentro estarían más seguros, Mencía esperó a su lado, mientras los dos hombres se aclaraban.
—¿Por qué? —preguntó Diego, coincidiendo con la curiosidad de Mencía.
—¿No tenéis que hablar con doña Sarah? —susurró Juan sin explicar la intención que llevaba.
—Si...
—Id pues. Doña Mencía y yo, os esperaremos fuera del convento. Levantará menos sospechas.
Diego supo que Juan se traía algo entre manos. Sin embargo, no lograba averiguar el qué.
—Está bien. Enseguida saldré... —contestó Diego—. Pero si os encontráis en peligro, entrad dentro y cerrad la puerta de inmediato.
Juan asintió mientras las dos religiosas dispuestas a acompañar a Diego de la Cueva, dejaron el portón abierto, sumiéndolos de nuevo en la oscuridad.
Pasaron varios minutos y Mencía continuaba mordiéndose la lengua. Estaba helada y tiritando, mientras la curiosidad le podía más que la prudencia. Así que, volviéndose hacia el hombre, le preguntó:
—¿Por qué queréis que aguardemos aquí fuera? ¿No sería mejor haber pasado dentro? Por lo menos sentiría menos frío.
Juan que no dejaba de vigilar a su alrededor, giró en ese instante la mirada hacia ella.
—No.
—¿No? ¿Por qué no? —preguntó con el ceño fruncido.
—Porque entonces no podría darme el gusto.
—¿El gusto de qué? —preguntó Mencía harta de ese ser tan arrogante.
—Es muy sencillo... —declaró Juan con una media sonrisa, sin que Mencía adivinara sus verdaderas intenciones.
—¡Explicádmelo pues! No acabo de entender... —declaró Mencía.
Juan dio dos pasos al frente, justo lo que lo separaban de ella y pillándola desprevenida, la rodeó con los brazos. Sin que a Mencía le diera tiempo a reaccionar, besándola de inmediato.
Sin oponerse, Mencía posó sus manos en el amplio pecho, mientras los labios del hombre se unían a los suyos en un beso suave, cálido y arrebatador. La presión de ambas bocas se incrementó cuando don Juan empezó a exigir más y sumado a su falta de respuesta, una sensual exploración por parte de Juan, incendió los sentidos de Mencía, provocando que se irguiera al sentir el roce de una mano sobre su espalda, pero estaba tan abrumada que no podía ni moverse. Don Juan sujetaba firmemente su cintura mientras con la otra la acariciaba y conforme su mano iba acariciándola, un dulce calor la iba seduciendo. Mencía se sentía atravesada por las sensaciones y justo cuando comenzaba a perder todo rastro de cordura, el hombre se separó de ella con súbita rapidez, dejándola aturdida y jadeante.
Inclinando la cabeza y con una sonrisa petulante, la desafió con la mirada.
—El gusto de besaros.
—¿Quién os habéis creído? —preguntó Mencía abochornada—. No deberíais haberme besado y mucho menos, mirarme de esa manera...
—No puedo evitarlo, ni lo deseo... —declaró Juan—. Pero sabed, señora mía, que la curiosidad me ha ganado el pulso en esta batalla, puesto que no quería dejar pasar la oportunidad de besar a una monja y descubrir si la primera vez que os besé solo fue un fingimiento, o si de verdad sentisteis lo mismo que yo. Quería saber si llevando esos hábitos, respondéis con la misma pasión... Nunca había besado a una dama como vos y a fe mía, que habéis cumplido todas mis expectativas porque he tenido la más alta experiencia religiosa que tendré jamás; he creído tocar el cielo teniéndoos junto a mi. Aunque debo confesaros, que no me esperaba encontrar una moza tan bien dispuesta. Es una pena que vayáis a esconder toda esa naturaleza fogosa entre estas cuatro paredes y bajo esos hábitos. Y en cuanto a miraros, no puedo evitar admiraros ... —declaró Juan de Alcaraz justo cuando Diego de la Cueva aparecía junto a la reverenda madre, interrumpiendo la conversación.
Minutos antes, Sarah había entrado a una sala, acompañada de la reverenda madre y lo que menos esperó, fue encontrarse a don Diego de la Cueva a altas horas de la noche en el interior del convento.
—¡Don Diego! ¿Qué hacéis aquí? —preguntó Sarah descompuesta—. ¿Le ha sucedido algo a mi esposo?
—No os preocupéis, doña Sarah. Don Rodrigo se encuentra encarcelado, pero no por mucho tiempo.
—¿Encarcelado? —preguntó Sarah horrorizada.
—Si, cinco minutos después de marcharos, fuimos rodeados por los soldados del inquisidor y os aseguro, que os hubiesen apresado a vos también, si don Rodrigo no llega a alejaros a tiempo.
—¿Cómo está mi esposo? —preguntó Sarah—. Habéis sabido algo más de él.
—Si, esta tarde conseguí que me permitieran verlo. Tuve que sobornar a algún soldado, pero eso es lo de menos... Por ahora, permanecerá unos días en los aposentos del inquisidor.
—¿Por qué? —preguntó Sarah.
—Mucho me temo, que el tal Ezequiel, ha testificado contra vos.
—¡Eso no es posible! —exclamó Sarah con una desagradable opresión en el pecho—. ¿Por qué?
—Alega que estabais prometida con él cuando os casasteis con don Rodrigo. Que vuestra padre le concedió vuestra mano.
—¡Pero eso es falso! —exclamó horrorizada Sarah, volviendo el rostro hacia la religiosa.
La reverenda cogió de la mano a la joven, temiendo que pudiera desvanecerse por la impresión y más, en su estado.
—Mucho me temo que el inquisidor ande detrás de todo ese ardid.
—Recordad lo que nos contó doña Mencía, que todo había sido planeado entre su hermano y el inquisidor. ¡Estoy perdida! —gimió Sarah comenzando a llorar, tapándose el rostro con las manos—. ¿Qué será de mi esposo y de mi? ¡Cómo he podido atraer tanta desgracia hacia su persona! Desde la muerte de mi padre, nada ha ido bien.
—No digáis eso, y no os preocupéis. Don Rodrigo no querría que os alteraseis en vuestro estado. De momento, vuestro esposo permanecerá encarcelado, pero el inquisidor no puede retenerlo por mucho tiempo, es el Gran Maestre de la Orden... Estaría actuando contra natura y eso, no le conviene en absoluto. Parte de los nobles, incluida la reina, se le echarían encima y no es tan tonto como para eso.
Como Sarah no dejaba de llorar, Diego se acercó hasta ella y le retiró las manos del rostro.
—Vuestro esposo me envía con un recado para vos...
—¿Para mí? —preguntó Sarah abatida mirándolo con los ojos abnegados de lágrimas.
—Quiere que sepáis que si os separó de él, no fue llevado por el enfado, sino por el deseo de protegeros. Ya habéis visto, lo que tardó el inquisidor en apresarlo. Quiere que sepáis que en cuanto se resuelva todo, vendrá a por vos y que os quiere... Ha hecho especial hincapié en que os trasmitiera esa idea. Así que no os alarméis y no dudéis de sus acciones. Don Rodrigo confía en que todo se resolverá pronto.
—¡Ojalá todo sea así! —exclamó Sarah—. La próxima vez que veáis a mi esposo, decidle que yo también lo amo y que esperaré, lo que sea necesario.
—Se lo diré de vuestra parte. Ahora, debo marchadme. Debéis saber que doña Mencía no pudo alcanzar su propósito y que permanecerá en el convento junto a vos.
—¡Qué desgracia! Pobre muchacha y todo por intentar ayudarnos... —declaró Sarah.
—Todavía existen personas con la dignidad suficiente de hacer lo correcto. Donde mejor puede permanecer, es aquí escondida, junto a vos. La madre reverenda ha sido tan amable de aceptaros a ambas —dijo Diego mirando hacia la religiosa.
—Es mi deber también, don Diego. Luchar contra las injusticias y sobre todo, si vienen de la mano de ese ser tan enfermizo.
—Gracias, madre. Doña Mencía apoyará la versión del esposo de doña Sarah en el juicio. Y es muy importante, que su hermano, el conde Figueroa, no de con su paradero.
—Iros tranquilo. Nadie podrá entrar sin mi autorización. No conseguirán hallar a ninguna de las dos damas.
—¡Cuán piadosa y valerosa es doña Mencía! —dijo Sarah limpiándose las lágrimas—. ¿Creéis que se celebrará pronto el juicio, don Diego?
—Si..., el inquisidor sabe que la reina ya está al tanto de sus tretas. No tardará en celebrarlo y dejar libre a don Rodrigo... ¡Ya lo veréis! Ahora, tengo que marchadme. Doña Mencía espera fuera y entrará en cuanto me marche.
—Gracias, don Diego. Me habéis traído un rayo de esperanza. Reconozco que me encontraba abatida, pensando que mi esposo actuaba motivado por el enfado; por no obedecerlo. Ahora me doy cuenta del enorme error que cometí, dejándome ver por Ezequiel. Nunca me arrepentiré lo suficiente.
—No lo penséis más. Lo que está hecho, ya no se puede deshacer. Ahora, aguantad aquí, aunque la espera se os haga ardua.
—No os preocupéis por mi. Sabré esperar. Confío en que Rodrigo, tenga la justicia a su favor.
—Conforme vayan sucediendo las cosas, os iré avisando.
—Gracias, don Diego —respondió Sarah.
—Doña Sarah... —dijo Diego inclinando la cabeza y despidiéndose de ella, mientras la reverenda madre lo acompañaba.
—¡Enseguida vendré, hija! Esperadnos aquí.
—Sí, madre —respondió Sarah viéndolos marchar.
—No tengo palabras suficientes para mostraros mi agradecimiento, reverenda madre —declaró Diego mientras se acercaban a la entrada.
—No me las deis, don Diego. Solo espero, que don Rodrigo pueda salir pronto de la cárcel. No podéis imaginaros, lo que hay dentro de esa paredes. Las penurias y el sufrimiento te ahogan nada más entrar y esos instrumentos de tortura que utilizan, no quiero ni recordarlos. El resuello del sufrimiento de sus moradores es horroroso y el hedor humano, insoportable. El suspiro de unos y el grito de otros, se asemeja al infierno en vida. Os aseguro que visito a esas pobres almas que están destrozadas intentando llevarles algo de consuelo, pero confieso de que de buena gana, no volvería a entrar en tan diabólico lugar. Cuánto antes salga don Rodrigo de allí, antes podremos estar tranquilos.
Llegando a la puerta, a Diego no le pasó desapercibida la tensión entre Juan y doña Mencía. Los dos, levantaron la mirada hacia él, como si hubiesen sido descubiertos en algo.
—Doña Mencía... os presento a la reverenda madre —dijo Diego de la Cueva presentando a la superiora.
—Pasad, hija mía. Es un placer teneros entre nosotras. Ya me ha hablado don Diego de vuestra situación y cuando todo esto pase, estaremos encantadas de contar con vuestra presencia entre nosotras. Hacen falta más jóvenes en el convento. Las que estamos, ya nos vamos haciendo mayores y necesitamos que entre sangre nueva.
—Gracias, reverenda madre —logró decir Mencía sin que la religiosa adivinara su desasosiego.
Mencía hubiese abofeteado a don Juan, si en ese momento no hubiese aparecido don Diego de la Cueva junto a la reverenda madre. Mordiéndose las mejillas y apretando los labios, lo miró por última vez y marchándose airada, se metió en el interior del convento tras la mujer, dejando a Juan con una desagradable sensación de vacío y de pérdida. Juan era muy consciente de que su carácter carecía de los refinamientos a los que esa dama estaba acostumbrada, pero siendo egoísta, no lamentaba haberla besado. Le hervía la sangre, el simple hecho de saber que la dama se encerraría en ese lugar y que posiblemente, jamás la volvería a ver en toda su vida. Esa mujer era inteligente, brava, aparte de hermosa y si él hubiese estado en otras circunstancias, no le cabía la menor duda, de que hubiese luchado por ella. Esa joven no se merecía acabar su vida encerrada en un convento, solo por escapar de su hermano.
Sin mirar atrás, los dos hombres se quedaron fuera mientras la reverenda, se aseguraba de cerrar la puerta.
—¿Me contarás qué ha pasado aquí fuera mientras no os veía? ¿Y por qué no queríais entrar?
—No queráis saber... —declaró Juan con mal humor.
Dos días después, un tumulto de gente, se agolpaba en la plaza principal de la ciudad. Un bando del inquisidor, había aumentado los enfados de los vecinos por los constantes atropellos a los que los tenía sometidos.
—¡No podemos permitir que el inquisidor se siga saliendo con la suya! —declaró un vecino.
—Todos conocemos a la hija de Abraham y sabemos, que Ezequiel jamás estuvo prometido con ella —declaró un judío converso.
—¡Esto tiene que acabar! —dijo otra conversa.
—¿Qué ocurre para que toda esta gente esté aquí congregada...? —preguntó una monja acercándose a la multitud y dirigiéndose a varias personas.
Los vecinos se giraron mirando a la monja y permitiéndole el paso, fueron haciéndole un pasillo hasta que la religiosa estuve frente a los alborotadores. Las monjas clarisas eran respetadas en toda la ciudad, por la caridad que mostraban hacia sus vecinos. Así que, sabiendo que las religiosas nada tenían que ver con los últimos sucesos, permitieron que la mujer se acercara.
—¡Hermana! ¡Una tragedia! —exclamó una voz perdida entre la multitud.
—¿A qué os referís? ¿Por qué os halláis tan alterados?
—Leed hermana... —declaró un campesino que llevaba en la mano un pergamino—. Los soldados del inquisidor, han puesto esta mañana este bando en la plaza.
—¿Y qué dice, hijo mío? —preguntó la hermana Ana.
—Que si en el plazo de tres días, no se entrega la hija del físico Abraham, el comendador de Segura, será torturado en la plaza pública...
—¿La hija del físico Abraham? —preguntó la hermana Ana haciéndose la sorprendida.
—Si, hermana. La muchacha se llamaba Sarah, era la hija del físico y por lo visto, se casó hace poco con el comendador, después de que a su padre lo quemaran en este mismo lugar. ¡No hay derecho a que nos sigan maltratando de este modo! ¿Qué más quiere el señor inquisidor? Hemos renunciado a nuestra fe. Somos cristianos, pero aun así, nos siguen tratando como a perros.
—¡Eso! ¡Ya estamos hartos!
Las voces fueron aumentando en intensidad y los rostros enojados, mostraban una ira difícil de controlar. Así como un deseo de venganza, que se vio enaltecido por los gritos de los conversos.
—Hay que ir en busca de Ezequiel... —gritó otro vecino—. ¡Toda la culpa la tiene él!
—Si, vayamos a por él. ¡Sabemos que miente! Le sacaremos la verdad, aunque sea a golpes.
La turba enfurecida, sin atender a razones, empezó a disgregarse, en busca de Ezequiel. Mientras la hermana Ana, asustada por todo lo que estaba ocurriendo, corrió volviendo sobre sus pasos al convento.
—Tengo que contárselo a la reverenda madre.
Palacio de Diego Manrique de Lara, Villa de Treviño.
Leonor de Castilla junto a su nuera María de Sandoval, esposa de su hijo Diego, caminaban apresuradas y ligeras ante el aviso de que de nuevo su primogénito se marchaba de palacio sin que ellas hubiesen sido previamente informadas.
—¿Estáis segura de que mi hijo se lleva a todos los soldados?
—Si, madre. Incluidas, las lanzas.
—¿Las lanzas también?
—Si... —contestó compungida María de Sandoval, mortificada porque su esposo se marchara de nuevo.
—¿Cuándo va a acabar esto? —preguntó enfadada doña Leonor, dispuesta a decirle cuatro cosas bien dichas a su primogénito. De sus quince vástagos, su hijo mayor era el que más calentamiento de cabeza le daba.
Diego, comprobó cómo su madre y su esposa se acercaban hasta él, cuán damas ofendidas. Montado en su caballo negro, estaba presto a salir junto a su hueste cuando las dos mujeres bajaron los escalones de palacio. Si hubiesen tardado cinco minutos más en llegar, hubiera logrado marchar sin necesidad de sufrir el sermón de su viuda madre.
—¿Acaso vuestra esposa y vuestra madre no merecen un mínimo de respeto, Diego Gómez Manrique de Lara y Castilla?
Diego, se sujetó a la silla y cerró durante un instante los ojos. Cuando su madre pronunciaba su nombre de esa manera, era peor que si lo hubiesen azotado. Desde pequeño, su madre no había tenido que levantar vara alguna a la hora de amonestarlo. Con el simple hecho, de decir su nombre completo, todos sus hermanos menores, incluido él, se sentían como si hubiesen cometido el peor de los delitos. Y lo peor, es que con el correr de los años, la sensación no había menguado, ni la sutileza empleada por su madre había caído en desuso.
—¡Madre! No es momento de sermones. Debo partir de inmediato... —declaró Diego mirándola con fijeza.
—¿A la guerra de nuevo? —preguntó Leonor a su hijo.
Diego suspiró con fuerza, intentando debatir qué hacer. No quería preocupar a su madre más de lo necesario, pero visto el giro de los acontecimientos, no podía dejarla en la ignorancia.
—Debo marchar al Reino de Jaén y solo tengo tres días para llegar hasta allí.
—¿Tres días? ¿Por qué tanta urgencia? ¿Se trata de Rodrigo...? —preguntó con el ceño fruncido Leonor—. ¿Qué le ocurre a tu hermano? ¡Decidme, pues! —exigió Leonor agarrando la pierna de su hijo.
Mirando la ansiedad reflejada en el rostro de su madre, dio suspiró y descabalgó del animal. Y cuando la tuvo de frente, le contestó:
—Vuestro hijo Rodrigo, ha sido apresado por el inquisidor de Úbeda —contestó Diego sosteniendo la mirada maternal.
—¿Y ahora me lo decís? ¿Acaso no tiene derecho una madre a saber qué le ocurre a uno de sus hijos? —preguntó indignada Leonor levantando los brazos y apretando sus manos como si estuviese rezando.
—¡Madre! No empecéis...
—¡No me faltéis el respeto! Habéis salido igual que vuestro padre, que en gloria esté. Cualquier día, me mataréis de un disgusto.
—Si no marcho ahora, posiblemente llegue demasiado tarde para ayudarlo...
—¿Tarde para qué? —preguntó Leonor enclavijando los dientes.
—En tres días, mi hermano será torturado en plaza pública... —dejó caer Diego la noticia como un mazazo.
—¡Alabado sea el Señor! ¡Mi Rodrigo! —exclamó Leonor de Castilla agarrándose el pecho—. ¿Por qué? —preguntó angustiada.
—Lo acusan de contraer matrimonio sin haber solicitado dispensa apostólica, dada su condición de caballero. Aunque ahí, no acaba la cosa...
—¿Qué puede ser peor que eso? —preguntó Leonor de Castilla mirando a su hijo.
—Rodrigo y Sarah, están esperando a su primer hijo y un testigo la ha denunciado, alegando que ya estaba prometida con él...
—¡Dios mío! ¡Cuándo acabará este calvario! Me voy con vos... —declaró Leonor, dispuesta a acompañar a su hijo en aquel momento.
—¡Madre! No quise avisaros, porque no hay tiempo que perder. Si no parto ahora, no llegaré a tiempo de interrumpir la injusticia.
Leonor miró a su primogénito y le dijo:
—Por eso os lleváis a todos vuestros hombres. Está bien, partid de inmediato y ayudad a vuestro hermano. Yo, saldré en pos vuestra...
—Dejaré a varios de mis hombres con vos para que os acompañe, si es que estáis tan decidida —ordenó Diego sabiendo que nadie sería capaz de convencer a su madre, de hacer lo contrario.
—No hará falta. Todavía soy capaz de viajar por Castilla sin perderme... —declaró doña Leonor testaruda.
—Os protegerán de malhechores. Si no accedéis, ordenaré que no os dejen partir... —declaró Diego Manrique sosteniendo el pulso a su madre.
A doña Leonor le empezó a latir una vena en la sien, signo del mal genio que se le estaba poniendo, pero comprendiendo que su hijo Diego llevaba razón, accedió:
—Está bien. Vuestros hombres me escoltarán.
—Yo os acompañaré también, madre —le dijo su nuera acercándose a ella—. No os preocupéis, esposo mío —dijo María de Sandoval dirigiéndose hacia su marido—. Yo velaré porque a vuestra madre no le suceda nada en el camino.
Lo peor de una mujer testaruda, era que dar con otra. Y Diego no tenía nada que hacer contra esas dos mujeres que habían decidido contrariarlo. Así que, resignado, accedió al deseo de las dos.
—¿A qué esperáis? ¡Marchaos ya! Vuestro hermano os necesita... —declaró doña Leonor olvidándose ya de la presencia de su hijo y cogiéndose del brazo de su nuera—. Vamos, María. Tenemos trabajo que hacer antes de marchar... ¡Hay que dejarlo todo dispuesto!
—¡Esposa!
—¿Qué...? —preguntó María de Sandoval volviéndose hacia su esposo.
Acortando la distancia que lo separaba de su mujer, Diego la besó y la dejó con una gran sonrisa en el rostro, mientras cogía las riendas de su caballo y se montaba de nuevo. Dando la orden a sus hombres, empezaron a salir en fila de a dos del palacio. Sin embargo, antes de que saliera por la puerta, su señora madre se volvió de nuevo y lo detuvo con un fuerte grito:
—¡Diego!
—¿Qué pasa ahora madre? —preguntó Diego volviéndose en la silla perdiendo la paciencia y levantando la voz.
—Si ese desgraciado de sotana negra se atreve a levantar una sola mano en contra de mi Rodrigo: ¡matadlo!... ¿Me habéis escuchado bien? Matadlo... Porque si no lo hacéis vos, lo mataré yo misma... aunque sea lo último que haga en esta vida —declaró doña Leonor de Castilla volviéndose de nuevo hacia su nuera y dejando a su hijo con la boca abierta—. Ahora, si nos podemos ir, hija mía.
—¡Habéis estado magnífica, madre! —dijo María de Sandoval con una amplia sonrisa en el rostro.
—No penséis que hablaba en balde... —declaró la anciana con la mente puesta ya en el camino que la esperaba por delante.
En ese mismo momento, la antigua sinagoga estaba siendo asaltada por todos los amigos del antiguo rabino, vecinos y judíos conversos de la ciudad. Rompiendo la puerta a golpes, habían conseguido echarla a bajo, a pesar de que Ezequiel había intentado atrancarla. Nada había impedido que la turba enojada, buscara justicia. Y en cuanto lo tuvieron de frente, los cabecillas lo rodearon.
—¿Qué queréis? ¿Por qué habéis echado abajo la puerta de mi casa? —preguntó Ezequiel asustado como nunca lo había estado.
—¡Hemos venido a por ti, traidor! —declaró uno de ellos.
—¿A por mí? ¿Por qué? Yo no he hecho nada... —declaró Ezequiel temblando—. La mayoría de vosotros me conocéis desde pequeño.
—Por eso sabemos que tú eres el culpable de que el inquisidor quiera apresar a la hija del anciano Abraham.
—¡Si, que hable! —gritaban desde más atrás.
Ezequiel contemplaba horrorizado como aquella multitud había interrumpido en su casa, con tan malas intenciones.
—El inquisidor se enterará de esto... —declaró intentando amenazarlos.
—Ya no le tememos a esa escoria. Nos ha arrebatado todo, pero no permitiremos que entre nosotros siga viviendo un traidor.
—¿De qué me acusáis? —preguntó intentando ganar tiempo.
La casa del inquisidor estaba al lado de la sinagoga. Era imposible que no se diera cuenta.
—Vos, habéis delatado a la joven Sarah.
—Ella estaba prometida conmigo. Su padre así accedió...
—¡Miente! —gritó una anciana vecina de Abraham y Sarah—. La hija del rabino nunca estuvo prometida a este gusano...
—¡Es verdad lo que digo! —declaró Ezequiel.
—¡Ahorcadlo! Si no testifica en su contra, no podrán acusarla de nada... —declaró otro de los alborotadores.
—¡Eso, ahorcadlo! —gritaron a una todos los congregados.
Ezequiel se resistió cuando se le echaron encima. Sin embargo, nada pudo hacer contra tanta gente furiosa. Media hora después, el cuerpo sin vida de Ezequiel, colgaba de una viga de la casa que había sido la antigua sinagoga judía.
Tres días después, en la plaza pública de Úbeda.
—En verdad, ¿estáis tan seguro que la esposa del comendador se entregará? —preguntó el secretario del Santo Tribunal.
—Nada se pierde por intentarlo. Ya se han acabado los días que le di de plazo.
—Pero señor, corréis mucho riesgo haciéndolo público. Sin duda, los caballeros de don Rodrigo, tienen que andar ocultos entre la gente. ¡Podrían echársenos encima!
—La barrera de mis soldados y los del Conde Figueroa, los detendrá. No temáis tanto, señor secretario. Hay que ser más valiente en esta vida —declaró Diego de Deza.
Sin atreverse a replicar, el secretario pensó que era muy fácil decirlo cuando uno se creía en tan alta estima y consideración. Sin embargo, todavía recordaba el cuerpo colgado del judío y sabía, que el ambiente en la ciudad estaba muy caldeado, que los vecinos estaban alterados por el apresamiento del comendador. No solo luchaban contra los caballeros del gran Maestre, tenían a toda la maldita ciudad en contra. Esa mujer era apreciada por la masa de gente enfervorecida y no permitirían un atropello por parte del Santo Oficio. Sin embargo, una cosa era pensarlo y otra, decírselo al inquisidor. Por si acaso sucedía algo grave, se colocaría cerca de la salida, para salir corriendo en caso de necesidad.
Rodrigo estaba siendo conducido a la plaza pública, custodiado por los soldados del inquisidor. No sabía qué se traía entre manos, Diego de Deza, pero aquello no le gustaba. Creía que lo trasladaban, camino del juicio. Sin embargo, cuando contempló la plaza abarrotada y comprobó el escenario que el inquisidor tenía preparado en el centro, aquello no le gustó nada.
A pesar de que los soldados lo rodeaban, Rodrigo pudo contemplar el rostro de parte de sus caballeros. Éstos, se hallaban esparcidos por toda la plaza a la espera de que sucediera algo. Y Rodrigo, mucho se temía que el inquisidor había perdido la cabeza. Se proponía ajusticiarlo sin haber celebrado ningún juicio siquiera.
En cuanto llegó al estrado, Rodrigo sostuvo el pulso a Deza.
—¿Os habéis vuelto loco? ¿Qué pretendéis con esta pantomima que habéis montado?
—¡Cerrad la boca! Pronto lo comprenderéis.
Rodrigo intentó agredir al inquisidor, pero inmovilizado de manos y prácticamente de pies, no pudo hacer nada, ante el empujón salvaje que le dieron los soldados.
—¡Empezad ya a leer la orden! —ordenó el inquisidor.
Rodrigo fue colocado sobre un madero por varios soldados, mientras se leía el bando de nuevo. Y cuando escuchó el fin último que tenía aquel ajusticiamiento, se revolvió intentando escaparse de sus cadenas. Sin embargo, antes de que los soldados lo despojaron de su ropa, una voz de mujer le congeló la sangre.
—¡Deteneos! —declaró Sarah.
—Sarah... ¡Marchaos de aquí! —gritó Rodrigo intentando advertirla, espantado porque su esposa estuviera allí.
Sarah clavó la mirada en él, decidida a entregarse. No permitiría que su esposo sufriera por culpa de ella. No sería cómplice de aquella malvada injusticia.
—Aquí me tenéis. Yo soy la esposa de don Rodrigo... —declaró Sarah acortando la distancia que la separaba del estrado.
—¡Apresadla! —declaró de inmediato el inquisidor mientras la señalaba con el dedo, para que los soldados la vieran.
Los caballeros de Rodrigo, junto a los hombres de Diego, sacaron sus espadas dispuestos a luchar por don Rodrigo y su señora. No permitirían que la joven esposa de su señor, fuese apresada por el inquisidor. Sarah, se vio rodeada de repente por los brazos de un hombre que la retuvo a su lado a pesar de ella. Cuando levantó el rostro, reconoció a Juan de Alcaraz. El hombre que había salvado su padre.
—¡Por lo que más queráis! Dejadme, debo salvar a mi esposo... —rogó Sarah contrariada.
—Ya le habéis escuchado, cuál es su deseo. No os permitiremos que os sacrifiquéis por algo en vano. Tengo una deuda de sangre con vuestra fallecido padre y no permitiré, que a vos os suceda lo mismo.
Nada más decir eso, el caos explotó en toda la plaza. La multitud de vecinos que habían llegado a contemplar el azotamiento, hartos de la injusticia del inquisidor, se echaron a las armas junto a los soldados del comendador y una batalla sin cuartel se produjo entre todos los congregados. Sin embargo, nada más empezada la contienda, el ruido producido por una hueste de soldados montados a caballo interrumpió la lucha que allí tenía lugar. Los hombres de Diego Manrique acudían en auxilio del resto de caballeros mientras Diego de Deza miraba horrorizado como sus enemigos lo superaban en número.
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