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CAPÍTULO DECIMOCUARTO

Palacio de los Cueva, Ciudad de Úbeda.

—¡Pablo! ¿Habéis visto a mi hermano, el conde?

      El sirviente asintió con una ligera inclinación de la cabeza y con un gesto de gravedad.

—Si, mi señora. Está reunido en su despacho.

—¿Tan temprano? —preguntó Mencía extrañada.

—A primera hora llegó don Diego de Deza, señora.

—¿El Inquisidor? —preguntó Mencía de nuevo—.Tuvo que salir ayer de Úbeda, para estar aquí a estas horas. ¿Y a qué habrá venido? Debe de ser muy urgente... —dijo Mencía para sí misma.

—Sabéis que no me está permitido escuchar conversaciones, mi señora. Sin embargo, los gritos del señor Conde se escuchan por todo el pasillo... —aclaró Mateo con un cierto grado de complicidad.

—¡Vaya! Entonces, no será de extrañar si me acerco para comprobar qué sucede...

—Si el señor Conde me preguntara, yo no sabré nada, señora —dijo el anciano mirándolo con seriedad.

—Muchas gracias, Pablo. Podéis retiraros —contestó Mencía con una sonrisa.

        En cuanto se hubo marchado el sirviente, Mencía no dudo en acudir hasta el susodicho pasillo, comprobando que conforme se iba acercando, los gritos de su hermano sonaban altos y claros, a pesar de que la furia hacía que se atragantara con sus propias palabras. Un fuerte golpe la detuvo al instante y mientras se llevaba las manos al pecho, se preguntó qué podría estar ocurriendo para que su hermano hubiese perdido las formas de esa manera.


—¡Maldita sea! ¿Cómo se atreve a hacerme semejante afrenta? ¡Hijo de las mil putas! —gritaba el Conde de Feria mientras se le hinchaban las venas del cuello.

—¡Serenáos, don Gómez! —sugirió Deza con una serena calma—. No lograréis nada alterándoos de ese modo. Debéis ser más frío en vuestros actos y desde luego, no podéis dejaros llevar por el calor del momento. Hay que derrotar al enemigo en su propio campo, en vez de malgastar fuerzas inútilmente. De nada os sirve gritar; solo provocaréis, que todo el mundo se entere.

—¿A qué os referís? —preguntó Gómez sentándose de golpe en el sillón.

     Su respiración acelerada y fuerte, junto con la tensión que sentía en el cuerpo, le dificultaba el poder respirarr de forma sosegada. Solo de pensar en cómo el maldito canalla del Comendador se había burlado de su persona, lo enervaba.

—¿No os gustaría ser algún día el gran Maestre de la Orden de Santiago?

       El Conde de Feria entrecerró los ojos durante un segundo, mientras su cerebro trabajaba raudo, imaginando tal hecho.

—¿Qué estáis insinuando, don Diego? ¿En serio me veis ocupando tan alto sillón? ¿Estáis hablando de eliminar a don Rodrigo? Es joven y con familia poderosa.

—¿Y por qué no? Ya os lo dije una vez, no hay nada imposible para los designios del Señor. Servidme y Dios, otorgará.

—¿Qué queréis exactamente de mi persona?

—Vuestros hombres —declaró con sinceridad el Inquisidor—. Necesito a vuestros soldados y por supuesto, la garantía de que me cederéis cada año, una parte del diezmo de la Encomienda de Segura. Sabed, que para permanecer al frente del obispado de Jaén, debo garantizar cierta cantidad económica que vos, don Gómez deberéis sufragar con vuestra desinteresada colaboración. A cambio...

—¡Ya veo! ¡Sois directo, don Diego! No erráis el tiro.

—Altos son los planes que el Señor tiene preparado para nuestras mercedes y no seré yo, quien se oponga simplemente por una trivialidad como puede ser el dinero... —dijo Deza riéndose a carcajadas.

—Trivialidad, que os garantizará que el día de mañana, vuestros herederos estén orgullosos de lo que conseguisteis.

—¿Os han dicho alguna vez que sois maquinador?

—No se han atrevido. Maté a mis enemigos antes de que se atrevieran a posar sus ojos en mi persona y me injuriaran con esas lenguas demoniacas —declaró el Inquisidor con una tranquilidad pasmosa que helaba la sangre.

—Imagino que tendréis pensado algún ardid para llevar a cabo vuestro celestial plan... —sugirió el Conde de Figueroa.

—Y no os equivocáis. Estoy seguro de que el Comendador de Segura, no debe de tardar mucho en llegar a Úbeda. Si no me equivoco y mis fuentes no han errado, en estos momentos debe haber iniciado su marcha hacia la ciudad. Así que, como comprenderéis, no puedo prolongar más esta visita y desde luego, debo darle una bienvenida a su señoría, acorde con su persona. Imagino que se hospedará en el palacio de su gran amigo, el de la Cueva.

—¡Por los clavos de Cristo! ¡Qué inteligencia la vuestra! ¡Vais a detenerlo!

—Solo unos días, lo suficiente. Y tras un rapidísimo juicio... ¿quién sabe?

—¿Qué tenéis pensado? —preguntó don Gómez.

—La rapidez con que se ha desposado con la judía, es signo del más grado alto de amor que se profesan los amantes y es ahí, dónde golpearé a su señoría. Donde más le duela. ¿No sería una pena que ese matrimonio fuese declarado nulo por la Iglesia? Después y antes de que pudiese evitarlo, la desgracia podría recaer sobre la Casa de Manrique... pero no me preguntéis más. Es mejor que no sepáis tanto. Sin embargo, algo os puedo afirmar, vos ocuparéis el cargo del gran Maestre y de Comendador de Segura. Y así, yo contaré con vuestra ayuda y vos, podréis vengaros de vuestra afrenta.

—¡Sois magnífico! —declaró don Gómez imaginándose la sorpresa que se iba a llevar el Comendador y saboreando el perjuicio que se le iba a ocasionar.

—Mientras tanto... —dijo el Inquisidor—. Vos y vuestra familia, seréis mis invitados en la ciudad.

—¿Mi familia? —preguntó extrañado el Conde de Feria.

—¿No queríais una alianza? Conozco el hombre perfecto para desposarse con vuestra hermana.

—¡No dejáis de sorprenderme, don Diego! —declaró perplejo don Gómez—. ¿No fuisteis vos quien sugirió que emparentara con la Casa Manrique?

—¡No me conocéis bien! Pero ya lo iréis haciendo... Vuestro hijo, emparentará con los Manrique, pero estableceréis alianza con otra noble familia gracias a vuestra hermana. Ahora, sentaos y discutamos la propuesta de compromiso que os traigo y me decís qué os parece.

—Cualquier acuerdo que permita quitarme de en medio a esa desagradecida, será bien recibida. Está empeñada en quedarse en esta villa y mientras persista, no podré venderla.

—¿Necesitabais dinero, don Gómez? —preguntó con curiosidad Deza—. No sabía de vuestra falta de liquidez.

—No se trata de eso. Quiero vender esta villa y terminar lo que fue el último deseo de mi padre... —declaró con rotundidad el Conde—. No pienso invertir nada más en estas tierras.

—Pues quizás, lo logréis más pronto de lo que os imagináis. Veréis...


      Horrorizada por lo que estaba escuchando, Mencía retrocedió sobre sus pasos y se retiró a su aposento. Necesitaba pensar con celeridad. Jamás hubiese imaginado que un hombre al servicio de Dios, pudiese ser tan malvado y avaricioso. La perversidad se quedaba pequeña en ese ser tan rastrero. Sin embargo, una pena profunda la llevó al darse cuenta, que su propio hermano era un títere en las manos del Inquisidor; dispuesto a desembarazarse de ella como si fuese un mero estorbo.

      Debía avisar a don Rodrigo de las verdaderas intenciones del Inquisidor. Ese hombre debía estar prevenido antes de acudir a ver al demonio disfrazado con hábitos.

      Arrodillándose en el suelo de su alcoba, y apoyando los brazos en el lecho, Mencía se persignó y empezó a rezar pidiéndole a la Virgen que intercediera por don Rodrigo y su esposa, y sobre todo por ella. Debía llevar a cabo una misión y no sabía si tendría éxito, pero lo intentaría. Su hermano pensaba utilizarla como moneda de cambio para embellecer aun más sus posesiones, y si la sangre no significaba nada para su familia, adoptaría la decisión más difícil de su vida: nunca volverían a saber de ella. Pero antes debía solucionar el gran perjuicio tramado contra el comendador. Estaba en juego la vida de inocentes y no iba a permitir, que tal hecho sucediera.

     Una vez que hubo acabado de rezar, se cambió de ropa y evitando la presencia de los dos hombres que continuaban con su diatriba en la sala, buscó a Pablo encontrándolo en la cocina.

—¡Pablo! Debo abandonar la villa de inmediato y necesito que ocultéis mi salida al conde.

        Al anciano, no le sorprendió hallar a su señora allí y que le pidiera semejante favor.

—Sabéis que todo este tiempo os he servido fielmente y que no me atrevería nunca a preguntaros por vuestros asuntos, si no creyese que no debéis salir sola, pero ¿tiene algo que ver vuestra salida con la visita del Inquisidor, señora?

—Sí, Pablo. Realmente el asunto es grave, tan grave como que la vida de dos personas corre peligro. Por eso, es necesario que no informéis de mi marcha al señor, hasta que esté bien lejos.

—¡Señora! Me pedís algo inconcebible. No puedo mentir al señor Conde.

—Es de vida o muerte, que hagáis lo que os digo. No es liviano asunto el que debo tratar, Pablo. Si descubren mi ausencia antes de que llegue a Úbeda, todo habrá sido en vano...

—¿A Úbeda, señora? ¿Vos sola? No debéis salir sin un acompañante... —le rogó el sirviente que conocía desde niña a su joven señora y sabía el temperamento que gastaba.

—No debo entretenerme más. Debo irme ya.

—¿Estáis segura de lo que vais a hacer?

—Nunca he estado más segura en mi vida.

—Esperad entonces que busque a mi muchacho. No debéis viajar sola, él podrá acompañaros. Debe estar en las cuadras...

       Durante unos segundos, Mencía lo meditó y terminó por aceptar la proposición.

—Está bien, Pablo. Decid a vuestro hijo que me busque en la salida del camposanto y que traiga dos caballos preparados. Deberá salir, sin que nadie lo vea. Yo me adelantaré mientras tanto...

—Está bien, señora. ¿Pero lleváis algo de comida para el camino? Se os hará de noche —dijo el sirviente.

—No podré detenerme siquiera a comer. En cuanto llegue el mediodía y mi hermano empiece a buscarme, atará cabos. ¡Es necesario, que salga de inmediato de la casa!

—Está bien, señora. ¡Pero por lo que más queráis, tened cuidado! —dijo el hombre de nuevo.

—Lo tendré, Pablo. Lo tendré. No temáis por mi. Sabré cuidarme. De todos modos, no puedo estar peor que aquí.

Con diligencia, Mencía salió de su casa y atravesó las calles de la villa, hacia el camino que conducía a la ciudad de Úbeda. Para que nadie se percatase de su presencia, subió una loma y esperó al hijo de Pablo, en el sitio acordado y media hora después, el muchacho llegaba al punto de encuentro. Mencía, subida a la grupa del caballo, abandonó el lugar.

—¡Permítame Dios que llegue a tiempo!


Rodrigo llegaba a Úbeda antes de lo previsto. Detrás de él y rodeada por varios de sus hombres, Sarah permanecía cabizbaja, sin llamar la atención pero mortalmente seria. Podía imaginarse lo que debía de estar sintiendo en esos instantes. Debía ser muy duro llegar a la ciudad que te había visto nacer y crecer y de la que sin embargo, guardabas tan amargos recuerdos.

      Durante todo el viaje, había permanecido silenciosa y cabizbaja, atenta a cualquier indicación de él. Y tal como había prometido, había obedecido sus indicaciones, a pesar del ritmo duro de los caballos. Incluso sus hombres, mostraban en sus rostros las señales de fatiga.

—¿Os encontráis bien? —le preguntó Rodrigo.

       Ella asintió sin decir ni una palabra.

—Se que debéis estar cansada, pero en cuanto lleguemos a nuestro destino, podréis descansar.

—¿Dónde nos alojaremos? —preguntó interesada por primera vez.

     Rodrigo pudo entrever el miedo en su mirada y sacando el brazo de su capa, la cogió de la mano y le dijo:

—Ya que insististeis en acompañarme, os tengo una sorpresa.

—¿Una sorpresa? —preguntó Sarah fijando la vista en él.

       Hacía una hora que había anochecido y Sarah no era capaz de ver con exactitud sus rasgos.

—Si... Lo veréis en cuanto lleguemos —dijo Rodrigo sin más.

      Sarah no insistió. No le apetecía hablar, máxime con el cuerpo revuelto que llevaba y el cansancio que tenía después de tantas horas de caballo. Había estado conteniendo sus emociones, pero las ganas inmensas de llorar que tuvo nada más entrar en Úbeda, hizo que fuera difícil contenerse. Sin embargo, al pasar por la plaza donde fue quemado su padre, las lágrimas se agolparan a sus ojos sin que pudiera evitarlo. Por lo menos, la oscuridad impidió que los hombres que la rodeaban, viesen su debilidad. No quería llamar la atención sobre su persona, pero después de tantos meses, era difícil regresar. Pero prefería eso y acompañar a Rodrigo, que permanecer sola en Segura.

      Ensimismada en sus pensamientos, bajó la cabeza y ni siquiera fue consciente de cómo iban atravesando las calles hasta que de pronto, Rodrigo dio el alto y se detuvieron. Levantando la cabeza, reconoció el lugar.

—¡Los Cueva! —exclamó sorprendida porque su esposo hubiese pensado en detenerse en el Palacio de los Cueva.

—¡Exacto! ¿No deseáis ver qué tal está vuestra amiga? —le preguntó Rodrigo bajándose del caballo mientras el resto de sus hombres lo imitaban—. No he tenido tiempo de avisar a don Diego, pero creo que no le importará alojarnos unos días —volvió a decir Rodrigo cogiéndola de la cintura y bajándola del caballo.

      Sarah se apoyó en sus hombros y durante unos segundos, tuvo las manos de su esposo en su cintura mientras la ayudaba a descabalgar. Nada más apoyar los pies en el suelo, las rodillas le flaquearon signo de tantas horas de viaje.

—No estáis acostumbrada a montar en caballo tanto tiempo. Sé que estáis dolorida...

—Gracias... —respondió Sarah aliviada de poder dar unos pasos.

       Mientras los hombres estiraban las piernas, Rodrigo se acercó a la gran puerta de entrada y llamó. Durante varios minutos, no se escuchó ruido alguno pero enseguida, unas voces procedentes del interior, y una luz que asomaba por las rendijas del suelo de la puerta, eran señal de que alguien estaba al otro lado.

      Rodrigo, giró levemente el rostro y comprobando que Sarah estaba a su lado, volvió la vista al frente. El portón se abrió de repente y un par de criados se asomaron:

—Vengo en busca de don Diego de la Cueva. Decidle, que el Comendador de Segura, lo busca —dijo Rodrigo esperando que los sirvientes lo obedecieran.

—Enseguida le damos aviso, señor —contestó uno de los criados.

       Mientras el más joven, fue en busca de don Diego, el otro sirviente le sugirió:

—¿Deseáis pasar dentro, señor?

—Vengo acompañado por mi esposa y mis hombres. Esperaré a que don Diego salga.

—Como deseéis, señor.

     Sarah esperaba expectante a que Clara María estuviese allí. Hacía muchos meses desde que la vio por última vez y no sabía cómo la recibiría después de su precipitada huida.

—¿Creéis que me guardará rencor? —susurró Sarah inquieta.

      Rodrigo sonrió débilmente y sin dudarlo, la agarró de la mano, acercándola a su lado.

—Doña Clara María sería incapaz de mostrar tal actitud hacia vuestra persona. Durante todo el tiempo que no conseguimos hallaros, la esposa de don Diego estuvo muy preocupada por vos. Le prometí encontraros y traeros de vuelta algún día.

      Cuando Sarah escuchó eso, el alivio la invadió. Sin embargo, en ese instante fue consciente de que un ligero dolor en el bajo vientre, le estaba recordando que necesitaba encontrar algún lugar rápido para hacer sus necesidades. Había estado conteniendo las ganas de orinar durante varias horas, pero por no detener a su esposo y hacerle perder tiempo, había callado su necesidad. Debido a permanecer esos días subida a la grupa del caballo, sentía la necesidad de evacuar con más regularidad de lo normal.


     Uno de los sirvientes, abrió la puerta y entró de forma precipitada en el salón. Diego y Clara María, estaban terminando de cenar cuando el hombre les dijo:

—¡Don Diego! Ha llegado un soldado preguntando por vos...

—¿Un soldado? —preguntó Diego extrañado.

—Sí, señor. Dice que es el Comendador de Segura.

      Diego de la Cueva se levantó de repente en la silla, tirándola al suelo del ímpetu.

—¿Don Rodrigo? —preguntó de nuevo Diego.

—Sí, señor. Es don Rodrigo...

—Hacedlo pasar de inmediato —contestó Diego saliendo del salón en busca de don Rodrigo.

       Clara María sorprendida se levantó también de la silla y fue tras su esposo.

—¿Ocurrirá algo? —preguntó Clara María preocupada.

—No lo sabremos hasta que no lo veamos... —contestó Diego a su esposa.


       En cuanto llegaron a la entrada, los dos sirvientes recibían en su interior a Rodrigo. Tanto Diego como Clara María se alegraron al instante.

—¡Don Rodrigo! ¿Cómo vos aquí? No os esperábamos... —declaró Diego acercándose hacia él.

         En ese instante, Rodrigo giró el rostro al reconocer la voz y contempló a sus amigos.

—¡Don Diego! —le saludó Rodrigo con un gesto de la cabeza.

        Sin embargo, Diego de la Cueva lo sorprendió al acortar la distancia y darle un profuso abrazo.

—¡Qué alegría veros de nuevo! ¡Llevamos muchos meses sin saber de vos!

        Rodrigo emocionado por la bienvenida, se olvidó por un instante de su esposa y correspondió al saludo de Diego de la Cueva.

—Lo sé, pero en mi defensa puedo deciros que he estado atareado —contestó Rodrigo separándose de Diego.

—¿Pero qué hacéis aquí? Os acompaña un gran número de soldados... —dijo Diego extrañado.

      Sarah esperaba casi oculta por la espalda de su esposo. La amplia capa que llevaba, impedía que don Diego hubiese reparado en su presencia.

—Luego, tendremos tiempo de hablar de ello. Sin embargo, no os equivocáis. Vengo acompañado por alguien más a parte de mis soldados —declaró Rodrigo.

—¿Y de quién se trata? ¿Lo conocemos? —preguntó Diego de la Cueva.

      Rodrigo se echó hacia un lado, permitiendo que Diego de la Cueva contemplara a su esposa.

—Os presento a mi esposa... —dijo Rodrigo con una amplia sonrisa en el rostro.

—¡Por los clavos de Cristo! —dijo sorprendido Diego de la Cueva—. ¿Sois vos?

       Sarah sonrió asintiendo cuando comprobó el asombro de don Diego.

—¡Clara! Acercaos y comprobar quién está aquí —dijo Diego de la Cueva a su esposa.

      Clara María que se había mantenido un poco al margen, terminó por acortar los pasos que la separaban de su esposo y sus ojos se abrieron de la impresión, dejando soltar un fuerte grito.

—¡Sarah!

       Ambas mujeres se apresuraron y raudas, corrieron a abrazarse.

—¡Dios mío! ¡Qué alegría de veros! Pero, ¿estáis bien? —preguntó Clara María preocupada.

—Sí, señora —contestó Sarah llorando.

—No me tratéis con tanto formalismo. Llamadme simplemente, Clara  —dijo la esposa de Diego de la Cueva.

     Rodrigo sonrió complacido ante el recibimiento de Diego de la Cueva y doña Clara. Sabía de la relación tan estrecha entre su esposa y la mujer de don Diego. 

—No entiendo nada... ¿Cómo es eso de que sois la esposa de don Rodrigo? —preguntó Clara mirando a ambos.

—Nos casamos apenas hace un mes. Cuando encontré a Sarah, no quise dejarla escapar... —explicó Rodrigo bromeando.

        Sarah era incapaz de pronunciar palabra. Había pasado tanto tiempo junto a esa mujer y sus hijos, que había llegado a apreciarlos y a echarlos de menos.

        Diego comprobó de reojo que los soldados del Comendador, esperaban en la calle.

—¿Tenéis lugar donde alojaros, don Rodrigo?

—No, no he tenido tiempo de encontrar aposento. Acabamos de llegar y pensé, si tendríais la amabilidad de darnos cobijo.

—No tenéis ni que pedirlo. Vos y vuestros hombres podéis alojaros en palacio mientras permanezcáis en la ciudad. Será un placer teneros de nuevo aquí.

—Os lo agradezco.

—Mientras las mujeres pasan al salón, podéis decidles a vuestros hombres que lleven por la calle de atrás a los caballos. Los instalaremos en las cuadras. Mis sirvientes los atenderán con mucho gusto.

—Gracias, don Diego.

—No tenéis que dádmelas —contestó Diego mirando a su amigo y salvador—. Clara María, acompañad a Sarah dentro y acomodadla mientras regresamos —le ordenó don Diego a su esposa.

—Por supuesto, venid por aquí. Acompañadme. Sin dudad, debéis tened hambre —le dijo Clara María a su amiga.

—Os lo agradezco. Sin embargo, necesito de vos otro favor primero... —susurró Sarah un poco incómoda.

—Decidme... —le contestó Clara María.

—¿Podríais decidme donde está el excusado? Hace horas que aguanto las ganas, pero ya no puedo más...

      Clara María sonrió de inmediato y cogiendo a su amiga del brazo, le dijo:

—Acompañadme, iremos a que os adecentéis un poco antes de que regresen los hombres.

—Gracias, Clara —contestó Sarah mientras los hombres se olvidaban de sus esposas.


Ni Diego de la Cueva, ni Rodrigo dieron muestras de preocupación. Pero Diego no era tonto y sabía que la presencia de don Rodrigo en la ciudad debía ser consecuencia de algo importante. Habiéndose convertido Sarah en su esposa, no comprendía cómo corría el riesgo de haberla traído después de la quema del padre de la joven. A Diego no se le había olvidado el incidente todavía y no creía que pudiera olvidarlo jamás. Su vida y la de su familia se la debía a esos judíos, que habían terminado por perderlo todo, simplemente por el hecho de haberles salvado la vida.

      Ambos, acompañaron a los soldados y cuando comprobaron que los sirvientes de Diego los habían instalado, regresaron de nuevo en busca de sus esposas.

—¿Es grave lo que os ha traído hasta aquí? —preguntó Diego de la Cueva.

     Rodrigo inspiró durante unos segundos y contestó:

—Todavía, no puedo determinarlo con exactitud. Se trata de don Diego de Deza...

—¡Maldito hijo de su madre! —replicó don Diego—. Ese mal nacido y yo, guardamos las distancias, pero soy consciente de su constante intervención y no me olvido de su alianza con Molina. ¿Qué ha hecho ahora ese demonio para que os hayáis atrevido a venir con el consiguiente riesgo que vuestra esposa corre en la ciudad?

—¿Por qué decís eso? —preguntó Rodrigo nervioso arrepintiéndose de haber llevado consigo a Sarah—. ¿Acaso el Santo Oficio la busca?

—No, no se trata de eso... —respondió Diego de la Cueva deteniéndose en un pasillo.

—¿De qué se trata pues? Mi esposa es conversa. Nadie puede denunciarla por ello.

—Después de la muerte de Abraham, hubieron más ejecuciones. Hay desconfianza incluso entre los judíos, que por unas pocas monedas, denuncian a los suyos. Y en medio de todo ello, se encuentra el de Deza. Es capaz de todo con obtener ganancias de ello.

—Soy consciente, pero puedo proteger a mi esposa perfectamente. Además, no tiene por qué saber que he venido acompañado por ella —contestó Rodrigo tapándose los ojos con una mano.

       Diego de la Cueva fue consciente del poco tacto que había tenido al comentar la naturaleza de ese asunto.

—Disculpadme, no os estoy atendiendo como debo. Comed y descansad primero; mañana, habrá tiempo de que me pongáis al tanto del asunto que os ha traído hasta aquí pero ahora, las mujeres deben de estar preguntándose por qué estamos tardando tanto.

—Os lo agradezco.


Cuando Sarah terminó, salió al encuentro de Clara.

—Venid, he dispuesto que os trajeran agua caliente para el aseo. Sin dudad, estaréis deseando asearos un poco antes de cenar.

—No es necesario... —dijo Sarah.

—Ya que los sirvientes la han traído, insisto en que os aseeis antes de bajar... —sugirió Clara emocionada por tener allí a Sarah.

—Os haré caso. En verdad, estoy un poco sucia del polvo del camino —agregó Sarah.

—Debéis contarme muchas cosas. ¿Cómo es eso de que sois la esposa de don Rodrigo?

—Si... —contestó Sarah riéndose—. Es un poco difícil de creer; yo todavía no termino de aceptarlo. Pero en verdad,  llevamos casados apenas un mes...

     Clara María se acercó hasta ella mientras Sarah se secaba las manos.

—¡Qué alegría veros de nuevo! ¡Me alegro que estéis aquí! Temí tanto por vuestra persona y cuando llegó la misiva de que don Rodrigo, diciendo que os había encontrado, pude dormir un poco más tranquila sabiendo que era hombre de honor y que os protegería.

—Os lo agradezco, yo también les eché de menos...  ¿Y los niños? ¿Cómo se encuentran?

—Yo también os tengo otra sorpresa. Ya no son dos, sino cuatro...

—¿Cuatro? —preguntó escandalizada Sarah.

—Si, cuatro —contestó sonriendo Clara María—. Mañana, tendréis tiempo de verlos, pero os puedo decir que están creciendo fuertes como robles.

—Me alegro escuchar eso —dijo Sarah.

       De pronto, la joven se tambaleó y tuvo que agarrarse con firmeza a los brazos de Clara María.

—¿Os encontráis mal? —preguntó enseguida Clara María preocupada.

—Es un simple mareo. Estoy bien... quizás, deba comer algo. Creo que tantas horas a caballo, han terminado por afectarme.

—¡Venid! No me soltéis. Bajaremos de inmediato y repondréis vuestras fuerzas. Se os ve agotada.

—Gracias —dijo Sarah mientras se dejaba arrastrar por la mano de su amiga.


     Bajando las escaleras principales de palacio, Sarah y Clara María descubrieron la presencia de su esposos. Ambos estaban cruzando el patio de entrada, pero en ese instante, otros fuertes golpes  en la puerta, llamaron la atención de todos.

—¿Se quedó fuera alguno de vuestros hombres? —preguntó don Diego al comendador.

—No —contestó escuetamente Rodrigo mientras echaba su mano a la cintura y agarraba con disimulo la empuñadura de su espada.

      Diego de la Cueva no esperó a que los sirvientes abrieran la puerta. Él mismo, se adelantó y abrió de inmediato sorprendiéndose por la presencia de una dama.

—Disculpadme. ¿Sois vos don Diego de la Cueva? —preguntó la mujer.

—El mismo. ¿Quién me busca? —preguntó Diego extrañado.

—Soy doña Mencía de Figueroa. Vos, no me conocéis, pero ando buscando al Comendador de Segura. ¿Se halla su señoría en vuestro hogar? —preguntó la joven sin ver nada más allá de la figura de don Diego.

      Rodrigo se envaró al escuchar el nombre. Era la hermana del Conde de Figueroa. Diego de la Cueva iba a contestar, cuando Rodrigo se adelantó:

—¿Para qué me buscáis?

     Mencía miró por encima del hombre que tenía delante y descubrió a un soldado de la Orden de Santiago.

—¿Sois vos el Comendador de Segura? ¿El gran Maestre?

—El mismo... —dijo Rodrigo cortante.

       Mencía se llevó las manos al pecho y suspiró aliviada unos breves segundos. Los suficientes para que Rodrigo llegase a la altura de Diego y la mirase con extrema cautela.

—He cabalgado sin descanso desde que salí de mi casa para avisaros.

—¿Para avisadme? —preguntó incrédulo—. ¿Y de qué me habríais de avisar?

—Corréis un grave peligro. El Inquisidor y mi hermano... —dijo Mencía agarrando con fuerza el brazo de Rodrigo.

—¿Qué sucede con ellos? —preguntó Rodrigo tensándose.

—Traman algo contra vos y vuestra esposa, y he venido a advertiros... —aclaró Mencía, dejando atónitos a las cuatro personas que estaban presentes.

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