Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

CAPÍTULO DECIMOCTAVO

Diego de la Cueva asintió cuando los sirvientes solicitaron permiso para abrir el portón. Rodrigo se mantuvo sereno, con todos los sentidos puestos en el enfrentamiento que iba a tener lugar. Bajo la capa blanca de la Orden seguía hallándose presente el caballero que había jurado proteger a los peregrinos y expulsar a los musulmanes, sin imaginar que hallaría entre los propios cristianos a su más acérrimo enemigo.

     Solo se podía escuchar el estruendo de los soldados del inquisidor proveniente de la calle. Rodrigo dirigió su atención hacia sus hombres, los cuales permanecían inmóviles formando corro a escasa distancia de él. Todos mantenían la vista clavada al frente. Se enorgullecía de esa demostración de fuerza y valor de sus caballeros formados tras años de lucha en Granada, preparados para defenderlo y para matar a los que se atrevieran a levantar la espada contra su señor. Sin embargo, Rodrigo suspiró, un suspiro prolongado y lleno de preocupación por todos aquellos hombres; sabía que enfrentarse abiertamente al inquisidor no le beneficiaba y máxime si se producía un derramamiento de sangre entre hermanos. Entre cristianos.

     Cuando otro fuerte golpe resonó en la puerta, los sirvientes corrieron el gran cerrojo y Rodrigo se encontró frente a su adversario. Vestido de un negro absoluto, le recordaba a un cuervo listo a devorar la carroña de un animal muerto, pero a él, todavía no le había llegado su hora. Solo el altísimo decidiría su muerte.

—Rodrigo de Manrique, he venido a apresaros en nombre de su majestad —gritó el inquisidor en voz alta, en presencia de sus testigos.

     Los caballeros de la Orden se removieron inquietos, agarrando con firmeza sus espadas, a Rodrigo no le sorprendió la altivez en el tono de voz de Deza. Ese sentimiento de considerarse por encima de los demás y de mirar con desprecio a su oponente. Prepotente y orgulloso, creyéndose victorioso y justificando su miserable conducta en los mandatos de la ley de Dios. Cuando no era más que un miserable asesino capaz de cometer el acto más vil y despreciable.

     Con los muslos separados y sus enormes manos convertidas en dos puños apoyados firmemente en sus caderas, Rodrigo presentaría batalla a su acusador.

—¡Cómo han cambiado los papeles desde la última vez que os vi, don Diego! La vez anterior venías a socorrerme y hoy, a apresarme.

—Es vuestro malvado acto el que ha provocado que venga a deteneros. No le echéis la culpa a nadie más que a vos.

—¿Y bajo que falsa calumnia venís a apresarme? —preguntó Rodrigo.

—Habéis incumplido una de las normas sagradas de la Orden —le advirtió Deza.

—Pensé que actuarías con honor y no vomitando esos infundios que os habéis inventado —contestó Rodrigo mirándolo con asco—. Y por lo que observo, venís armado hasta los dientes, soltando embustes y vilezas por vuestra boca.

—¡Os arrepentiréis de insultar al inquisidor de Úbeda! —le gritó Diego de Deza mirándolo con odio—. Pagareis cara vuestra osadía.

—Osadía es lo que me sobra, al contrario que a vos, que necesitáis dos ejércitos que os cubran las espaldas —señaló Rodrigo mientras sus hombres sonreían mientras el inquisidor se sentía vilipendiado—. ¿Tanto me teméis que habéis tenido que recurrir a los soldados de vuestro cómplice? ¿Dónde habéis dejado al Figueroa? —le preguntó Rodrigo—. Pensé que os acompañaría en vuestra noble campaña.

     Mientras entretenía al inquisidor, Rodrigo sabía que le daba tiempo a su esposa para que se pusiera a salvo. Había aceptado la propuesta de los Cueva, de ocultarla en el Convento de las Clarisas. No podían permitirse el lujo de sacarla de la ciudad, ya no había tiempo, puesto que el inquisidor tendría vigilados todos los caminos.

     Diego de Deza no le respondió, pero por su fruncimiento de ceño, sabía que la pregunta no le había gustado nada. El comendador sabía de sus planes con el conde y lo había descubierto delante de sus propios testigos.

—¿Tanto teméis a los representantes de Cristo en la Tierra?

—Los soldados de Cristo los tenéis frente a vos... —respondió el inquisidor, habiéndosele borrado la prepotencia.

—No tenéis autoridad suficiente para detener al gran Maestre de la Orden de Santiago —pronunció Diego de la Cueva por primera vez, harto de escuchar las sandeces del inquisidor.

Diego de Deza apartó la mirada de Rodrigo, para fijar su atención en el de la Cueva.

—No os metáis en esto, de la Cueva... No os incumbe este asunto. Así que, si no queréis quedar mal parados, retiraos y absteneros de hacer comentarios que os puedan perjudicar.

—Don Rodrigo es mi invitado y mientras esté en mi casa, lo defenderé... —aseguró Diego de la Cueva.

     Diego, estaba deseando cercenar la cabeza del cuerpo del inquisidor. Llevaba mucho tiempo con una inquina y tenía a ese diablo atravesado desde que se confabuló con el de Molina para acabar con él.

—¡Retiraos, antes de que sea demasiado tarde! —volvió a ordenar el de Deza.

     El de la Cueva iba a contestar cuando Rodrigo lo interrumpió, deteniéndolo con la mano en alto.

—No os preocupéis, don Diego. Puedo apañármelas por mí mismo —dijo mirando con seriedad a Deza—. Toda la trama que habéis urdido contra mi, está siendo notificada en estos momentos ante los mismos reyes. Así que, no aceptaré tribunal alguno que provenga de vos. Solo el rey Fernando y la reina Isabel decidirán sobre vuestro requerimiento de apropiaros de los diezmos del Concejo de Segura, así como de vuestro burdo intento de acabar con mi vida, para sustituirme por el Conde de Figueroa. Apuntad eso también, señor secretario —le advirtió Rodrigo al secretario del inquisidor—. Y que se sepa que don Diego de Deza, el inquisidor de Úbeda, confabulándose con don Gómez de Figueroa planeaban acusarme injustamente con el único fin de matarme y obtener parte de las ganancias del Concejo de Segura.

     El secretario miró de soslayo al inquisidor y su mano empezó a temblar ante lo que le ordenaba el Gran Maestre.

—¡Señor! —susurró el secretario.

—¡No creáis ni una sola de las vil mentiras de este engendro del demonio! Su amante judía lo ha hechizado... —gritó el inquisidor dirigiéndose hacia la multitud, mientras un murmullo general se escuchaba.

     Un tic nervioso asaltó al ojo de Deza. El desgraciado del comendador le había desbaratado los planes, pero no se saldría con la suya. Se arrepentiría de haberse enfrentado a él y haberlo avergonzado.

     Rodrigo dio un paso al frente y levantando su espada, amenazó al de Deza.

—Ni es mi amante, ni es judía. Mi esposa es cristiana y nuestro matrimonio fue bendecido por un sacerdote. Os juro que si volvéis a insultarla de ese modo, os cortaré esa lengua de víbora que tenéis y os la haré tragar. Nunca he dicho una falsedad en toda mi vida, señor inquisidor. Al contrario de vos, que soltáis una calumnia tras otra. Sabed, que el día que llegue vuestro juicio final, no habrá soldado alguno que os pueda amparar. Os enfrentaréis a las verdaderas leyes que rigen el reino de Dios.

     Los soldados del inquisidor escuchaban atentos el testimonio del Gran Maestre, mientras dubitativos observaban la reacción del inquisidor. Ninguno se atrevía a hablar, pero no dudaban de que las palabras del comendador fueran ciertas.

      Diego de Deza estaba harto de ser la presa del escarnio público al que lo estaba sometiendo el comendador. Todo estaba saliendo al revés. Así que, dispuesto a acabar con esa demostración grotesca de poder del Manrique, decidió cortar de raíz. Ya no podía acabar con la vida de ese desgraciado al haber informado a sus majestades de sus verdaderas intenciones, pero podía retenerlo unos días. Sería suficiente para resarcirse del ridículo al que lo estaba exponiendo.

—He venido a detener a vos y a esa judía, que se hace llamar vuestra esposa. Ese matrimonio debe ser anulado. Un testigo la ha denunciado y alega que ya estaba comprometido con ella antes de que vos, os desposarais. Jura que estaba casado con ella por el rito judío.

—¡Miente! ¿Decidme quién se ha atrevido a difamar a mi esposa? —preguntó Rodrigo sabiendo de quién podría provenir tal mentira.

—La ley protege al acusador... —declaró el de Deza.

      Diego de la Cueva giró la vista hacia don Rodrigo, sabiendo que el tal Ezequiel debía estar implicado en esa falsa acusación. Habiendo convivido durante semanas con el padre de Sarah, sabía que el rabino Abraham no había permitido jamás semejante unión. Sarah no estaba comprometida con nadie cuando conoció a don Rodrigo en Cazorla. Diego supo, que tenía que haber acabado con la vida de ese miserable, que solo complicaría la vida de su amigo.

—La ley protege a un mentiroso... —contestó Rodrigo—. Sin embargo, la justicia y la verdad triunfará sobre la calumnia. Demostraré que ese hombre miente y vos, os retractaréis de vuestra acusación.

—¡Decid a vuestra esposa que salga! Los soldados deben acompañarla hasta la cárcel hasta que sea celebre el juicio —añadió el inquisidor sabiéndose victorioso.

—Jamás pondréis una mano en mi esposa. Sabed todos... —gritó Rodrigo hacia la multitud que lo miraba atento— ...que mi esposa, doña Sarah, es inocente de los cargos que se le imputan. Que cuando llegó a mi, era virgen y que jamás conoció a otro varón que yo. Ambos, esperamos nuestro primer hijo...

     La multitud volvió a interrumpir en defensa de Rodrigo.

—¡Un hijo nacido del pecado! —declaró Diego de Deza.

—Mi hijo solo fue concebido del amor de sus padres, algo que vos..., jamás llegaréis a conocer... —declaró Rodrigo enfadado ante la mentira.

—¡Injurias! Solo salen calumnias a través de vuestra boca... ¡Prended al comendador! —gritó el de Deza fuera de sí—. Y arrestad a su amante...

      En ese instante, los soldados de Rodrigo rodearon a su señor dispuestos a aniquilar a cualquiera que se atreviera a apresarlo. Sin embargo, Rodrigo levantó la mano en alto, deteniendo a sus propios hombres. No permitiría que hubiese una lucha sin sentido y un derramamiento de sangre innecesario. Debía combatir al inquisidor con la palabra y con los hechos, no con la sangre derramada de sus caballeros y de los soldados del inquisidor.

—No hace falta lucha alguna. Os acompañaré gustoso y demostraré ante el Santo Oficio, que los delitos de los que acusáis a mi esposa son falsos —declaró Rodrigo sosteniendo la mirada de su acusador.

—La judía deberá acompañaros... —insistió Deza con el ceño fruncido y furioso.

—Mi esposa no se halla aquí y ya os dije, que no le pondréis un solo dedo encima —sentenció Rodrigo retándolo con la mirada.

—¡Registrad el palacio y encontradla! Será llevada ante la justicia... —declaró el inquisidor sin dar su brazo a torcer.

     Rodrigo giró la vista hacia su amigo y le rogó en silencio, que permitiera que el registro de su casa. Diego de la Cueva asintió y se retiró a un lado, permitiendo el paso a los soldados, que igual que salvajes, se afanaron en buscar por todas las salas y las alcobas del palacio, sin dar con la esposa de don Rodrigo. Y solo, al cabo de un rato, cuando el inquisidor comprendió que la judía no se hallaba dentro de los muros, fue que desistió en su intento de apresarla.

—¡Lleváoslo! Y acomodadlo en un calabozo. Cuando medite, soltará la lengua y confesará dónde ha escondido a su amante —dijo el Inquisidor enclavijando los dientes y volviéndose para marcharse calle abajo.

     

En la otra parte de la ciudad, Clara María se aseguraba de que la reverenda madre diera cobijo a la esposa de don Rodrigo.

—Recibí vuestro aviso, ¿qué sucede Clara María para presentaros tan temprano en el convento? ¿Le ha sucedido algo a alguno de los niños?

—No, reverenda madre. Necesitaba ayuda urgente y mi esposo y yo, pensamos en vos.

—Por supuesto, hija. Sabed que siempre os hemos ayudado en la medida de nuestras posibilidades. ¿Y qué os ha soliviantado tan temprano, que no habéis podido esperar a que amaneciera? —preguntó extrañada la reverenda madre.

—¿Os acordáis de doña Sarah, reverenda madre? —le preguntó Clara María a la religiosa.

—¿Doña Sarah...? —preguntó la monja fijándose en ese instante en la otra mujer que había permanecido en un segundo plano.

—Si, reverenda. Sarah, era la hija del físico Abraham que me atendió cuando di a luz de los gemelos... —explicó Clara María.

     Sarah dio un paso al frente para que aquella religiosa la viera más de cerca.

—¡Por supuesto, claro que me acuerdo de la joven! Pero, ¿qué hace aquí con vos? Recuerdo cuando le dimos protección...

—Necesitamos que le hagáis el mismo favor a ella, reverenda madre. No tengo tiempo de explicároslo con detenimiento. Debo regresar de inmediato a palacio, pero solo puedo deciros que Sarah es la esposa del comendador de Cazorla...

—¿El comendador de Cazorla? —repitió la religiosa.

—Sí, reverenda madre. Fue el padrino de mi hijo Diego, ¿os acordáis? —preguntó Clara María intentando que la monja recordase.

—Por supuesto, don Rodrigo...

—Exacto, reverenda madre. Excepto que ahora, ya no es el comendador de Cazorla, sino el de Segura de la Sierra. Sarah es su esposa...

—¿Su esposa? Pero... ella era judía —dijo la religiosa mirando fijamente a Sarah.

—Lo sabemos madre. Aun así, don Rodrigo y Sarah están casados. Sarah aceptó nuestra religión y pudo casarse con don Rodrigo.

—¡Enhorabuena, hija mía! —exclamó la reverenda madre sin saber el peligro que se cernía sobre el joven matrimonio.

—Verá, madre. No todo es tan sencillo como parece. El inquisidor pretende matar a Sarah y a don Rodrigo...

—¿Cómo decís? —preguntó la reverenda madre, asustándose de tal afirmación.

—Como escucha, reverenda madre —fue el turno de Sarah de hablar—. Por mi culpa, he puesto en peligro la vida de mi esposo y la mía propia.

—¡No digáis eso, Sarah! Sabéis que vos no tenéis la culpa. Todo esto ya estaba más que planeado por el inquisidor antes de que os desposarais con él. Da igual quien fuerais vos. La cuestión es que el inquisidor quería acabar con el gran Maestre y ya sabéis por qué.

—¡Alabado sea el Señor! No conozco a ser más perverso que ese hombre —dijo la reverenda madre persignándose y yendo hacia una silla para sentarse en ella.

—Así es, madre.

—¿Y qué necesitáis de nosotras, Clara María?

—Que ocultéis a doña Sarah, hasta que don Rodrigo pueda venir a buscarla. Hasta que pase todo el peligro. No puede ser vista hasta que se resuelva todo este jaleo.

—Por supuesto, hija. Os ayudaremos en lo que necesitéis. Y en este caso, tratándose del Comendador y de su esposa, sabed que estaremos encantadas de acoger a la esposa de don Rodrigo entre nosotras. Además, si mal no recuerdo, la joven conocía el arte de curar... ¿No es así, doña Sarah? Aprendisteis de vuestro padre —aseveró la reverenda.

—Sí, reverenda madre —le contestó Sarah.

—Entonces, os garantizo que no os aburriréis mientras permanezcáis dentro de estos muros —dijo la religiosa observando con detenimiento en ese momento a la joven—. ¿Y se puede saber por qué os mostráis tan abatida? ¿Es por que vuestro esposo corre peligro? —preguntó la religiosa mirándola con cara de pena.

—En parte, madre —dijo Sarah con la voz enronquecida por el miedo.

—Bueno, no os preocupéis... Ya tendréis tiempo de explicármelo. Ahora, acompañad a la hermana Ana. Os dará otras ropas para que os podáis cambiar mientras permanezcáis aquí.

—Gracias, reverenda madre —dijo Sarah mientras miraba con tristeza a Clara María.

—No os preocupéis. Os informaré de todo a través de las hermanas. Ya veréis como don Rodrigo, vendrá pronto a por vos.

—Así lo espero —añadió Sarah mientras salía del lugar acompañada por la hermana Ana.

     Clara María miró con tristeza como Sarah se marchaba y cuando ya no escuchó los pasos, se volvió hacia la religiosa.

—Reverenda madre, hay algo más que debéis de saber...

—¿Y qué es, Clara María?

—Doña Sarah está esperando su primer hijo. Deberéis vigilarla de cerca, que se alimente bien porque estando en palacio, se desmayó y no come mucho. Espero que este disgusto, no malogre el niño que viene en camino...

—No preocuparos. Estará bien atendida y nadie podrá hallarla aquí...

—Os estoy muy agradecida. Y ahora, debo regresar a palacio...

—Id con cuidado. Ya sabéis que ese diablo, tiene ojos en toda la ciudad —le advirtió la religiosa.

—Lo sé, madre. Lo sé... —dijo Clara María saliendo de la sala.


     Cuando Clara María llegó a palacio, la calle estaba desierta y hacía poco que los soldados del inquisidor se habían marchado.

—¡Diego! ¿Qué ha sucedido? —preguntó Clara María al hallar el portón abierto y a los soldados del comendador en el patio.

—Lo que más me temía —contestó Diego de la Cueva volviéndose hacia su esposa.

—¡Hablad! —le rogó Clara María—. ¿Y don Rodrigo?

—El inquisidor se lo ha llevado preso y mucho me temo, que no pararan hasta que hallen a doña Sarah.

     A Clara María le dio un vuelco el corazón.

—No conseguirán hallar a Sarah. Sin embargo, ¿teméis por la vida de don Rodrigo? —preguntó Sarah asustada.

—No se atreverá a hacerle nada, sabiendo que los reyes están informados de todo. Sin embargo, mucho me temo que don Rodrigo no pueda demostrar nada.

—¿A qué os referís?

—A que don Rodrigo salvará la vida, al descubrir las intenciones del complot, pero no podrá demostrar que Deza y Gómez urdieron un plan para asesinarlo.

—Quizás yo pueda ayudar en ello... —aseguró una voz femenina desde la entrada.

     Diego de la Cueva y su esposa, se volvieron de inmediato hacia las dos personas que acababan de entrar, sin que lo advirtiesen.

—¡Doña Mencía! ¿Qué hacéis aquí? Os daba en el convento... —declaró Diego mirando incrédulo a la joven y a su hombre de confianza—. ¿Juan, qué ha sucedido para que no hayáis podido cumplir con vuestro encargo?

—Durante el camino, nos encontramos con el mismo don Gómez y solo la providencia divina, hizo que pudiésemos escapar sin que lo advirtiesen. El hermano de la dama, pretendía entrar en el convento y apresadla contra su voluntad. Por lo visto, la dama tiene un novio esperándola en el altar... —añadió Juan de malos modos.

—¿Y cómo es eso, doña Mencía? —preguntó Clara María.

—Mi hermano ha organizado mi casamiento. Ya os conté que planeaba entregarme a otro hombre que ni siquiera conozco... —declaró Mencía abatida—. La desgracia no hace más que cebarse con mi persona. Jamás podré escapar de las garras de mi hermano.

     Juan no quiso mirar hacia la dama, pero no pudo evitar escucharla con disgusto.

—¡Qué desgracia! Nada podría haber salido peor... —declaró Clara María contagiándose de la desolación que abatía a la joven.

—¿Por qué decís eso? —preguntó doña Mencía mirando a doña Clara.

—Mi esposo estaba informándome en este momento, que don Rodrigo ha sido apresado.

—Pasad al interior del salón. Alguien podría conoceros —señaló Diego mientras los tres obedecían.

       Clara María comprobó el estado en el que se hallaba su salón preferido. Algunas sillas estaban tiradas por el suelo. Acercándose, cogió una y la colocó en su lugar.

—¿Qué ha pasado aquí, esposo?

—Los hombres del inquisidor. Han registrado todo, intentando hallar a Sarah —explicó Diego a su esposa.

—¡Oh, Dios mío! Ha ocurrido, después de todo... —dijo Mencía intentando alcanzar una silla para sentarse—. Pero yo puedo ayudarlo. Puedo testificar a su favor de lo que escuché.

—¿Haríais eso de verdad? —preguntó Diego de la Cueva—. ¿Aun a riesgo de que vuestro hermano consiga hacerse con vos?

—¡Qué remedio queda ya! Mi causa está perdida. No puedo escapar a ningún lado sin que Gómez sepa donde estoy. Pude escuchar perfectamente como el inquisidor tramaba todo. Puedo aceptar que me amargue la vida a mí, pero no a dos personas inocentes —declaró Mencía.

      Juan la observó con admiración. Era la mujer más noble que había conocido. Dispuesta a sacrificarse por dos desconocidos.

—Gracias por vuestra ayuda. Don Rodrigo no corre peligro de momento, pero vos, deberéis esconderos hasta que llegue la hora del juicio. Vuestro hermano no puede descubrir vuestra presencia. Si supuiese de vuestra intención de testificar en contra de él y de Deza, vuestra vida no valdría nada —aseguró Diego de la Cueva.

—¿Tan seguro estáis de eso? —preguntó doña Mencía sintiendo miedo por primera vez.

—¿Acaso lo dudáis? —preguntó a su vez Diego de la Cueva.

—No, lleváis razón. Mi hermano es capaz de eso y más —dijo apenada—. ¿Y qué puedo hacer? —preguntó doña Mencía.

      Juan respiró profundo al escuchar las palabras de doña Mencía. La sangre se le estaba calentando del simple hecho de saberla en peligro. Le molestaba sobremanera, el futuro que pendía sobre la cabeza de la dama. Un espíritu valiente y luchador como ese, no se merecía el fin que su hermano le tenía predestinado: casarse con un sinvergüenza y un putero, para mayor desgracia de ella. No permitiría que nadie le hiciese daño. Era su obligación defender a los más débiles y doña Mencía necesitaba protección en ese momento.

—¿Y doña Sarah? —preguntó doña Mencía con curiosidad—. ¿También ha sido apresada junto a su esposo?

—No... pudimos ponerla a salvo antes de que llegaran los soldados... —contestó Diego de la Cueva.

     Doña Mencía fijó en ese instante su mirada en don Diego y durante unos segundos, tuvo una ligera esperanza.

—¿Creéis que podría acompañarla? Necesito ocultarme para lo que tengo que afrontar. Podría hacer compañía a doña Sarah en estas horas inciertas... ¿no creéis? —preguntó doña Mencía.

     Don Diego miró un instante a su esposa, meditando la proposición de doña Mencía. Y Clara María asintió, confirmando que no era una idea descabellada. Solo eso garantizaría que la joven permaneciera a salvo, al igual que Sarah.

—No es una mala idea, doña Mencía. Al fin y al cabo, es el lugar más seguro para vos. Además, ingresar en una vida de retiro y de oración era lo que deseabais. Aunque no lo haréis por los mismos motivos. ¿Quién sabe? A lo mejor, cuando pase todo y testifiquéis, se os permite ingresar en la Ordensi ese es vuestro deseo —declaró Diego de la Cueva.

—¿Acaso doña Sarah está en un convento?

     Juan enclavijó los dientes, al adivinar dónde se escondería doña Mencía. No era problema suyo lo que hiciese la dama, pero por alguna extraña razón, no le agradaba.

—¿Doña Sarah se halla en un convento, don Diego? —volvió a repetir doña Mencía levantándose de la silla.

—Así es, doña Mencía... —contestó Diego—. ¿Os ha visto alguien regresar a palacio? —preguntó Diego dirigiendo la vista hacia su hombre.

      Juan contestó negando con la cabeza.

—Nadie, don Diego... —dijo la joven.

—Perfecto. Cuando llegue la noche, acompañarás a doña Mencía hasta el convento, Juan. Espero que las hermanas estén dispuestas a seguir prestándonos ayuda —dijo Diego pensando en lo que debía hacer.

—Las hermanas estarán encantadas de acoger a doña Mencía—aseguró Clara María dirigiéndose hacia la dama—. Venid, doña Mencía. Reponeros del viaje y preparaos para que os acompañemos esta noche.

—Gracias, doña Clara... —dijo Mencía, pero antes de abandonar la sala, se volvió hacia el caballero con el que había pasado las últimas horas—. Muchas gracias, don Juan. Si no hubiese sido por vos, en estos instantes, mi hermano me tendría retenida. Os estaré eternamente agradecida... —añadió Mencía bajando la mirada, sin poder sostener la del caballero. Nunca podría olvidar beso que le había dado.

—No tiene que agradecérmelo, doña Mencía. Era mi obligación —declaró Juan como si tuviese la boca llena de serrín.


Gutiérrez de Cárdenas y Andrés de Cabrera se dirigían presurosos hacia el despacho de la reina.

     Andrés de Cabrera, de ascendencia judía, no podía evitar defender cualquier injusticia que se cometiera contra los conversos judíos. Y cuando Cárdenas, le había mostrado la misiva urgente desde Úbeda, ni siquiera lo había dudado. Cárdenas, Comendador Mayor de León de la Orden de Santiago, era amigo personal de don Rodrigo Manrique y había recibido la misiva de su amigo, solicitando que intercediera en su nombre ante la Reina.

—Espero que sea importante para que hayan interrumpido en mi despacho de esta manera... —declaró la reina Isabel nada más verlos entrar.

     La reina Isabel se encontraba reunida con Gonzalo Chacón, su mayordomo mayor, despachando los asuntos más urgentes del día.

—Alteza, me temo que las noticias que traemos son urgentes y que necesitan de vuestra opinión —declaró Andrés de Cabrera.

—Hemos llegado esta misiva desde la ciudad de Úbeda. Como sabrá, don Rodrigo Manrique es el Gran Maestre de la Orden de Santiago y desde hace menos de un año, ostenta el título de comendador de Segura.

—Por supuesto, yo misma firmé el nombramiento.

—Sabed que se está gestando una conspiración contra don Rodrigo —informó Gutiérrez de Cárdenas—. Tomad, Alteza. Y leed vos misma...

     La reina Isabel miró de malos modos a ambos y cogiendo el pergamino, empezó a leer las letras de tinta impresas por la propia mano de don Rodrigo. Y cuando terminó, miró a ambos con cara de fastidio.

—¿Cómo osa don Diego de Deza a desafiarme? —preguntó la reina—. Deza es el protegido de Torquemada, pero aun así, altas deben ser sus ansias de poder y de riqueza si pretende desafiar a su soberana robándole el diezmo.

—Espinoso asunto es éste, Alteza... que enfrenta al Santo Oficio con el Gran Maestre —aseguró Andrés de Cabrera.

     La reina Isabel sentándose en el sillón, reflexionó sobre el tema.

—¿Cómo osa el inquisidor a reclamar parte del diezmo del Concejo sabiendo que tarde o temprano la Corona se enteraría? —preguntó la reina.

—En realidad, don Diego de Deza no tiene derecho alguno a reclamar ningún diezmo, y vos, mi señora, lo sabéis —declaró Cabrera—. Sin embargo, en lo que no habíais caído es en que nada le impedía aceptar un regalo por parte del conde.

—¿Un regalo? —preguntó extrañada la reina.

—Una vez que se hubiesen quitado de en medio a don Rodrigo, don Gómez ocuparía el cargo de Gran Maestre... y bajo la apariencia de obsequio, retribuiría de vez en cuando al inquisidor.

—No podéis permitir semejante injusticia, Alteza —declaró Gutiérrez enfadado—. Estoy seguro que don Rodrigo obró de forma adecuada al desposarse con una conversa y estoy seguro, que no miente cuando acusa al inquisidor.

—Si, pero ignoró la ley que le que le impedía hacerlo. Vos sabéis bien, Gutiérrez, que la Orden de Santiago no permitir desposarse con descendientes de judíos, a pesar de ser conversos —manifestó enfadada la reina.

—Pero, mi señora. ¿Vais a pasar por alta un delito tan nimio, obviando la traición del inquisidor?

—No hace falta que me recordéis el servicio prestado por mis caballeros, Gutiérrez. Y tampoco que señaléis con precisión el presunto delito... —le recordó la reina con un sutil tono de engaño.

     Cabrera miró nervioso a Gutiérrez. Si disponían a la reina en contra, no podrían abogar a favor de don Rodrigo.

—Alteza, sin duda Gutiérrez no ha querido ofenderos con eso. Permitid que marchemos a Úbeda y que esclarezcamos todo este asunto.

      La reina se volvió, dándoles la espalda.

—Esto es asunto del Santo Oficio. Sin embargo, dada la implicación del inquisidor, la corona intervendrá a través de mis consejeros. Según señala don Rodrigo en su carta, espera un hijo de esa judía. No puedo permitir que se ajusticie a una mujer en su estado, pero tampoco puedo obviar la naturaleza de esa unión. Actuaréis en mi nombre y aplicaréis justicia, pero eso sí, ese matrimonio quedará anulado.

—¿Pero alteza? —rogó Gutiérrez sabiendo el enorme daño que se infringiría a los desposados.

—¿Y en cuanto a la dama? —preguntó Cárdenas esperando instrucciones e intentando que la reina no se enfadase en demasía.

—Si el Santo Oficio la declara inocente, podrá retirarse a un convento o al lugar que ella considere oportuno...

—¿Y el niño, mi señora? —preguntó Gutiérrez.

      A la reina, madre al fin y al cabo, le afectaba todo lo que tuviese que ver con los hijos. Sin embargo, antes que madre, era reina e impartir justicia, era su deber.

—Si nace niña, permanecerá con la madre. Y si es niño, ya sabéis lo que debéis de hacer, se le entregará al padre... —sentenció la Reina.

     Gutiérrez y Cárdenas amagaron haciendo una reverencia, saliendo apresurados del despacho.

     La reina se levantó y giró la vista hacia la ventana, mirando hacia fuera, sin ver nada. Durante un par de minutos permaneció callada, sin decir nada hasta que un leve murmullo, hizo que Chacón, la observara:

—A veces, desearía no ser reina.

—Lo sé, alteza. Sin embargo, no podéis separar ambas cosas.


Habían pasado por lo menos cuatro o cinco horas desde su detención y Rodrigo era incapaz de serenarse. El inquisidor no había dado muestras de querer conversar con él y tampoco le habían llevado nada de comer. Sin embargo, era otra mortificación lo que lo atormentaba. Le preocupaba la forma en que se había despedido de Sarah. Tenía que haber resuelto con ella sus diferencias y haberle explicado que su repentina marcha, no se debía a su enfado, sino a su empeño de ponerla a salvo. No quería que malinterpretase su decisión de ponerla a salvo. Esperaba que comprendiese sus motivos.

      El ruido de una reja al abrirse, hizo que Rodrigo se volviera y se dirigiera hacia la procedencia del ruido. Ese lugar frío y sucio donde lo habían encerrado, no tenía ni una sola ventana.

—Tiene dos minutos para hablar con él —ordenó un soldado a alguien.

     Rodrigo intentó descubrir de quién se trataba, pero hasta que el hombre no se acercó a la puerta, no supo quién era. Don Diego de la Cueva se encontraba frente a él y llevaba una antorcha en la mano.

—¿Os encontráis bien, don Rodrigo?

—Si, amigo mío. ¿Cómo habéis conseguido que os permitan pasar?

—He tenido que sobornar a varios soldados. Algunos, me deben ciertos favores.

         Rodrigo comprendió al instante.

—¿Os han hecho algo? —preguntó Diego preocupado.

—De momento no. ¿Qué sabéis de mi esposa? —preguntó Rodrigo angustiado.

—Se encuentra a salvo, tal como ordenasteis.

—¿Y cómo está? —preguntó Rodrigo inquieto.

—Según Clara María, profundamente afectada.

—Debéis hacedme un favor. Decidle, que en cuanto salga de aquí, iré a por ella. No quiero que piense que por mi enfado, la alejo de mi persona. No tenía otra opción que ponerla a salvo. Mirad en qué sitio me encuentro. No quiero que mi esposa pise este lugar.

—No os preocupéis. Le transmitiré vuestro deseo y le explicaré lo sucedido. Esta noche, debo acudir al convento... —susurró Diego.

—¿Por qué motivo? ¿Acaso no se encuentra bien mi esposa? —preguntó Rodrigo poniéndose en lo peor.

—Ya os he dicho que vuestra esposa se hallaba bien cuando se quedó en el convento. Es doña Mencía. No pudo escapar de su hermano y tuvo que dar media vuelta. En estos momentos, se encuentra oculta en palacio, pero os podéis imaginar lo poco seguro que es que continúe allí. El inquisidor puede volver a registrarlo si piensa que seguimos ocultando a vuestra esposa.

—¿Y qué tenéis pensado? —preguntó Rodrigo.

—Se ocultará en el convento y acompañará a doña Sarah hasta el momento del juicio. Una vez iniciado, testificará a vuestro favor. Por eso, es necesario que nadie descubra dónde se encuentra...

—¡Se acabó el tiempo! —gritó el soldado volviendo a abrir la celda para que saliese Diego.

—Dadle las gracias a doña Mencía y decidle a mi esposa que la quiero —intentó decirle Rodrigo a Diego.

—Lo haré. No os preocupéis. Le explicaré lo que me habéis transmitido.

—Gracias, amigo... —susurró Rodrigo mientras no le quedaba más remedio que confiar en Diego.

—¿Qué hago con vuestros hombres? —gritó Diego de la Cueva antes de salir.

—Que permanezcan con vos hasta nueva orden —le dijo Rodrigo sin saber si le había escuchado

      Quedándose a oscuras de nuevo, Rodrigo volvió a pensar en las palabras de don Diego. Apoyando el brazo en la fría pared, colocó su frente sobre él y cerró los ojos. Habían transcurrido más que unas pocas horas y ya echaba de menos a Sarah. La angustia por su seguridad, le retorcía las entrañas. Solo esperaba que aquello pasase cuanto antes.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro