CAPÍTULO DÉCIMO
Antes de que los soldados de guardia advirtieran su presencia, Rodrigo continuó andando al lado de Sarah a una distancia prudencial. Se separaron antes de iniciar la cuesta y atravesaron la torre de entrada, adentrándose unos minutos después en el patio de armas. Sus hombres, al tanto de su salida, ni siquiera les miraron cuando pasaron frente a ellos. Sabían de antemano, que el comendador regresaría con la curandera para que examinara de nuevo a los heridos y si se preguntaron, por qué la mujer acudía a esas horas tan intempestivas, o por qué el mismo comendador buscaba a la curandera, ni siquiera se atrevieron a formularle tal pregunta.
Nada más bajar a la sala de los heridos y antes de que nadie los viera, se miraron mutuamente y Rodrigo le susurró:
—¿Cuánto creéis que os llevará atenderlos?
—Solo habían cuatro personas un poco más graves. Creo, que en una hora estaré preparada para regresar —aseguró Sarah mirándolo con fijeza.
—Tardad todo lo que necesitéis. Y en cuanto terminéis, reuniros conmigo en la puerta de la torre —dijo Rodrigo dispuesto a marcharse.
Sarah asintió, pero antes de adentrarse en la sala, exclamó:
—¡Esperad!
Agarrándose con firmeza al cuello de Rodrigo, Sarah hizo que bajara la cabeza solo lo suficiente, para poder llegar con sus labios a la mejilla de Rodrigo y darle un beso. Rodrigo se quedó atontado por el impacto del beso, mientras veía cómo ella entraba en la sala sin mirar hacia atrás, como si fuese algo habitual. Le llevaría un tiempo, acostumbrarse a tales muestras de afecto, pero contento y con una tonta sonrisa en el rostro, comenzó a subir las escaleras. Tenía que resolver varios asuntos, antes de marcharse de nuevo con ella.
Una hora después, Sarah se acercaba a la puerta de salida y apenas había llegado, cuando la figura de Rodrigo salió de entre las sombras, acompañado por dos de los soldados que permanecían de guardia. Los tres, la miraron con atención y Sarah se vio apurada a justificar su salida.
—Acabo de atender los heridos, don Rodrigo —afirmó Sarah con disimulo.
—¿Cómo se encuentran? —preguntó Rodrigo delante de sus hombres.
—Bien, pronto podrán levantarse. Las heridas están curando muy rápido —explicó la joven.
—Seguidme pues. Os acompañaré de regreso —le ordenó Rodrigo mirándola a los ojos.
—No hace falta que me acompañéis, señor —le aseguró Sarah, tratándolo con la cortesía que debía delante de sus hombres.
—No debéis andar sola por la noche.
Sarah no replicó y obedeciendo, empezó a caminar cuesta abajo, con la debida separación.
Cuando apenas se habían alejado, uno de los soldados se quedó mirando por dónde había desaparecido su jefe con la mujer y empezó a silbar. Con un movimiento de cabeza, señaló el lugar por donde había desaparecido Rodrigo, comentándole al otro soldado:
—Creo, que el comendador tiene algo con la curandera.
El otro muchacho, mucho más ingenuo y joven, le replicó:
—¿Por qué lo decís?
—Porque no es normal que don Rodrigo acompañe a la mujer a estas horas. Cualquier soldado podría haberla acompañado y ya le has escuchado, ha afirmado que no lo esperemos. Que regresará de madrugada. ¿No os preguntáis dónde pasará la noche?
—Pues no... ¿Y a dónde va?
—¿A dónde que creéis? —preguntó el muchacho—. ¡A contar las estrellas por la noche, ya os aseguro que no!
—¡Qué idiota sois! —dijo el soldado mirándolo de malos modos.
—Apostaría el salario de un mes, a que el comendador no pasa frío esta noche... ¡Oh, si no, ya veréis lo contento que regresa! Justo cuando cante el gallo, el comendador subirá por esa cuesta con una sonrisa en el rostro —pronosticó el soldado seguro de sus sospechas.
Ambos soldados se miraron con picardía, ante la insinuación mientras se echaban a reír.
Nada más llegar a uno de los callejones, Rodrigo cogió del codo a Sarah y con un movimiento de cabeza, la instó a seguirlo.
—Por aquí.
—¿Por aquí? —preguntó extrañada Sarah.
—Si, tened cuidado por donde pisáis, podríais caeros. La noche está muy cerrada... —dijo Rodrigo cuando se adentraron en la oscuridad del callejón.
Rodrigo se sentía inseguro ante lo que se proponía enseñarle a Sarah. Parte de la mañana, la había pasado en compañía del alcalde. Sin dar explicaciones a nadie, ni siquiera a su hermano, había salido del castillo, resuelto a solucionar todos sus problemas sin imaginar que hallaría un resquicio en las leyes para su boca con ella. Con ayuda del alcalde, había hallado la solución a su casamiento con Sarah. Y mientras se iban acercando al callejón en el que se encontraba la casa, a Rodrigo le vino a la mente la conversación mantenida con don Sancho y con el hermano Bartolomé, esa misma tarde.
—¡Don Rodrigo! No sabía que ibais a venir... —exclamó el hombre al descubrir su presencia en la Casa del Concejo.
En la plaza principal de la villa, el Concejo solía reunirse y esa tarde, Rodrigo había acudido para hablar con don Sancho. Los miembros se hallaban reunidos para despachar los asuntos más urgentes de la villa después del asedio.
—Necesito que me concedáis un poco de vuestro tiempo, don Sancho. Si es posible... —añadió Rodrigo examinando con detenimiento a los congregados.
—Por supuesto, don Rodrigo. Estábamos empezando, pero pueden seguir sin mí... Continúen con lo que estábamos haciendo y después me reuniré con ustedes —ordenó don Sancho al resto de miembros que lo miraban con interés.
Los miembros del Concejo asintieron mientras Rodrigo en compañía de don Sancho, salía de la sala.
—Usted dirá, don Rodrigo.
—Necesito resolver una cuestión personal. ¿Puedo saber si hay alguna casa disponible en la villa que pueda ocupar...?
—¿Una casa? —preguntó extrañado el alcalde.
—Si, don Sancho. Pretendo alquilar una casa, hasta que pueda disponer de una propia.
—¿Quiere alquilar una casa? Creo que no lo he entendido bien —dijo el hombre.
—Si, don Sancho. Ha escuchado perfectamente. Necesito una casa con urgencia —volvió a insistir Rodrigo—. Sin embargo, quiero que mantenga en secreto mis intenciones, hasta que llegue el momento en el que se pueda saber. Imagino que al principio despertará la curiosidad de los vecinos de la villa.
—¿Y qué motivo puede haber para que quiera usted instalarse en una casa y no en el castillo? Disculpadme por mi atrevimiento, pero ¿no estáis mejor en la fortaleza?
—Voy a fijar mi residencia permanente en la villa y el castillo no es suficiente. A parte, de que otros motivos personales me llevan a querer establecerme en una casa.
Rodrigo comprobó cómo el alcalde continuaba asombrado por su petición y pensando durante unos segundos con detenimiento, supo al instante que debía sincerarse con don Sancho, si quería tenerlo de su lado.
—¿Juráis que guardaréis silencio de todo lo que os voy a contar? —preguntó Rodrigo con una profunda gravedad.
—¿Tan seria es la cosa, don Rodrigo?
—La vida de una persona, depende de ello.
—No comprendo nada, mi señor... pero os prometo que en mí, tenéis un fiel servidor. Nada de lo que me contéis, saldrá de mi boca.
—Os lo agradezco, pues la seguridad de una mujer depende de ello.
En ese momento, don Sancho mal interpretó las palabras de Rodrigo.
—¿Pretendéis amancebaros con una mujer casada, don Rodrigo? —preguntó incrédulo el alcalde.
—No es esa mi pretensión, don Sancho. Nunca rompería mi voto de castidad por tal motivo si no fuese por una causa mayor.
Rodrigo miró a su alrededor y fijándose que estaban en medio de un pasillo, comprobó que no era el lugar más idóneo para explicarle todo con detenimiento.
—Entremos en una sala vacía y os lo explicaré —le ordenó Rodrigo al alcalde.
Durante unos segundos, don Sancho se quedó absolutamente parado y asombrado de la afirmación del comendador, pero enseguida reaccionó.
—Pasad por aquí, don Rodrigo —le dijo el alcalde señalándole una de aquellas salas—. Disculpad mi descuido, dentro podrá contarme todo lo que está sucediendo. Debo confesaros que no comprendo la naturaleza de esa necesidad.
El par de hombres se adentraron a la sala contigua y mientras don Sancho cerraba la puerta, Rodrigo se dirigió hacia una de las ventanas y miraba al exterior.
—Veréis, voy a desposarme con una mujer, a la mayor brevedad. Sin embargo, se han presentado ciertos contratiempos... de ahí la necesidad, de que guardéis silencio.
—¿Qué contratiempos, señor?
—Es un poco difícil de contar, pero creo que debéis de saberlo todo... —dijo Rodrigo.
—¿Acaso la familia de la joven se opone al casamiento? ¡Eso sería absurdo, mi señor! ¿Quién en su sano juicio rechazaría emparentar con el gran Maestre de la Orden de Santiago? Sois el Comendador de Segura —aseguró don Sancho con evidente muestra de enfado.
Rodrigo se volvió sobre sí y no pudo disimular con humor, la defensa ciega y absoluta que el alcalde hacía de su persona y el enfado propio que don Sancho sentía, como si la ofensa hubiese sido cometida contra él mismo.
—Os agradezco vuestro apoyo y consideración, pero el asunto no va por ese camino, don Sancho. La joven apenas tiene familia que vele por ella. Solo hay unos familiares de por medio y le aseguro, que no se opondrán al casamiento. La oposición la encontraré de más altas instancias, en concreto del Santo Oficio.
Escuchar esas últimas palabras, produjo que don Sancho tuviera que sentarse en la silla más cercana.
—No entiendo nada, don Rodrigo —aseguró el hombre como mirando al vacío—. ¡Explicadme!
—La joven con la que pretendo desposarme es judía y aunque conversa, mucho me temo que habrán opiniones en contra que se opongan al matrimonio —le advirtió Rodrigo muy serio.
—Y no vais mal encaminado. Áspero asunto es ese, señor —susurró don Sancho que se había quedado con la mirada perdida, sumido en sus propios pensamientos.
—Por eso, hasta que resuelva el tema de mi casamiento, es imprescindible que este tema se trate con la mayor discreción.
—Mis labios estarán sellados. Ahora comprendo lo delicado de la situación y dígame, don Rodrigo, ¿quién es la joven?
Rodrigo dudó durante unos segundos si decir su nombre, pero supo que era lo mejor.
—Sarah.
—¿La curandera? —preguntó don Sancho levantando el rostro de inmediato—. Ahora os comprendo. Una linda joven pero dad por hecho, que tendréis que luchar con denuedo, para salir victorioso de tal empresa.
—Estoy dispuesto a afrontar todos los problemas que ello conlleve. En más batallas he luchado y he salido victorioso. Sarah, significa todo para mi, don Sancho. Mi intención es acelerar la boda en cuanto sea posible y por eso necesito vuestra ayuda y vuestro silencio.
—¿Y qué habéis pensado? —preguntó don Sancho levantándose de la silla, dando cortos pasos por medio de la sala.
—Por ahora, debo guardar silencio hasta que el Inquisidor regrese a Úbeda. La presencia de don Gómez en la villa y su inesperada ayuda, no ha sido simple casualidad.
Don Sancho lo miró con atención.
—¿A qué se refiere?
—Mi hermano y el Conde de Feria, habían acordado establecer una alianza entre la Casa de Manrique y los Figueroa sin contar con mi consentimiento.
—Ahora entiendo...
—Si el Conde de Feria descubre el motivo de mi oposición a esa boda, temo que pueda volverse en mi contra. Debo proteger a Sarah a toda costa, hasta que ambos salgan de la villa. Y hay algo más que no os he contado...
—¿Algo más?
—El Inquisidor, don Diego de Deza, apresó al padre de Sarah. El hombre era físico en la ciudad de Úbeda a parte de rabino y fue ajusticiado por ejercer su actividad con cristianos. Deza lo llevó a la hoguera.
—Ahora comprendo la vocación de la joven por la curación... El asunto es más delicado de lo que parece, don Rodrigo. Mucho debe querer a esa joven, si está dispuesto a hacer semejante sacrificio por ella...
—Usted mismo lo ha dicho. La quiero demasiado.
—¿Y cómo lo hará?
—De momento, quiero que Sarah esté a buen resguardo y bajo mi cuidado. También debéis de saber, de la oposición que encuentro en mi propio hermano. No me fio de sus artes para conseguir desbaratar mis propósitos puesto que se opone con rotundidad a mi relación con Sarah. Cuando mañana, anuncie a ambos mi decisión final, mucho me temo que montarán en cólera. Sin embargo, ya soy muy mayor para que ambos condes anden manejando mi propia vida.
—Me lo imagino, señor.
—Me he ganado con creces el derecho a elegir la mujer con quien quiero pasar el resto de mi vida. He servido fielmente a Dios y a su causa y es más, creo que la reina Isabel, sepa comprender el motivo más alto que me lleva a querer a desposarme con Sarah. La misma reina, ha puesto más de una vez, la vida de su propia familia en manos de un judío. Así que espero... que pueda comprenderme y abogue por mi causa.
—No sigáis, don Rodrigo. Lleváis razón en que encontraréis opiniones que no aplaudan vuestra decisión, pero sabed que ni yo, termino de compartir la absurdidad de tanto rencor hacia los judíos. En fin, habéis sumado un hombre más a vuestra causa. Intentaré ayudaros en la medida de lo posible y si como decís, lo primero que hay que hacer es poner a la joven a salvo, no temáis, nadie sabrá que se halla en esa casa a menos que vos lo digáis. Por lo menos, hasta que como vos mismo habéis señalado, el conde y el inquisidor abandonen la villa.
—Gracias, don Sancho.
—Sin embargo, creo que os equivocáis en vuestra decisión de mantener esto en silencio.
—¿A qué os referís? —preguntó Rodrigo.
—Los miembros del Concejo están reunidos en estos momentos, ¿por qué no aprovecháis la oportunidad para ponerlos de vuestra parte? El Santo Oficio no podrá reclamar la anulación de ese matrimonio, si con anterioridad, el Concejo ha dado su permiso y el visto bueno a vuestro casamiento. Dentro de la villa, el Concejo puede tomar decisiones con respecto a sus vecinos y sería absurdo, no aprovechar tal oportunidad. Sarah llegó hace solo unos meses a la villa y todavía no goza de los mismos derechos que el resto de vecinos del pueblo. Quizás, si destacáramos la labor que ha realizado durante el asedio y su posible contribución a él como curandera, consigamos que el Concejo acceda a otorgarle plenos derechos y vea con buenos ojos vuestro casamiento con ella. Y a parte, permitidme haced un conciso, no hay nada más que le guste a algunos miembros del Concejo que comprobar que uno de sus ilustres vecinos, contribuye con una generosa donación a los tributos que nos reclama el Rey.
—¿Creéis que el dictamen del Concejo pueda tener cierto peso ante el Santo Oficio?
—Nada perdéis por intentarlo. Por lo menos, si hubiese algún contratiempo, podríamos presentar alegaciones con peso, ¿no creéis?
—Lleváis razón, don Sancho. No se me había ocurrido.
—Tomad asiento, señor. Debemos acordar, cómo proceder ante los miembros y con respecto a la casa, debéis saber que podéis hacer uso de otra casa que la Encomienda de Segura tiene en la villa. Suele alquilarse, pero lleva mucho tiempo sin tener morador que la habite y creo que dadas las circunstancias, deberíais hacer uso de ella. No conozco persona más ilustre que vos, para que la habite.
—Os lo agradezco, don Sancho.
—No me agradezcáis nada, mi señor. Estáis haciendo mucho por todos los vecinos de esta villa y qué menos que corresponderos cuando más lo necesitáis. Ahora, ¿queréis que os la muestre?
—¿Podemos verla ahora mismo?
—En este mismo instante, señor. Pero primero, resolveremos lo de la aprobación del Concejo.
—Sea pues.
Una hora después, Rodrigo se hallaba en el interior de la casa y comprobaba aliviado, que el lugar era idóneo para vivir. Haría falta adecentarla un poco, puesto que olía a cerrado, pero por lo demás, era apropiada para lo que Sarah y él, iban a necesitar. Una vez instalados, habría tiempo de sobra para hacerle las mejoras que necesitaba. Sarah tendría algo que decir al respecto. Además, eso era más asunto de mujeres.
—Y decidme, don Rodrigo... ¿la joven permanecerá sola aquí cuando vos no estéis?
Rodrigo lo miró al instante y sin saber a qué se refería exactamente, le preguntó:
—¿Por qué lo decís?¿Creéis oportuno que deje algún soldado custodiándola?
—Más que soldados, sería conveniente tener alguna muchacha que la ayudara en las tareas de la casa; y máxime si vuestra futura esposa se va a dedicar a velar por la salud de los vecinos de la villa. Deberíais considerarlo y si mi permitís daros un consejo, creo que hay varias jóvenes en la villa, que estarían encantadas de entrar al servicio de la joven Sarah. Esa muchacha, se ha ganado el respeto de más de un vecino y sé, que más de una de estas jóvenes sueña con aprender el oficio de vuestra prometida. Además, de que le haríais un favor a sus familias. La gran mayoría son campesinos y el único futuro que les espera, sería trabajar en las tierras de sus padres. Esos ingresos serían bien recibidos y las niñas, estoy seguro que con la dirección adecuada, aprenderían pronto.
—Lleváis razón, don Sancho. Encargaos de ello. No había pensado en ese detalle. Sarah necesitará ayuda durante el día y no quiero que permanezca tan sola cuando yo no esté.
—Lo sé, es la primera vez que contenderéis con mujeres, pero cuando se tienen cuatro mujeres como yo tengo en mi familia, os aseguro que esos detalles no pasan desapercibidos. ¿Para cuándo queréis que empiecen?
—Que mañana se presenten a primera hora. Debo hacer algo antes... —pensó Rodrigo de nuevo.
—Como ordenéis, señor. Pero antes de marcharnos y a expensas de aprovecharme de vuestra amabilidad, hay otra cosa que me urge comentaros... ¡Si es posible, claro!
—Decidme, don Sancho.
—Veréis, después de todo lo que hemos pasado estos días, he comprendido que he desatendido mis obligaciones como padre. Uno de mis hijos, el mayor... bueno, yo pensé... —el hombre empezó a tartamudear de repente— ...pensé que debería seguir mis pasos, pero tras el sitio en la villa, creo que descuidé otros aspectos de su educación —mirando con seriedad y gravedad a Rodrigo, el alcalde le rogó— ¿Sería mucho pedir que acogierais a mi hijo como vuestro escudero? Ese muchacho necesita una mano dura que lo guie y que le enseñe lo que yo no puedo mostrarle. Mi señor, yo no tengo alma de soldado. Solo sé luchar con palabras y letras.
Rodrigo comprendió el desasosiego de don Sancho y asintiendo le dijo:
—No os preocupéis por vuestro muchacho. Mandádmelo al castillo y mañana mismo, empezará su instrucción.
—Muchas gracias, mi señor. Os estaré agradecido toda la vida.
—No me lo agradezcáis, soy yo quien os estaré agradecido a vos, don Sancho. Creo que ambos, nos necesitaremos mutuamente.
—Sea pues, señor —dijo don Sancho con una gran sonrisa.
Unos segundos después, el alcalde extendía el brazo hacia Rodrigo, haciéndole entrega de la llave.
—Tomad, aquí tenéis la llave. Iré enseguida a acatar vuestras órdenes y mañana, tendréis a esos jóvenes a vuestro servicio.
—Bien, creo que ahora, es momento de hacerle una visita al capellán...
Don Sancho salió por la puerta con don Rodrigo mientras ambos salían satisfechos y algo más relajados.
Olvidándose de lo que había dado de sí la tarde, Rodrigo regresó al verdadero propósito que llevaba en mente. Tendría que convencer a Sarah de lo necesario que era, que permaneciera dentro de la casa de la Encomienda durante unos días y que se casara con él. No se arriesgaría a que se expusiera a ningún peligro, mientras esos hombres permanecieran en la villa. Sujetando con firmeza el codo de Sarah, se preguntó cómo se tomaría la sorpresa que pretendía darle y si ella se opondría mucho.
—Rodrigo, ¿se puede saber a dónde nos dirigimos? Os habéis equivocado de camino. Por aquí no se va a la casa de Isaac...
—Vamos en la dirección adecuada. Ya estamos casi llegando. No habléis —dijo Rodrigo mientras se detenía delante de una puerta trasera y se sacaba algo del interior de su ropa.
Sarah comprobó con extrañeza, que Rodrigo abría lo que parecía ser la puerta trasera de algún patio y en medio de la oscuridad, la hacía adentrarse en su interior. La falta de luz no permitía ver a más de dos pasos de ellos, así que Rodrigo pasó su brazo derecho por la cintura de Sarah, mientras se cogían de la mano y la instaba a seguirlo.
—Venid por aquí. Enseguida prenderé un candil, lo dejé justo dentro... —aseguró tanteando en la oscuridad.
—¿Dónde estamos? —preguntó Sarah que no entendía nada.
—En una casa, ¿no lo veis? —contestó Rodrigo sin añadir nada más.
—Con la oscuridad que hay, no veo nada... ¿Y sus dueños?
—No hay nadie Sarah, solo estamos nosotros —dijo Rodrigo abriendo otra puerta y pasando a su interior.
Separándose de ella, Rodrigo tanteó el lugar donde había dejado el candil y encendiéndolo, de repente, ambos pudieron verse de nuevo.
—¿Qué hacemos aquí?
—Quiero que veáis esta casa.
—¿Os vais a instalar aquí? —preguntó asombrada—. ¿Y el castillo? ¿Por qué no permanecéis en él?
—Porque ese no es lugar para que el comendador de Segura se establezca...
Durante unos segundos, Rodrigo se quedó callado esperando que Sarah comprendiera el motivo, pero dándose cuenta que todavía no terminaba de atar cabos, la miró con intensidad.
—No sé cómo explicaros mis intenciones al traeros aquí.
—Podéis hablarme con sinceridad —le sugirió la joven.
—Pretendo que ambos, nos establezcamos aquí. Me gustaría compartir este hogar con vos, si accedéis a pasar el resto de vuestra vida conmigo...
—¡Cómo! No entiendo... —tartamudeó Sarah mientras el corazón se le disparaba acelerado.
—Os estoy pidiendo, que os caséis conmigo en cuanto se vaya el Inquisidor, Sarah. ¿Me haréis el honor de ser mi esposa?
Sarah contuvo la respiración, muda de asombro. Por un momento, su corazón se aceleró mientras los ojos se le empeñaban con lágrimas, a pesar de que intentaba contenerlas.
—¡No podéis hablar en serio! —exclamó saliéndole de la garganta en un lastimoso quejido—. Yo pensé que con el tiempo... pero no esperaba que... fuera tan pronto.
Rodrigo adelantó el paso que la separaba de ella y abrazándola, le levantó el rostro.
—Sé muy bien lo que pensabais. Y por supuesto, que hablo en serio. Si es necesario ponerme de rodillas para que accedáis a casaros conmigo, lo haré.
—¡Pero... no debemos! —exclamó Sarah mientras se agarraba a la cintura de Rodrigo y posaba la cabeza en su pecho.
—Podemos perfectamente. Ya está todo dispuesto. El hermano Bartolomé, se ha ofrecido a oficiar el casamiento.
Sarah levantó el rostro y posó la mirada en él.
—¿El hermano Bartolomé? —preguntó esperanzada.
—Exacto. Además, los miembros del Concejo han dado también su consentimiento para que podamos casarnos. En vista de tu labor en la recuperación de los heridos, la gran parte del Concejo ha alabado tu trabajo y tu compromiso con las gentes de la villa.
—¡El Concejo! —exclamó demasiado sorprendida.
—Exacto, mi amor.
—¿Estáis seguro? —preguntó de nuevo incrédula.
—Sí, como nunca lo he estado. Esperaremos a que el Inquisidor y el conde de Feria abandonen la villa e inmediatamente, celebraremos la boda. Mandaré una misiva especial a la reina, pero solo cuando sea un hecho consumado... Entonces, ¿qué me respondéis? ¿Os casaréis conmigo?
Durante unos segundos, ambos se miraron y sin añadir nada más, Sarah asintió.
Rodrigo la abrazó aliviado mientras la besaba emocionado.
—Me habéis hecho el hombre más feliz de la Tierra —dijo al cabo de un rato—. Os quiero como nunca imaginé querer a nadie.
—Yo también —aseguró Sarah.
—No os arrepentiréis. Os lo juro.
Durante varios minutos, ambos continuaron besándose, pero Rodrigo deseoso de enseñarle la casa a Sarah la casa, se separó un poco de ella y la apuró a que lo siguiera.
—Seguidme y contadme qué os parece el lugar. Ya he contratado personal para que os ayude a adecentarla y si deseáis cambiar algo, luego podréis hacerlo...
—Seguro que estará todo bien —contestó ilusionada, agarrada de la mano de Rodrigo—. No importa dónde vivamos, mientras pueda estar con vos.
Rodrigo no dudó en pasarle el brazo por encima de los hombros y depositar un suave beso con sus labios en la cabeza de Sarah mientras le contestaba:
—¿Y todavía me preguntáis si estoy seguro? No he estado más seguro en toda mi vida. Vos, sois lo único que necesito.
Al día siguiente, Rodrigo permanecía de pie, delante de su hermano, del conde de Feria y del mismo Inquisidor. El rostro del Figueroa, cordial y alegre, contrastaba con el rostro serio y reservado de su hermano. Hasta el mismo Rodrigo se mostraba comedido cuando lo único que deseaba era terminar con todo ese asunto cuanto antes. Su deber como caballero le obligaba a seguir las más mínimas faltas de cortesía pero en cuanto expusiese su rechazo a tal enlace, sabía que el Figueroa mostraría su desacuerdo.
—Bueno caballeros, creo que mi presencia aquí no es necesaria; pueden tratar este asunto sin que yo esté presente —aseguró don Diego de Deza a los otros tres hombres.
—No hace falta que os marchéis, don Diego —añadió Rodrigo—. No hay nada que vos no debáis escuchar también. Al fin y al cabo, no está de más que seáis testigo de lo que aquí va a acontecer —continuó explicando Rodrigo, mirando de frente y con detenimiento los ojos del Figueroa, sin perder ni un solo detalle de cada uno de sus gestos.
—¡No sabía que os urgía tanto finalizar este contrato, don Rodrigo! —declaró el conde de Feria sonriendo.
—¡No sabéis cuánto! —declaró Rodrigo—. Pero no es precisamente por los motivos que os imagináis, don Gómez...
El conde de Treviño se tensó al escuchar las palabras de su hermano, temiendo el desastre que se avecinaba. Había subestimado a Rodrigo; era demasiado impetuoso, para haber actuado a sus espaldas y sin su consentimiento. No quería pensar en cómo se tomaría don Gómez, las consecuencias que el rechazo de esa boda podría acarrear sobre los Manrique. El de Feria no era hombre que dejase pasar una ofensa como así.
—¿Y qué motivos puede haber? —preguntó el conde de Feria mientras dejaba de sonreír y prestaba atención a las últimas palabras del comendador.
—La boda no se celebrará —dijo Rodrigo, dejando caer la afirmación con tal rotundidad que el rostro del Figueroa, le cambió por completo.
—¿Y se puede saber qué motivo alegáis? ¿Acaso os parece poco emparentar con mi hermana?
—En ningún momento he insinuado que desprecie a vuestra hermana, don Gómez. Así que no pongáis palabras en mi boca que yo no haya dicho. He dicho que no habrá alianza, ni casamiento, por lo menos en lo que a mí respecta. Mi hermano puede concertar cualquier otro tipo de alianza con vos; tiene una numerosa prole que podrá ocupar mi lugar. Y podréis encontrar Manriques por doquier, en el palacio de mi hermano.
—¿Os estáis burlando de mí? —preguntó el Figueroa levantándose con ira del sillón—. Ninguno de esos mequetrefes sois vos...
Diego de Manrique miró por primera vez al Figueroa con detenimiento. No le habían gustado las palabras de ese advenedizo sobre sus hijos.
—Eso es discutible. Os recuerdo que estáis hablando de mis sobrinos, pero si lo que buscabais era emparentar con el gran Maestre de la Orden de Santiago y no con la Casa de Manrique, os habéis equivocado por completo. Mi hermano cometió un error al comprometerse en mi nombre y sin consultarme. En el momento, que concertó una primera entrevista con vos, yo ya estaba comprometido con otra mujer.
—¡Luego os casaréis! —exclamó crispado el conde.
—Os acabo de decir, que estoy prometido.
Diego de Manrique empezó a rezar para que su hermano no fuese tan estúpido como para nombrar a la judía.
Mientras tanto, Diego de Deza observaba con interés todo lo que estaba aconteciendo. Por lo visto, el Conde de Feria había dado por hecho muchas cosas antes de darle caza al zorro en su madriguera.
—Decidme quién es la familia de esa joven.
—No os incumbe la procedencia de mi prometida, ni es asunto de vuestra incumbencia.
—¿Así despreciáis la ayuda que os mostré al acudir en vuestro auxilio? —preguntó fuera de sí el Figueroa.
—Decidme una cosa, don Gómez. ¿No intentasteis entre mi hermano y vos establecer una alianza antes de saber que estaba sitiado?
—¿Y qué tiene eso que ver? —preguntó perdiendo los papeles.
—Que no veníais en mi auxilio. Fue casualidad tropezaros con los moros cuando veníais hacia aquí para terminar de acordar la dote del casamiento. ¿Acaso parezco un joven muchacho para que os atreváis a manejar mi propia boda? Soy un hombre curtido, que ha batallado en más batallas de la que vos jamás presenciaréis, así que no os atreváis a decidme qué puedo o no puedo hacer —contestó Rodrigo mirándolo gravemente.
—Bueno señores, tengamos paz. No hay que sacar las cosas de quicio. El Conde de Feria no ha pretendido en ningún momento molestaros —recalcó Diego de Deza a Rodrigo pensando que el Figueroa era un completo irresponsable al enfrentarse al gran Maestre—. Es comprensible que ciertas alianzas no puedan realizarse, pero eso no quita para que el resto de sus miembros adquieran tal compromiso. Como bien ha señalado don Rodrigo, el conde de Treviño tiene descendencia y a vos, don Gómez, tampoco os faltan hijas casaderas. Seguro que ambos condes podréis llegar a un acuerdo. Y usted, don Rodrigo, podrá cumplir con la palabra dada a esa hermosa joven que espero conocer algún día.
Ninguno de los dos implicados contestó, ni añadió nada más a las palabras del Inquisidor.
—No hay que hacer ningún drama de esto, al fin y al cabo, no se ha muerto nadie, ¿no? —preguntó de nuevo el Inquisidor sonriendo.
Al conde de Feria no le hizo ninguna gracia las palabras del Inquisidor y saliendo de la sala, tal como había entrado, se encaminó hacia la salida del castillo.
—Lamento que don Gómez se haya tomado tan mal su rechazo don Rodrigo, pero entienda su postura —añadió Diego de Deza—. Creía que el acuerdo era de su conocimiento —dijo Diego de Deza levantando la mirada hacia el Conde de Treviño dejando claro su malestar por ello—. Y ahora, si me disculpan, iré en pos del conde. No sé por qué, me da la sensación que adelantaremos nuestra partida.
Rodrigo se quedó mirando el lugar por el que se marchaba el Inquisidor mientras permanecía tenso esperando la reacción de su hermano.
—Espero que no tengáis nada de lo que arrepentiros. Creo que habéis desaprovechado una gran oportunidad. Esperaré a que el Inquisidor y el de Feria abandonen la villa y después, regresaré a mi hogar en vista de que no me necesitáis.
—Nunca debisteis hablar en mi nombre sin antes consultarme —le advirtió Rodrigo mirando con atención a su hermano.
—Si. Ahora veo que erré pensando en que aceptaríais de buen agrado ese compromiso. Sin embargo, puedo decir en mi defensa, que siempre busqué lo mejor para vos. Aunque ahora, os mostréis contrariado por mi intervención, solo buscaba vuestro bien.
Rodrigo se tensó ante las palabras de su hermano.
—Pues os equivocasteis. Sarah... es lo que necesito y ahora decidme, ¿rechazaréis a mi futura esposa por ser quien es?
—¿Vuestra futura esposa? —preguntó Diego enormemente sorprendido—. No pensé que daríais tal paso...
—No, ya veo que no. En cuanto abandonen el castillo, el Inquisidor y el Figueroa, me propongo casarme con ella cuanto antes. ¿Asistiréis a mi boda? ¿O mi esposa y yo nos convertiremos en unos parias en la Casa de los Manrique? —preguntó con total seriedad Rodrigo, sosteniendo la mirada de su hermano, esperando el rechazo de su parte.
Diego suspiró cansado y al final, desistió.
—¿Cómo no habría de asistir a la boda de mi hermano pequeño? ¿Acaso me creéis tan insensible?
—Nunca os tuve como tal... —dijo Rodrigo aliviado al escuchar la afirmación de Diego.
—Exacto, nunca lo fui. Entiendo que debéis de amarla en serio para atreveros a desafiar tantas leyes. ¿Ya sabéis que no os lo pondrán fácil? Y mucho menos, el Inquisidor cuando se entere de quien será vuestra esposa —contestó Diego serio, pero decidido a que Rodrigo comprendiese el cariz que podía tomar todo ese asunto.
—Soy consecuente con todo lo que puede originar la decisión que he tomado.
—Está bien, os apoyaré. Todo sea por madre. Si se entera, de que no os he apoyado, todo puede ser que no me deje verla nunca más. Además, imagino que alguien tendrá que llevar a la novia hasta el altar.
—No os equivocáis. Sarah necesitará un padrino y quién mejor que vos para que le infundáis valor y la aceptación que necesita de un miembro de la Casa de Manrique.
Rodrigo sonrió en ese momento, contento de que Diego comprendiera su amor por Sarah y aceptase su enlace.
—Acercaos y dadme un abrazo. No sé por qué madre hizo un hijo tan cabezón como vos... —le ordenó Diego.
—¿Y vos lo preguntáis? —contestó Rodrigo acortando la distancia con su hermano, fundiéndose en un fuerte abrazo con él.
Al día siguiente, Sarah se mostró sorprendida cuando cerca del mediodía, Rodrigo se presentó en casa de Isaac de improviso y solicitó permiso para hablar con el anciano a solas. Sarah comprobó que a Isaac no se mostró sorprendido por la presencia de Rodrigo allí. Así que Esther y ella, salieron de la casa, preguntándose qué estaba ocurriendo.
Esther la miraba callada, pero no se atrevía a interrogarla. Esther, era una mujer muy prudente. Pero lo peor fue que cuando acabaron de hablar y ninguno de los dos hombres, dio explicaciones del motivo de la presencia de Rodrigo. Sin embargo, antes de marcharse, Rodrigo le sugirió que lo acompañara fuera.
—Esta tarde, antes de que anochezca, acompañaréis a Isaac y a Esther.
—¿A dónde tengo que acompañarlos? —preguntó Sarah saliendo en pos de él.
—¿Os he dicho alguna vez que sois demasiado curiosa? —susurró Rodrigo sonriendo—. Obedeced lo que os he dicho. Ya os enteraréis en su momento —dijo Rodrigo mientras agarraba la palma de su mano y le daba un sutil beso en ella—. Se me ha hecho tarde y debo regresar.
—¿Os veré esta noche? —preguntó con rapidez Sarah antes de que se fuera.
—Sí, ya lo creo que sí. Nos veremos esta noche —contestó Rodrigo saliendo del hogar de Isaac—. ¡Ah! Y poneos guapa... —dijo guiñándole un ojo y marchándose.
—¡Que me ponga guapa! —exclamó Sarah sin comprender—. No entiendo nada.
Mientras Rodrigo se encaminaba hacia el castillo, Sarah cayó en la cuenta, de la gran sonrisa que iluminaba el rostro de Rodrigo. La tensión se había apoderado del cuerpo masculino nada más entrar al interior de la casa y Sarah se imaginaba el por qué, pero cuando salió, Rodrigo parecía muy relajado. Seguramente, le habría comentado al anciano, las intenciones de vivir juntos hasta que pudieran casarse. Solo esperaba que el matrimonio de ancianos, la perdonase por amancebarse antes de la boda.
Estaba casi anocheciendo, cuando sin saber todavía por qué, Sarah caminaba junto a sus familiares. Esa tarde, Esther la había sorprendido llevándole un rico atuendo.
—Tomad, creo que deberíais poneros esto hoy.
Sarah contempló la riqueza de las telas que la anciana llevaba dobladas entre los brazos.
—¿Por qué me dais esto, Esther? Acaso, ¿habéis escuchado la conversación entre don Rodrigo y yo?
Sarah no supo qué pensar cuando la anciana lo negó con la cabeza.
—Entonces, ¿cómo sabíais que don Rodrigo...?
—Se hace tarde y debemos marcharnos —la interrumpió la mujer a secas—. Vestíos. Ya conocéis a mi Isaac, se pone nervioso cuando tiene que esperar. Y conociéndolo, no querrá llegar tarde.
—Llegar tarde... ¿a dónde? —insistió Sarah.
—Ya veréis. Ahora, ¡vestíos muchacha! Os esperaremos fuera.
Sarah solo alcanzaba a imaginar que quizás, Rodrigo pretendía enseñarles a los únicos familiares que le quedaban, la casa donde irían a vivir. Así que, resignada, empezó a desvestirse y a colocarse aquel atuendo.
—Estáis preciosa, muchacha —aseguró el anciano casi con lágrimas en los ojos.
—¿Os habéis emocionado, Isaac? —preguntó Sarah desconcertada—. Acaso, ¿os he recordado a alguien? ¿Queréis que me cambie de nuevo? Al fin y al cabo...
—De eso nada. No hagáis caso de las tonterías de un anciano. ¡Anda mujer, cerrad la puerta y marchémonos! —le ordenó Isaac a Esther.
Dos minutos más tarde, mientras caminaba junto a Isaac, Sarah volvía a insistir.
—Isaac, ¿no vais a decirme todavía a dónde nos dirigimos? —preguntó Sarah mirando a ambos.
El anciano negó con la cabeza, con una sonrisa en el rostro.
—Pues no entiendo el por qué... —susurró de nuevo la joven inquieta.
Sarah supo que Esther también sonreía por la sacudida rápida de sus hombros. Así que, suspirando, decidió guardar silencio y esperar a comprobar a dónde iban. Cuando llegaron a la plaza principal, donde se encontraba la iglesia de la villa, Isaac continuó andando hasta la misma puerta de la iglesia. De pronto, los dos ancianos se detuvieron y girándose hacia ella, la miraron.
—A partir de aquí, deberás ser tú la que prosigas.
—¿Yo? Pero, ¿quieren que entre dentro? —preguntó de nuevo Sarah.
—Entrad muchacha y lo comprenderéis. Nosotros entraremos también, pero después de vos... —añadió Isaac señalando la puerta con un movimiento rápido de cabeza.
Sarah tomó aire y asintiendo, abrió la puerta y pasó. Lo que descubrió dentro, la impresionó más de lo que hubiera imaginado nunca. La capilla estaba llena por completo. Numerosos soldados ataviados con el hábito de la Orden de Santiago, permanecían de pie mirando al frente, de espaldas a ella. Un calor sofocante le subió de pronto por las piernas a Sarah y a punto estuvo de que se le doblaran las rodillas.
—Adelantaos, don Rodrigo os está esperando —susurró Isaac tomándola del codo mientras tres hombres permanecían ante el altar y se volvían de frente para observarla.
De repente y sin saber cómo, el hermano de Rodrigo, don Diego, se encontró a su lado. Sorprendida lo miró y máxime cuando el hombre le ofreció su brazo y susurrándole le decía:
—Mucho me temo, que deberéis perdonar mis imprudencias y permitidme ser vuestro padrino... —aseguró Diego.
Sarah comprendió al instante y emocionándose empezó a llorar. Asintiendo, intentó retirarse las lágrimas de los ojos e inspirando con fuerza, se agarró con firmeza al brazo del que iba a ser su cuñado y le contestó:
—No hay nada que perdonar, don Diego. Y al contrario, me siento afortunada de que me acompañéis hasta el altar.
En ese instante, fue el turno de Diego de sonreír y sin perder el tiempo, empezaron a caminar por el pasillo central.
Sarah no supo después como logró llegar hasta Rodrigo. Avanzando poco a poco y sin mirar a los soldados que iban dejando atrás, no podía apartar la vista de Rodrigo. El párroco y don Sancho el alcalde, permanecían en silencio junto a Rodrigo, solo roto por el crepitar de las velas ante el altar de la iglesia.
Justo cuando Sarah pasaba frente a uno de aquellos soldados de la Orden, éste daba un codazo a otro soldado que tenía al lado, y le susurraba:
—¿Qué os dije? ¿Llevaba razón?
El otro joven soldado, se estremeció de la risa, a pesar de la desaprobación del resto de hombres de alrededor.
Cuando llegaron a la altura de Rodrigo, Diego le pasó la mano de Sarah a su hermano y le dijo:
—Aquí tenéis a la novia, hermano.
Rodrigo sonrió henchido de felicidad y cogiendo la mano de Sarah entre las suyas, ambos se colocaron frente al altar mientras ninguno de los dos novios podía apartar la vista del otro.
—Hermanos, estamos aquí para celebrar esta boda —dijo el hermano Bartolome cuando el ruido procedente de cientos de hombres detrás de ellas, se arrodillaban como deferencia a su señor.
NOTA DE LA AUTORA: Este capítulo ha sido tan extenso, que ya no me ha dado tiempo a narrar la boda. Os invito la semana que viene a que seáis testigos directos de ella. Un saludo y que paséis un buen día.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro