CAPÍTULO CUARTO
Sarah esperó a que don Rodrigo dijese el motivo de su presencia, pero la miraba con tal intensidad que la hacía sentir incómoda y titubeante.
—¿Necesitabais algo, señor?
Rodrigo no contestó. El tiempo se detuvo en aquel instante. Inmóvil, permanecía paralizado mirando con extrema seriedad hacia Sarah, observando con detenimiento sus rasgos. Llevaba mucho tiempo sin verla tan de cerca. No solo era hermosa, sino realmente bonita de un modo sereno y discreto. Poseedora de unos grandes ojos castaños que parecían enormes en su pequeño rostro; unos ojos tan claros y cristalinos que parecían no ser humanos, y que lo habían obsesionado desde el primer instante en que herido de muerte, abrió los ojos y la descubrió a su lado. Sarah era tan transparente en su mirada que sus pensamientos se traslucían a través de ellos; había preocupación, curiosidad y algo más que no supo definir, quizás un temor respetuoso. El dolor por todo lo acontecido en los últimos meses se reflejaba en su rostro. Hubiese querido abrazarla, borrar de golpe todo el sufrimiento que había pasado con la muerte de su padre y darle cobijo entre sus brazos; protegerla de todo lo malo, de lo desagradable de la vida pero sus vidas no debían cruzarse más allá de lo esperado y de lo que el código de conducta marcaba.
—¿Os encontráis bien, don Rodrigo? —volvió a insistir Sarah con sutileza ante su persistente silencio.
A Rodrigo, lo conmovió hasta el alma que ella se preocupara por él. Las pocas palabras que habían cruzado, siempre eran breves y rápidas, lo justo para interesarse por su estado de salud. Sin embargo, ella desconocía que estaba herido de gravedad y que la herida más profunda la llevaba abierta en el alma, por el dolor de no poder amarla. Se sorprendería si supiese cuán desesperación llevaba por dentro.
—Perfectamente —asintió Rodrigo incapaz de transmitirle cuán hondo sentimiento lo afligía.
Tras esa afirmación, Sarah le sostuvo la mirada sin saber qué pensar. Inquieta, al lado del herido, esperaba expectante a que don Rodrigo dijese algo. Seguro que había bajado para preguntar por el estado de los heridos.
—¿Queréis saber cómo se encuentran los heridos? —volvió a preguntar Sarah.
En medio de la penetrante oscuridad, Rodrigo supo que con su continuo silencio se estaba comportando de forma descortés, pero ella anulaba cualquier capacidad de raciocinio que albergara. El momento se volvió tenso. Unas cadenas invisibles lo mantenían clavado en el suelo mientras la observaba, cuando lo que más deseaba era acercarse a ella y estrecharla entre sus brazos. Pensamientos lujuriosos nublaban su juicio, sintiendo curiosidad por saber cómo se sentiría al besar a la persona que deseas con tanto anhelo. Jamás hubiese imaginado que en su camino se cruzaría semejante criatura. ¿A cuántas pruebas lo sometería Dios para comprobar que era merecedor de su apostólica misión? Había renunciado a todo por él y ahora, tenía enfrente de sí, la tentación terrenal más exquisita que habitaba la Tierra. Y para más inri, judía. No tenía nada en contra de un judío pero enamorarse de una, era lo peor que le podía pasar, pues ese amor prohibido estaba castigado por las leyes y por los hombres. Tendría que seguir levantándose cada amanecer sin saber cómo continuar viviendo con esa necesidad de amarla que lo carcomía por dentro, porque solo ella había sido la elegida. Quería besarla y adorarla hasta no detenerse, hasta que su deseo hubiese sido satisfecho. No podía soportar, ni un segundo más esa separación que lo carcomía por dentro; una de dos: o la olvidaba pronto, o se marchaba de la villa porque no podría permanecer a su lado sin caer en la tentación.
Sarah, miraba indecisa hacia el hombre. El comportamiento de don Rodrigo era vestigio de que le sucedía algo extraño. Su actitud no era normal. Sin moverse, la miraba sin pronunciar palabra alguna. A lo mejor, había cogido frío durante la noche y estaba empezando a enfermar. Quizás estaba ardiendo de fiebre y ella no se estaba dando cuenta. Sin dudar ni un instante, Sarah tomó la decisión de acercarse hacia él ante la falta de respuesta del hombre, e incapaz de esperar más, llegó hasta su lado elevando su mano, tocando la frente varonil para comprobar que no estuviese ardiendo en fiebre.
Rodrigo la vio caminar hacia él, pero solo podía permanecer anclado en el suelo sin moverse, comprobando cómo aquel cuerpo etéreo se aproximaba hasta situarse a su lado. Sentir de pronto, la suave caricia de los dedos de Sarah en su frente terminó por derribar todas sus defensas y agotar la escasa resistencia que le quedaba; Rodrigo supo que estaba perdido. Así que con un movimiento rápido y certero, agarró con firmeza la mano de Sarah y la apartó de su rostro. Los dedos de Sarah permanecieron entre los suyos y sin que ella sospechara ni por asomo, lo que pasaba por su cabeza, Rodrigo agachó levemente los labios y depositó un beso en el dorso de la mano de la joven. El primer beso de amor que le ofrendaba y que sería solo para ella; para la única mujer por la que había sentido algo en su vida. Rodrigo cerró los ojos y saboreó el momento, la suavidad y el olor de su piel; necesitaba grabárselo en el alma para recordarlo el resto de su existencia. Sin soltar su mano, abrió de nuevo los ojos y se llevó la palma de Sarah a su mejilla.
La inesperada y suave caricia arrancó un jadeo en Sarah. Conmocionada por aquella abierta y manifiesta muestra de afecto, lo miró desconcertada, sin saber qué pensar, Rodrigo sostenía su mano sobre su mejilla. Nadie la había besado nunca de tal modo, ni había mostrado tal interés hacia su persona. De pronto, sin darle tiempo a reaccionar, Rodrigo retiró la mano de su rostro y agarrándola con firmeza, la obligó a que lo siguiera, saliendo de la sala. Ningún enfermo se percató del insólito comportamiento del comendador y de que ambas personas abandonaban el lugar.
Estupefacta por lo que estaba ocurriendo, simplemente se dejó llevar, sin comprender qué motivo llevaba a Rodrigo a ese extraño proceder. No habían salido de la sala, cuando en el oscuro pasillo, Sarah se vio empujada contra la pared. Sin hacerle daño, don Rodrigo la mantenía firmemente sujeta, sin posibilidad de que ella pudiera escapar. El olor y el calor que desprendía la piel de ese hombre, inundó sus fosas nasales provocándole un ligero mareo de placer. Sus ojos mudos de asombro intentaban descubrir qué sucedía, pero en medio de la oscuridad no era capaz de averiguar por qué la tenía sujeta. Y a pesar de que los primeros rayos de sol se asomaban tímidos por el horizonte, todavía no atravesaban los gruesos muros, para vislumbrar las intenciones masculinas. Las sombras, ocultaban sus raros motivos, a la mirada curiosa de ella.
Rodrigo tampoco podía discernir las emociones que se reflejaban en el rostro de Sarah, pero las sensaciones se agudizaron en medio de la oscuridad, siendo consciente del cuerpo de Sarah junto a él. De cada una de las curvas de ese cuerpo perfecto. El intenso placer bloqueó la realidad, e incapaz de pensar, la aproximó más a él. Jamás se había comportado con tal falta de respeto; de hecho, nunca había actuado con tanto descaro hacia una mujer. Su mente trabajaba rápido, anticipando cualquier reacción de ella, pero Sarah permanecía en silencio. Debía hallarse asombrada de su extraño proceder. Tenerla prisionera entre sus brazos era como haber alcanzado un remanso de paz; su cuerpo vibraba de tensión; la sangre corría a raudales por sus venas. Cuando se convenció que Sarah no opondría resistencia alguna, movió la mano con lentitud para tocar su pelo y apoyando su frente en la de ella, solo alcanzó a decir derrotado:
—¡Sarah, no puedo más con esta lucha que me atormenta noche y día! He de confesaros que mi interés en vos no es tan solo de gratitud por haberme salvado la vida. Os amo como nunca he amado a otra persona y a pesar de que he intentado resistirme a vos, refrenando estos impulsos malditos que me gobiernan... no puedo apartaros de mi mente, me es imposible; no puedo soportar esta agonía por más tiempo. ¡He perdido la batalla contra vos! Os tengo tan metida en mi alma, que cada vez que pienso en alejarme de vuestra persona, muero por dentro de pena por no poder ser libre y mostraros abiertamente mi afecto y mi interés por vos... Saber que os encontráis tan cerca de mí y que a la vez sois tan inalcanzable, me está matando poco a poco. Veros desde lejos, ya no es suficiente consuelo. Necesito que sepáis lo que siento, que inspiráis en mí unos sentimientos tan profundos, que preparo el camino para mi mayor tormento y mi mayor pecado, sabiendo que no os podré tener jamás... Sé que no hallaré perdón por el amor que siento por vos, por este amor prohibido que me inspiráis. Yo cristiano y vos... judía —soltó Rodrigo de repente con un lastimoso jadeo—. Sin la más mínima posibilidad de estar juntos jamás. Condenados a vernos desde lejos y a permanecer separados toda la vida.
Sarah no podía salir de su estupor. Podía sentir el latido acelerado de su corazón cuando aquellas palabras ahondaron en su conciencia. Sentir el rostro y el cuerpo de ese hombre sobre el suyo, era lo más cercano a la dicha que había sentido jamás. Rodrigo estaba enamorado de ella y no tenía la fuerza suficiente para resistirse. Un jadeo de asombro salió de su garganta. El aire se detuvo en ese instante y el momento quedó grabado para siempre en su mente.
—¡Permitidme besaros! Aunque sea tan solo una vez —rogó Rodrigo enamorado—. Dejadme conocer tan solo un instante esa dicha de sentiros junto a mí. Y decidme, os lo ruego, si vos también sentís lo mismo que yo.
Rodrigo le estaba pidiendo permiso para besarla, sabiendo que su amor estaba condenado y que era un amor prohibido. La sinceridad de esa confesión la impactó. Unas lágrimas silenciosas humedecieron sus ojos por la emoción. Sin embargo, su agónica confesión solo reafirmaba lo que ambos sabían de antemano. El la quería y ella también, pero por mucho que les pesara a ambos, no debían haberse enamorado. Sarah, lo supo al instante y en lo más profundo de su ser: jamás habría otro hombre para ella. Se habían enamorado y aunque el sentimiento era mutuo, no debían alimentar aquel amor. Ambos estarían condenados al ostracismo si alguien se enteraba, o lo que era peor, a la muerte.
—Me había resignado a vivir en silencio este aleteo que siente mi corazón cada vez que os veo, don Rodrigo. No sois el único atormentado en esta dificil refriega... —aseguró Sarah con desesperación, estirando la mano para acariciar con sus dedos las fuertes líneas varoniles de sus rasgos.
Rodrigo cerró los ojos ante la conmoción que las palabras de Sarah provocaron en él. No podía ver su rostro, pero sí sentir su caricia y su cariño.
—Entonces, ¿compartís conmigo este doloroso tormento? —preguntó Rodrigo incrédulo—. ¿Sentís esta misma locura a sabiendas de que este amor es una empresa imposible?
—Mi corazón ha sido vuestro desde que me fui de Cazorla, don Rodrigo... Poco a poco, me fui enamorando de vos.
Sarah percibió cómo el frágil hilo que sujetaba la paciencia de ese hombre, se rompía cuando ella asintió. Con un gemido desgarrado, Rodrigo susurró su nombre por la emoción y cogiendo con ambas manos su rostro, no dejó que continuase hablando. Al principio con una ligerísimo contacto y después, con una desgarradora desesperación, Rodrigo la besó. Esos labios que al principio empezaron a torturarla con una ternura exquisita, se volvieron cada vez más exigentes y demandantes. Sarah solo pudo agarrarse firmemente al cuello de él para no caerse. Cada sensación se magnificaba en su alma, quedando grabado para siempre, a fuego, en su corazón.
Sarah profirió un leve gemido de deseo, de amor... y Rodrigo inclinó más la cabeza para encontrar su boca, para barrer la agonía de verla todos los días y no poder tocarla. Ahora, podría saciarse sin que nadie lo impidiera. No habría cristiano, ni infiel que impidiese ese beso. Rodrigo se entregaba a ella por completo, en cuerpo y alma aunque su corazón se muriese por dentro.
Su boca se deslizó por el cuello de Sarah, siguiendo el rastro a lo largo de la garganta femenina, quería llegar hasta encontrar el latido constante de su corazón pero las ropas lo impedían. Izándola del suelo, la sujeto sobre la pared, la distancia suficiente para que sus labios alcanzaran su ansiado trofeo. La desesperación y el amor infinito que sentía hacia ella se volcaron en aquel beso. Anhelaba algo más, un anhelo desconocido llamaba a su sangre. Su cuerpo reclamaba encontrarse con el de ella y su poca cordura lo animaba a detenerse. No debía de mancillarla. Sus cuerpos y sus almas no estaban destinados a encontrarse en esa vida. Con todo su pesar, separó su boca de la de ella.
—¡Sarah! Soy un cobarde por no luchar por vos, pero debo detener esta locura. ¡No debí haberos dicho nada!
—¡No añadáis nada más! No es necesario, lo comprendo... —rogó la joven apoyando su frente en el hombro de él.
Separándose de ella ligeramente, Rodrigo susurró:
—Mi alma ya está condenada, y no quiero arrastraros conmigo en este tormento; si alguien nos descubriese, os expondría al mayor castigo y no puedo soportar saber, que puedo ser la causa de vuestra desgracia.
—¡No sigáis torturándoos, por favor! Al igual que vos, tampoco puedo evitar sentir lo que siento por vos; solo yo, seré la responsable de mis actos. ¿Cómo reprocharos el valor que habéis demostrado confesando este afecto por mi persona? Yo jamás hubiese sido capaz, a pesar de amaros. Yo soy la cobarde... pero os seguiría hasta la misma muerte si fuese preciso. Daría la vida por vos sin lamentarlo.
A Rodrigo le dio un vuelco el corazón al escuchar la enormidad de aquella confesión.
—¡No lo digáis ni en broma! Saber que podéis hallar la muerte por mi culpa, sería mi mayor desgracia, mi mayor desdicha —aseguró Rodrigo abrazándola con más intensidad—. ¡Abrazadme un poco más! Porque no hay mayor gozo que sentiros junto a mí, aunque sea una única vez.
Sarah aceptó el ruego y sin importarle nada, la amó de la única forma que pudo, con sus labios, con sus manos... Ambos continuaron abrazados, olvidándose por unos minutos del resto del mundo.
En ese mismo instante, a varias leguas de camino, Muhammad ibn Umayya se aseguraba que nadie los hubiese seguido. Estaba casi amaneciendo y debían resguardarse durante el día para que ningún cristiano los descubriese.
—¡Señor, hemos borrado todas las huellas! Ningún infiel nos ha seguido hasta la cueva.
—Varios hombres montarán guardia, no somos los únicos que conocemos estas tierras. Descansarán por turnos. Y esta noche volveremos a atacar, pero primero arrasaremos con la casa que hay al otro lado de aquel pico. Necesitamos todos los víveres posibles que podamos conseguir.
—¿Creéis que conseguiremos derribar sus defensas? Por muchos víveres que guarden en el interior de la fortaleza, terminará por acabárseles si mantenemos el sitio. Deberíamos envenenar las fuentes —sugirió uno de los moriscos.
—¡Ese castillo es casi inexpugnable! Si consiguiéramos esa plaza, sería una gran victoria en nuestra causa. Quizás nuestros hermanos, se atreverían a llegar hasta aquí.
—Dicen que el nuevo comendador es un hombre instruido, ...de armas.
—Mandad un hombre a Úbeda y que averigüe todo lo que pueda sobre la fortaleza. Habrá que descubrir su punto más débil y entonces, cualquier escollo será una débil defensa ante nuestro ataque. Ese castillo debe tener algún pasadizo de entrada y de salida.
—Lo primero de todo era impedir que ningún correo llegase a oído de los reyes cristianos advirtiéndoles del sitio y eso, ya lo hemos conseguido, señor. Tal como ordenasteis, hemos dado muerte a los vigías de las torres cercanas y nuestros hombres se han posicionado en ellas. Ninguna hueste del rey Fernando cruzará el valle, sin que nos enteremos.
—Estaríamos perdidos si eso ocurriese. Ese que llaman el Gran Capitán, ha demostrado ser un infiel escurridizo y difícil de matar. Está aniquilando a los nuestros; a los que todavía resisten y que esperan ser pertrechados. Debemos abastecerlos para que resistan en la difícil contienda que nos espera. Conocemos toda esta sierra hasta llegar a las Alpujarras. Si consiguiéramos hacernos con esa fortaleza, recibiríamos apoyo suficiente para hacer frente a la reina de Castilla y ayudar a nuestros hermanos.
—Sí señor.
—Descansad. Y al mediodía, reunid a los hombres que necesitéis.
—Se hará como usted desee, señor.
—¡Rodrigo! —rogó Sarah temiendo que alguien los descubriese en cualquier momento.
Rodrigo depositaba pequeños besos a lo largo de su cuello, consciente de que debía de detenerse. Las lágrimas de Sarah bañaban sus manos, desgarrándole el alma.
—No lloréis, os lo ruego. Sé que nuestros caminos deben separarse aquí y para siempre. Regresaréis con los heridos, e intentaréis olvidar lo que acaba de pasar —aseguró Rodrigo incapaz de separarse de ella.
Sarah asintió.
—Haré lo que me ordenáis —aseguró Sarah.
Concediéndose un último segundo de dicha, Rodrigo apretó con firmeza el rostro de la joven y le dio el último beso. Separándose con rapidez, dejó de abrazarla y Sarah se quedó apoyada sobre la pared jadeante.
El frío envolvió de repente el cuerpo de Sarah y las lágrimas corrieron por sus mejillas ante la inevitable separación. En apenas unos minutos había alcanzado la dicha para perderla de golpe.
Rodrigo se volvió sobre sí, para darle la espalda y dejar de mirarla. Inspirando con fuerza, intentó recobrar las fuerzas para separarse definitivamente de ella.
—No os he preguntado por el estado de los heridos... —susurró Rodrigo.
La joven miró al frente, contemplando solo su espalda.
—He podido detener las hemorragias y coser sus heridas. Pero uno de ellos, llegó muerto. No hubo nada que hacer. Siento no haber podido hacer más. Quizás, si hubiese sido mi padre...
—Lo sé, no hace falta que os disculpéis. Gracias a vuestro saber, los hombres que están ahí dentro, han conseguido salvar la vida —susurró Rodrigo con la cabeza gacha.
Durante unos segundos que se hicieron eternos, Rodrigo no dijo nada más, pero de repente se volvió de nuevo hacia ella.
—Prometedme que os mantendréis en el interior del castillo y que no saldréis bajo ninguna circunstancia. Es fácil que vuelvan a atacarnos cuando se cierre el día. No quiero que os expongáis al peligro y que os pueda alcanzar alguna flecha.
—No os preocupéis. No tengo ningún motivo para salir ahí fuera, además debo de estar pendiente de estas personas. ¿Sabéis ya quién os está atacando? —preguntó Sarah preocupada al escuchar el vaticinio de Rodrigo.
—Todavía no lo sé con exactitud.
—Creí que la guerra había acabado —dijo Sarah.
—Y así es, pero todavía quedan ciertos grupos de rebeldes que luchan a pesar de que su causa está perdida. Cuando pueda, vendré a ver los heridos. Sin embargo, tendré que mantener las distancias con vos. Nadie debe enterarse de los sentimientos que me inspiráis. ¡Prometedme que lo mantendréis en secreto!
—No diré nada a nadie. Os lo prometo.
—No temo por mi, sino por vos. No puedo evitar retirar la mirada de vuestra presencia cuando os encontráis cerca. Mis ojos os siguen en cuanto os veo.
—Pero desde que llegué... ¿por qué no me he percatado nunca de vuestras intenciones?
—Os observaba desde lejos. Tenía que contentarme con eso.
—Jamás me di cuenta —aseguró Sarah.
—Lo sé. Ese era el propósito, pero ya sabéis cuán bajo he caído. No he sido capaz de acallar este sentimiento que me producís.
Rodrigo miró como la claridad empezaba a dar paso al día.
—Debo irme a descansar. En unas pocas horas, debo reunirme con mis hombres de nuevo. Procurad descansad, se os ve agotada.
—No os preocupéis por mí. La noche ha sido dura, pero los heridos están tranquilos. Aprovecharé para descansar un rato.
Rodrigo asintió sin decir nada más; no era necesario. Acercándose un poco más hacia ella, posó con suavidad sus labios sobre los de ella y robando un último beso, intentó despedirse para siempre de esa mujer. Sarah, salió a su encuentro con una inocencia tan dulce que hizo del momento una inevitable agonía. Separándose sus labios, depositó un beso en su frente y sin más, se alejó de ella.
Sarah se quedó quieta en el lugar y permaneció durante unos segundos, apoyada sobre la pared. Viendo como la silueta desaparecía de su vista.
Habían pasado tan solo unas horas cuando el conde de Treviño abrió la puerta del aposento de su hermano y pensando en que lo hallaría dormido, lo sorprendió sentado en el camastro. Con los brazos apoyados en sus piernas, permanecía cabizbajo y silencioso.
—¿Os ocurre algo, hermano? Es tarde y vuestros hombres requieren de vuestra presencia en la capilla; el sacerdote está aguardando.
—Ya me disponía a salir hacia allí —aseguró Rodrigo levantándose del camastro.
Con rapidez, se levantó y serio salió por la puerta delante del conde.
—¿Habéis descansado? Parecéis cansado.
—No os preocupéis por mi, estoy preparado para la batalla.
—Pues así mismo me encuentro yo. Mis huesos están entumecidos pero con ganas de guerra —aseguró don Diego.
—¿Y qué parte de vuestro cuerpo no está entumecida? —preguntó Rodrigo.
—¿Ya estáis de nuevo? Veo que no estáis de mejor humor que hace un rato. Os aseguro que os ganaré en un torneo en cuanto tenga la menor oportunidad.
—¡Eso está por ver! —aseguró Rodrigo con una ligera sonrisa mirando hacia su hermano.
—¿Os creéis muy listo, eh? Pues sabed que en cuanto pase todo esto, os retaré y acabaré con vuestra maldita insolencia.
—Que no os escuche el sacerdote maldecir —le advirtió Rodrigo— o nos reprenderá con un sermón. Y no tengo ganas de escuchar ninguna monserga.
—¡Sacáis lo peor de mí!
—Aseguraos de poneros la armadura antes de subir —le aconsejó Rodrigo avisando a su hermano.
Don Diego se detuvo justo a la entrada de la capilla y le contestó:
—Madre no os educó lo suficiente. Debió de asegurarse que comprendíais que los hermanos más pequeños le deben respeto a sus hermanos mayores.
—Me temo que ese día, me perdí la lección.
—No hace falta que lo aseguréis. Estaríais despistado como siempre. Últimamente, no parecéis el de siempre —afirmó don Diego subiendo la escalera hacia la capilla.
—¡Vamos, no os detengáis! Puedo escuchar al cura —dijo Rodrigo intentando distraer a su hermano.
Ciudad de Úbeda, en esos mismos momentos.
—Este lugar me da escalofríos, reverenda madre —aseguró la monja franciscana.
—Mirad al frente y no os caigáis. Esto está lleno de inmundicia —aseguró la reverenda madre.
—¡Si solo fuese eso! ¿Habéis notado esa olor? ¡Es insoportable!
—Tapaos la boca y la nariz, y no respiréis.
—¡Si no respiro, me ahogo!
—¡Hermana! He dicho que guardéis silencio.
Una vez a la semana, las hermanas del convento de Santa Clara visitaban a las recogidas de la cárcel del Obispo. La vida en aquel lugar era tan dura, que la mujer que entraba o se rehabilitaba cumpliendo su castigo, o salía con los pies por delante. Cada día había más mujeres en aquel lugar, mujeres condenadas por sus maridos, religiosas que habían obrado en contra de la ley de Dios o que simplemente habían contrariado al Santo Oficio. La madre reverenda sabía que en aquel lugar, la injusticia reinaba a sus once vicios.
—¿Quién creó este lugar, reverenda madre?
La religiosa tardó en contestar, pero al comprobar que la hermana Ana no callaría hasta saciar su curiosidad, contestó:
—¡Algún hijo de Satán!
—¡Pero madre, estáis blasfemando! —sonrió la hermana Ana sin poder contenerse.
—Y vos, no contaréis nada de lo que os diga, ¿me habéis escuchado? Ya me confesaré cuando llegue al convento.
—Si vuestra persona lo considera necesario... pero, ¿estáis segura de lo que habéis dicho?
—¿Quién si no haría un lugar tan horroroso? ¿No oléis la peste de este lugar?
—Por supuesto que lo hago, ¿por qué lo decís?
—Esa olor no proviene más que de carne quemada... No puedo imaginar mayor tormento que el que sufren estas pobres infelices.
—¡Por los clavos de Cristo!
—Ahora, sois vos la que blasfemáis. Me acompañaréis en la penitencia —declaró la reverenda madre.
—¡Como no! —susurró la hermana Ana sin que la otra religiosa escuchara sus reproches—. Dicen que la mujer tuvo que dar a luz sola y que ocultó el bebé durante semanas...
—Chus... —rechistó la reverenda madre intentando que la hermana Ana dejara de parlotear.
A la monja no le gustó que la reverenda la mandara callar de nuevo pero obedeció. Cuando llegaron al final del pasillo, el carcelero que aguardaba sentado ante una especie de mesa, se levantó mirándolas con cara de reproche.
—¿Qué hacen aquí?
—Nos dieron la orden de que debíamos llevarnos un recién nacido.
El hombre las miró con un gesto de desprecio.
—¡No se muevan de aquí!
Las hermanas comprobaron como el hombre se echaba mano a un mano de grandes llaves de hierro que llevaba en la cintura. Conforme avanzaba hacia el final del pasillo, la luz ocultaba las numerosas puertas de madera. El hombre metió la llave en la cerradura de una de ellas y cuando entró, un fuerte alarido estremeció a las religiosas.
La reverenda madre, haciendo oído omiso del carcelero, se encaminó hacia la celda desde la que se escuchaba los gritos. La hermana Ana, decidió ir tras los pasos de su superiora y cuando las dos mujeres llegaron hasta la puerta, descubrieron como el brutal hombre intentaba arrancar de los brazos a la criatura.
—¡En nombre de Dios! ¿Acaso se ha propuesto matar a un inocente? —gritó la reverenda madre perdiendo los nervios.
—¡Salgan de aquí! —gritó el carcelero mientras escupía saliva en su grito.
La reverenda madre se reafirmó en su intención y le sostuvo la mirada al embrutecido que tenía frente a sí.
—Le haré llegar al señor Obispo, la queja por escrito de su trato. ¿Cómo osa dirigirse hacia una sierva de Dios de tal modo? Sabed, que mi queja llegará a la misma reina si es preciso —se aventuró a amenazar la religiosa rogando porque el hombre no las matara allí mismo.
—¿Con la reina? ¡Ja..! ¡Una bruja con hábito es lo que sois! —aseguró el incauto—. ¡Salid de inmediato!
—Cómo volváis a dirigiros hacia mí, blasfemando de tal modo, os aseguro que no interferiré en vuestra ajusticiamiento...
Durante unos segundos, el hombre dudó y sosteniendo la mirada de la monja que tenía frente así, al final claudicó:
—¡Como deseéis! Sacadlo vos misma, si es vuestro deseo —añadió el ruin carcelero saliendo a trompicones de aquel lugar.
La tensión del momento había opacado la situación de la presa, pero cuando se quedaron a solas, las religiosas se percataron de la suciedad que impregnaba el lugar.
—No comprendo como estas mujeres pueden sobrevivir en tan lamentable estado. Elevaré a la misma reina mi queja si es preciso, pero Diego de Deza deberá de dar una explicación para esta injusticia —aseguró en voz alta la reverenda madre.
Acercándose con cautela hacia la mujer que yacía en el suelo, con un bulto entre sus brazos, intentó hablar con la voz más baja posible.
—No temáis, he venido a ayudaros aunque penséis lo contrario. ¿Es vuestro hijo? —preguntó la reverenda madre señalando a la criatura a la que apenas podía ver.
La joven asintió con la cabeza, pero su mirada de miedo hizo que la reverenda madre sintiera pena por ella.
—Debéis adivinar el motivo por el que nos encontramos aquí y os aseguro que mi última intención es separaros de vuestro hijo, pero sabéis que si insistís en permanecer con él, lo estaréis condenando a una muerte segura.
La mujer no habló.
—Soy la reverenda madre y esta —dijo la religiosa señalando a su espalda — es la hermana Ana. El cura que viene a visitaros, nos avisó de que habíais dado a luz y que debíamos recoger a la criatura.
La mujer negó con la cabeza.
—Recogemos a los huérfanos en la casa Cuna.
—¡No! —susurró la mujer asustada.
—Os prometo que cuidaremos a vuestro hijo y que nada le sucederá. Cuando salgáis de aquí, podréis ir a por él.
—¡No! —lloró la mujer desesperada.
—¡Por Dios, os lo ruego! Hacedme caso y entregadme a la criatura. Si no lo hacéis, ese hombre que hay afuera, os separará del niño y es posible que hasta lo mate. Os prometo que nada le ha de pasar.
—¡Os quedaréis con él! ¡Es mi hijo!
—Os aseguro que vuestro hijo estará en la Casa Cuna cuando salgáis de aquí —le advirtió la madre reverenda.
—¡Madre, ese bruto viene para acá! —susurró la hermana Ana.
—Os lo ruego. No podré hacer nada más por vos si ese hombre llega hasta aquí.
La mujer dudó unos segundos y llorando, alargó los brazos entregando a su hijo.
—¡Alabado sea Dios! —exclamó la hermana Ana.
—No temáis por él; sabremos cuidarlo bien.
La mujer asintió mientras miraba con el alma desgarrada a la religiosa que llevaba a su hijo en brazos.
—¿Cómo os llamáis? —preguntó la reverenda madre antes de que el carcelero estuviera a la altura de la puerta.
—Soy... la hermana Petra —aseguró la joven mirando con pesar y dolor a la reverenda madre.
Durante unos segundos, la reverenda miró con pesar a la mujer tirada en el suelo y solo logró decirle antes de que el carcelero entrara:
—Tened fe, hermana. Tened fe. Rezaremos por usted y descuidad, algún día saldréis de aquí y vuestro hijo os estará esperando.
—¡Vamos, fuera! —gritó el rudo carcelero.
La mujer asintió y suspirando se tapó el rostro con las manos.
—¿Le habéis puesto nombre a vuestro hijo? —logró preguntar la reverenda madre antes de salir de la celda.
—¡Alonso! —gritó la mujer.
Nada más salir de la cárcel, la luz cegó a las dos religiosas. Impactadas al comprobar el horror de aquel lugar, tomaron aire y se pusieron en camino.
—¿Creéis que sobrevivirá? —preguntó la hermana Ana.
—Vendré a verla cada semana, aunque tenga que vérmelas con ese salvaje —aseguró la reverenda madre.
—No es con el único con el que deberéis enfrentaros.
—Lo sé, hermana Ana. Sin embargo, le he hecho una promesa a esa pobre infeliz y la cumpliré, aunque sea lo último que haga en esta vida. Ese Diego de Deza me escuchara, quiera o no.
—¡Pobre niñito! Me recuerda tanto a nuestra querida Clara...
—¡Clara! ¿cómo no? A lo mejor, don Diego de la Cueva pueda ayudarnos en esto.
—Por supuesto, reverenda madre. ¡Es una magnífica idea! Quizás el esposo de Clara pueda ayudadnos.
—¡Daos prisa! Debemos atended a este niño y dirigirnos al palacio de los Cueva.
—Como ordenéis, reverenda madre —dijo la hermana Ana mientras comprobaba la firmeza con que ese niño se agarraba a la reverenda madre y la determinación que mostraban los ojos de su superiora.
—Ah, y no lo olvidéis que cuando acabemos, os espero en la capilla del convento. No creáis que me he olvidado de vuestras blasfemias.
—Así sea, reverenda madre —suspiró la hermana Ana contrariada.
—¡Fuego! ¡Hay fuego en el tejado!—se escuchó un grito desde el patio de armas.
Rodrigo y don Diego miraron hacia el tumulto de soldados que se afanaban por correr hacia el lugar. Los moros llevaban toda la noche atacando, sin darles tiempo a descansar.
—Deberíamos intentar mandar un correo al rey. Esto puede prolongarse durante días —aseguró don Diego.
—¿Y arriesgarnos a que acaben con la vida del mensajero? No arriesgaré a ni uno solo de mis hombres. Sería un suicidio mandar en este momento a cualquiera de los soldados. Han tomado las torres de vigía y controlan todos los accesos de entrada a la villa.
—Debe de haber algún camino o alguna salida...
—No la hay, hermano. Debemos mantener las posiciones.
—¡Por mí, no hay problema! Solo espero que tengamos las provisiones suficientes para aguantar el asedio.
—No os preocupéis por eso.
—¡Cuidado! —gritó don Diego cuando una flecha se clavó en el hombro de su hermano.
El golpe del impacto hizo que don Diego trastabillara y perdiera pie cayendo hacia atrás. En unos breves segundos, el sonido fuerte del golpe se escuchó en medio del patio de armas. Varios soldados que se hallaban cerca apagando el fuego, se precipitaron hacia el conde pero no llegaron a tiempo. Don Diego permanecía inconsciente, con la flecha clavada en el hombro y en una incómoda postura, que casi parecía antinatural. Rodrigo se precipitó escaleras abajo, asustado como nunca.
—¡Diego! —gritó.
—¡Muchacha, corred! ¡Venid deprisa! Han herido al conde Manrique...
Sarah no llegó a escuchar las últimas palabras y malinterpretando las palabras del soldado, pensó que el herido era Rodrigo. Precipitándose hacia la salida, corrió todo lo que le permitieron sus débiles piernas y cuando salió al exterior, se encontró de frente con un tumulto de soldados que iban y venían gritando en cualquier dirección. Despistada por el caos que reinaba en el patio de armas, y la precipitación de los soldados intentando apagar las llamas, Sarah no conseguía ver dónde se encontraba Rodrigo. El miedo aprisionó su garganta y sin que el soldado se diera cuenta, un gemido hondo se escapó en ese momento.
—¡Vamos, muchacha! ¡Por aquí! —gritó el soldado.
Sarah corrió como si su vida dependiera de ello, detrás del soldado y cuando llegó a su altura, se detuvo junto al soldado, buscando desesperada a Rodrigo. El miedo a perderlo, no le permitía ver lo que realmente tenía frente a ella.
—¡Don Rodrigo! —gimió asustada intentando hallarlo.
Rodrigo levantó el rostro al escuchar la voz de mujer. Arrodillado en el suelo y sosteniendo la cabeza de su hermano entre sus piernas, comprobó como Sarah casi se cae encima de su hermano. Los soldados apiñados a su lado, apenas dejaban entrever al herido.
—¡Retiraos hacia atrás! —gritó Rodrigo.
Cuando la joven miró hacia el hombre que había tumbado en el suelo, Rodrigo comprendió que Sarah se había pensado que el herido era él.
—¡Mi hermano! —alcanzó a decir Rodrigo.
Tambaleándose, Sarah se sujetó al soldado que tenía a su lado cuando la invadió un leve mareo. Sus ojos aliviados se posaron entonces en la figura que yacía en el suelo junto a Rodrigo. Evaluando en un segundo la situación, comprobó la flecha y la herida en la pierna; un hueso sobresalía astillado de ella. Recobrando la respiración, se dio cuenta del enorme parecido entre ambos hermanos.
—¿Podréis hacer algo por él?
—Lo intentaré —respondió Sarah asintiendo—. Lo intentaré.
Nota de la autora: Perdonad el retraso de la actualización de este capítulo. Estas tres últimas semanas he tenido mucho trabajo y no había podido escribir nada. No os penséis que lo he abandonado, simplemente necesito tiempo para poder escribir y últimamente, dispongo de muy poco. Aquí les dejo la foto del último protagonista en incorporarse a este capítulo. Un saludo muy fuerte y cuídense.
Muhammad ibn Umayya: Jefe de la razia morisca.
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