-9
Al mismo tiempo, Elisa...
Me había levantado pensando en el chico de ojos azules, aquel día era gris y hacía frío, pero tocaba lavar la ropa.
—Elisa, espera un poco para lavar en el río, hace mucho frío —ordenó la señora Rose, que siempre se preocupaba por mí.
—No importa, estoy acostumbrada. Además no hay mucha ropa que lavar —le decía yo, pues quería acabar con la pesada tarea lo antes posible.
—No seas testaruda, muchacha, ayúdame antes con la limpieza del comedor y después sales a lavar —insistió ella, sin dejarme opción.
—Señora Rose, voy a salir a casa de Ethan, no sé a qué hora regresaré. —interrumpió el chico de ojos azules desde la entrada.
—De acuerdo, señor Edel. Le prepararé la comida para las doce y media, como siempre —respondió ella.
—Este chico no para en casa nunca —renegó cuando sus pasos se perdieron tras la puerta.
—Es muy amigo de ese chico, Ethan creo que se llama, ¿verdad? —pregunté mientras sacaba el polvo de las estanterías más altas.
—Sí, pero creo que se conocieron en el trayecto de Alemania hasta aquí. Antes no recuerdo que hubiesen coincidido —explicó la señora Rose.
—Siempre están juntos —constaté con un poco de celos.
—Vamos a terminar de limpiar las ventanas y después sales a lavar la ropa, Elisa —repuso ella, cambiando de tema y mirando el reloj que presidía el comedor.
—En un momento acabo, señora Rose —aseguré a la mujer, subiéndome a una escalera para llegar a la parte alta de las ventanas.
Mientras limpiaba, pensaba en el chico de ojos azules, cuando se iba lo echaba mucho de menos, pero cuando coincidía con él por la casita blanca se me aceleraba el corazón. Lo miraba a escondidas de la señora Rose y de mi hermano, pues si me veían, me regañaban.
—¡Elisa, no debes mirar de manera tan directa al Señor Edel! —me reprendía mi hermano.
—Es cierto, hija, no es de señoritas decentes fijarse tanto en un chico —corroboraba Rose, dando la razón a Pascual.
Pero no podía evitarlo, mis ojos se desviaban solos en su dirección y quedaba con cara de embobada. Tenía la horquilla de pelo que me regaló guardada como un tesoro y, cuando nadie me veía, la sacaba y la miraba embelesada.
—¡Ya terminé! —exclamé mientras me dirigía a buscar la ropa sucia.
Salí de la casita, llegué al río y solté la cesta con la ropa en el suelo, preparé una piedra plana cerca del agua, saqué el jabón y empecé con la tarea de mojar, frotar con jabón, aclarar y escurrir cada prenda. Por suerte nunca había tanta ropa que lavar como para estar mucho tiempo con las manos en el agua helada del río. Estaba sumida en mis pensamientos cuando, de pronto, sentí una presencia cerca y me asusté. Me levanté de un salto y giré, para encontrarme con el chico de ojos azules, que me miraba desde la distancia.
Lo saludé nerviosa, como siempre que lo veía.
—Buenos días, señor Edel.
Mas ese día fue especial, algo surgió entre nosotros.
Se acercó despacio hasta llegar a mi lado. Parecía igual de nervioso que yo. Mi corazón empezó a latir más deprisa y me temblaban las manos.
Nos quedamos en silencio, uno frente a otro, sus ojos en los míos, durante lo que me pareció una eternidad, aunque en realidad fueron minutos. No escuché todo lo que me dijo, sólo entendí que quería besarme. Estaba tan nerviosa y asustada que no conseguía decirle nada, movida por un impulso, mi mente y mi corazón se pusieron de acuerdo y me encontré diciéndole que yo también quería besarlo a él.
Noté cómo el calor subía a mi rostro, él tomó mis manos en las suyas, eran cálidas y suaves, le miré a los ojos. Al ver sus pupilas dilatadas y la misma emoción que yo sentía reflejada en ellos, un ligero temblor se apoderó de mí. No entendía lo que estaba sucediendo entre nosotros. Nunca había experimentado una emoción parecida, no sabía lo que era un beso y no controlaba mi reacción. Se acercó despacio, mirándome a los ojos, mi corazón dejó de latir de pronto y todo a mi alrededor desapareció cuando sentí el suave roce de sus labios en los míos, y cerré los ojos.
Antes de que me diese cuenta se alejó de mí y puso fin al beso. Me sentí como una princesa de cuento, pero quería más, necesitaba más. No sabía qué estaba pasando, pero de momento no quería pensar en ello. Cuando abrí de nuevo los ojos y vi las mismas emociones que yo experimentaba en los suyos, sentí que estábamos conectados de alguna forma misteriosa. Entonces, para mi sorpresa, se despidió de mí y se marchó, dejándome allí sola, con las emociones a flor de piel.
—Buenos días tengas, Elisa, nos vemos después en la casita blanca.
Terminé de lavar deprisa y regresé todavía afectada por aquel beso. Era el primero que me daba un chico y no podía compartir mis emociones con nadie. Tenía ganas de gritar y saltar, pero tuve que controlar mis emociones para que nadie se diera cuenta de que algo había cambiado dentro de mí.
Pero el brillo de mis ojos me delataron un poco.
—¿Qué ha ocurrido, Elisa? —me preguntó la Señora Rose al verme, con gesto extrañado.
—Nada, estoy contenta porque ya terminé de lavar hoy —comenté sonriente. Aunque la excusa era poco creíble.
—Ayúdame en la cocina, tengo que pelar las verduras y mis dedos se agarrotan estos días de frío —ordenó con una mirada suspicaz.
En la cocina, mientras trabajábamos codo con codo, intentó sonsacarme lo que había ocurrido en el río, aunque yo me mantuve hermética y no le expliqué nada. ¡Me daba vergüenza!
Cuando mi chico de ojos azules volvió, actuó como si no hubiera pasado nada entre los dos. Ignorándome como siempre hacía, mientras yo no podía quitarle los ojos de encima.
Más tarde, cuando volvimos al campo de refugiados, sola en mi cama, recordé el roce de sus labios y me dormí con una sonrisa.
Durante una semana, Edel, el chico de ojos azules, no me dijo nada, no me buscaba y casi no me miraba. Pensé que quizás no le había gustado el beso, pero a mí me había emocionado. A partir de ese día, las pesadillas por las noches fueron desapareciendo, para soñar con él y su beso. A escondidas, me tocaba los labios y rememoraba el roce de sus cálidos labios con los míos. Ya me había resignado, pensando que para él no había significado nada, pero a la semana siguiente, justo el día que me tocaba lavar la ropa de nuevo, vino a buscarme al río, sorprendiéndome de nuevo.
—Hola bella de ojos verdes —susurró a mi espalda, consiguiendo ponerme la piel de gallina.
—Hola, Edel, buenos días —saludé, sintiéndome tímida al recordar su beso.
—¿Cómo estás, te has enfadado por el beso, Elisa? —preguntó en voz baja, dándole una entonación a mi nombre que sólo él podía lograr. Sin darme cuenta me toqué instintivamente los labios y sonreí.
—No, no me he enfadado, me gustó —confesé, notando cómo el rubor cubría mis mejillas—. Pero estos últimos días no me has dicho nada, seguro que para ti no fue nada especial.
Sonrió y tomó mi mano entre las suyas, se la acercó a los labios y la besó, provocándome un escalofrío.
—Sí que me gustó, Elisa, ha sido el mejor beso de mi vida y me gustaría repetirlo, si tú quieres —pronunció en tono de súplica.
Mi corazón se aceleró al escucharle y un escalofrío me recorrió el cuerpo al sentir sus labios en mi piel. Claro que quería repetirlo, me moría de ganas. Pero tenía miedo de lo que me hacía sentir su contacto.
Titubeé un poco y él pensó que lo iba a rechazar, pero nada más lejos de la realidad.
—A mí también me gustaría repetir —susurré presa de los nervios.
Cerré los ojos y me preparé para volver a sentir el suave roce de los labios de Edel, pero éste no llegaba. Los abrí de nuevo y vi la misma emoción que yo sentía, reflejada en su rostro. Mantenía su mirada fija en la mía.
Nos quedamos en silencio, uno frente a otro, con los ojos dilatados por el deseo, nos acercamos con lentitud y nuestros labios se encontraron. No fue esta vez un beso etéreo sino tierno. Pude sentir mi sangre agolparse en mis labios y me soltó las manos para colocar una de las suyas en mi nuca y ejercer una suave presión sobre mi boca.
Tuve que sujetarme a sus musculosos brazos para no caerme, con los ojos cerrados y temblando, sentí que mi corazón iba a estallar.
Nos separamos y ambos teníamos la respiración agitada, sus ojos se clavaron en los míos, sorprendidos por la intensidad de nuestras emociones. A las cuáles no sabíamos ponerles nombre.
Desde ese día, buscábamos los momentos de descuido, en los rincones de la casa, para besarnos. Sí, me volví adicta a sus besos. Edel era el primero y a mí me parecía increíble que me hiciera sentir tanto con un simple beso. Una mirada suya era una caricia para mi corazón.
Nunca pasábamos de ahí, salvo quizás alguna caricia en la nuca o en la espalda, tal vez un beso en el cuello. Mi corazón saltaba de alegría y estaba muy contenta a pesar de las circunstancias en las que vivíamos. Mi madre notó el cambio, no sabía a qué se debía, pero al ver que ya no tenía tantas pesadillas lo asoció a la tranquilidad de estar lejos de la guerra y llevar una vida de relativa normalidad.
Cumplí dieciséis años y Edel me regaló una pequeña concha en la que se oía el sonido del mar.
—No he encontrado nada tan bello como tú, chiquilla, pero este pequeño trocito de mar es para ti —me dijo a solas, pues no quería que mi hermano se enterase.
—Solo que te hayas acordado de mí es suficiente, Edel —le aseguré, uniendo mis labios a los suyos.
—Algún día te regalaré algo que represente todo lo que me haces sentir, pero todavía no lo he encontrado.
Sus palabras, pronunciadas con sinceridad, llenaban mi corazón de alegría.
Cuando la primavera llegó, también lo hizo mi primer período. Tuve que aprender a cuidarme, a lavar mis toallas y mi madre me dio una charla sobre la maternidad, diciéndome que desde que había tenido mi primera regla ya podía quedar embarazada. Pero no me explicó de qué manera se quedaba una mujer embarazada. empecé a tener miedo pues, en mi ignorancia, no sabía si los besos de Edel podían engendrar un hijo. No sabía quien me podría sacar de dudas, me daba vergüenza preguntarle a Edel, pero al final no me quedó más alternativa, sonrojada le pregunté:
—Edel, con tus besos ¿me puedo quedar embarazada? —le pregunté una mañana mientras lavaba la ropa.
Él me miró y sonrió indulgente, tomó mi mano y besó mi palma. Me miró a los ojos, su mirada era sincera, sus ojos azules se clavaban en los míos cuando me contestó.
—Elisa, mi chiquilla de ojos verdes, los besos no van a dejarte embarazada, yo no haré nada que pueda dañarte. Cuando nos casemos, entonces te explicaré lo que hacen el hombre y la mujer para engendrar un hijo, entonces lo haremos nosotros y te enseñaré el significado de amarse por entero —me explicó con paciencia y cariño.
—Entonces... ¿Aún hay más? —inquirí sorprendida.
—Sí, Elisa, cuando dos personas comparten más que besos, en la cama se unen sus cuerpos y de ahí surge una nueva vida —explicó, mirándome a los ojos con un brillo especial.
Sus palabras me tranquilizaron, aunque al mismo tiempo provocaron un ligero desasosiego y una sensación desconocida en el centro de mi ser. Yo confiaba en él, que siempre era muy cariñoso y en sus ojos podía leer su sinceridad.
La primavera fue cálida y seca, luego llegó el verano. Éramos muy felices juntos. Venía al río a verme lavar la ropa cada semana, en esos momentos jugábamos como niños: yo le salpicaba con el agua y él me respondía de igual manera, hasta que acababa robándome un beso y se marchaba corriendo para que no nos viese nadie.
—Soy tan feliz, Edel, tengo miedo de que todo pueda terminar —le confesé un día.
—¿Por qué habría de terminar? Cuando acabe la guerra nos casaremos —afirmó con seguridad.
—¿Tus padres me aceptarán? —pregunté mirando mis manos.
—Seguro que sí, pero si no lo hicieran, me casaría contigo de igual manera —reafirmó, levantando mi mentón para que le mirase a los ojos —Nadie me separará de ti jamás.
Sellamos esas palabras con un beso, sin sospechar que nuestra felicidad tenía los días contados.
En la casita blanca, Rose y Pierre ya tenían la sospecha de que entre nosotros había algo. No se atrevían todavía a interrogar a Edel, aunque conmigo lo intentaban a menudo.
—Elisa, ¿Por qué vienes tan mojada del río?, ¿has lavado la ropa o te has dedicado a chapotear? —preguntaba Rose cuando volvía.
—Es que se me ha caído una pieza de ropa al agua y he tenido que entrar a buscarla —justificaba yo.
—Cada vez te gusta más lavar la ropa, niña, y cada vez tardas más —señalaba ella.
—Las manchas no salen tan fácil. El señor Edel deja la ropa muy sucia —inventaba para salir del paso.
Mi hermano no se daba cuenta de nada, por suerte, así que no temía que le pudiese decir algo a mis padres.
Pero entonces ocurrió lo impensable para nosotros.
16 de agosto de 1940.
Cuando mi hermano y yo llegamos a la casita blanca, encontramos a Edel y Ethan hablando en el comedor, ambos estaban tan concentrados que no nos oyeron entrar.
—Ethan, tienes que marcharte, mi padre dice que si te atrapan te enviaran a un campo de concentración —explicaba mi chico de ojos azules.
—Pero eso es imposible, no llegarán hasta aquí —decía Ethan en voz baja.
—Mi padre dice que están deteniendo a todos en Berlín, y pronto se extenderán por toda europa. Insiste en que debes huir, si no quieres acabar muerto.
—Edel, estamos en Francia, falta mucho para que lleguen hasta aquí —afirmó su amigo, sin temor.
—Él es funcionario, dice que en poco tiempo llegarán aquí, ¡tu vida corre peligro! —Exclamaba en voz baja, intentando convencer a su amigo.
La voz de Edel era seria, su cara reflejaba la preocupación por el futuro de su amigo. Ethan era judío y Hitler estaba exterminando a todos los que atrapaba. Pero Ethan se resistía a irse sin su familia.
—Pero mis padres están en el gueto todavía, no puedo abandonarlos — repetía por enésima vez, mientras se frotaba las manos nervioso.
—Ethan, mírame, yo le diré a mi padre que haga lo que esté en su mano para salvarlos —prometió mi chico de ojos azules— pero tú puedes salvarte ahora, tienes una oportunidad en el barco que zarpa esta próxima semana hacia América.
—La travesía por mar es muy peligrosa, pueden bombardear el barco —aducía Ethan, sumido en un mar de dudas.
—tiene sus riesgos, lo sé, el Sinaia atraviesa el atlántico y va a Argentina, allí te podrás instalar con el dinero que llevas, en cuanto podamos enviaremos a tus padres contigo —explicó Edel sin quitarle la razón.
—Pero no quiero dejarlos...—Insistía Ethan con lágrimas en los ojos.
—No hay otra salida, amigo, yo te acompañaré para que cojas el barco —se ofreció, aunque con ello estaba arriesgando su vida.
—¿Qué será de mis padres si me voy? —preguntó de nuevo Ethan, angustiado.
—De todas formas no puedes hacer nada por ellos. Escríbeme cuando llegues y yo te mantendré informado sobre tus padres —replicó Edel, intentando animar a su amigo pese a las circunstancias.
—Podemos estar listos en dos días. Yo te acompañaré hasta el barco —sentenció Edel.
Pascual carraspeó ligeramente para hacerse oír y, al darse la vuelta, nos vieron a mi hermano y a mi. El gesto de Ethan fue de miedo, pero nosotros le tranquilizamos enseguida. Ethan debía huir, Edel le acompañaría, jugándose la vida para que llegase a tiempo para embarcarse. Era la guerra otra vez, que destrozaba familias y mataba inocentes, de eso Pascual y yo sabíamos bastante.
—Tranquilos, no os preocupéis —dijo Pascual—. Nosotros no diremos nada de esto a nadie, sabemos lo que significa salir huyendo para salvar tu piel. Llevamos huyendo años. Así hemos llegado hasta aquí. Si podemos ayudaros de alguna manera podéis contar con nosotros —se ofreció mi hermano, a pesar de que la ayuda que podíamos ofrecer era escasa por no decir inexistente.
Ethan nos miró ya más tranquilo, su mirada se suavizó.
—Os lo agradezco, chicos, estoy en una situación que vosotros ya habéis vivido antes, gracias por ofreceros a ayudarme.
Era un chico tranquilo, más bajo que Edel, moreno, sus ojos marrones mostraban agradecimiento.
Yo miré a Edel y a Ethan, y una especie de premonición se apoderó de mi corazón. Tenía la sensación de que algo saldría mal, pero no sabía exactamente qué. Un mal presentimiento se adueñó de mi corazón.
El 17 de agosto Edel habló conmigo por última vez antes de ir a acompañar a Ethan al barco.
—Sólo estaré fuera cuatro días, máximo cinco, tendré mucho cuidado y regresaré sano y salvo. Mi chiquilla de Ojos verdes. No te olvides de mí —susurró en mi oído, como si fuera fácil olvidarle. Me besó en los labios y me abrazó tan fuerte que casi me parte en dos.
—Por favor, vuelve pronto, tengo miedo de que os pase algo. No se porqué, pero tengo un mal presentimiento —le confesé a Edel, mientras mis brazos rodeaban su cintura.
Aquella misma noche saldrían los dos hacia Marsella, desde donde Ethan tomaría un barco para huir. Después Edel volvería a Alliers. El plan era sencillo, no parecía que pudiera salir nada mal. Pero la vida es muy caprichosa y, a veces, las sorpresas vienen de donde menos te las esperas.
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