-7
Aquel día había estado lleno de emociones desde primera hora de la mañana. Ya llevábamos algún tiempo en aquel lugar y me había adaptado a la rutina del campamento enseguida: nos levantábamos temprano, para tener tiempo de asearnos con un balde, ya que si nos descuidábamos el agua se terminaba. Después aireábamos la ropa de cama, tratando de mantener los mínimos de higiene posibles a pesar de las circunstancias en las que nos encontrábamos, más tarde nos dirigíamos a la zona de comedores. Tras un desayuno más bien escaso, nos pasábamos el día por el campamento, hasta la hora de la comida. La tarde se hacía eterna, mientras Adela y yo nos entreteníamos cerca de mi madre, y por fin, a las siete de la tarde, nos daban de cenar y nos acostábamos en las literas, hasta el día siguiente.
Aquella mañana la rutina se vió alterada, nos concentraron a todos en el centro del campo, justo después del desayuno.
Lo único de lo que estábamos seguros es de que, cuando nos concentraban, era para llevarnos a trabajar.
—¿Dónde nos llevarán ahora? —comentaba un hombre por detrás de mí.
—No lo sé, pero van preguntando si sabemos francés —le respondía otra persona.
—Es la primera vez que piden idiomas —murmuraba una tercera persona.
Eran preguntas que nadie supo contestar.
Muchos eran los que querían trabajar fuera, ya que suponía poder comer algo mejor de lo que se servía allí dentro, con suerte tener algo de dinero para comprar la comida que les faltaba y, lo más importante, dejar de sentirse prisioneros. Pero yo lo viví de manera un poco diferente, para mí era aterrador cualquier cambio, no sabía qué podía esperar en aquél lugar. Mi madre me había dicho muchas veces que no me separara de la família pues me podían hacer cosas malas. No me especificó qué es lo que me harían, pero el miedo se adueñó de mis actos y no me despegaba de ella en ningún momento.
Pero ese día me cambió la vida.
Los gendarmes iban pasando por delante nuestro, y de uno en uno nos iban preguntando si sabíamos francés. Muy pocos de los que estábamos allí teníamos estudios, y éramos menos aún los que sabíamos francés, así que ya estaban empezando a perder la paciencia. Cuando llegó mi turno estaba distraída.
—¿Sabes hablar francés niña? —me preguntaron mientras pensaba en otra cosa.
—Sí, hablo francés —respondí de forma automática en un francés bastante rudimentario.
—Acompañe al gendarme por favor —replicó aquel hombre, sacándome de la fila. Me hicieron apartar del grupo, y sólo entonces me di cuenta del error que había cometido.
Mi hermano Pascual, se dio cuenta de que me apartaban de todos y que yo estaba muy asustada, por eso, como también sabía francés, al llegar su turno les respondió que sí para, de ese modo, poder venir conmigo y protegerme. No quiso dejarme sola y se lo agradecí con la mirada. Juntos nos podríamos defender mejor. A él también lo apartaron del grupo y lo dejaron junto a mí. Suspiré aliviada y me di cuenta de lo despistada e inconsciente que había sido. Mi madre y mi padre me regañarían después, estaba segura.
Nadie tenía idea de porqué preguntaban si conocíamos el idioma, no era lo habitual. Siempre pasaban entre nosotros y escogían a los más fuertes. Como mi aspecto era de una niña más pequeña de lo que era en realidad, nunca me habían escogido. Y Como no tenía ni idea de porqué nos separaban del grupo, tenía miedo.
En aquellos días tenía miedo de todo, de los gendarmes, de los guardias, de los vigilantes, e incluso de los propios compatriotas dentro del campo. Procuraba no alejarme mucho de mi madre.
Por las noches apenas dormía. Tenía muchas pesadillas. La huida por la carretera hacia Barcelona, los ataques aéreos, las escaramuzas en las calles, todo eso me había marcado de manera muy profunda. En mi rostro, las noches de insomnio se reflejaban en las profundas ojeras bajo mis ojos.
Pero ese día cononocí a mi chico de ojos azules.
Una vez que terminaron de preguntar a todos, nos llevaron a mi hermano y a mí fuera de la verja, junto a tres personas más. Estaba muy asustada y me agarré de su mano. Los gendarmes nos llevaban deprisa a un camión e instintivamente miré hacia atrás para ver cómo el resto de mi familia se quedaba en el campo, mi madre me miraba con preocupación, mientras mi padre hacía señas a mi hermano para que cuidara de mí. Tenía el corazón a mil. Una de las mujeres que también venía con nosotros se dio cuenta de lo asustada que estaba y trató de tranquilizarme.
—No te preocupes, niña, nos llevan para que nos contrate alguien para trabajar —explicó dándome un apretón en la mano.
—¿Dónde nos llevan? —preguntó Pascual,asumiendo mi protección e inmerso también en sus propios miedos.
—Nos trasladan al ayuntamiento, allí el patrón que nos contrata, escogerá a las personas que necesite —señaló la mujer para tranquilizarnos.
—¿Todos tendremos que trabajar? —inquirí asustada, al imaginarme trabajando en algún tenebroso lugar, sola y sin la protección de mi hermano.
—Puede que nos contraten a todos, pero lo más seguro es que necesite a dos o tres personas y el resto volverá al campo otra vez —subrayó aquella mujer, minutos antes de que el camión se detuviera.
Tuve miedo de que me separaran de Pascual, pero no podía hacer nada para evitarlo.
Fue un viaje muy corto, en cinco minutos nos hicieron bajar del camión y nos llevaron a un edificio pequeño. Una vez dentro nos dejaron en una habitación minúscula, con algunas sillas a un lado de la pared, y nos hicieron esperar un momento. Después nos trasladaron a otra sala donde nos esperaba una persona.
En cuanto entré en aquella habitación blanca, me sentí observada. Realmente estaba siendo analizada, como un objeto, por un chico alto y rubio, que nos miraba uno a uno como si nos evaluara para alguna especie de propósito desconocido. Era humillante, me sentía como si fuéramos mercancía a la venta. Lo único que le faltaba era mirarnos los dientes como a los caballos.
Estuvo observándonos durante unos cinco minutos, sin hablar, sin un gesto hacia nosotros, no entendía qué estaba buscando. Después le dijo al gendarme que ya había escogido.
Nos hicieron salir de aquella sala y, a mi hermano y a mí nos dejaron en la habitación en la que habíamos estado antes, al resto se los llevaron fuera.
Me abracé a él.
—No te preocupes, Elisa, yo estaré contigo. Pase lo que pase estaremos juntos —decía mi hermano intentando tranquilizarme.
—Tengo miedo, Pascual, no sabemos dónde nos llevarán, ni lo que querrán hacernos esta gente —repliqué asustada, mientras me aferraba a su brazo.
—Ya has oído a aquella mujer —me explicaba mi hermano para intentar tranquilizarme—. Ha dicho que te reclutan para trabajar fuera del campo, si es así, es posible que el chico que estaba en la habitación nos contrate —explicó con paciencia, devolviéndome un poco de calma.
—¿Dónde nos llevará a trabajar? —pregunté, preocupada por si no era capaz de realizar lo que se esperaba de mí.
—No lo sé, supongo que ahora nos lo explicará él mismo. Pero al menos hemos tenido suerte y estamos los dos juntos —declaró, dando por finalizada la conversación.
Nos quedamos ambos de pie, esperando que alguien nos indicara qué debíamos hacer. Al cabo de media hora, cuando aquél chico volvió, lo miré con más detenimiento, no parecía muy mayor, quizás un poco más que Pascual, era muy guapo, diferente a los chicos que yo conocía del pueblo: más alto, rubio, pero lo que más me impresionó fueron sus ojos, de un azul claro, casi grises. Nunca había visto unos iguales. Me miró un instante y mi corazón se aceleró de golpe, luego pasó a mirar a Pascual, nos preguntó nuestro nombre y edad, supuse que para comprobar si sabíamos francés en realidad. No sabíamos mucho, pero lo suficiente para entendernos con la gente. Habíamos estudiado los dos, Pascual en un colegio de curas y yo en el de las monjas, en la escuela nos habían enseñado francés, entre otras cosas.
El chico de ojos azules nos explicó en francés, pero con un acento peculiar, que nos iba a contratar para trabajar en su casa. Tuvimos que esperar hasta que le trajeron los papeles del contrato de trabajo, que debimos firmar ambos.
Una vez cumplidos todos los trámites, salimos de aquel edificio tras él.
—Os voy a enseñar el lugar donde vais a trabajar a partir de hoy —comentó mientras nos hacía señales para que le siguiéramos. Nos condujo a una casita blanca de dos pisos. Una vez allí nos presentó a una pareja mayor, que nos acogieron con una mezcla de aprensión y esperanza.
—Buenos días, chicos, yo soy Pierre y ella es mi esposa Rose. ¿Cómo os llamáis, muchachos? —preguntó con amabilidad.
—Yo me llamo Pascual, tengo dieciocho años. Ella es mi hermana, casi quince años, se llama Elisa —explicó mi hermano, mientras yo me mantenía en un segundo término, acallada por mi timidez.
—Elisa, me ayudarás a mí con los quehaceres de la casa —habló la mujer, mirándome inquisidora— ¿Sabes lavar, fregar y limpiar los suelos?
—Sí, señora Rose, siempre he ayudado a mi madre en casa —respondí, mientras Pierre le preguntaba a mi hermano.
—¿Has cuidado animales y jardines?
—He cuidado de los animales, no teníamos jardín en mi casa, pero aprendo rápido —contestó Pascual.
Enseguida nos sentimos bien con la pareja, que resultó ser un matrimonio muy cariñoso. La mujer, Rose, nos dio enseguida de comer, pues cuando le dije mi edad se llevó las manos a la cabeza. No se lo podía creer.
—Tomad, hijos, una hogaza de pan con magro de cerdo. ¡Tenéis que comer mucho!, estáis en los huesos —nos apremiaba.
—Muchas gracias, señora —respondíamos con educación.
—Después os mostraremos lo que tenéis que hacer.
Eran muy amables y nosotros procurábamos ser educados, ya que nos dimos cuenta de que estar trabajando allí era mucho mejor que estar en el campo de refugiados todo el día. Allí comeríamos bien dos veces al día, y con suerte podríamos esconder algo de comida para los demás. Tan sólo el hecho de salir del cercado ya resultaba una mejoría en nuestras vidas.
El chico que nos había acompañado, desapareció de nuestra vista una vez que nos presentó y nos dejó a cargo del matrimonio.
Cuando se fue, no pude evitar pensar en lo guapo que era ese chico, tenía sus ojos azules en mi pensamiento a cada momento. Nos pusimos a trabajar y, mientras Pascual se fue al corral con Pierre, yo me quedé en la casa con Rose. Me dediqué a limpiar las ventanas, sobre todo las altas, que la pobre mujer no había podido limpiar en mucho tiempo, luego lavé la ropa del chico de ojos azules. Más tarde limpié las habitaciones y a las seis volvimos al campo de refugiados de nuevo.
En cuanto llegamos nos esperaba un interrogatorio en toda regla, mi madre y mi padre nos hicieron seguirlos hacia un lugar un poco apartado y nos asediaron a preguntas. Habían estado preocupados todo el día, sobre todo cuando vieron que volvían las otras tres personas y, en cambio, nosotros dos no regresábamos.
—¿Dónde os han llevado? —preguntaba papá.
—Nos han contratado para trabajar en una casa —respondí asustada.
—¿Estaréis los dos juntos? —inquiría mi madre.
—Sí, mamá, los dos trabajaremos juntos —replicaba Pascual, colocando su brazo sobre mis hombros.
—¿Son amables las personas para las que trabajáis? —requirió mi madre de nuevo, con voz preocupada.
—Es una pareja de abuelos, nos dieron de comer —contesté enseguida para tranquilizarla.
—Sí, mamá, son muy amables, tenemos que ayudarles a cuidar la casa —reiteró mi hermano.
—¿Por qué habéis tardado tanto, hijos? —demandó nuestro padre, mirándonos a ambos.
—Nos presentaron ante la pareja y, después de darnos de comer estuvimos trabajando —explicó Pascual.
—No quiero que descuides a tu hermana, Pascual, ahora que vais a trabajar juntos tendrás que protegerla tú —exigió mi padre, señalándole con el dedo, amenazador.
Nosotros íbamos contestando a todas las preguntas y, tras haber dejado las cosas más claras, volvimos junto a los demás.
A partir de entonces las cosas mejoraron un poco, sobre todo para Pascual y para mí. Teníamos permiso para salir cada mañana y nos sentíamos más libres.
El segundo día fuimos a la casita blanca temprano, trabajamos durante todo el día y después volvimos al campo de refugiados. Vi tan sólo un momento al chico de ojos azules. Sabía que se llamaba Edel, pero para mí era el chico de ojos azules, y siempre estaba pendiente para poder verle.
—Edel es el hijo de los dueños —explicó un día Rose—. Va a quedarse una temporada aquí.
—¿Sus padres no han venido? —pregunté curiosa, ya que siempre había estado junto a mi familia, y no concebía irme a vivir lejos de ellos.
—Casi siempre viene con su madre, una mujer muy amable, pero esta vez ha venido solo. Quizás se reuna con él pronto —aventuró Rose, mientras sacaba unas patatas y nos sentábamos a pelarlas las dos juntas.
—Debe ser triste estar tan lejos de la familia —pensé en voz alta.
—Por eso mi marido y yo intentamos hacerle sentir como en familia —repuso, mirando con nostalgia por la ventana de la cocina.
—¿Hace mucho tiempo que trabajan aquí? —pregunté contemplando al señor Pierre sujetando la escalera a Pascual, mientras éste arreglaba algo del tejado.
—Éramos muy jóvenes cuando nos contrataron como caseros, desde entonces hemos vivido aquí, conozco a ese chico desde que llevaba pañales —respondió, con una sonrisa que se reflejaba en sus ojos.
—Quizás Pascual querrá darle conversación para que no se sienta tan solo —sugerí.
Desde la ventana, mi hermano había estado escuchando toda la conversación.
—¡Ni hablar, Elisa! A mí no me metas en tus líos —exclamó desde la escalera. Mientras tanto Rose sonreía.
—Deberías ser más amable con él, Pascual, nos ha dado la oportunidad de salir del campo de refugiados —le regañé.
Cuando coincidíamos en la casa, yo no me atrevía a decirle nada, pero sentía un revoloteo de mariposas al verle que no lograba entender y que me volvía aún más tímida. Él en cambio era muy amable y no parecía turbado por mi presencia. Claro que él era mayor que yo.
—Buenos días chiquilla —saludaba al verme.
—Buenos días señor —respondía, mientras salía corriendo.
El día dos de mayo, cumplía por fin los quince años. No tuve regalos, dada la situación en la que estábamos, pero sí lo más importante, el cariño de mi familia. Tenía que ir a trabajar con la señora Rose y salí temprano del campo de refugiados junto a mi hermano. Cuando llegamos a la casita blanca, Pascual, antes de separarnos, me deseó un feliz día de cumpleaños y me dio un beso.
—Felicidades, Elisa, después nos veremos —dijo en español antes de desaparecer en los jardines.
Rose le oyó y más tarde me preguntó si era mi cumpleaños, a lo que tuve que decirle que sí.
—¡No lo sabía Elisa! —exclamó.
La señora Rose se esmeró entonces para hacerme sentir especial.
—Los quince años es una edad muy bonita, Elisa, hoy no trabajaremos mucho, haremos lo justo y mañana ya volveremos a la normalidad —explicó mientras me abrazaba y felicitaba ella también. Ese día hizo un pastelillo pequeño y comimos los cuatro juntos.
—Una señorita como tú se merece un pastel de cumpleaños —dijo sacándolo del horno. Lo había hecho mientras estaba realizando las tareas en el piso superior, para darme una sorpresa.
Al atardecer, poco antes de que saliéramos hacia el campo de refugiados vino Edel, el chico de ojos azules. Le miré un poco asustada porque se iba acercando a mí despacio, Pascual estaba a mi lado pero yo sólo tenía ojos para él. Mi corazón iba a mil, y sus ojos azules me miraban con fijeza, impidiendo que yo pudiera decir ni una palabra. Cuando estaba casi a mi lado, me acercó un pequeño paquete envuelto.
—Toma chiquilla, me he enterado de tu cumpleaños y todo el mundo se merece un obsequio por su aniversario —comentó mientras estiraba su mano con un pequeño paquete envuelto.
No me atrevía a cogerlo y fue Pascual el que lo recogió por mi. Me sentí como una princesa al recibir un detalle tan bonito. Porque me hizo mucha ilusión.
—¡Ábrelo niña! —exclamó en tono impaciente.
Con manos temblorosas lo abrí y me sorprendí al ver lo que contenía, era una preciosa horquilla para el pelo, con una pequeña mariposa de alas verdes.
—Muchísimas gracias, señor —Dijo enseguida mi hermano, porque yo estaba muda de la emoción.
—No sé si puedo aceptarlo señor. —Me atreví a decir en voz baja.
—¡Claro que sí!, así podrás retirarte el cabello de la cara y tus preciosos ojos verdes se verán muy hermosos —declaró , mientras yo me ponía colorada al instante.
Mi hermano, al oír esas palabras, se puso a la defensiva y se colocó delante de mi, protegiéndome.
—¡No puede hablarle así a mi hermana! —exclamó enfadado—. ¿Qué pretende señor? Su posición como nuestro patrón no le permite abusar de la inocencia de Elisa —espetó, enviando una clara señal con sus ojos de que debía tener cuidado.
—Nada más lejos de mi intención muchacho —replicó arrepentido—, lo siento si la he molestado de alguna manera. No quiero nada a cambio de este pequeño obsequio —explicó tratando de ser honesto—. Siento que lo hayáis interpretado así.
Pareció realmente apenado y enseguida salió de la habitación y desapareció de nuestra vista.
Me quedé con el precioso clip en la mano y una sonrisa en mi rostro. Era el primer regalo que me hacía un chico, y además era un chico guapísimo y educado.
Al llegar al campo de refugiados mi hermano les contó lo sucedido a mis padres, ellos, me llevaron aparte para advertirme sobre los chicos.
—Elisa, no quiero que te quedes a solas con ese chico en ningún sitio —exigió mi madre preocupada.
—Los chicos mayores buscan aprovecharse de las niñas como tú —explicó mi padre. Mas yo no sabía cómo podía aprovecharse Edel de mí, pues no tenía nada que ofrecerle.
—No dejes que te toque, Elisa. Pronto serás mujer y tienes que preservar tu inocencia hasta que te cases —decía mi madre.
—Yo no me acerco a él, casi nunca está en su casa —repliqué intentando tranquilizarlos, ya que creían que estaba en peligro.
—Tú no lo entiendes todavía, hija, pero los hombres pueden abusar de ti —Explicó mi padre, sin aclararme del todo el concepto, con lo cual, era como si no me dijeran nada. No les entendía, para mí, el regalo que me había hecho el chico de ojos azules era inocente, y ellos lo estaban tergiversando todo. Me dijeron tal cantidad de cosas, que no comprendí ni la mitad.
Pero yo todavía no sabía lo que Edel empezaba a sentir por mí, una atracción que era correspondida, pero que estaba empezando a convertirse en algo mucho más profundo.
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