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Los últimos dos días del viaje fueron un poco tristes, llegaba el final de una etapa de transición que nos había llevado hasta la libertad, pero a partir del momento en el que pusiéramos pie a tierra, la realidad de la vida se cerniría de nuevo sobre nosotros, la incertidumbre de no saber si comeríamos, si tendríamos trabajo... Lo único a lo que ya no tendríamos que enfrentarnos era a la guerra, los bombardeos y el miedo.
Isabel estaba emocionada por el encuentro con sus padres, pero mi corazón estaba dividido: Por un lado me alegraba de que los hubiesen encontrado, pero me entristecía la separación.
—Ya llegamos, Isabel. ¿Tienes ganas de ver y conocer a tu papá? —le pregunté uno de aquellos días con un nudo en la garganta.
—Sí, pero me da pena que no estéis conmigo —respondió sincera. Vi sus ojos brillantes y comprendí que ella también estaba a punto de llorar.
—No te olvides que siempre podrás venir a vernos. Edel te dio la dirección, escríbenos por favor —le supliqué con las lágrimas a punto de desbordarse.
—¡Claro que os escribiré! —exclamó abrazándome—. Me habéis salvado la vida y os habéis preocupado por mí más que nadie en el barco.
—Te has ganado nuestro corazón, Isabel. Te echaremos mucho de menos —añadió mi chico abrazándola también.
—Ahora que os encuentro a los tres juntos, quería hablar con vosotros. Tengo noticias de los padres de Isabel —intervino el capitán, que se había acercado a nosotros sin que nos hubiéramos dado cuenta.
—¿Qué ocurre, capitán? —preguntó Edel, mientras la niña y yo escuchábamos atentas.
—Hemos recibido un mensaje por radio desde el puerto, tus padres vendrán a recogerte al barco en cuanto atraquemos —explicó con una sonrisa.
—¿Subirán a recogerla? —pregunté interesada, ya que quería hablar con ellos para que permitiesen que Isabel se cartease conmigo.
—En efecto, quieren subir a hablar con ustedes dos y darles las gracias por haberla ayudado —respondió mientras yo abrazaba a Isabel contenta.
—¿Cuándo llegaremos a puerto, capitán? —preguntó la niña con los ojos emocionados.
—Pasado mañana, pequeña. Ya queda poco para que te reencuentres con tus padres —dijo el capitán, alborotando el pelo de la niña y dirigiéndome una mirada comprensiva, pues sabía cuánto me iba a costar separarme de ella.
Los días previos al desembarco en Méjico fueron muy emotivos para todos, las despedidas se multiplicaban, los que debían bajar preparaban su equipaje y, a los que continuábamos la travesía, nos dominaba la nostalgia.
—¿Creéis que de verdad nos ofrecerán trabajo por salvar a los soldados? —comentó Leo la noche anterior a la llegada a Méjico. Estábamos en cubierta, bajo la luz de la luna.
—Fue lo que dijo el capitán, pero no sé cómo lo vamos a poder solicitar, ni los trámites que necesitaremos hacer para que nos ayuden —replicó Edel mostrando sus palmas, la realidad se imponía de nuevo y la incertidumbre volvía a ser parte de nuestra vida.
—Tendríais que preguntarle al capitán, quizás os dé algún documento para solicitar el empleo —intervino Trini con sensatez.
—Mañana lo haremos, espero que tengas razón —respondió mi chico, suavizando el gesto de preocupación.
—¿Crees que tu amigo querrá ayudarnos también al llegar a Nueva York? No nos conoce de nada, temo que no nos acepte en su casa y, en el estado en el que está Trini, no puedo permitir que duerma en la calle —manifestó Leo poniendo en un apuro a Edel, ya que en el fondo no tenía una respuesta.
—Yo conocí a Ethan, estoy convencida de que os ayudará —intervine afirmando con seguridad. Era un buen hombre que había sufrido mucho con la guerra, además le debía la vida a Edel porque le había ayudado a escapar de Europa.
—La gente cambia, Elisa. La persona que conociste en Francia puede que no sea la misma al encontrarse fuera de peligro —planteó Trini, irrumpiendo en la conversación.
—Es posible que su situación actual sea más estable, pero siempre será mi amigo y me ayudará a mí y a vosotros también porque sois amigos míos —afirmó Edel.
—Mañana llegamos a Méjico, creí que este viaje no terminaría, pero aquí estamos. Creo que va a ser un día triste para nosotros, pues Isabel nos dejará para irse con sus padres —comenté para cambiar el tema.
—En el fondo es una suerte que hayan encontrado a sus padres... —opinó Trini, mirándome con comprensión, pues sabía lo que la niña significaba para mí.
—Me alegro por ella, pero me hubiera gustado tenerla con nosotros más tiempo —confesé con un nudo en la garganta.
—Vuestra situación no es muy buena tampoco, es mejor así —intervino Leo mirando a Edel.
—Admito que no tenemos mucho que ofrecerle, pero estábamos dispuestos a hacer de padres con ella —repuso Edel mirándome con una sonrisa—. Pero pronto tendremos nuestro propio hijo para cuidar.
—Es cierto, con el embarazo de Elisa estamos en igualdad de condiciones —replicó Trini tomando una de mis manos entre las suyas.
Nuestra conversación viró hacia temas intrascendentes, dejando pasar aquellas horas de tranquilidad y paz. La brisa marina y la estela de luna en el mar dibujaban un paraíso que pronto se iba a difuminar en el pasado y quedaría como un recuerdo.
Todos nos resistíamos a irnos al camarote para dormir, alargando las horas para disfrutar de la tranquilidad. Mas el sueño nos derrotó y nos retiramos a las dos de la madrugada.
Atracamos en Méjico el día siguiente. Divisamos la costa al amanecer y, poco a poco, el barco se fue acercando al puerto. Al llegar bajaron un gran número de personas, las que quedábamos en el barco nos agolpábamos en cubierta para despedir a los que ya habían llegado a su destino. El ambiente era de tristeza por un lado y de ilusión por el otro. Estaríamos atracados en el puerto hasta que se cargaran nuevas provisiones, pero nos dieron la posibilidad de bajar a tierra hasta la hora de zarpar. A pesar de ello nadie bajó, el barco era nuestro refugio seguro de momento, cuando llegásemos a Nueva York nos enfrentaríamos de nuevo al mundo.
Los que se bajaban iban con lágrimas en los ojos. Todos llevaban sus maletas llenas de sueños que quién sabe si llegarían a cumplir.
Isabel, por otra parte, estaba emocionada al ver el puerto. Escudriñaba entre la gente que esperaba en los muelles para ver si lograba localizar a su madre.
—¡No los veo! —exclamó angustiada.
—Tranquila, hasta que no descienda todo el mundo, ellos no podrán subir a bordo. Deben estar esperando en las oficinas.
—¿Crees que mi padre me querrá? —me preguntó de pronto con miedo.
—Seguro que sí, cariño —respondí mientras rodeaba sus hombros con un abrazo protector.
Tras una hora de nervios vimos a una pareja subir al barco, acompañados de un marinero que les indicaba el camino. La niña se fijó en la mujer y de pronto exclamó emocionada.
—¡Es ella, es ella! —decía saltando y brincando a mi alrededor. Su felicidad era contagiosa.
Un momento más tarde se nos acercó un marinero.
—Por favor acompáñenme un momento —solicitó señalando a Edel, a la niña y a mí.
—Por supuesto —respondimos a la vez y, con Isabel de nuestra mano, seguimos a aquel hombre hasta el comedor principal. Una vez allí nos dijo que esperásemos. Isabel miraba con ansiedad la puerta de entrada, esperando la llegada de sus padres, olvidándose por un momento de nosotros. Pero comprendía lo que debía estar sintiendo la pequeña. Tardaron en venir unos minutos, no supe cuántos pero seguro que a Isabel le parecieron demasiados. Cuando se abrió la puerta entró una mujer joven, de unos treinta años. Se agachó y abrió los brazos para recibir a su hija. Isabel se soltó de nuestra mano y pude ver cómo se lanzaba en su busca. Las lágrimas rodaban por mis mejillas al observar el emotivo reencuentro. Ambas se fundieron en un tierno abrazo, mientras un hombre contenía la emoción ante la escena. Me aferré a Edel para intentar contener la emoción. En aquellos momentos creí que mi corazón se iba a partir en dos. Por un lado me dolía estar perdiendo a mi niña Isabel, pero por otro me conmovía ver su alegría y su felicidad. La mujer se incorporó un poco después y se volvió hacia el hombre que la acompañaba. Deduje que era el padre de Isabel, pues su parecido era innegable. Isabel lo miró recelosa pero finalmente se abrazó a él.
Desde nuestra posición no podíamos escucharles, mas la expresión corporal de los tres era clara. Se notaba el cariño entre ellos, así que una parte de mí se quedó más tranquila al dejar a la niña en sus manos. Tras el reencuentro se acercaron a nosotros de la mano, con Isabel entre los dos, sonriendo feliz.
—Mamá, estos son Edel y Elisa, ellos me salvaron la vida —declaró con sencillez, presentándonos a sus padres. Los saludamos con un apretón de manos, mientras aquella mujer, aún llorosa, se abrazó a mí.
—Muchísimas gracias por salvar a mi hija, me han explicado lo que hicieron por ella y les estaré eternamente agradecida —habló con la voz entrecortada.
—No se merecen, lo hemos hecho de corazón —respondí, devolviéndole el abrazo.
Nos sentamos los cinco alrededor de una mesa, con Isabel entre sus padres. Ellos nos explicaron su historia, una de tantas historias de emigrantes. Él había tenido que huir antes de que le detuviesen, ella se quedó en el pueblo con su hija. La guerra les separó como a nosotros, pero la distancia que les separaba era tanta que aquella mujer prefirió no arriesgar la vida de su hija hasta no encontrar al que era su padre. Estaban dispuestos a ir a buscarla, pero ella se les adelantó escapándose y creyeron que la perderían para siempre. Aunque la suerte estuvo de su lado esta vez. La familia estaba reunida por fin. Nosotros correspondimos contando cómo la había encontrado Edel en el barco, lo que hizo cuando la había rescatado y cómo le había donado mi sangre para salvarla. Llegados a ese punto decidí hacerle una petición a la pareja.
—Por favor, nos hemos encariñado mucho con su hija, ¿Serían tan amables de dejar que mantuviéramos el contacto por carta con ella? —solicité con humildad. Esperaba que aceptasen, pues era una manera de estar en contacto y saber que estaba bien.
—¡Por supuesto! —respondió enseguida su madre, aliviando mi corazón.
Momentos después el capitán se presentó en el comedor, dando por finalizada la reunión. Ellos debían abandonar el barco.
—¡Adiós, Edel! siempre te recordaré —exclamó la niña abrazando a mi chico con cariño.
—Adiós, pequeña, cuídate y escríbenos pronto. Te echaremos de menos —se despidió él, mientras las lágrimas escapaban sin control de mis ojos. Después Isabel se volvió hacia mí con una expresión de dolor que se me clavó en el alma.
—¡Elisa, nunca te olvidaré! No quiero separarme de ti —dijo abrazándome convertida en un mar de lágrimas. Mi corazón se partió allí mismo y me abracé a ella sin poder articular palabra.
Después se despidieron sus padres, con la emoción dibujada en sus rostros. Salieron por la puerta del comedor y desaparecieron de nuestra vista. Cuando la puerta se cerró tras ellos me abracé a Edel llorando y estuvimos allí dentro hasta que logré controlar las lágrimas.
Más tarde salimos al encuentro de Trini y Leo, que nos esperaban para que les contáramos cómo había ido la despedida.
Al verme llegar con los ojos enrojecidos, Trini me abrazó y trató de consolarme como había hecho Edel antes.
—Seguro que estará bien con sus padres, Elisa, pronto tendrás tú también un bebé y volcarás todo ese instinto en él, ahora estoy segura de que vas a ser una madre excepcional. —Trató de animarme Trini, pasando uno de sus brazos por encima de mis hombros.
—Sé que va a estar bien, he visto lo mucho que la quieren —afirmé para autoconvencerme de ello.
—¿Os dejarán mantener el contacto con ella? —me preguntó en voz baja, como si le diese miedo hacer la pregunta.
—Por fortuna nos dejarán que le escribamos, son buenas personas —comenté con tristeza, aunque el dolor por perderla iba bajando de intensidad al recordar que iba a tener un bebé propio, al que darle todo mi amor.
—Eso es estupendo, Elisa, yo también la echaré mucho de menos. Pero por lo menos sabremos cómo está por carta.
Aquél día fue triste, el barco zarpó de nuevo al anochecer pero con muchos menos pasajeros y con menos alegrías. El último tramo del viaje lo pasamos haciendo planes de futuro juntos, la vida nos había reunido e intentaríamos mantener la amistad para siempre.
—Ya he escrito cartas para mi familia y la señora Teresa —confesé a Trini el día siguiente.
—¿Les habrás dicho que te casaste con Edel y que vas a tener un hijo no? —inquirió con una sonrisa, sin saber que para mi familia casarme con Edel era poco menos que casarme con un asesino.
—Seguro que mi familia me dará la espalda, pero la señora Teresa estará muy contenta por mí —afirmé, sorprendiéndola.
—¿A pesar de que vayas a tener un hijo? —me preguntó conteniendo la respiración.
—Eso no lo sé, pero me conformo con que me respondan esta primera carta para saber que están bien y han recibido la mía.
—Sea como sea, sabes que aquí nos tienes a nosotros, que seremos tu familia —declaró Trini abrazándome.
—Lo sé, Trini, nuestros bebés se criarán juntos y serán como hermanos. Estoy muy contenta de haberte conocido, con vosotros a mi lado no me siento tan sola —confesé mirándolos con una sonrisa triste.
—Seremos los padrinos de boda, los padrinos de vuestro hijo y, vosotros los del nuestro. eso nos hace como de la familia —alegó ella con cariño, calmando la tristeza que anidaba en mi corazón.
—Estoy pensando en escribir a mi casa yo también —interrumpió Edel, mirándome a los ojos. Vi en ellos una tristeza similar a la mía.
—Creo que tu madre se pondrá muy contenta al saber de ti —afirmé intentando animarle a hacerlo, acariciando su brazo con ternura.
—Espero que las cosas vayan bien en casa, pues la guerra está siendo cada vez más dura —añadió él con la mirada perdida en sus pensamientos.
—Si te contestan tendrás una idea de lo que ocurre allí —intervino Leo, quién había permanecido al margen hasta entonces.
—Si la carta la lee en primer lugar mi padre, es posible que la rompa antes de enseñársela a mi madre —afirmó mi chico, dejando clara la estricta y cerrada mente de su padre ante nosotros.
—Envía la carta a nombre de tu madre, así seguro que la lee —sugerí tras pensarlo un momento.
—Eso es buena idea —corroboró Leo, mientras Trini asentía.
—Está bien, ya me habéis convencido. Esta tarde me pondré a escribirle —aseguró, intentando que le dejásemos de presionar con el tema.
Al entrar en el comedor ese día, la ausencia de los pasajeros que nos habían dejado en Méjico se hacía evidente al quedar tantas mesas vacías. Lo habitual era escuchar el ruido de fondo de cientos de conversaciones, pero esos últimos días el silencio era casi completo. Tras la comida nos retiramos a la habitación y Edel se sentó a escribir.
Querida mamá, escribo para decirte que estoy bien, junto a la mujer que amo. Me he casado y viene un hijo en camino. Hemos embarcado hacia América para escapar de la persecución a la que nos han sometido en Europa. Nos vamos a instalar con un amigo mío, Ethan, seguro que lo recuerdas porque era judío y tuvo que huir. Espero que vosotros también estéis bien, aunque la situación sea tan dura con la guerra. Siempre podrás contar conmigo, mamá. Si en algún momento decides embarcarte para venir a América, con gusto intentaré ayudarte a conseguirlo y te esperaremos Elisa y yo. Espero que puedas escribirme para contarme cómo estás y así quedarme tranquilo. Un abrazo muy grande de Elisa y mío. Hasta pronto.
Me enseñó la carta y la colocamos junto a las mías para enviarlas al llegar.
—¿Crees que se enfadará cuando sepa que te has casado conmigo? —pregunté cuando nos metimos en la cama.
—Espero que lo comprenda, pero en realidad su opinión no me importa, ahora mi familia eres tú —respondió mi chico acariciando mi pelo con ternura.
Aquella iba a ser nuestra penúltima noche en el Nyassa, donde nos trataban con respeto y habían procurado hacernos el trayecto lo más agradable posible. Durante casi un mes de viaje, se habían forjado amistades, nació un bebé y se gestaron otros, hubo boda y también fallecimientos, un rescate en alta mar y noches de fiestas y pequeños entretenimientos. Había sido un viaje inolvidable pero, como todo viaje, acaba terminando en algún momento.
El día que llegamos a Nueva York recogimos todo nuestro equipaje, incluyendo a Nur, que lo llevaba yo de la correa. Nos reunimos con Trini y Leo, ambos iban de la mano, con una sonrisa que no podía ocultar su nerviosismo. Reinaba un ambiente de expectación por ver nuestro nuevo hogar, pero también persistía el miedo a lo desconocido. Una cosa de la que ya no teníamos que preocuparnos era de la guerra, ésta estaba lejos y no suponía ninguna amenaza. La sensación de que estábamos seguros era tan nueva para nosotros que no acabábamos de creerlo.
El Capitán ya se había despedido de todos los pasajeros en general la última noche de travesía, antes de llegar a Méjico. Pero antes de atracar en Nueva York se acercó a hablar con nosotros, llevando entre sus manos un gran sobre blanco y una sonrisa en su cara.
—Edel, Leo, ha sido un honor tenerlos a bordo de este barco. He de agradeceros a los dos la ayuda que prestaron en el rescate del barco inglés —inició el hombre con una sonrisa.
—Muchas gracias, capitán —respondieron ambos al unísono.
—Aquí tenéis los documentos que acreditan vuestra valía y que os abrirán las puertas a la hora de conseguir trabajo en este país. Ha sido un placer viajar con vosotros —aseveró el capitán entregándoles unos documentos.
—El placer ha sido nuestro, capitán. Ha sido un trayecto muy agradable, me gustaría repetirlo, pero en otras circunstancias. Espero que le vaya muy bien en la vuelta a Portugal —agradeció mi chico tendiendo la mano al hombre.
—Muchas gracias, capitán —añadió Leo.
El capitán nos saludó a nosotras también y se retiró al puesto de mando para dirigir el atraque en el puerto.
Desde la cubierta, observamos con curiosidad ese nuevo país, que nos daría la oportunidad de rehacer nuestra vida. Vimos la estatua de la libertad, una señal de que estábamos en el lugar perfecto para nosotros.
Bajamos al puerto de Nueva York, cargados de ilusión, con una maleta de sueños por cumplir y un nuevo miembro de la familia en camino. Cogidos de la mano, con nuestros amigos, descendimos del Nyassa en busca de la libertad. No sería fácil, seguro que nos enfrentaríamos a nuevos desafíos para seguir juntos, pues el mundo no comprendía nuestro amor y no nos lo pondría fácil. Pero la fuerza de nuestra unión podría vencer las tormentas, por fuertes que fueran.
FIN
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