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   Cuando desperté estaba en una camilla, dentro de una habitación pequeña llena de estanterías atestadas de material médico. Por un momento me pregunté qué hacía allí y qué eran todos aquellos instrumentos, pero enseguida recordé. La angustia, el dolor y el miedo recorrieron todo mi cuerpo. Revisé la sala y pude ver a alguien sentado en una pequeña silla, pero desde mi situación no podía reconocerlo.
   —¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Edel? —pregunté a voz en grito mientras trataba de incorporarme. En ese momento Trini se levantó de la silla y se acercó a mi lado tratando de calmarme.
   —Tranquila, todo está bien —murmuraba mientras me abrazaba, tratando de evitar que me levantara.
   —¡Quiero ver a Edel! ¿Dónde está? —exclamé aferrándola de los antebrazos y sacudiendo su cuerpo con desesperación. Ella me miraba con lágrimas en los ojos, tratando de frenar mis esfuerzos por levantarme y consiguiendo unicamente que el miedo creciera en mi interior.
   —Elisa, cálmate, ahora te lo explico todo. Si sigues así te vas a hacer daño —me regañó con dulzura. Respiré hondo un par de veces y con la voz calmada pero firme hablé de nuevo.
   —Trini, déjame ver a mi marido, quiero saber cómo está —supliqué, mirándola a los ojos.
En ese momento entró el médico, quien insistió en revisarme antes de dejarme salir de la habitación. 
   —¡Por favor, doctor!, ¿Cómo está mi marido? ¿Por qué no me dicen nada? —insistía, con el temor de que las noticias que me dieran fueran malas. 
   —Enseguida te explico, Elisa —respondió él— déjame revisarte bien, pues en tu estado es peligroso que te desmayes de nuevo. Nos has asustado mucho —comentó, dejándome intrigada por lo que significaban sus palabras.
   —¿Qué quiere decir con mi estado? —inquirí, dejando que terminara con su trabajo lo antes posible para ir a ver a mi chico.
   —Es muy posible que estés embarazada, Elisa. Tu amiga me ha descrito tus síntomas y encajan a la perfección con los derivados de la gestación en sus primeras semanas. ¿Has tomado alguna precaución para no tener hijos? —me preguntó sin dejar de revisarme.
   —No, no tomamos precauciones —confesé con vergüenza mirando a Trini, que sonreía a mi lado.
   —Te mandaré unas vitaminas y no podrás hacer esfuerzos durante unos cuatro meses. No lo puedo garantizar al cien por cien, pero apostaría mi brazo derecho a que esperas un bebé —espetó sin darme tiempo a reaccionar. Ya lo sospechábamos, pero oírselo decir al médico lo hacía más real. 
Por fin, tras diez minutos angustiosos, el doctor terminó con su revisión y me miró de frente.
   —Tengo que hablar contigo, Elisa. Se trata de tu marido —dijo con voz seria, empujándome con suavidad para que me sentara en la silla que había ocupado Trini.
   —¿Qué le ha ocurrido? —pregunté conteniendo la respiración.
   —Ha sufrido una agresión por parte del soldado que recibió su sangre —me explicó, mientras las lágrimas resbalaban por mis mejillas, pensando en lo peor.
   —¿Está bien? —inquirí con las últimas esperanzas que me quedaban.
   —No, Elisa, las heridas que le han causado en este ataque han sido graves. Estoy haciendo todo lo que puedo por él, pero no sabremos si sobrevivirá hasta dentro de veinticuatro horas —respondió aquel hombre con los ojos cansados.
Me derrumbé, cubriendo mi rostro con las manos y lloré hasta quedar agotada. Trini se agachó a mi lado, me abrazaba y acariciaba mi pelo. Ella sabía mejor que nadie lo que estaba sintiendo pues lo había experimentado con su marido. 
   —Necesito verlo —supliqué con la voz temblorosa, empujando a mi amiga para ponerme de pie.
   —Yo te acompaño, cariño —repuso Trini mientras me conducía fuera de aquella habitación.
En cuanto crucé la puerta me di cuenta de que me encontraba en la sala donde estaban los heridos. Crucé la estancia entre las camas, guiada por el médico hasta la más aislada de todas. Me acerqué y pude ver a mi chico con los ojos cerrados, tumbado sin moverse. Puse mi mano sobre la suya.
   —Estoy contigo, cariño. Tienes que ponerte bien. No me voy a ir de tu lado hasta que te recuperes —musité en su oído, sin obtener ninguna señal de que me hubiese escuchado. 
Miré al doctor buscando una explicación.
   —Está en coma, las heridas de arma blanca ya están tratadas y se recuperará de ellas sin problemas, pero al caer se golpeó la cabeza y tiene un hematoma interno. Esperaremos que se disuelva por sí solo y despierte.
   —No me moveré de su lado —afirmé con rotundidad.
   —No sabemos si despertará ni cuando lo hará. Si recupera la conciencia en estas próximas veinticuatro horas es probable que se salve —explicó el doctor mientras yo no dejaba de mirar a mi amor. 
   —Pienso estar a su lado hasta que despierte —repetí con determinación, de manera que no tuvieron más remedio que aceptar mi decisión y dejarme una silla para que me acomodara a su lado.
El médico y Trini me dejaron a solas con él.
Tomé su mano entre las mías y lo acaricié con suavidad mientras le iba hablando en voz baja. Le recordé anécdotas de la casita blanca, como las veces que me perseguía en el río, cuando me regaló la horquilla con forma de mariposa. Trataba de traerlo de nuevo junto a mí, arrancándolo de los brazos de la muerte. Le pedí que volviera. 
—Por favor, Edel, no me abandones ahora. Te necesito más que nunca. Recuerda que no podemos rendirnos. Nuestro amor ha vencido la distancia y la guerra, el odio no puede vencerlo. Hemos luchado mucho para llegar hasta aquí, a pesar de todo lo que nos separaba.
   Mis ojos se llenaron de lágrimas, mientras veía cómo mis sueños de felicidad se desvanecían como las estrellas al amanecer. Apoyé mi cabeza en su brazo sin soltar su mano y me quedé dormida junto a él. 
El ruido de la puerta me despertó, levanté la cabeza y vi a Leo acercarse.
   —¿Cómo estás, Elisa? ¿Cómo está él? —preguntó señalando a mi chico.
   —Igual que ayer, no se despierta —expliqué con brevedad. 
   —Yo me quedo con él mientras tú vas a desayunar, necesitas recuperar fuerzas —me ordenó con voz decidida, ayudándome a levantar y empujándome a la salida. Fuera me esperaba Trini, que vino conmigo al comedor, asegurándose de que comiera antes de volver con Edel.
   —Todo irá bien, cariño. Seguro que despierta pronto, es joven —me dijo una mujer que pasó por mi lado en la mesa.
   —Eso espero, señora —contesté agradecida. 
Mi garganta y estómago estaban cerrados y me resultó doloroso comer algo pero, haciendo un gran esfuerzo, conseguí beberme un vaso de leche y comer unas galletas. 
   —Iré a buscar al gato para pasear y darle de comer —me prometió Trini. 
   —Gracias, si puedes ir a buscar a la niña me harías un gran favor, pero no le digas que Edel está enfermo, no quiero que se asuste —le pedí justo antes de levantarnos para volver junto a mi chico.

   —La pequeña Isabel ya sabe lo que ha ocurrido. Estaba presente cuando sucedió —murmuró con lástima—. Tranquila, yo me ocupo de todo —me aseguró, logrando que me relajase un poco.
Regresé junto a mi chico de ojos azules, me senté a su lado y dejé que el tiempo pasara mientras le hablaba y acariciaba. En ese momento alguien se acercó, sobresaltándome. Era un soldado de los que habíamos rescatado del barco hundido.
   —Quiero disculparme con usted en nombre del soldado que lo ha agredido —espetó asustándome.
   —No importa, dejó muy claro lo que opinaba de nosotros y ha tomado la justicia por su mano, atacando a un inocente —repliqué intentando poner punto y final a aquella conversación. No quería pensar en aquel soldado que nos insultó y atacó a Edel, porque no podía perdonar lo que había hecho.
   —Lo siento, estuvo en un campo de concentración y le dejó marcado para toda la vida —me explicaba aquel hombre, tratando de justificar la agresión.
   —Edel no es un asesino como él lo llamó. Luchó en Alemania contra el régimen de Hitler. Por eso hemos tenido que huir de Europa. Mis hermanos estuvieron en un campo nazi, mi padre murió en el campo de exterminio, pero él nos ayudó todo lo que pudo siempre —repliqué enfadada.
   —Lo lamento, si puedo hacer algo por vosotros no dudéis en decírmelo —añadió mientras se retiraba de nuevo hacia su cama. 
Miré a Edel y pensé en todo lo que él había hecho por aquellos soldados, arriesgando su vida para salvarlos, dando su sangre. Le habían pagado con la peor de las monedas, la violencia y el desprecio.
Decidí ignorarlos a todos. Concentré mi atención en mi chico y froté sus brazos y piernas para que entraran en calor y se le reactivase la circulación de la sangre. Al retirar la sábana pude ver sus heridas, cubiertas por vendajes limpios. Tenía tres heridas : dos en la pierna y una en el brazo. Acaricié con suavidad cada una de ellas, me incliné sobre él y lo besé en los labios en un impulso.
   —No es la bella durmiente, Elisa —escuché una voz tras de mí. 
   —Lo sé, Leo, pero no quiero que se olvide de mis besos —comenté con media sonrisa.
   —Despertará pronto, ya verás que se pondrá bien. —Intentó animarme.
A la hora de comer, se quedó Leo con mi chico mientras Trini y yo íbamos al comedor. 
   —¿Por qué no le dices que estás embarazada? —sugirió Trini de forma sorprendente, mientras que casi me atraganto con un bocado.
   —Está inconsciente, no se va a enterar de nada... —repuse mirándola con sorpresa.
   —Tengo entendido que las personas en coma a veces escuchan lo que se les dice —me explicó con sencillez. 
   —Le preguntaré al doctor —dije terminando de comer.
   —No pierdes nada al probar, intenta que reaccione al saber que va a ser padre —sugirió dejándome sin palabras. Lo pensé y decidí intentarlo. Tenía que despertar del coma, debía probar todo lo que se me ocurriera. 
Regresé a la enfermería y esperé a quedarme de nuevo a solas con él.
   —Cariño, tengo que contarte una cosa —empecé a explicarle, mientras mantenía como siempre una de sus manos entre las mías. Lo besé en los labios y continué hablando.
   —Estos días que me encontraba mal tienen una explicación. Si haces memoria, antes de que te atacaran me quedé a solas con Trini. En esos momentos ella me dijo que mis síntomas eran similares a los de un embarazo. Esa misma tarde iba a ir al médico con ella para que me lo confirmara. No es cien por cien seguro pero, como me desmayé al verte en esta cama, el doctor me examinó y cree que puedo estar embarazada. ¿Te lo imaginas, Edel? Un bebé que se parezca a los dos está creciendo en mi interior. Pero mi felicidad no estará completa hasta que no despiertes. Tu hijo te necesita, cariño, yo también —confesé con lágrimas en los ojos. Hablar del bebé lo convertía en una realidad palpable y, en cierto modo, aterradora. 
   —Quería estar más segura de ello antes de darte la noticia, porque sé que no es el momento oportuno para tener un hijo, pero creo que saberlo te va ayudar a despertar. Tienes que abrir los ojos para seguir adelante juntos, el fruto de nuestro amor está creciendo y nos necesita a los dos, Edel —le expliqué colocando su mano en mi vientre. No percibí ningún cambio en su estado. Pero de algún modo explicárselo a él me había ayudado a asumir la realidad. Tenía un hijo en camino y debía luchar por él, pasara lo que pasara.
Las horas transcurrían lentas a su lado. De vez en cuando acercaba su mano a mi vientre y le recordaba que iba a ser padre. Siempre en voz baja le decía cuánto lo quería y lo necesitaba. Tras una tarde eterna, llegó la noche de nuevo y apoyé mi cabeza en su pecho. Así escuchaba su corazón y le sentía mucho más cerca. En el momento en que mis ojos se iban cerrando por el cansancio, noté una mano en mi cabeza, que me acariciaba torpe. Desperté de golpe pero no me atreví a moverme, hasta que escuché su voz de nuevo.
   —Tienes que ir a descansar, cariño. Tienes que cuidarte —susurró con un hilo de voz. Levanté la cabeza y miré su rostro, seguía con los ojos cerrados, pero una sonrisa asomaba a sus labios.
   —No te preocupes, mi vida. Estoy bien, voy a llamar al médico —dije antes de levantarme para ir en busca del doctor. Eran las dos de la mañana cuando despertó y, tras hacerle una pequeña revisión, me aseguró que la mañana siguiente podría dejar que descansara en el camarote.
   —Así también podrá descansar usted, Elisa —declaró con una sonrisa.
   —¿Se va a poner bien? —pregunté esperanzada mientras miraba con renovada alegría a mi chico.
   —Por fortuna ha recuperado la conciencia, ahora debe beber muchos líquidos y guardar reposo unos días —anunció el doctor, que se marchó enseguida dejándonos solos.
   —¿Es cierto, Elisa? ¿Vamos a tener un hijo? —me preguntó en voz baja una vez nos quedamos a solas, la sonrisa de su cara se ensanchó cuando le respondí con un gesto de mi cabeza. Me había quedado sin palabras. La emoción iluminó su mirada, aunque un momento más tarde una sombra de preocupación cruzó por su rostro.
   —¿Cómo lo vamos a hacer? No tenemos nada. ¿Cómo vamos a sacar adelante a nuestro hijo? —inquirió con voz seria.
   —Saldremos adelante, juntos lo lograremos —afirmé ya más segura. Con Edel a mi lado no me daba miedo nada. Me incliné sobre él en la cama y le besé en los labios, me tumbé a su lado y me dormí de inmediato debido a la tensión y el cansancio acumulados.
La mañana siguiente el doctor cumplió su promesa y dejó que Edel descansara en el camarote, aunque nos avisó que vendría dos veces al día para ver como estaba. Aquella misma mañana, dos marineros ayudaron a mi chico a llegar a nuestro camarote. Lo instalé en nuestra cama, cuidando que estuviera cómodo . 
   Isabel vino a ver a Edel acompañada por el médico esa misma tarde. Entró a nuestro camarote despacio, asustada.
   —Puedes pasar sin miedo, Isabel —comenté al ver su indecisión.
   —¿Cómo está Edel? —me preguntó acercándose, sin dejar de mirarme.
   —Está mejor, ya ha despertado, Isabel, pronto podrá salir a pasear como antes —le expliqué con sencillez, para calmar ese miedo que se reflejaba en su mirada.
   —Tenía mucho miedo, no le pude defender de aquel hombre malo —explicó la niña con lágrimas en los ojos.
   —Lo sé, cariño, pasa a saludar a Edel —la invité mientras mi chico se sentaba en la cama para saludar a la niña.
Cuando entró fue directa a la cama, lanzándose a abrazar a Edel con alivio. Me hacía una idea de lo que habría sufrido la niña al ver a mi chico siendo atacado. Ahora exteriorizaba la emoción de verlo vivo. Tras unos minutos el doctor nos pidió que saliéramos de la habitación y se quedó a solas con él. 
   —Se va a poner bien, Isabel —intenté tranquilizarla, pues se había preocupado al ver los vendajes de su brazo.
   —¿No estás enfadada conmigo? —inquirió temerosa, sin querer mirarme a los ojos.
   —No, cariño. No tengo motivos para estarlo —afirmé con seguridad mientras levantaba el rostro de la niña para mirar sus ojos.
   —No pude ayudarle, solo corrí en busca del doctor... —murmuró con la voz rota por el dolor.
   —Hiciste lo que debías, gracias, Isabel —la tranquilicé dándole un fuerte abrazo. Cuando vi de nuevo su cara, una pequeña sonrisa apareció en sus labios. El médico salió y se llevó a Isabel con él para que dejásemos descansar a Edel. 
Regresé al camarote y me tumbé con él abrazándole. Trini vino más tarde a vernos, junto a Leo. Mientras los chicos hablaban me convenció para que saliera con ella a tomar el aire a cubierta.
   —¿Ya se lo has dicho? —me interrogó con una sonrisa.
   —Sí, eso ha sido lo que ha hecho que despierte, gracias, Trini. Nunca se me hubiese ocurrido decírselo de ese modo —declaré mientras tomaba sus manos  entre las mías.
   —Para eso están las amigas. ¿Qué te ha dicho? ¿Cómo se lo ha tomado? —inquirió curiosa. Le expliqué sus dudas y las mías, pero ella le quitó importancia al tema y enseguida empezó a hablar de la criatura.
   —¿Qué prefieres que sea niño o niña? —me siguió preguntando.
   —No lo sé, creo que prefiero una niña, con los ojos de Edel y su pelo rubio. Sería como una muñeca —comenté soñadora.
   —Yo preferiría tener un niño, que fuera como Ángel —deseó Trini mientras se pasaba la mano por el vientre.
   —Tenemos que mantener el contacto cuando desembarquemos. No podré hacerlo sola, Trini, si estamos las dos juntas podremos ayudarnos mutuamente, no tengo experiencia con bebés, ya casi ni me acuerdo de mi hermana pequeña, era muy niña para saber lo que necesitaba un bebé.
   —Yo no tuve hermanos pequeños, no sé nada de bebés, tendremos que aprender juntas, ojalá que haya alguien que nos pueda enseñar algunas cosas.
Tuvimos suerte de que en el barco viajara una matrona española que huía de la dictadura. El médico la había localizado entre los pasajeros y le pidió que nos ayudara y explicara algunas cosas. 
   —Vamos a ver, muchachas. Me parece que os voy a tener que enseñar muchas cosas —dijo al conocernos, sonriendo y arremangándose.
   —Estamos dispuestas a aprender todo lo que sea necesario —afirmó Trini por las dos.
   —Vendré cada día hasta que sepáis a lo que os vais a enfrentar. Las dos sois muy jóvenes —señaló dirigiéndonos una mirada crítica.
   —Yo soy viuda y Elisa está recién casada —justificó Trini. 
Ese mismo día comenzaron las clases. Edel seguía convaleciente en la cama, pero estaba mejorando muy rápido, así que lo podía dejar solo a ratos mientras aquella mujer nos enseñaba.
Tras cinco días de reposo mi chico recuperó la energía y empezó a salir a pasear. Todo volvía a la normalidad, con la diferencia de que cada vez estábamos más cerca de llegar a nuestro destino.
   —Señora Manuela, ¿no le haremos daño al bebé si nos acostamos con nuestros maridos? —preguntó un día Trini, sonrojándose.
   —No le haréis daño, chicas. La relajación que tendréis al hacerlo con vuestros maridos es beneficioso para el niño —señaló la matrona sonriendo. Yo había estado muy preocupada por ello, pero no me atrevía a preguntar. Edel ya estaba recuperado de sus heridas y cada vez que me besaba me incendiaba por dentro. Llevábamos varios días sin hacerlo, pero ya no pensaba esperar más.
   —¿Cómo te has atrevido a preguntar eso? —exclamé cuando terminó la clase.
   —Te voy a confesar una cosa, Elisa —dijo bajando la voz—. Me he acosado con Leo un par de veces, pero tenía miedo de dañar al bebé y le dije que esperásemos.
   —¿Tú y Leo...? —pregunté sin sorprenderme demasiado.
   —Desde que vimos el barco incendiado —confirmó mis sospechas.
   —Ya me lo parecía a mí... —murmuré, más para mí misma que para que me escuchase ella.
La sonrisa de Trini hablaba por sí sola, era feliz y yo me alegraba por ella y por Leo. Ambos tenían mucho en común y se merecían ser felices juntos.
Esa misma noche, mientras cenábamos, Trini y yo nos mirábamos con complicidad, pues habíamos decidido terminar con la abstinencia sexual. Ellos no sabían nada, pero esa noche nos retiraríamos pronto al camarote... pero no precisamente para dormir.
En la cena, en voz baja, le dije a Edel lo que nos había explicado la matrona. Sus ojos se iluminaron, me miró con deseo y, antes de que me diera cuenta, me estaba besando con pasión delante de todos. Me dejé llevar un minuto, para después frenarle y pedirle que me llevara al camarote.

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