-4
Nunca antes había viajado en tren, estaba en el asiento y miraba extasiada por la ventana. El paisaje pasaba veloz, las granjas y los campos se veían llenos de vida. En mi mente, imaginaba un lugar similar a ese, donde poder vivir con mi familia sin temor a la guerra. Tras un trayecto de alrededor de una hora, el tren paró en una pequeña estación y nos informaron de que no volvería a circular hasta que no se hiciese de noche.
—¿Por qué no nos movemos, papá? —preguntó sorprendida Adela.
—Es para que no nos vean los aviones, hija —explicó mi padre.
—¿Aquí también nos dispararán? —interrogué preocupada, ya que los recuerdos de nuestro viaje seguían acechándome por las noches.
—No, Elisa, no te has de preocupar de eso ahora. —trató de tranquilizarme mi madre, mientras dirigía una mirada de reproche a mi padre.
No nos iban a explicar nada, como de costumbre.
—¿Qué hemos hecho mal, papá? —inquirió de nuevo Adela con inocencia— ¿Por qué nos quieren hacer daño?
—Nosotros no hemos hecho nada malo, cariño, es la guerra. No lo entenderías —respondió mi madre dando por zanjado el tema y dejando a mi hermana y a mí con nuestras dudas y temores.
En cuanto el sol se ocultó y la oscuridad se impuso, el tren arrancó de nuevo circulando por las vías muy despacio y con las luces apagadas. La luna llenaba el cielo con su resplandor y el paisaje era fantasmagórico. Los árboles semejaban figuras amenazantes que se cernían sobre nosotros y en el horizonte se veían resplandores en el cielo, causados por algún incendio o explosión.
No llevábamos comida, pero ya estábamos acostumbradas al hambre. Una familia que viajaba en nuestro vagón, sacó de sus equipajes alimentos variados y, al ver que Adela y yo los mirábamos embelesadas, nos dieron un trozo de pan y queso.
—¿Tenéis hambre, muchachas? —nos preguntó quien parecía ser la madre.
—Un poco, señora —murmuró Adela, ganándose una mirada de reprimenda de mi madre.
—Tomad, niñas, nosotros llevamos más de lo que nos comeremos —señaló la mujer alargando su mano hacia nosotras.
—Muchas gracias, señora —contestamos las dos al unísono.
Tomamos lo que nos ofrecían y lo compartimos con nuestros padres. Más tarde el sueño venció a mi hermana y, con el movimiento del tren, al cabo de un rato también me dormí un poco. Después de seis horas, varias paradas y traqueteos, llegamos a la estación de Irún.
—¿Ya hemos llegado, papá? —pregunté esperanzada.
—No, hija, a partir de aquí iremos caminando. Pronto os llevaré a ver a vuestros hermanos.
Mi corazón saltó de alegría al saberlo y ya no me importó caminar, si con eso lograba volver a verlos; los echaba mucho de menos. Mi padre nos condujo por un camino de bosque hasta las afueras de Irún, a la espera de un guía. Nos instalamos en una casa vieja abandonada, que aún mantenía las cuatro paredes y el techo semi derruido. Algunos espacios abiertos en el tejado nos permitían ver el cielo estrellado.
—De momento os quedaréis aquí, María —habló mi padre serio— tengo que encontrar una persona que nos ayude a cruzar a Francia.
—¿Y los niños? —preguntó ella preocupada.
Centré mi atención en lo que contestaba mi padre, pues lo que más deseaba era reunirme con mis hermanos.
—Todavía no podrán reunirse con nosotros, pero no tardaremos mucho en verlos —comentó, apagando un poco mi entusiasmo.
—¿Cuánto tiempo tendremos que estar aquí, Alberto? —inquirió mamá señalando aquel frío lugar.
—No puedo decírtelo, la verdad es que no lo sé con exactitud, quizás unos días, quizás más.
—¿Qué vamos a comer mientras esperamos? —siguió interrogando mi madre.
—Os traeré comida, pero no os podéis mover de aquí —espetó dando por acabada la conversación.
Se marchó por donde habíamos venido dejándonos solas en aquella casa. Al poco tiempo papá trajo algo de comer y nos advirtió que nadie podía saber que estábamos allí.
—Debéis extremar las precauciones —ordenó con voz firme— no os puede ver nadie.
La casa estaba aislada en la montaña, rodeada de árboles frondosos que lo convertían en un lugar donde se respiraba paz. Durante aquellos días de tensa espera, pensé muchas veces que no me habría importado vivir en aquel paraje. Las temperaturas eran muy bajas, pero a pesar de ello, para que nadie nos descubriera, no hacíamos fuego para calentarnos y durante las noches nos acurrucábamos las tres juntas, envueltas en mantas. Durante el día, nos aventurábamos a salir al sol vigilando siempre que no se acercase nadie que nos pudiese ver. En alguna ocasión, la tranquilidad que se respiraba allí nos hacía olvidar las precauciones y nos dejábamos llevar por la emoción.
—¡No te alejes más, Elisa! —exclamó mi madre un día al verme correr— ¡vuelve aquí ahora mismo!
—¡Voy mamá! —respondí asustada— no me había dado cuenta de que estaba tan lejos —me justifiqué sentándome a su lado.
—No podemos dejar que nos vean —susurró abrazándome, desvelando su inquietud.
—Tengo miedo mamá, ¿Cuándo se acabará la guerra? —pregunté angustiada.
—No lo sé, Elisa, pero nos marcharemos pronto y empezaremos una nueva vida en otro país.
Lo que estábamos haciendo era peligroso, incluso yo, con mis casi quince años me daba cuenta. No comprendía con exactitud el porqué nadie debía saber de nuestro paradero, pero ponía toda mi atención en evitar hacer ruido o delatar nuestra presencia. Estaba asustada. Por las noches, las pesadillas seguían atormentando mis sueños: personas gritando y pidiendo ayuda, sangre, dolor, todo ello unido al estruendo de las bombas, se metían en mi cabeza. Despertaba tan sobresaltada que después me costaba muchísimo volver a dormir.
—Mamá, ¿No podemos quedarnos aquí para siempre? —preguntó mi hermana una mañana especialmente cálida.
—No, cariño, dentro de poco la guerra llegará aquí también, no es seguro quedarse —explicó con paciencia.
—¿Y cuándo nos iremos, Mamá? —inquirí, intentando saber algo más sobre nuestra situación.
Mi madre me miró triste, con el gesto cansado de una luchadora derrotada, intentando contener la emoción y desbordada por las circunstancias.
—No lo sé, Elisa, tal vez la semana que viene, cuando tu padre consiga algún guía de montaña —explicó con voz triste— entonces nos encontraremos con tus hermanos y traspasaremos la frontera.
—¿Dónde están mis hermanos? —intervino Adela.
—No lo sé, sólo tu padre sabe dónde se esconden. Pero pronto volveremos a estar juntos, si Dios quiere —contestó, con una pequeña sonrisa asomando a su rostro.
Mi padre seguía desapareciendo durante algunos días y, cuando regresaba, nos traía víveres y se marchaba de nuevo. No nos explicó nunca lo que hacía en esos viajes, pero los alimentos que nos traía, en muchas ocasiones, no duraban hasta que volvía y teníamos que salir a buscar hierbas del campo, caracoles o cualquier cosa comestible. No nos atrevíamos a acercarnos al pueblo, pequeño y silencioso, así que nos manteníamos en el lindar del bosque y cocinábamos con un fuego pequeño, procurando que el humo no se viese desde la villa de Irún.
Una mañana de finales de enero de 1939, llegó papá y nos hizo recoger todo lo que pudiésemos llevarnos.
—Ha llegado el momento, María, abriga bien a las niñas y descansar hoy todo lo que podáis. Esta noche nos vamos —explicó nervioso, mientras nos observaba a las tres.
—¿A qué hora saldremos? —preguntó
—No estoy seguro, depende del guía —y añadió enseguida— será esta noche y cuando haya oscurecido.
Recogimos todo para partir esa misma noche. Mamá nos hizo poner toda la ropa de abrigo que teníamos y nos preparamos para la gran odisea que nos esperaba: cruzar los Pirineos.
Mi padre vino con un hombre que llevaba un gorro de lana calado hasta las cejas, nos recogieron a las once de la noche y nos exigieron que marcháramos en silencio.
—¡Vamos, niñas! Tenemos que marcharnos ahora —nos despertó mi madre.
—¿Vamos a ver a Manuel y a Pascual? —pregunté esperanzada.
—Sí, hija, los recogeremos por el camino —explicó mientras nos conducía fuera de aquella casa.
No había luna y la noche era oscura y tenebrosa, tanto, que nos ataron a todos una cuerda en la cintura para que no nos extraviáramos.
—Tenemos que andar uno tras otro sin hacer ruido —informó aquel hombre—. Si les aviso tienen que tirarse al suelo y permanecer callados.
Sus palabras me recordaron el largo trayecto hasta Barcelona y las veces que nos habíamos tenido que tirar al suelo para escondernos de los aviones.
Empezamos a caminar despacio pero poco a poco fuimos acelerando el paso, nuestro guía iba el primero, detrás de él mi madre, tras ella yo; a mi espalda caminaba mi hermana y el último era mi padre. No nos atrevíamos a hablar, aunque mi mente no paraba de hacerse las mismas preguntas : «¿Dónde estaban mis hermanos? ¿A dónde íbamos?» . La oscuridad me asustaba y estaba temblando de frío, a pesar de que llevaba unos calcetines largos y una falda hasta los tobillos, el viento helado traspasaba la ropa y me estaba dejando congelada. Me concentré en seguir los pasos de quien tenía delante, aunque me resultara difícil. El guía parecía muy acostumbrado a andar por aquella zona y llevaba un ritmo infernal.
Nos adentramos en la montaña, primero por una zona boscosa en la que nos desplazábamos por un sendero marcado. La noche era asfixiante, el bosque en penumbra me aterraba y estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano para vencer el miedo, pero las lágrimas se escapaban de mis ojos sin que pudiera evitarlo. Las ramas de la vegetación me arañaban los brazos y piernas, las copas de los árboles tapaban el cielo impidiendo que pudiéramos ver nada. Tras unas dos horas de camino serpenteante, más o menos plano, empezó la pendiente. El bosque frondoso se fue transformando en una vegetación más baja y la visión de nuestro entorno mejoró. Aunque no había luna, las estrellas iluminaban con su débil claridad el paisaje. El camino era estrecho y pedregoso, por lo que de vez en cuando, Adela tropezaba y mi padre tenía que sujetarla. Las alpargatas de cáñamo no eran el mejor calzado para aquella travesía, los pies se quedaban entumecidos y se clavaban las piedras en la planta. A medida que subíamos, las temperaturas descendían en picado, hasta que llegó un momento en el que tiritaba y me castañeteaban los dientes. Mi hermana lloraba en silencio. Mamá, caminando frente a mi, resistía y demostraba una fuerza y un coraje que me inspiraba a seguir adelante y no rendirme. De no ser por ella me hubiese dejado caer en el suelo negándome a caminar más. Las circunstancias que estábamos viviendo y las sensaciones que invadían mi cuerpo y mi mente, me superaban.
Estuvimos ascendiendo por la montaña lo que me parecieron horas, hasta que alcanzamos una pequeña planicie, donde se observaba un saliente de roca. Nos acercamos y mi corazón saltó de alegría cuando vi dos siluetas en la noche y pude distinguir entre ellas a Pascual. Corrí hacia él, a pesar del cansancio. El encuentro fue silencioso, pero emotivo.
—Descansaremos media hora y nos pondremos de nuevo en marcha —informó el guía.
—¿Estáis bien? —preguntó mi madre abrazándolos y revisando que no estuvieran heridos.
—Os hemos echado mucho de menos —susurraba Pascual abrazado a Adela— ¡Has crecido mucho, pequeña!
—Bien, María, como te prometí aquí los tienes —afirmó mi padre abrazándolos a los dos.
Me abracé a mis hermanos y noté que estaban muy delgados y se les marcaban las costillas. Las lágrimas de emoción escaparon de mis ojos sin poder contenerlas, veía sus miradas y comprendía que habían conocido el infierno. Se aferraron a mí y a mi hermana y luego abrazaron a mi madre.
—¡Vamos tenemos que ponernos en marcha! —exclamó el guía mirando el cielo—. Pronto amanecerá y tenemos que llegar antes de que salga el sol.
—¿Falta mucho? —preguntó mi hermana pequeña—. Estoy muy cansada, mamá.
—Ya casi hemos llegado, un último esfuerzo Adelita.
El cansancio extremo que teníamos, junto con el hambre y el frío, nos acompañaron durante todo el trayecto.
Llevábamos caminando unas horas cuando el guía se paró en seco.
—Atención, me ha parecido escuchar algo —comentó serio, mirándonos.
—¿Nos pueden haber descubierto? —preguntó mi padre preocupado.
—No lo creo, pero es mejor ser precavidos —añadió— nos ocultaremos entre estos matojos.
Tuvimos que escondernos, tirándonos al suelo porque el guía había detectado que alguien estaba por la zona. Me enterré entre unos matorrales con la respiración entrecortada, temía que oyesen mi corazón de tan fuerte que latía. Esperamos agachados entre los arbustos hasta que el guía nos avisó que ya podíamos salir.
—Ya pasó el peligro, podemos seguir el camino —avisó— solo se trata de un pastor, al parecer no nos ha visto.
—¿Llegan tan arriba con los rebaños? —se interesó Manuel.
—Las cabras suben muy alto, ese hombre habrá venido a buscar alguna que se le habrá perdido —espetó en tono condescendiente.
Continuamos con nuestro ascenso, más atentos a los ruidos de nuestro alrededor después del susto. Cuando el sendero comenzó a descender, tuvimos la esperanza de que lo peor ya habría pasado y que estábamos llegando por fin a nuestra meta. Pero aún nos quedaba un largo recorrido hasta llegar al lado francés de los pirineos.
Comenzaba a pensar que nunca llegaríamos cuando el guía paró frente a un camino bien marcado.
—Ya estamos en Francia, aquí les dejo que sigan su camino —dijo, estrechando la mano de mi padre—. Espero que les vaya muy bien a partir de ahora. ¡Buena suerte!
—¡Muchas gracias! —contestó—. No lo hubiéramos conseguido sin su ayuda.
Eran las seis de la mañana, llevábamos siete horas de travesía agotadora. Mi padre le dio algo en pago por sus servicios y aquel hombre desapareció por dónde habíamos venido. Ya empezaba a amanecer y estábamos agotados, nos sentamos y descansamos una hora.
—Tenemos que continuar —ordenó mi padre—. La parte más peligrosa ya ha pasado, pero aún tenemos que llegar a algún pueblo y buscar refugio y trabajo para pasar el invierno.
—Estoy muy cansada —expresé en voz alta— ¿Falta todavía mucho para llegar?
—No, pero no podemos esperar más tiempo aquí, cuanto antes lleguemos, antes podremos descansar.
Pero la vida está llena de sorpresas, y el descanso tardaría más de lo que imaginamos. Bajamos por el otro lado del sendero por el que habíamos subido. El paisaje era muy similar al de España y poco a poco la vegetación baja dio de nuevo paso a los árboles. Llegamos a una pequeña población llamada Biriatou, compuesta por varias casas. Nos acercamos y enseguida vinieron personas de uniforme que nos hablaban en francés. No les entendíamos al principio, pero después fui recordando lo que había aprendido en la escuela. Con lo que sabíamos de francés y los gestos que hacían nos hicieron comprender que debíamos seguirlos. Así que, con los pies destrozados por la dura travesía, seguimos a aquellos dos hombres con la esperanza de que nos brindasen ayuda.
—¿Dónde nos llevan, Alberto? —inquirió mi madre
—No lo sé, María, pero supongo que a algún refugio. No somos los únicos en llegar —comentó señalando otras personas que venían desde otra dirección, con gesto cansado pero contentos por haber escapado de aquella locura llamada guerra.
Pero se equivocó, primero nos condujeron a un despacho en el que, con ayuda de un intérprete, nos hicieron un montón de preguntas.
—¿De dónde vienen ustedes?— me preguntaban una y otra vez.
—De España, nos hemos ido por la guerra —respondía siempre, incapaz de decirles otra cosa.
—¿De dónde son? —me interrogaban.
—De Córdoba —contestaba segura— pero hemos estado un tiempo viviendo en Barcelona.
—¿Tus padres son de la facción republicana?
—No sé lo que significa eso —replicaba con sinceridad.
A Adela y a mí no nos tuvieron mucho tiempo con las preguntas porque en realidad no sabíamos nada. Por el contrario, a mis padres y hermanos, los estuvieron interrogando por más de una hora. Si esperábamos un recibimiento afectuoso y cordial, nos encontramos con una acogida fría y desagradable. Tras aquella «bienvenida», nos informaron de que nos enviarían a un centro de refugiados y, una vez instalados, decidirían sobre nuestra suerte. La esperanza de un futuro mejor no se desvaneció del todo, pero estábamos preocupados por el porvenir de la familia.
Nuestro primer destino fue un campo de refugiados cerca de la población de Alliers. Nos llevaron en un camión junto con otros compatriotas que también habían huido de la guerra.
—¿De dónde sóis, soldados? —les preguntaba papá, como siempre.
—De Málaga, señor —respondió uno de ellos.
—Nosotros venimos de Córdoba, ¿Os han dicho dónde nos llevan?—inquirió mi padre.
—No, solo sabemos que nos llevan a un campo de refugiados.
Todos los que viajábamos en aquel vehículo seguro que nos preguntábamos lo mismo: «¿Qué iban a hacer con nosotros?» Pero a pesar de todo, el rostro de toda mi familia estaba feliz porque por fin estábamos juntos.
El trayecto en el camión fue relajado, todos los que íbamos en él habíamos pasado por un infierno antes de llegar allí, así que aquel viaje, parecía lo más tranquilo y pacífico que habíamos experimentado en largo tiempo.
Cruzar la frontera había sido «fácil» también, teniendo en cuenta que habíamos recorrido toda España bajo la amenaza constante de los aviones, los ataques indiscriminados, los bombardeos y la muerte a nuestro alrededor. Mis hermanos habían luchado en la batalla del Ebro, habían visto compañeros perder la vida con tan sólo uno o dos años más que ellos, hasta que mi padre pudo localizarlos y rescatarlos de aquella locura. Cada uno de nosotros tenía grabado a fuego el horror de la guerra.
Después de seis horas de viaje llegamos al campo de refugiados, repleto de familias y soldados españoles. Dormíamos en barracones, unas cincuenta personas por módulo. Estos se situaban a los lados de un pasillo central y, en su interior, había literas en las que cada familia se acomodaba lo mejor que podía. Nosotros nos instalamos en un rincón. Mis padres, mi hermana y yo, dormíamos en una litera; los chicos en otra contigua. Los primeros días fueron complicados, la vida allí no era fácil para nadie, nos daban poca comida y la higiene era pésima o inexistente. Las enfermedades se cobraban la vida de muchos, pero nosotros intentábamos sobrevivir como mejor podíamos.
—Chicos, laváos las manos antes de comer —ordenaba mi madre— vamos a ir a los comedores.
Estábamos cansados y hambrientos, pero allí nos daban de comer lo justo. Aquél lugar más parecía una cárcel que un refugio. El recinto estaba vigilado por guardias armados y nos trataban como a prisioneros.
—Niñas, no os separéis de mí en ningún momento —exigía mi madre, temerosa— no me fío de nadie aquí.
—Haced caso a vuestra madre —corroboraba mi padre.
—¿Por qué Manuel y Pascual pueden ir por donde quieren? —preguntaba yo, molesta.
—Ellos son chicos, tienen menos peligros que vosotras que sois una señoritas —afirmaba mi madre sin darme una respuesta convincente.
Yo estaba a punto de cumplir los quince años y Adela tenía doce. Aún no habíamos hecho el cambio de la adolescencia, ninguna había tenido el periodo todavía, quizás debido a la mala alimentación. Mi madre tenía miedo de lo que nos pudieran hacer estando allí encerradas, pero no nos explicaba qué peligros nos acechaban. Yo estaba tranquila, ajena a cualquier peligro, pensaba que al menos allí no había bombas. Aunque tenía que admitir que los guardias sí que me provocaban un poco de miedo.
No podíamos salir del campo de refugiados sin permisos especiales, todo el recinto estaba muy vigilado y la gente se pasaba el tiempo leyendo viejos periódicos que nos daban los mismos vigilantes. Algunos hombres conversaban sobre la guerra y otros especulaban sobre lo que les ocurriría en un futuro próximo. Nadie tenía claro lo que harían con nosotros.
Lo que yo no imaginaba, era que mi vida daría un giro de ciento ochenta grados y que mis prioridades, iban a cambiar de un día para otro...
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