-39
Cuando Edel y Leo se marcharon en las barcas, temí por ellos. El mar estaba oscuro y me parecía más amenazador que nunca, pues ahora tenía la certeza de que podía esconder un submarino bajo sus aguas sin que lo viéramos. Les vi alejarse hasta que se convirtieron en luces distantes.
—No se preocupen, chicas, volverán sanos y salvos —nos dijo el capitán, al darse cuenta de nuestra preocupación.
—¿No corren peligro acercándose al barco? —preguntó mi amiga sin desviar la vista un momento del agua.
—No les niego que existe peligro, pero mis hombres cuidarán de que no corran riesgos innecesarios —intentó tranquilizarnos.
***
—Están tardando mucho —comenté con temor, al cabo de más de una hora, mientras Trini tomaba mi mano.
—¡Ahí viene una de las barcas! —exclamó el capitán, alejándose de nosotras mientras daba orden de ayudar a los que llegaban.
Con el corazón encogido nos dimos cuenta de que solo llegó una, de las tres barcas que habían salido, y que ninguno de nuestros chicos estaba en ella.
—Se han quedado a rescatar a los que pudieran quedar en el barco. Estos siete soldados estaban en el agua —relató un marinero al capitán, mientras nosotras lo escuchábamos con preocupación. La espera se hacía eterna, los minutos nos parecían horas y Trini estaba tan nerviosa como yo.
—Espero que no les pase nada, tengo miedo —dijo ella mientras sus manos temblaban imperceptiblemente.
—¿Crees que puedan volver a atacar el barco mientras ellos están en él? —pregunté con temor, pues la posibilidad de perder a mi chico se me hacía insoportable.
—No lo sé, pero no quiero perder a Leo también, Elisa, creo que estoy enamorada de él —me confesó Trini, con los ojos brillantes.
—Ya me he dado cuenta por cómo te has despedido de él —comenté mirando a mi amiga con media sonrisa. La otra media estaba congelada hasta que viera llegar a mi chico.
—¿Tan evidente era? —preguntó sonrojándose.
—Me di cuenta enseguida que entre vosotros podría surgir algo bonito, cuando habéis llegado juntos esta noche estaba claro que ya habíais solventado vuestras dudas y vuestra relación había cambiado —repliqué mientras sujetaba su mano.
El frío de la noche se colaba entre nuestra ropa y comenzamos a temblar.
—Señoras, pueden entrar al comedor si lo desean, yo les avisaré cuando regresen —sugirió uno de los marineros, que se dio cuenta de que estábamos encogidas de frío.
—Gracias, esperaremos aquí —señalé sin moverme. Entonces nos trajo una manta para que nos abrigáramos.
Tardaron menos de una hora. Al verlos llegar en las dos barcas me emocioné, Trini y yo nos acercamos a recibirles, procurando no molestar al personal, sin perder de vista a nuestros chicos. Cuando vi que Edel estaba cubierto de sangre mi corazón se saltó un latido y se me congeló la sonrisa. Corrí hacia él, que de inmediato me tranquilizó, señalando una criatura pequeña cubierta de sangre.
—No me ha ocurrido nada, la sangre es de ese niño —me dijo, consiguiendo que mi corazón se calmara un poco.
Cuando por fin nos retiramos al camarote y nos quedamos solos, le ayudé a lavarse, para convencerme de que no estaba herido. Sus ojos tristes me decían que la experiencia había sido aterradora para él. Traté de calmarle y lo vi llorar como un niño, expresando su frustración y dolor por no haber podido ayudar a más personas. Aquella noche dormimos abrazados. Tras el incidente del barco, el miedo regresó y se instaló en la mente de todos los pasajeros. Al día siguiente, el capitán pidió sangre para la niña y los soldados que rescataron, me ofrecí voluntaria sin dudarlo y me alegré cuando resulté ser la única donante compatible con la pequeña. Me sentí muy unida a aquella criatura desde el principio, pues Edel me había contado cómo la rescató él mismo, arriesgando su vida. Los siguientes días la visitábamos y tratábamos de que tomara confianza con nosotros, hasta que una noche Edel me propuso algo.
—¿Qué te parecería la idea de adoptar a Isabel? —me preguntó, con el miedo reflejado en sus ojos. Mas yo ya había pensado en ello cuando escuché que el destino de aquella niña sería un orfanato.
—Me encantaría poder cuidar de ella —respondí enseguida, tratando de contener la emoción.
—Hablaré con el capitán para que nos facilite los trámites —comentó él entonces.
—Primero deberíamos preguntarle a ella —sugerí, pues Isabel podía no estar de acuerdo con nosotros. Aunque le hubiésemos salvado la vida, no sabíamos nada de ella todavía. Quizás la esperaba su familia.
Cuando comenzó a salir a pasear con nosotros, una tarde me atreví a preguntarle.
—Isabel, ¿Puedo hacerte una pregunta? —solicité, respetando sus tiempos.
—Dime, Elisa —respondió enseguida, aprovechando que estábamos solas.
—¿Tienes familia que pueda cuidar de ti? —inquirí, tratando de ser delicada. Pero era una pregunta muy personal que podía despertar su dolor. Ella me miró como si estuviera pensando si confiaba en mí lo suficiente para contármelo o decidía callar la verdad.
—Creo que mi padre está en América, eso me dijo mi madre antes de irse con él, me dejó con mi abuelo, pero él no me quería y me escapé —me explicó con la mirada baja, mientras una lágrima caía por su mejilla.
—¿Cómo acabaste en un barco de guerra? —continué, pues no acababa de entender lo que había ocurrido.
—Estaba en Cádiz con mi abuelo, cuando me escapé entré a la zona de los ingleses y fui al puerto. Cuando vi el barco me metí de polizón, no sabía que era de guerra. Al oír la explosión salí de mi escondite, pero no sabía lo que hacer. Al final se cayó un armario en mi pierna y el señor de ojos azules me rescató. Después tú me diste tu sangre para que me salvara —relató poniendo mi piel de gallina.
—Mi marido es quién te rescató y ambos queríamos adoptarte... —insinué para ver su reacción. Aunque si tenía padres, lo mejor era que estuviese junto a ellos.
—Si no encuentro a mis padres no me importaría que vosotros lo fuerais, pero quiero ver a mi mamá y conocer a mi papá —añadió con su voz infantil, partiendo mi corazón con su inocencia.
—De acuerdo, cuando lleguemos a Nueva York intentaremos localizarlos. ¿Tienes algún dato que nos pueda ayudar a encontrarlos? —pregunté, dudando que tuviera alguna información.
—Tengo una dirección, pero no sé si será la suya, se la robé a mi abuelo —explicó con mirada pícara. Se sacó una pequeña hoja de papel, parecía un trozo de sobre recortado sin cuidado. En él se podía leer una dirección, estaba escrita la ciudad pero no el país al que pertenecía.
—Intentaremos encontrarlos, Isabel. Edel y yo te ayudaremos —le prometí con una pizca de decepción, que se colaba en mis pensamientos, por no poder adoptarla como queríamos.
—Elisa. Sois muy buenos conmigo —agradeció abrazándome. Justo en ese momento llegaba Edel, que sonrió al vernos abrazadas, interpretando la situación de forma equivocada.
Esa noche le expliqué lo que me había contado la niña y ambos fuimos a hablar con el capitán por si podía ayudar en la búsqueda de sus padres.
—Trataré de hablar con las autoridades del puerto y les explicaré la situación, quizás ellos puedan iniciar las investigaciones, pero pasará un tiempo hasta que los encuentren. ¿Podéis ocuparos de ella hasta entonces? —Sugirió con una sonrisa.
—¡Por supuesto! —exclamó Edel sonriendo.
El capitán había hablado con Isabel, explicándole que estaban intentando encontrar a sus padres, pero que mientras no los localizaran estaría con nosotros. Ella estaba cada día más recuperada, en cambio yo, empecé a sentirme mal una mañana. Si me levantaba muy deprisa de la cama me mareaba, tenía náuseas y vomité el desayuno.
—Debes haber comido algo que te ha sentado mal, siempre quieres probar los platos nuevos que preparan los cocineros, algo te habrá hecho daño —supuso Edel. Yo recordé todo lo que había comido el día anterior y no pude adivinar lo que me había sentado mal.
—Supongo que se me pasará enseguida —le dije sin darle más importancia. Esa mañana el mar estaba revuelto y asocié los mareos con el movimiento del barco.
—Eso espero, creo que te conviene salir a cubierta. Leo y Trini nos esperan para dar un paseo, te vendrá bien —sugirió mi chico, ayudándome a levantar.
Una vez fuera del camarote, con el sol y el viento en la cara empecé a sentirme mejor. Trini me aconsejó que comiera cosas suaves, le hice caso y no vomité a mediodía.
—Parece que era una indigestión, ya me encuentro bien —comenté sonriendo. Edel había estado preocupado toda la mañana, pero durante la tarde se tranquilizó al comprobar que estaba mejor.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó curiosa Isabel, que estaba paseando con nosotros.
—No es nada, cariño. Esta mañana me he mareado un poco y no me encontraba bien —le expliqué con sencillez y quitando importancia al tema, pues no quería preocupar a la pequeña.
—Espero que no sea culpa de la sangre que me diste, si no, le diré al doctor que te la devuelva —repuso, consiguiendo que una sonrisa asomara a mis labios. Su inocencia era enternecedora.
—No creo que sea eso, cariño. Pero de todos modos si me vuelve a pasar iré al médico del barco y le preguntaré, solo por precaución —le expliqué, para que se quedara más tranquila.
Dejamos a la niña con el doctor después de la cena. Nos habíamos acostumbrado a tenerla con nosotros durante casi todo el día y comíamos juntos. Era una niña decidida y valiente, se había enfrentado a un viaje en barco, para llegar a un país desconocido, solo para encontrar a sus padres. Esperaba que lograran encontrarlos, pues ella estaba muy ilusionada. La realidad podría ser muy dura, si los padres habían muerto.
—Antes de que te vayas, hay una persona que quiere agradecerte que le donaras tu sangre, Edel —comentó el médico tras acomodar a la niña.
—¡Por supuesto! —exclamó complacido él, mientras el médico nos condujo a otra sala más grande donde descansaban los soldados heridos.
—Michael, te presento a Edel, quién donó la sangre que ha salvado tu vida —habló el doctor, acercándose a una camilla en la que se encontraba un chico de unos veinticinco años. Al vernos más cerca su gesto fue cambiando de manera paulatina, sustituyendo su sonrisa por una mueca de asco y odio.
—Soy Edel, encantado de conocerte y haber podido ayudarte —saludó mi chico, sin darse cuenta de su cambio de expresión. Le tendió la mano pero se la rechazó.
—¿Eres alemán? —preguntó muy serio, torciendo el gesto y añadiendo— ¡Claro que eres un sucio y maldito alemán! —exclamó sin esperar respuesta. se giró en su camilla y no nos dirigió siquiera una mirada de reconocimiento.
—Este alemán te ha salvado la vida, recuérdalo, Michael —recriminó el médico, al escuchar el desprecio de su voz.
—Hubiera preferido morir antes que tener sangre de un asesino en mis venas —manifestó sin mirarnos. Observé el rostro de Edel ensombrecido por la decepción y la incomprensión.
—¡Mi marido no es un asesino! —intervine airada. Sentía su ofensa en mi corazón como la sentí cuando le dije a mi madre que estaba enamorada de Edel, desatando su furia. Pude ver los ojos de aquel hombre, cargados de odio, posarse en mi chico, para luego recorrer mi cuerpo con desdén y escuché sus palabras cargadas de veneno contra los dos.
—Tú te has casado con un nazi, debes ser como él: una víbora y torturadora —añadió despreciándome y causando aún más dolor en Edel. Su gesto se endureció y me di cuenta de que estaba enfadado y dispuesto a contestarle.
—Lo siento, no debí traerles aquí. Mejor salgan de la sala —se interpuso el doctor, empujándonos hacia la salida.
Al alcanzar a respirar aire fresco, mis ojos se llenaron de lágrimas. Estos últimos días me notaba más sensible y las palabras de aquél soldado me devolvieron a la dura realidad de nuestra relación. Edel era alemán y lo despreciarían siempre por eso. Como resultado de mi matrimonio con él, yo también era una nazi pese a ser española. Sentí de nuevo todo aquel rechazo que nos rodeaba en Francia, donde nos miraban con temor y desprecio.
—Creí que dejaríamos atrás los prejuicios, Edel —susurré entre sollozos, mientras él me abrazaba con cariño, librando sus propias batallas contra el rechazo.
—Yo también lo pensé, pero parece que hasta el océano se alía para vencer nuestro amor y tratar de separarnos con calumnias —confesó mi chico con la voz rota.
—Nunca lograrán separarte de mí, amor —afirmé con la voz ahogada por las emociones.
Asomados por la borda, contemplamos aquel inmenso océano que nos rodeaba, la puesta de sol oscurecía el cielo, donde empezaban a hacer su aparición las estrellas. Edel me besó en los labios antes de conducirme al camarote, con la tristeza de sabernos incomprendidos y juzgados por crímenes que no habíamos cometido. Nuestro único delito era amarnos.
—Pronto este viaje será un recuerdo —comentó Edel al cerrar la puerta.
—No quiero que se acabe —repliqué, mientras pasaba mis manos por su cintura.
—Yo tampoco, cariño, pero ya queda menos para llegar a nuestro destino. ¡Tengo ganas de ver a Ethan! —reconoció Edel mirándome a los ojos.
Su mirada azul me derretía y pronto mis labios buscaron los suyos con avidez. El recuerdo fugaz de nuestros días en la casita blanca pasó por mi mente, cuando me robaba besos a escondidas y mi corazón saltaba de alegría solo al verle. Ahora era mío y disfrutaba de sus caricias mientras nuestros cuerpos se unían. Mi corazón se aceleró, subí mis manos hacia su cuello, acariciándolo con suavidad e intensificando el beso. Él me abrazó e introdujo sus manos por debajo de mi blusa, despertando sensaciones que nunca dejaban de sorprenderme. Caímos en la cama entrelazados, acariciándonos con una necesidad creciente que nos consumía. Pero ahora no teníamos que detener nuestra pasión, podíamos dejarla volar y acabamos unidos en cuerpo y alma. Nos dormimos abrazados, relajados y satisfechos.
Cuando llegó la mañana, abrí los ojos y me encontré sola en la cama. Busqué por la habitación, mas mi chico no estaba por ningún lado. Me levanté despacio porque todavía tenía sueño, pero los rayos de sol que entraban por la ventana evidenciaban que era muy tarde. Mi mente recordó los momentos vividos esa noche y me sonrojé. me senté en la cama y volví a notar esa sensación extraña en mi estómago. Como si me hubiese estado esperando, Edel entró en el camarote con una bandeja de comida para mí. Le agradecí el gesto con un beso y me acomodé para desayunar en la cama.
—¿Cómo estás, cariño? —me preguntó respondiendo a mi beso con una sonrisa.
—Bien, todavía algo mareada, pero comiendo se me pasará —respondí mientras devoraba unas galletitas y me bebía un zumo de frutas.
—Creo que deberíamos consultarle al médico lo que te ocurre —sugirió, acariciando mi pelo, mientras me miraba desayunar.
—Está bien, si eso te tranquiliza esta tarde hablaré con él —le prometí, notando que se relajaba al oírme.
Después de desayunar me vestí y salimos a cubierta. Nuestros padrinos de boda nos esperaban allí.
—¿Se te han pegado las sábanas, Elisa? —preguntó Leo sonriente, guiñándole un ojo a mi chico.
—No hemos dormido mucho esta noche —aclaró Edel, adelantándose a mi respuesta. Al oírle me puse roja de vergüenza.
—Ya imagino lo que hacíais... ¿Sigues con los mareos? —intervino Trini, dirigiéndose a mí.
—Sí, cuando me levanto tengo una sensación rara en el estómago, pero hoy he desayunado y no me ha sentado mal la comida —afirmé, aunque de inmediato unas imperiosas ganas de vomitar me asaltaron y, ante la falta de tiempo para llegar al baño, eché el desayuno por la borda.
Trini me miró con atención y sonrió cuando terminé de vaciar mi estómago.
—No sé qué encuentras gracioso —espeté, mirando su expresión risueña con enfado.
—Luego hablamos, Elisa —dijo de manera enigmática, sin darme ninguna pista sobre lo que pretendía decirme ni por qué me guiñaba el ojo con complicidad. Estaba segura de que su relación con Leo la había trastocado. Había recuperado una sonrisa que nunca le había visto, era feliz y se le notaba.
—De acuerdo, esta tarde iré al médico y luego podemos sentarnos a tomar el sol un rato —sugerí mientras ella sonreía de nuevo, como si le hubiera contado algo gracioso. Leo la miraba también extrañado.
—Está bien, pero quiero hablar contigo antes de que te vea el médico —suplicó dejándome desconcertada.
—Leo, ¿Puedes acompañarme a buscar a Isabel? —intervino Edel que, sin esperar respuesta, arrastró a Leo para dejarme con Trini a solas—. Así podéis hablar tranquilas.
—¡Estupendo! ¡Gracias, Edel! —exclamó Trini, sin dejarme opinar al respecto. Me cogió del brazo y me arrastró hacia un rincón tranquilo donde nadie nos podía escuchar.
—¿Qué querías decirme? —pregunté enseguida, intrigada por su secretismo. A aquellas alturas del viaje ella era mi amiga, me explicaba sus cosas y yo compartía las mías, nos reíamos juntas y también habíamos llorado juntas. Nunca había tenido a alguien con la suficiente confianza como para contarle cosas íntimas. La única que podía compararse a ella era la Señora Teresa, que había arriesgado su seguridad al ayudarme a escapar con Edel. Pero la Señora Teresa tenía muchos más años que yo, tenía otra manera de pensar y no podría contarle algunas cosas de las que había compartido con Trini. Ahora no tenía ni idea de lo que quería decirme.
—Me ha dicho Edel que has estado vomitando y que no te encuentras bien, creo que sé lo que te pasa, pero aquí en el barco no creo que lo podamos confirmar —espetó sorprendiéndome.
—¿A qué te refieres? —inquirí curiosa, esperando sus conclusiones. Aunque lo que menos esperaba era lo que iba a decirme. No estaba preparada para asumirlo e interiormente esperaba que se equivocase, pero...
—Elisa, cariño, no te asustes, pero creo que estás embarazada...—respondió mientras su respiración se transformaba en un suspiro. Me quedé sin aliento y dije lo primero que me vino a la cabeza.
—No, es imposible —afirmé temblando.
—Sí, tienes los síntomas típicos, no habéis tenido ningún cuidado. Apuesto a que tu período no ha venido este mes. ¿Cuándo fue la última vez que tuviste la regla? —me preguntó tomando mi mano y mirándome a los ojos, mientras el miedo se apoderaba de mí. Un hijo de Edel, en la situación en la que estábamos en aquel momento era una locura.
—No lo recuerdo —confesé—, Creo que la última vez que la tuve estaba en Marsella todavía —repuse con voz temblorosa, intentando hacer memoria.
—Yo creo que está claro, vas a tener un hijo. Tendremos que hablar con el médico a ver si nos lo puede confirmar o tenemos que esperar a llegar a tierra —decidió enseguida por las dos.
—No puedo estar embarazada, Trini, no estoy preparada —negué, mientras miraba con ansiedad a mi amiga. Ella sonreía de oreja a oreja. Sus ojos brillaban con la emoción contenida.
—Mírame a mí, Elisa. Yo tampoco estoy preparada, pero tenemos que afrontar la realidad y tendrás que decírselo a Edel, para que se haga a la idea —me apremió pero, pese a que no le faltaba razón, no tenía el valor de decírselo a mi chico de ojos azules. No teníamos nada, al llegar a Nueva York empezaríamos de cero, sin trabajo ni casa, ¿Cómo íbamos a conseguir criar y educar a Isabel y a un hijo nuestro? Pero miré mi vientre, plano todavía, y me imaginé a un bebé de Edel creciendo dentro de mí. Una sonrisa se formó en mis labios y una fuerza desconocida surgió en mi interior. Sacaríamos adelante a nuestro hijo.
—Tendremos un bebé, ¿Cómo se lo voy a decir? No llevamos casados ni siquiera un mes, ¿Cómo ha pasado tan rápido? —le preguntaba a mi amiga mientras colocaba mi mano en el vientre con cariño.
—Seguro que se alegra al saberlo. Díselo cuando esté sentado, porque se puede desmayar... —comentó riendo, mientras veíamos acercarse al capitán junto a Leo.
Cuando llegaron a nuestra altura, con la respiración entrecortada por la carrera, ya me di cuenta de que algo terrible había sucedido.
—¡Elisa, Trini, venid con nosotros! —exclamó Leo al vernos.
—Ha habido un percance y tienen que acompañarnos —espetó el capitán muy serio. Por su tono debía ser algo grave, pues la expresión del hombre era sombría.
—¿Qué ha pasado? —pregunté mientras me apresuraba a ponerme en pie.
—Trini, acompaña a Elisa, por favor —instó Leo, logrando que me asustase todavía más.
—¿Dónde está Edel? —inquirí con el corazón bombeando desesperado.
—¡Acompáñanos!, ahora lo verás —dijo nervioso Leo, tomándome de la mano y llevándome con él. Trini me cogió de la otra mano y los tres seguimos al capitán por los pasillos del barco.
—¿Dónde vamos? —pregunté asustada, reconociendo el camino a la enfermería pero sin querer creer que era allí donde nos dirigíamos.
—Quiero que te tranquilices, Elisa. Vamos a ver a Edel ahora.
Llegamos a la enfermería como me temía, me hicieron entrar y lo primero que vi fue un charco de sangre en el suelo. El pánico se apoderó de mí y me puse a temblar.
—¿Dónde está Edel? —volví a preguntar, esta vez con la voz estrangulada.
—Se ha producido un incidente inesperado... —empezó a decir el capitán, pero antes de que siguiera hablando me dirigí a la sala donde se encontraban los heridos. Abrí la puerta con decisión y miré alrededor buscando a mi chico. Seguí el rastro de sangre hasta una camilla y lo localicé. Estaba tumbado en la cama con las sábanas manchadas de sangre. Me acerqué a su lado y, al verlo con los ojos cerrados, me desmayé.
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