-38
Tras la tormenta de pasión vivida en el camarote y la tierna despedida de mi chiquilla en cubierta, me apresuré a subir en el bote que me asignaron. Leo subió tras de mí y comenzamos a descender despacio. A pesar de la experiencia de los marineros, por mucho cuidado que pusieran, las sacudidas eran notorias y me aferré al asiento en el que estaba. En cambio, el marinero que nos acompañaba se mantenía en pie y dirigía a los que nos bajaban.
Tras unos minutos angustiosos, la pequeña barca reposó por fin en el mar, bamboleándose con el oleaje. Solo entonces me atreví a hablar.
—Espero que lleguemos a tiempo. Ese lugar parece un infierno —comenté mirando el resplandor de las llamas, que todavía devoraban el barco.
—Estoy casi convencido de que no quedará nadie con vida —señaló el marinero con pesimismo.
—Tendríamos que haber ido antes a ayudarlos, en este tiempo algunos supervivientes habrán fallecido ya —intervino Leo, mientras un nudo ceñía mi estómago.
—¿Cuánto tardaremos en llegar hasta ellos? —inquirí sin apartar la vista de las llamas.
—Entre veinte minutos y media hora. Por cierto, mi nombre es João, soy portugués —se presentó el marinero, dejando los remos un momento para tendernos la mano.
—Yo me llamo Edel —respondí, estrechando su mano y Leo hizo lo propio diciendo su nombre.
—Tenéis que estar preparados para lo peor, lo que vamos a ver formará parte de vuestras pesadillas durante mucho tiempo —afirmó aquel hombre, que parecía estar ya en la cuarentena.
—¿Te has enfrentado a situaciones como esta antes? —preguntó Leo, impresionado por sus palabras. Yo apenas podía imaginarme lo que mis ojos iban a ver.
—Más de una vez. Sois valientes pues, aunque no lo parezca, va a ser muy duro —aseveró, mientras Leo y yo nos mirábamos confundidos.
Llevábamos un candil que apenas nos iluminaba, los tres botes nos íbamos aproximando al barco en llamas y, poco a poco, un intenso olor a pólvora y carne quemada nos envolvió. El humo no nos permitía medir bien las distancias pero me parecía que estábamos cerca. El silencio se impuso, terrible y premonitorio. Sin palabras, los marineros se pusieron de acuerdo para ir cada uno en una dirección y rodear el barco, para buscar sobrevivientes.
Nosotros rodeamos el navío por la derecha, atentos a cualquier señal de vida.
—¿No deberíamos subir a bordo? —pregunté mirando hacia arriba.
—Luego subiremos algunos, primero buscaremos en el agua— explicó João con los ojos fijos en el mar, atento a cualquier sonido que no fuese producido por el agua.
Leo y yo le imitamos, tratando de discernir entre las tablas flotantes algún vestigio humano.
Tras un cuarto de hora angustioso descubrimos a alguien, que gemía aferrado a una tabla, a punto de desfallecer. Nos acercamos con el bote y entre Leo y yo lo subimos. Estaba herido, tenia quemaduras visibles y estaba al borde de la hipotermia. Le abrigamos con una manta y proseguimos con nuestra búsqueda.
Los cuerpos sin vida chocaban contra nuestra embarcación, algunos destrozados y quemados. La mirada de alguno de ellos, aterrada, aún era visible.
Encontramos una persona más en el agua. La subimos como la anterior y seguimos nuestro camino.
—Esto es terrible —comentó Leo mientras empujábamos los cuerpos sin vida.
Rescatamos a tres personas en el agua, las otras dos embarcaciones rescataron a cuatro más. Nos reunimos en silencio y decidimos que, mientras uno de los botes regresaba con los heridos, los otros dos se quedarían para subir al barco y revisarlo antes de que se hundiera.
Leo y yo nos quedamos, ofreciéndonos voluntarios para subir.
No fue fácil llegar a cubierta, trepamos por la cadena del ancla y llegamos agotados, solo para descubrir un escenario terrorífico. Cuerpos desmembrados y quemados se encontraban por doquier, el fuego era abrasador y no parecía que hubiese señales de vida.
—¿Hay alguien con vida? —grité, intentando que mi voz se impusiera por encima del crepitar de las llamas. El silencio no nos desanimó y continué buscando junto a Leo.
—Tendríamos que entrar a las zonas inferiores, puede haber alguien atrapado —sugerí.
—Es muy peligroso, el barco está a punto de hundirse —señaló un marinero, no podemos arriesgarnos —aseveró negando con un gesto y señalando el resto de la cubierta.
—¡Voy a entrar! —exclamé, desoyendo sus advertencias, mientras Leo seguía al marinero y me miraba con desaprobación.
—¡No seas imprudente! Te estás jugando la vida —me recriminó, intentando convencerme.
—Saldré enseguida, solo echaré un vistazo y comprobaré que no haya ningún herido.
—Bajo su responsabilidad, este hombre es testigo que yo le avisé de que no entrara —me advirtió el marinero, continuando con la inspección de las zonas de cubierta.
Me introduje por una puerta y escudriñé el lugar. No había señales de vida, pero no me rendí y grité de nuevo para estar seguro.
—¿Hay alguien aquí? —pregunté poniendo atención a cualquier indicio de vida.
—Aquí, ayuda por favor —escuché una voz infantil, débil y asustada.
Me acerqué al lugar desde donde se escuchó la voz y lo vi: Un niño de no más de siete u ocho años, aunque en las condiciones que se encontraba no podría jurarlo. Tenía una pierna atrapada bajo un mueble. Lo levanté con cuidado mientras el niño extraía su pierna envuelta en sangre. Cuando vi que estaba a salvo dejé caer el mueble y lo cogí en brazos para dirigirme a la salida. El incendio se extendía por el interior del barco y resultaba peligroso continuar allí. Al aparecer de nuevo por la puerta, me di cuenta de que Leo y el marinero ya se dirigían al lugar donde se encontraban los botes, les seguí y, al llegar al ancla , hice notar mi presencia y les mostré a la criatura.
—¿Cómo la vamos a bajar? —pregunté al ver que se había desmayado en mis brazos.
—Subiré una manta y lo envolveremos en ella, con una soga lo bajaremos hasta el bote. ¡No podemos perder tiempo! —exclamó el marinero mientras bajaba a toda prisa por donde habíamos subido antes.
Volvió a escalar con la manta en sus manos, con una velocidad y agilidad impresionante. Envolvimos al pequeño y atamos la manta con la cuerda. Leo bajó y el marinero y yo fuimos bajando al niño, con cuidado, hasta que éste llegó a la barca y fue recibido por João y Leo. Después descendimos nosotros y nos alejamos remando para escapar del peligro. Me temblaba el cuerpo debido al esfuerzo y vi que Leo estaba igual que yo. Ya no podíamos hacer más, el barco empezaba a hundirse ante nosotros y solo nos quedaba volver y encargarnos de los pocos sobrevivientes que habíamos conseguido rescatar. Me acerqué a la criatura y la destapé para intentar taponar la herida en su pierna y evitar que se desangrara. El camino de vuelta se hizo eterno.
Al llegar al Nyassa nos esperaban en cubierta el capitán, un médico y varias mujeres, entre ellas Trini y Elisa, que se asustaron al vernos.
—¿Qué os ha ocurrido? —inquirió preocupada mi chiquilla, al ver mi ropa cubierta de sangre.
—La sangre no es mía, cariño —la tranquilicé al tiempo que señalaba a la criatura, que ahora estaba siendo tratada por el médico de abordo.
—Estábamos asustadas al ver que habían vuelto casi todos y vosotros no aparecíais —recriminó Trini, sorprendiéndome al abrazar a Leo. Miré a Elisa y ella solo sonrió y se encogió de hombros.
—Muchas gracias, pueden ir a descansar por hoy —nos despidió el capitán, tomando el mando de la situación y dando instrucciones para que se llevaran al herido hasta la enfermería.
De pronto el cansancio se apoderó de mí, la adrenalina que me había ayudado a permanecer alerta, iba desapareciendo de mi sangre y convirtiendo mis extremidades en plomo. Había visto personas fallecidas, quemados brutalmente o desmembrados por las explosiones. Estaba viendo el horror de la guerra que, hasta ese momento, no había vivido todavía tan de cerca. Elisa en cambio, había visto a los doce años cómo los aviones bajaban a la carretera y disparaban a la gente que huía, sin importar si eran niños, mujeres o ancianos. Ella se había dado cuenta de lo afectado que estaba y reconoció mi gesto de derrota y la expresión de dolor que intentaba esconder ante ella.
—Cariño, ¿Quieres hablar de lo que has visto en el barco bombardeado? —me preguntó cuando nos quedamos solos en el camarote.
—No sabría cómo explicarte lo que siento. El horror de ver los cadáveres quemados, la impotencia de no poder salvarles, siento que tendríamos que haber hecho más de lo que hicimos. Solo hemos podido salvar a ocho personas. Allí había cientos de muertos —expliqué tratando de contener las lágrimas que amenazaban con desbordarse.
—Sé que solo han sido ocho, pero les habéis dado la posibilidad de sobrevivir, son ocho vidas que se han salvado. Y la última era una criatura pequeña —me consoló, acariciándome mientras yo me cubría la cara para que no me viera llorar. Pero ella apartó mis manos despacio y me besó en los labios con dulzura.
—No te avergüences de llorar, sé lo que estás sintiendo ahora mismo, porque yo también lo sufrí. ¿Recuerdas mis pesadillas? Tú me consolabas. Ahora me toca a mí —replicó abrazándome. Apoyé la cabeza en su hombro y lloré hasta quedar vacío. El dolor fue remitiendo hasta que nos tumbamos en la cama abrazados y nos dormimos.
Amaneció un nuevo día en el Nyassa y el centro de atención estaba en el grupo de personas que habíamos rescatado.
Todos querían saber quiénes eran, de qué nacionalidad y qué harían con ellos una vez repuestos de sus heridas.
El capitán nos volvió a congregar en el comedor, como en la anterior ocasión y allí se dirigió a todos los pasajeros para explicarnos lo que habían podido averiguar.
—Señores pasajeros, ayer llevamos a cabo el rescate de ocho personas en el barco que torpedearon. Se trata de siete personas de nacionalidad inglesa y una española. Esta última es una niña de diez años —explicó, mientras los murmullos se extendían entre los presentes.
—¿Qué hacía una niña en un barco de soldados? —inquirió alguien desde el fondo de la sala.
—No lo sabemos todavía, pero los hombres que hemos rescatado no tenían constancia de su existencia, por lo que podría tratarse de un polizón —respondió enseguida el capitán. Recordé la cara de aquella niña, a la que había confundido con un varón, esperaba que se recuperase pronto.
—¿Qué va a pasar con esa gente? —preguntó una mujer.
—Los llevaremos hasta Nueva York, allí el ejército se hará cargo de ellos, ya hemos emitido un comunicado por radio y nos esperarán en el puerto —dijo el capitán, añadiendo luego—. La niña y alguno de los soldados están muy débiles y necesitan una transfusión de sangre, así que insto a todos los presentes a que se presten a donar.
El murmullo se extendió y algunos se prestaron voluntarios para donarle sangre a la criatura.
—Voy a acercarme a la enfermería para donar sangre —espetó Elisa, sin darme tiempo a reaccionar.
—Yo te acompaño —intervino Trini, ofreciéndose también.
Leo y yo no tuvimos más opción que acompañarlas, mientras ambas se dirigieron a la enfermería.
—Doctor, venimos a donar sangre —dijo Elisa, nada más entrar.
—Os lo agradezco, pero primero tenemos que averiguar si vuestra sangre es compatible con la de ellos —respondió el médico, sacando una jeringuilla—. ¿Alguna de las dos está embarazada? —inquirió mirándonos con fijeza. Trini dio un paso atrás y afirmó con tristeza, Edel y Leo dieron un paso al frente para ser también donantes.
—Esta niña tiene un tipo de sangre poco habitual, 0 negativo. Los soldados heridos tienen un tipo de sangre más común. Espero que alguien de este barco tenga la misma sangre que la pequeña, porque no puede recibir otra —explicó el médico extrayendo una muestra de cada uno.
—¿Cuándo sabrá si somos compatibles? —inquirí, preocupado por la pequeña.
—Cuando acabe de recoger las muestras, analizaré cada una de ellas hasta hallar la adecuada —replicó invitándonos a salir del consultorio para que otras personas también pudieran dar sus muestras.
Nos dirigimos al camarote y recogimos a Nur. Paseamos por cubierta, con la mirada puesta en el océano, por primera vez asustados ante la amenaza de los submarinos. A la hora de comer nos encaminamos al comedor. Trini estaba muy cariñosa con Leo y no pude resistirme a preguntar.
—¿Vosotros sois novios? —dije mirando a mis amigos con sorpresa.
—Sí, pero nos lo tomaremos con calma —declaró Trini con una sonrisa, mirando a Leo de reojo. Vi que Elisa también sonreía.
—¿Soy el último en enterarme? —pregunté mostrando mis palmas, mientras los demás se reían a mi costa. Esa noche interrogaría a mi chiquilla de ojos verdes hasta que me lo contara todo.
Todos me contestaron a la vez, confirmando mis sospechas. Miré a Elisa a los ojos y ella se encogió de hombros con una sonrisa. Estaba a punto de decir algo más cuando un marinero se acercó a nosotros y preguntó:
—¿Alguna de ustedes es Elisa?
—Soy yo —contestó enseguida ella. Me puse alerta para saber qué ocurría, pero la sonrisa de aquel hombre y una mirada tierna despertaron mis celos.
—Su sangre es compatible con la de la niña —reveló, añadiendo—. Si tiene la amabilidad, tendría que acompañarme para hacer la transfusión. Usted es Edel, también tendría que venir con nosotros.
Elisa se levantó y yo fui tras ella, ambos nos dirigimos a la enfermería y, al llegar, dos camillas nos esperaban en la sala del doctor. En una de ellas estaba la niña, en la otra se tumbó Elisa.
—¿Puedo quedarme con ella? —le pregunté al doctor, colocándome a su lado.
—Por supuesto, no hay problema —respondió mientras se ponía a trabajar.
Observé cómo clavaba una aguja a mi chica y la conectaba a un recipiente, donde se iba acumulando la sangre.
—Cuando la sangre llene la botella, ustedes ya se podrán marchar por ahora, deberán beber mucho líquido y comer de nuevo algo. Si se marean tienen que volver a verme —nos explicó el procedimiento y fue mucho más rápido de lo que me esperaba. Después me tocó el turno y dejé que me extrajera sangre también.
Si ya estaba orgulloso de la valentía de mi chica, con este acto de altruismo se había ganado mi admiración. En cuanto el doctor terminó con su extracción, Elisa se sentó en una silla mientras me esperaba y observó a la niña que dormía en la otra camilla.
—Es muy pequeña, doctor. ¿Qué va a ser de ella a partir de ahora? —inquirió Elisa con la voz rota.
—Es muy posible que sea llevada a un orfanato —respondió el doctor. Vi el gesto de dolor de mi chica y me apresuré a tomarla de mi mano. Algo se me ocurriría para que eso no ocurriera. De algún modo me sentía responsable de aquella criatura, ya que había sido yo el que la había salvado.
—No puedo creer que vayan a dejarla en un orfanato, pobre niña —se lamentaba Elisa mientras volvíamos al comedor.
—No sé qué más podrían hacer —repuse, mientras en mi cabeza empezaba a surgir una idea, aunque no quería exponerla todavía.
—Los camareros os han traído esto —comentó Trini mientras señalaba dos platos de pescado y una jarra de zumo. Tendría que acordarme de pasar por el consultorio y agradecerle al doctor el detalle. Elisa parecía contenta, se sentó y comió una vez más, se bebió el zumo y su rostro tomó de nuevo su color natural. Yo hice lo mismo, recuperando mis fuerzas enseguida.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Trini. Presté atención a su respuesta, preocupado por su bienestar.
—Sí, estaba un poco mareada pero cuando he comido se me ha pasado —dijo ella agradeciendo con un gesto de su mano el interés de su amiga.
—¿Cómo está la niña? —inquirió Leo, mirándome a mí.
—Está dormida, o inconsciente, no te lo sabría decir. Esta tarde iremos a verla otra vez. ¿Nos acompañáis? —sugerí mirando a Elisa, que sonreía con la idea.
—Iremos con vosotros —declaró Trini mirando a Leo, quien afirmó con un gesto.
—Primero sería conveniente que descansaras un poco, Elisa, para recuperar fuerzas —indiqué a mi chica, quien aceptó enseguida mi sugerencia.
Acompañé a Elisa hasta el camarote y la ayudé a acostarse en la cama. Su mirada se volvió pícara y trató de acariciarme y atraerme hacia ella. Era una tentación, pero ella tenía que descansar. Si acaso esa noche podríamos jugar, pero en aquel momento frené su ataque y le di un beso casto en la frente, ordenándole que descansara.
—Eres un aburrido —protestó con una sonrisa, acomodándose y quedándose dormida enseguida.
Me reuní de nuevo con nuestros padrinos de boda.
—Tengo que haceros una pregunta, ¿creéis que será factible adoptar a esa niña? —dije mientras paseábamos por cubierta.
—No lo sé, eso te lo podrá aclarar el capitán —contestó Leo sin sorprenderse.
—¿Has hablado con Elisa de ello? —me preguntó Trini muy seria.
—Todavía no quiero decirle nada, hasta que no esté seguro de que podemos hacerlo. Estoy casi seguro de que la idea le encantará. Está preocupada por esa niña —le expliqué a Trini, que me miraba desconfiada.
—Puedes aprovechar que ahora duerme y preguntárselo —intervino Leo, señalando delante de ellos, donde se encontraba el capitán hablando con alguien.
Avancé hasta llegar a su altura y esperé mi turno para hablar con él.
—Buenas tardes, ¿Puedo hacerle una pregunta? —inquirí, sin saber cómo enfocar el tema.
—Por supuesto, ¿en qué puedo ayudarte? —se ofreció él con amabilidad.
—Tengo que consultarle algo, con respecto a la niña que rescatamos ayer —dije escogiendo bien las palabras.
—¿Qué quieres saber? —preguntó serio, con las manos detrás de su espalda y en postura defensiva.
—Necesito saber si hay posibilidades de que la adoptemos mi mujer y yo —pregunté, sorprendiendo al capitán y a un marinero que se encontraba a su lado. El capitán miró el horizonte pensativo, se apoyó en la baranda y dejó entrever sus dientes en una sonrisa franca.
—Eso no está en mi mano, hijo. Pero si hay algo que yo pueda hacer para facilitaros los trámites lo haré.
Me reuní con Leo y Trini y les conté el resultado de mi conversación. Ambos estuvieron de acuerdo conmigo en que primero debía hablar con Elisa y después solicitar la ayuda del capitán para lograr mi propósito. Al poco tiempo se reunió con nosotros mi chica y nos acercamos a la enfermería a ver a la niña.
—Podéis entrar un momento, ella tiene que descansar y recuperarse de sus heridas. Pronto le quitaré los puntos y empezará a andar.
Entramos en la consulta y nos miró temerosa.
—No tengas miedo, hemos venido a verte —dijo con voz dulce Elisa, aproximándose a ella despacio.
—¿Quiénes sois? —preguntó asustada.
—Ella es Elisa quién te ha dado la sangre para salvarte, y Edel es el que te rescató del barco. Yo soy Trini y él Leo —intervino Trini acercándose también.
La niña nos miró a todos indecisa, sus manos temblaban y una mueca de dolor surcaba su rostro. Estaba sufriendo y lamenté no poder ayudarla.
—Pronto te pondrás bien, ¿Cómo te llamas? —inquirió Elisa tomando una de sus manos entre las suyas.
—Me llamo Isabel, gracias por darme tu sangre —susurró con una voz apenas audible.
—Ahora podemos ser amigas —repuso mi chica con cariño.
Desde la puerta, el doctor carraspeó para indicarnos que debíamos dejar descansar a la niña. Nos despedimos y la dejamos sola en la camilla. Tenía el corazón encogido al pensar en todas las penurias que debía haber pasado en su corta vida hasta llegar allí. Nos propusimos ir a visitarla cada día durante el viaje, hasta que pudiera caminar, después la acompañaríamos en sus paseos y quizás podría compartir más tiempo con nosotros y encariñarse, tanto con Elisa como conmigo, para decirle más adelante si quería ser nuestra hija.
Esa misma noche le propuse a Elisa que adoptásemos a Isabel. Me miró aliviada y asintió con lágrimas en los ojos.
El viaje continuaba y los pasajeros poco a poco olvidaban lo ocurrido. Pero en mi recuerdo todavía persistían las imágenes del barco hundido. El capitán organizaba algunas actividades para distraernos, mientras tanto, los soldados se iban recuperando y la niña empezaba a pasear despacio con nosotros. Se encariñó con Nur, quien en ocasiones se escapaba para ir a su encuentro. Todo transcurría con normalidad, vivíamos nuestra luna de miel. Por las noches dábamos rienda suelta a nuestra pasión y durante el día paseábamos y conversábamos con Trini y Leo, que ya dormían en el mismo camarote. Pero esa calma que nos rodeaba se transformó en un huracán que cambiaría nuestra vida.
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