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   Cuando subimos en el Maréchal Lyautey en Marsella, estuve a punto de pegarle al marinero que asustó a mi chica de ojos verdes. Le dijo que podíamos ser atacados por submarinos y se estremeció de miedo. Sabía que tenía que conocer los riesgos que afrontábamos, pero no hacía falta que fuera tan crudo en su aclaración. Traté de infundirle seguridad, aunque el miedo no la abandonó en todo el viaje. Dejamos las cosas en el camarote y subimos a cubierta. Allí Elisa se emocionó mientras observaba cómo se apresuraba la gente a subir al barco, por un breve momento tuve miedo de que se hubiese arrepentido de venir conmigo. Le pasé un brazo por los hombros y la estreché contra mí, tratando de infundirle valor. Estaba deseando que zarpáramos para pedirle al capitán que nos casara pero, cuando por fin pude hablar con él, se negó por las circunstancias. La travesía era demasiado peligrosa y no podía dejar el puente de mando ni siquiera un momento. Creí que era una excusa, pero después me daría cuenta de que el capitán tenía razón. Teníamos que esperar. Cada día me costaba más dar marcha atrás cuando nos besábamos. Elisa tampoco ayudaba, con su inocencia conseguía encenderme más que cualquier otra mujer que hubiera conocido. Pero la promesa pesaba en mis hombros. Por suerte el camarote tenía una litera y podría dormir por fin la noche completa, o al menos eso creía yo al principio. 
   Durante el día no bajamos al camarote, pues era muy estrecho y cerrado para estar cómodos. Al no tener ventanas resultaba sofocante. Paseamos por cubierta observando a la gente, mirando el horizonte con esperanza y disfrutando del sol que brillaba en el cielo. Pero cuando el frío de la noche se coló entre nuestras ropas no tuvimos más remedio que bajar. Llevábamos una vela que apenas iluminaba la habitación. Ella se cambió primero y se acostó en la cama inferior, yo lo hice en la superior. La estancia era demasiado pequeña y me costaba respirar. No podíamos dejar la puerta abierta por razones obvias, no había ventanas que pudiéramos abrir, no entraba ninguna luz y la oscuridad era opresiva. Mi respiración se aceleraba por momentos mientras que la de Elisa era profunda. Ya se había dormido hacía rato cuando comencé a sentirme mal y, a pesar del frío, sudaba. Entré en pánico pues me costaba respirar con normalidad.  Me levanté y me puse la ropa procurando no despertar a Elisa, me abrigué bien y salí del camarote sin hacer ruido. Todavía con el corazón a mil llegué a cubierta y el aire frío de la noche logró aliviar mi falta de oxígeno. Nunca había sentido nada parecido, quizás en el búnker, allí también notaba la angustia y el miedo a quedar atrapado. Tenía una vaga idea de lo que era, claustrofobia le llamaban, algunos compañeros de Edelweißpiraten me habían confesado que no podían estar en habitaciones cerradas, pero hasta ese momento no me había dado cuenta de lo terrible que era esa sensación.
   Desde la cubierta del barco podía ver cómo la luna se reflejaba en el mar, creando una estela infinita,  las estrellas se contaban por miles; sin embargo debajo de aquella superficie idílica se escondían peligrosos submarinos que podían destrozar el barco. Estaba concentrado en mis pensamientos catastróficos, apoyado en la barandilla del barco, cuando alguien se acercó por detrás y puso su mano en mi hombro sobresaltándome.
   —¿No puede dormir? —me preguntó en español, con un tono amigable.
   —Me resulta imposible en el camarote que me ha tocado —respondí sin girarme.
   —Ya somos dos. Me llamo Leo —se presentó aquel chico ofreciendo su mano como saludo. Me di la vuelta y se la estreché con firmeza.
   —Soy Edel, encantado de conocerte. ¿De donde vienes, Leo? —le pregunté.
   —De España, soy desertor y rojo, lo peor —confesó en voz baja.
   —Como puedes deducir por mi acento yo soy alemán y también un desertor —repuse, mirándole con una sonrisa cómplice.
   —¿Viajas solo? —inquirió mientras se situaba a mi lado, contemplando el mar.
   —No, viajo con mi novia, vamos a casarnos. ¿Y tú? —le pregunté a mi vez. Hablar me estaba ayudando a controlar la respiración y los latidos de mi corazón.
   —Yo sí estoy solo, intento encontrar un futuro lejos de esta guerra, como todos los que viajamos en este barco —explicó con la mirada puesta en el horizonte y la voz de soñador.
   —Espero que lo consigamos todos —deseé con todas mis fuerzas mientras respiraba hondo. Permanecimos unos minutos en silencio, en los cuales pensé en la suerte que tenía al haberme cruzado en la vida con Elisa.
   —Te envidio por tener a alguien por quién seguir viviendo —comentó, como si me hubiera leído el pensamiento.
   —Nos ha costado mucho llegar hasta aquí, hemos tenido que luchar contra todos para lograr estar juntos —le expliqué, pues la noche tranquila invitaba a las confesiones.
   —¿Te puedo hacer una pregunta personal? —inquirió de pronto Leo.
   —Adelante, ¿qué quieres saber? —dije 
   —¿Ella es alemana también, sois judíos? —me preguntó curioso. Miré un momento la luna en el cielo y recordé a Ethan, quizás debía decirle que sí, no tenía ni idea de si le causaría algún tipo de rechazo si no lo era. Pero en cambio fui sincero con él.
   —Mi novia es española como tú, yo no soy judío, pero estoy huyendo de la gestapo por ser contrario al régimen de Hitler.
   —Sois una pareja extraña, ¿dónde os conocísteis? —siguió hablando, mientras sacaba un cigarro y me ofrecía otro a mí.
   —En Francia, pero ahora no somos bienvenidos ni allí ni en Alemania y tampoco en España —declaré encogiéndome de hombros.
   —La vida es dura, yo lo he perdido todo en la guerra —confesó con la mirada perdida mientras se consumía el cigarrillo entre sus dedos.
   —Lo siento, ¿qué ocurrió? ¿bombardeos? —inquirí palmeando su espalda con suavidad.
   —En el pueblo mataron a mis padres, mi hermano y yo escapamos de milagro y nos marchamos hacia Barcelona. Casi nos morimos de hambre, suerte a una familia que nos acogió como sus hijos.
   —¿Dónde está ahora tu hermano? —le pregunté con cautela porque me temía lo peor por el gesto de su cara.
   —Nos reclutaron para luchar en el frente —murmuró con una voz apenas audible y la mirada perdida en sus recuerdos. Quise borrar mi pregunta pues notaba la tristeza en su voz—. Él murió en la batalla del Ebro. La situación era caótica y deserté huyendo a las montañas. He estado vagando desde entonces, solo, hasta lograr el dinero para escapar a América.
   —Lo siento  —me disculpé por recordarle su dolor y permanecimos callados un rato.
   —Hace frío aquí, ¿No crees?  —inquirió de pronto, observándome con atención.
   —Sí, pero no puedo entrar —admití alzándome de hombros —. El camarote me provoca claustrofobia.
   —Si quieres podemos bajar al comedor, han pintado las ventanas de negro y creo que nos dejarán una vela para jugar a cartas —propuso señalando el interior.
   —Vamos a intentarlo —acepté.
Bajamos al comedor, donde algunas personas estaban reunidas charlando en voz baja. Nos sentamos en una mesa apartada y pedimos una baraja de cartas. Continuamos nuestra charla mientras jugábamos como viejos amigos.   
   —A veces pienso que esta guerra no terminará nunca —dije, concentrado en la partida.
   —Algún día acabará, pero no pienso quedarme a verlo —repuso sonriendo.
   —Yo tampoco. Espero que la vida nos vaya mejor en otro continente —repuse mientras nos reíamos de la situación. Tras varias horas jugando, casi al amanecer, me retiré de nuevo al camarote. Esta vez estaba tan cansado que me dormí de inmediato.
   Las siguientes noches procuraba que regresáramos al camarote lo más tarde posible, ya que el cansancio me ayudaba a dormir, pero no le dije nada a mi chica para que no se preocupara. No volví a encontrarme con Leo en el resto del viaje, el barco era demasiado grande para coincidir de día. Esperaba que nos volviéramos a ver en alguna otra ocasión, ya que había resultado ser una persona muy agradable. No nos juzgaba y aceptaba mi nacionalidad sin problemas. 
   Cuando el barco atracó en Casablanca respiré tranquilo por fin, el trayecto había sido tenso. El riesgo que habíamos corrido había sido mayor del que me había imaginado y me veía desbordado por las circunstancias. Cuando bajamos del barco, me di cuenta de que una gran responsabilidad pesaba sobre mis hombros: me llevaba a Elisa a un nuevo país, del que no conocía nada; ponía en riesgo su vida al atravesar todo un océano y mi corazón se encogió al pensar que pudiera pasarle algo.
   Lo primero que hice al llegar a Casablanca fue buscar un lugar donde poder esperar la llegada de nuestro barco: el Nyassa. No quería que Elisa pasara la noche en la calle, ya habíamos pasado por momentos muy duros en el trayecto hasta llegar a Marsella. Si hubiese ido solo, me hubiera conformado con un banco bajo
techo. Pero llevaba a mi chiquilla de ojos verdes, la dueña de mi corazón, tenía que encontrar un lugar digno para pasar la noche. Por suerte lo encontré enseguida, pregunté a un par de personas que me indicaron una dirección. El lugar era pequeño y sólo tenía una cama de matrimonio, pero nos las arreglaríamos. El precio había sido mucho más económico de lo que esperaba, así que decidí darle a Elisa una sorpresa y visitar la ciudad al día siguiente. Al entrar en la habitación nos abrazamos y me dejé llevar por la emoción de haber llegado a Casablanca, besándola y llevándola al límite. No podía parar de acariciarla por encima de la ropa, su respiración agitada iba al mismo ritmo que la mía, los sonidos casi imperceptibles que salían de su garganta me excitaban y casi hicieron que perdiera la cordura. Ella no me ayudaba, me acariciaba con timidez y conseguía que mi corazón latiera desbocado. Pero con un esfuerzo titánico conseguí frenar. Esta vez había faltado poco para sucumbir y habíamos llegado muy lejos. Elisa se enfadó conmigo, no entendía que debía respetar la promesa hecha. Si hubiera sabido lo que me costaba dar marcha atrás... Nos acostamos enfadados, me dio la espalda y se durmió. Me encontré mirando su pelo. Sentía el calor de su cuerpo junto al mío y no podía dormir. Era tan bella que hubiera dado todo por casarme y poder por fin enseñarle a amar de verdad. No pude dormir mucho, pero me encantaba mirar a mi chiquilla de ojos verdes mientras dormía.
   Al día siguiente fuimos al puerto y vimos atracar al Nyassa, sentí que tocábamos la libertad con los dedos. Ambos nos emocionamos cuando lo vimos por primera vez en el muelle; había cientos de personas y apreté inconscientemente mi mano en la suya. No quería perderla de vista, temía que nos separásemos y no fuera capaz de dar de nuevo con ella. Se trataba de un barco de vapor, con dos mástiles y una gran chimenea en el centro, con tres pisos, en el superior estaban los botes salvavidas. En el casco podíamos leer PORTUGAL NYASSA. En los dos mástiles ondeaba la bandera de ese país. Nos apartamos de la multitud y nos situamos en un pequeño montículo de tierra cerca del muelle, desde allí podíamos disfrutar de una vista privilegiada del puerto. Elisa llevaba a Nur entre sus ropas. El capitán del barco maniobraba y atracaba aquel barco enorme en el puerto con increíble precisión. Los que ya viajaban en él, que habían embarcado en Portugal, miraban desde cubierta el puerto y toda la gente que se había acercado a ver su llegada. Nos sentamos en el suelo y nos abrazamos en silencio. Pensé en lo que dejábamos atrás. Mis padres no se darían cuenta de mi ausencia hasta que no les llegaran las facturas por pagar de la casita blanca. Mi madre se preocuparía. Decidí que al llegar a Estados Unidos les escribiría, igual que Elisa haría con su madre. La miré y me olvidé de todo. Sus ojos verdes estaban brillantes por el llanto contenido. Estaba tan emocionada como yo. Decidí regalarle un día increíble en aquella ciudad. Me levanté y la ayudé a incorporarse.
   —¡Vayamos a ver la ciudad! —exclamé con ilusión. Elisa sonreía y me regaló uno de sus besos para después pedirme perdón por enfadarse conmigo la noche anterior. Salimos del puerto y paseamos juntos, visitamos varios monumentos y mercados. La veía feliz mientras miraba aquí y allá los objetos que se vendían. La vi mirar un pañuelo para el pelo con mucha atención.
   —¡Mira, Edel! —exclamaba con el pañuelo en sus manos.
   —Es casi tan bonito como tú —comenté mientras el rubor cubría sus mejillas.
   —Es precioso pero muy caro. ¡Allí hay una tienda de telas! —gritó mientras señalaba otra pequeña tienda. La acompañé y, mientras escogía dos piezas de tela, regresé a aquella tienda y le compré el pañuelo para el pelo que le había gustado, Elisa insistió en comprarme  un sombrero que me daba un aspecto más serio y algunas telas en la tienda. Estaba radiante y contenta. Comimos un plato típico de la zona. Mis ojos no podían dejar de mirarla y hacía esfuerzos por no besarla en medio de la calle. Era peligroso que lo hiciéramos sin conocer las costumbres de aquel lugar. De vez en cuando le robaba un beso en los rincones. Era como si la guerra no existiera, como si no estuviésemos huyendo de nuestras familias. Por la tarde nos acercamos a la playa. Nos descalzamos y recordé el primer día que mi chiquilla pisó la arena. Jugamos como niños, como en la casita blanca hacía años. Había transcurrido poco tiempo pero a mí me parecía que hacía siglos de ello. La tomé de la mano y nos miramos a los ojos. Solo con su mirada conseguía despertar mi deseo. 
   —Cariño, cuando subamos al Nyassa tendremos que hablar de nuevo con el capitán —me dijo Elisa mientras paseábamos por la orilla. 
   —Esta vez tendremos suerte —contesté, pues tenía la corazonada de que no se negaría a casarnos. 
   —¿Crees que hemos hecho bien en marcharnos de Europa? —inquirió mirando el mar, con lágrimas en los ojos. Algo se rompió en mi interior cuando la vi tan triste. Me detuve y la abracé, apoyando su cabeza en mi pecho.
   —No lo sé, cariño, pero te prometo que pase lo que pase estaremos juntos. Y si las cosas salen mal volveremos —le aseguré con un nudo en la garganta. Era el mismo miedo que yo tenía.
   —Estoy cansada de viajar —susurró con apenas un hilo de voz—. Vamos a dejar atrás a toda la familia y me duele —confesó con los ojos húmedos. 
   —Creo que, si queremos seguir juntos, no tenemos otra alternativa. Lo siento, Elisa —le expliqué con voz dulce, tratando de suavizar ese dolor.
   —Lo sé, Edel —admitió mirándome a los ojos.
   —¿Te arrepientes de haber venido? —le pregunté con miedo. Contuve la respiración mientras esperaba su respuesta.
   —Nunca, mi sitio está contigo —respondió pasando sus manos por mi cuello y acercándome a ella. La besé, sin importarme lo que pensara la gente. 
   El atardecer era precioso, dejamos que las olas nos mojaran los pies descalzos y antes de que cayera la noche regresamos a la habitación, cansados pero con la emoción a flor de piel. Era nuestra última noche en Casablanca y las dudas me asaltaban sin piedad. Mi chiquilla de ojos verdes, la dueña de mi corazón, era lo único que me importaba. Nos acostamos en aquella cama y la abracé hasta que minutos más tarde se quedó dormida. Me apoyé sobre un codo para poder verla bien, desde la calle entraba un rayo de luna que iluminaba su pelo y pasé mis dedos por el contorno de su rostro, retirando mechones rebeldes que le cubrían los ojos.
   —Si me miras así, no podré dormir —susurró medio dormida. Sonreí y besé su frente, acomodando la ropa para que no tuviera frío.
   —Descansa, chiquilla, mañana será un día muy importante en nuestra vida —murmuré sabiendo que ya no me escuchaba.
   Apenas pude dormir un par de horas cuando Elisa despertó, sobresaltada, a las cuatro de la madrugada.
   —¡Edel, despierta! —exclamó asustándome. Me incorporé y miré el reloj de bolsillo. 
   —Es temprano todavía, cariño —Traté de que descansara un rato más pero fue imposible, los nervios no la dejaban conciliar de nuevo el sueño.
   —¡Vamos a llegar tarde!—exclamó mientras me daba pequeños empujones en la cama para que no me volviera a dormir.
   —Está bien, nos levantamos y recogemos nuestras cosas con tranquilidad —acepté resignado. Yo también estaba nervioso pero trataba de controlarme.
   Recogimos enseguida nuestro equipaje, metiendo en una de las mochilas las telas que compramos y en un cesto el gato. Salimos de aquella casa sin desayunar y nos dirigimos al puerto. Allí ya se habían congregado varios cientos de personas que querían subir al barco. El personal del puerto nos indicaba el lugar en el que debíamos esperar para embarcar, a veces a gritos para hacerse oír por encima de los demás. Íbamos de la mano para no separarnos debido al gran bullicio de gente. Estaba nervioso y excitado. El barco visto desde cerca era enorme, con la bandera de Portugal ondeando en el mástil era menos probable que nos atacaran los aliados o los alemanes, ya que era un país neutral. La emoción era palpable, los nervios estaban a flor de piel. Podíamos encontrar a damas con sombreros muy elegantes y mujeres con pañuelos en la cabeza más humildes. Hombres con traje y otros con ropa muy gastada. Diferentes clases sociales que tenían un mismo propósito, huir de la guerra.
   Miré un momento a Elisa y pude ver cómo se emocionaba, con el viento en su cara, el pelo recogido, luciendo todavía la horquilla que le había regalado años atrás, llevaba el pañuelo que le había regalado el día anterior en el cuello. El vestido que tenía puesto era precioso y encima llevaba el abrigo que le había comprado en Alliers. Mi emoción se incrementó cuando pensé en todo lo que dejábamos atrás por nuestro amor. A pesar de que nadie quería que estuviéramos juntos, habíamos conseguido llegar hasta allí. A partir del momento en que embarcáramos nuestras vidas darían un giro de 180 grados.

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