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Después de dormir varios días en aquella iglesia, nos instalamos en un centro de ayuda de la Cruz Roja Internacional. Un edificio donde las habitaciones eran ocupadas por familias enteras. El baño era compartido, pero por lo menos teníamos un techo y pasábamos menos frío. Allí nos dieron una cartilla de racionamiento con la que podíamos comprar los alimentos básicos, pero en pocas cantidades.
   —Mamá, ¿no puedo comer un poquito más? —preguntaba mi hermano Pascual un día.
   —Hijo, esto es lo único que tenemos —respondió ella con la voz apagada— si mañana hay suerte podremos comprar algo de tocino.
Para poder conseguir ciertos alimentos, había que acudir al estraperlo. En el mercado negro se podía encontrar carne y otros productos, pero a un precio desorbitado.
   —He encontrado trabajo para los chicos, María. Con lo que ganemos nosotros podrás ir a comprar lo suficiente para vivir —intervino mi padre, y añadió, tomándome por sorpresa—. También he buscado trabajo para Elisa.
   —¿Dónde va a ir a trabajar la niña? —inquirió mi madre, preocupada.
   —Ella irá a una fábrica de textiles, con su edad ya puede hacerlo —explicó, mientras se levantaba de la mesa— también nos vamos a marchar de esta habitación. He encontrado un lugar para vivir más tranquilos.
   —.Espero que sea así, aquí no me siento segura para dejar a Adelita sola —confesó mi madre—. Cuando nos mudemos buscaré trabajo para mí.
   —¡Sabes que no me gusta que trabajes, María! —espetó enfadado, sobresaltándome— entre los niños y yo traeremos el suficiente dinero como para que puedas quedarte en casa a cuidar de la pequeña.
Mi padre era un hombre muy orgulloso. En aquellos días, que tuviera que trabajar una mujer era una deshonra para su marido y, a pesar de que la comida escaseaba y pasábamos hambre, no iba a dejar que trabajase mamá. Mientras mi madre nos servía el arroz con garbanzos, mis pensamientos volaban atrás en el tiempo, recordando los platos que nos cocinaba en el pueblo. Echaba de menos los guisos de mi madre, los cocidos, el pan recién hecho y los pestiños, todo eso había quedado muy lejos. Mis pensamientos me llevaron a recordar una anécdota divertida, cuando mi padre me había llevado con él a vender las prendas por otros pueblos. Se había llevado las tijeras de mi madre y, para no tener que peinarme, me cortó el pelo muy corto con ellas.
   —¡Dios mío! ¿Qué le has hecho a la niña? —exclamó mi madre cuando regresamos a casa.
   —Le corté el pelo para que no tuviera piojos —escuché decir a mi padre, mientras ella se echaba las manos a la cabeza.
   —¡¿Cómo se te ha ocurrido semejante barbaridad?! -—continuó exaltada, mientras yo no entendía por qué se enfadaba tanto—. Con razón yo no encontraba las tijeras por ningún sitio.
Aquel recuerdo arrancó una pequeña sonrisa en mis labios y de forma inconsciente me toqué el pelo. Ahora lo tenía bastante largo y recogido en un moño.
Regresé a la realidad y pensé que las cosas irían mejor cuando empezásemos a trabajar todos. A partir de aquel día, Leo, Francisco y mis dos hermanos se marchaban a trabajar cada día con mi padre mientras yo iba a la fábrica. Adela y mi madre se quedaban en aquella habitación y se ocupaban de comprar y hacer la comida. Pero en comparación con el viaje desde Córdoba, esos días fueron un pequeño paréntesis al horror que habíamos vivido. Más adelante, mis padres alquilaron un piso con dos habitaciones donde dormíamos y convivíamos todos. Cada día me acompañaba uno de mis hermanos a la fábrica y, cuando salía, me esperaba mi madre y nos íbamos a comprar con lo que yo ganaba.
   —Vamos, Elisa, en casa nos espera tu hermana. Tenemos que comprar algunas cosas antes de llegar —decía mientras alargaba la mano para recibir el sobre con mi paga— Hoy compraremos algo de tocino para hacer un guiso.
   —¿Harás migas otra vez? —pregunté, sabiendo que la respuesta iba a ser afirmativa.
   —Sí, cariño, pero si me queda algo de dinero para mañana, tal vez pueda hacer un cocido.
La vida no era fácil entonces, pero lo peor estaba por llegar. Después de unos meses viviendo en la ciudad, la familia sufrió un duro revés. Militares de la facción republicana llegaron una madrugada hasta nuestra casa, llamaron a la puerta y les abrió mi padre, yo, desde la habitación, los oía hablar; exigieron entrar a hacer un registro: estaban buscando personas para ir a luchar por la república. La situación en el frente estaba siendo muy dura, había muchas bajas y se necesitaban más soldados. Todos los hombres de más de catorce años debían ir a la trinchera, les llamaban la quinta del biberón. Con toda probabilidad, algún vecino había dicho que en casa había hombres aptos para la guerra. Entraron hasta el comedor, donde dormían todos los chicos y empezaron a gritar.
   —¡Vamos! ¡Arriba! Vosotros cuatro venís con nosotros —escuché gritar a uno de aquellos hombres.
Me levanté de un salto de la cama y espié a través de una rendija de la puerta de mi habitación.
   —¡Papá, ¿a dónde nos llevan?! —gritaba Manuel, asustado.
   —¡Vamos, no tenemos toda la noche! —se impacientaba el soldado—. Ahora vais a tener que ser unos hombres y luchar por la república.
   —¡Papá, por favor, no queremos ir a la guerra! ¡Ayúdanos, papá! —exclamaba Manuel con tono desesperado.
Escuchaba a mis hermanos y me sentía frustrada por no poder hacer nada. ¿Por qué mi padre no evitaba que se los llevasen? Mi mente estaba procesando lo que veía a toda velocidad, tratando de buscar una salida. Reaccioné sin acabar de entender la situación, salí a la sala, me puse delante de mis hermanos y, de manera impulsiva, empecé a golpear a aquellos soldados que permanecían inmóviles ante mi ridículo ataque.
  —¡Dejarlos en paz! —exclamé enfadada.
   —¡Quédate quieta, fierecilla! —exigía uno de ellos apartándome de un empujón.
Mi madre estaba llorando y no reaccionaba, pero papá me tomó de las manos y me abrazó para que dejara de pegarles. Entre lágrimas vi marcharse a Leo y Francisco, tenían aspecto de estar resignados, con la cabeza agachada recogieron sus cosas y estaban esperando en la puerta.
Manuel me miraba con lágrimas en los ojos. Llorando, me solté de los brazos de mi padre para lanzarme a los suyos, que me abrazaron muy fuerte.
   —¡No quiero que os vayáis! —suplicaba con los ojos anegados de lágrimas.
   —Elisa, te prometo que volveremos —susurró en mi oído.
A los soldados no les hacía ninguna gracia la escena, así que, cansados de esperar, me separaron de Manuel de malas formas. Me empujaron y me tropecé con una silla, cayendo al suelo. Me encogí asustada. Aquellos hombres arrastraron a mis hermanos hacia la puerta y se alejaron con ellos. Lo último que vi fueron sus ojos de tristeza y miedo.
A raíz de aquello mi madre quedó destrozada, su peor pesadilla se estaba haciendo realidad. Ella desde el principio había temido que sus hijos se vieran involucrados en la contienda. Los siguientes días fueron muy tristes, los echábamos muchísimo de menos. Sobre todo mi hermana Adela, que estaba dormida cuando se los llevaron.
   —¿Dónde están los chicos? —preguntó aquella mañana cuando despertó— ¿ya se han ido a trabajar?
   —No, cariño, tus hermanos se han tenido que marchar, pero pronto volverán con nosotros. —contestaba mi padre, tratando de suavizar lo que ocurría para no asustar a mi hermana.
Mientras tanto yo podía ver cómo mi madre hacía esfuerzos para no llorar delante de ella. Desde ese mismo día mi padre empezó a buscarlos con desesperación. Desaparecía durante varias jornadas para intentar localizarlos, pero siempre regresaba cansado y derrotado. Las condiciones de vida eran todavía más precarias ya que sólo contábamos con lo que yo ganaba, y con ello teníamos que comer todos. Mi madre decidió entonces ponerse a trabajar por voluntad y por guerra, a pesar de lo que opinaba mi padre. No le pagaban por lo que hacía, pero le daban unos vales para que comiéramos. Sólo por eso mi padre aceptó que ella fuera al hospital militar cada día. Allí recibían a cientos de soldados malheridos y ella se ocupaba de atenderlos con la esperanza de que sus hijos no estuvieran entre ellos. Aquellos hombres y mujeres llegaban del frente republicano en condiciones deplorables. Ayudaba en lo que podía, limpiaba a los soldados y les consolaba, incluso ayudaba a los médicos en las operaciones si era necesario. Volvía a última hora de la tarde a casa, cansada y triste, tras atender a hombres y mujeres que morían en sus brazos o quedaban mutilados para siempre.
   —Mamá, yo puedo ir a ayudarte por la tarde al hospital...—sugería día tras día.
   —No —se oponía con firmeza.
   —¿Por qué no me dejas ir contigo? —le preguntaba entonces, sin recibir ninguna explicación.
Nunca me dejó acompañarla y quizás eso me hacía ignorar la realidad a la que se estaban enfrentando mis hermanos. Pero cuando menos lo esperamos, el destino implacable, nos recuerda lo precario que es el equilibrio entre la vida y la muerte...
Tenía que volver sola a casa cada día después del trabajo. Una tarde, me topé con una confrontación entre dos bandos mientras cruzaba una plaza. Iba caminando pensativa, recordando a mis amigas del pueblo y las tardes de juegos, saltando a las cuerdas. No me di cuenta de lo que ocurría hasta que ya fue demasiado tarde: me encontraba en medio de una reyerta entre dos grupos de jóvenes, que se enfrentaban en medio de la calle con pistolas y navajas. Los gritos de aquellos muchachos consiguieron despertar mi conciencia y, tras un rápido vistazo a mi alrededor, intenté escapar hacia un lateral de la plaza. Pero, al empezar a oír los disparos de unos y otros, el recuerdo de los ataques de los aviones invadió mi pensamiento. Me agaché en una esquina y, presa del pánico, entré en estado de shock. Con las manos intentaba taparme los oídos, pero no conseguía dejar de oír las detonaciones. Las lágrimas arrasaban mi cara. La gente de mi alrededor corría a esconderse mientras yo era incapaz de moverme. Alguien cayó a mi lado y con desesperación lo empujé lejos. Al poco tiempo los jóvenes se fueron, pero yo no pude reaccionar. Se me hizo eterno el tiempo que estuve allí agachada, después de que cesara la escaramuza. No podía moverme, ni hablar, ni gritar, estaba paralizada por el terror. Al verme allí acurrucada, una mujer se acercó a mí para comprobar si estaba bien.
   —¿Estás herida, hija? —preguntó con amabilidad. Mientras yo era incapaz de articular palabra y sólo negué con la cabeza.
   —Déjame ver, muchacha —insistió la mujer, pues estaba cubierta de sangre—. Voy a revisarte por si acaso.
Algún herido había caído sobre mí, manchándome la ropa y las manos. La visión de la sangre que cubría mi cuerpo me impresionaba.
   —No tienes nada, sólo estás asustada —intentó tranquilizarme.
No estaba herida, al menos no tenía heridas físicas, pero psicológicamente estaba muy afectada: Tenía mucho miedo ya que los disparos habían despertado el recuerdo del horror vivido en el camino, desde Córdoba hasta llegar a Barcelona.
   —¿Vives cerca de aquí? —inquirió la mujer levantando mi rostro para ver mis ojos.
   —Sí, a dos travesías —logré articular, recuperando la capacidad de hablar.
   —Te acompañaré a tu casa —Se ofreció con amabilidad, ayudándome a levantar.
Caminé junto a aquella mujer con el corazón encogido. La sensación de seguridad que había percibido desde mi llegada a la ciudad desapareció. Ese día me di cuenta de que la guerra estaba mucho más cerca de lo que creía y que la pesadilla no se había acabado todavía. Por suerte aquella mujer había logrado sacarme del estado de shock en el que me encontraba. De no ser por ella quizás no hubiese podido moverme de aquél lugar.
Al entrar en casa, mi madre vio mi ropa manchada de sangre y se asustó.
   —¿Qué te ha pasado, cariño? —inquirió acercándose a mí deprisa.
   —Su hija se ha visto sorprendida por una reyerta, está muy asustada —explicó aquella mujer—. He querido acompañarla para asegurarme que llegaba bien.
   —Se lo agradezco muchísimo, señora —correspondió mi madre, casi a punto de llorar.
   —Bien, ahora que ya está a salvo me marcho —contestó la mujer dirigiéndose a la puerta.
   —¿Cómo podría pagarle el favor, señora? —suplicó mi madre, acompañándola a la salida.
   —No se preocupe, buena mujer, en los tiempos que corren tenemos que ayudarnos los unos a los otros —añadió respondiendo a su súplica, mientras se marchaba.
Al entrar de nuevo en casa, cuando nos quedamos a solas ella se derrumbó: Los nervios por no saber nada de mis hermanos, las escapadas de mi padre por varios días, sin saber si regresaría; la falta de comida para darle a sus hijas... Todo sumado era un peso demasiado grande para una mujer sola. Además, estaba trabajando casi todo el día en el hospital, donde veía los resultados de la guerra de primera mano, siempre preocupada, pensando que sus hijos podían ser los siguientes en llegar heridos. Lloramos las dos, abrazadas, con mi hermana a nuestro lado, intentando consolarnos.
A ese incidente se sumó, unos días más tarde, el inicio de los bombardeos en la ciudad. A partir de entonces ya no iba a trabajar. Me quedaba en casa con Adela y, si sonaba la alarma de ataque aéreo, corríamos al refugio cogidas de la mano. Vivíamos en tensión, con el miedo en el cuerpo. En realidad sólo intentábamos sobrevivir.
   —No me sueltes nunca de la mano. ¡No nos podemos separar! —le decía a mi hermana cada vez que corríamos al refugio.
   —Elisa, tengo mucho miedo, ¿Dónde están Manuel y Pascual? ¿Por qué han tenido que irse? —me preguntaba ella asustada. Pero yo no tenía respuestas, sólo una vaga idea de lo que ocurría, lo cual era más terrorífico todavía.
   —No lo sé, creo que están luchando contra los que nos tiran las bombas. Pero volverán, tienen que volver pronto. Seguro que papá los trae de vuelta. —Trataba de convencer a Adela y de paso, a mí misma.
Ella estaba más asustada que yo, siempre había estado protegida por todos al ser la más pequeña, pero ahora las circunstancias se escapaban de nuestro control. Nos superaban a todos. Adela se acababa de dar cuenta de la realidad de golpe.
Cuando los bombardeos se hicieron más intensos, nuestros padres nos dijeron que teníamos que salir de Barcelona. Al escucharles, un nudo se formó en mi garganta al pensar que todo volvería a repetirse: otra vez salir corriendo, caminar durante horas pasando hambre y frío, enfrentarnos con los aviones...
   —Tranquilas, iremos en un camión, a donde vamos, estaremos más seguras que aquí —explicó mi madre para tranquilizarnos.
   —¿Está muy lejos? —preguntó Adela, expresando también mi preocupación.
   —No, tranquilas, no será un viaje tan largo. Enseguida llegaremos —contestó con rapidez mi padre.
Nos fuimos de Barcelona hacia Vic. Era mediados de diciembre de 1937. En Vic tuvimos que empezar de cero: Primero buscando un lugar en el que refugiarnos y poder dormir, luego la manera de conseguir el sustento de toda la familia.
Refugiados otra vez en un centro de ayuda de la Cruz Roja Internacional, sobrevivíamos como podíamos. Mi madre continuó con su trabajo en el hospital militar de la zona.
Durante las noches no podía descansar, mis pesadillas eran continuas. Cualquier ruido fuerte me asustaba. Mamá ya no sabía qué hacer para que durmiera. Mis nervios estaban fuera de control. Una noche, una de mis habituales pesadillas me despertó de madrugada y, sin querer, escuché a mis padres discutir.
   —No podemos seguir así, Alberto. Tenemos que recuperar a nuestros hijos y marcharnos a otro lugar donde empezar de nuevo —decía mi madre con la voz rota por la emoción.
   —¡Estoy buscando una salida, María! —clamaba él justificándose— estoy buscando a nuestros hijos. El problema es que no tengo ni idea de a dónde los han podido enviar. Es muy difícil dar con ellos en el frente, pero te prometo que lo averiguaré —afirmó con seguridad.
   —Esto me lo llevas prometiendo desde que se fueron, ya no puedo creerte —escuché decir a mi madre en voz baja.
Su voz era de derrota, estaba al límite de sus fuerzas. Siempre había sido una mujer valiente, pero no saber nada de sus hijos estaba acabando con su moral y su resistencia.
   —Mujer, confía en mí —pidió mi padre—. Estoy cada vez más cerca de encontrarlos y, cuando los localice, haré lo imposible para que podamos marcharnos antes de que todo se derrumbe —explicó convencido—. Hay personas que se ofrecen como guías y ayudan a atravesar los pirineos. En Francia estaremos a salvo.
Mi padre era un republicano comprometido, tenía algún contacto con los dirigentes, no supe nunca con quién, pero su lealtad con la república terminaba cuando la vida de su familia estaba en juego. Estaba haciendo todo lo posible para recuperar a mis hermanos, se notaba que no comía casi nada, estaba delgado y profundas ojeras se marcaban debajo de sus ojos. En el transcurso de aquellos meses parecía que hubiese envejecido diez años.
El sonido de la sirena, anunciando un ataque aéreo, estaba presente casi todos los días, incluso en aquel pueblo. Cuando la oíamos el miedo nos atenazaba la garganta y corríamos hacia el único lugar seguro: el refugio antiaéreo. Éste no quedaba lejos de donde comíamos, en una plaza con muchos arcos, allí nos reuníamos cientos de personas cada vez que nos atacaban. El refugio consistía en un túnel excavado en el suelo, hecho de materiales que se suponía que aguantaban el impacto de una bomba. Bajábamos por unas escaleras y nos arrinconábamos en una esquina hasta que pasaba el peligro. El ruido de las bombas que impactaban cerca del refugio era ensordecedor. Los gritos de la gente se introducían en mi cerebro y no podía respirar. Hasta que no salíamos de allí estaba aterrorizada. Sólo el tener que cuidar de Adela impedía que me colapsara allí mismo. Al volver a la calle después de un ataque, veíamos los destrozos causados por las bombas, que cada vez dejaban la ciudad más destruída. Gente que se quedaba sin casa venía al refugio donde estábamos. Algunos que no habían podido salir a tiempo de sus casas fallecían, otros desaparecían y no se sabía su suerte. Los heridos llenaban los hospitales.
Mi padre estuvo una semana ausente, sin que supiésemos dónde había ido ni por qué. Por el contrario, mi madre sí que parecía saber algo, pero como de costumbre, no nos decía nada.
Cuando mi padre regresó, habló con ella a solas. Mi hermana y yo no supimos nada de lo que discutieron aunque, tras aquel encuentro, vi a mi madre bastante más animada. Supuse que se trataba de mis hermanos, seguro que los habían encontrado y estaban a salvo.
Mis ánimos mejoraron un poco, pude sonreír por vez primera desde hacía meses. Mi vida seguía siendo igual de precaria, pero si mi madre estaba contenta, quería decir que algo bueno había pasado. Tras ese encuentro mi padre volvió a desaparecer durante unos cuantos días. El 12 de enero se presentó en el refugio y nos dijo que nos íbamos de allí.
   —Vamos a hacer una travesía por las montañas —dijo, mirando a Adela y a mí de forma alternativa— va a ser un viaje más corto que el que hicimos para llegar hasta Barcelona.
   —¿Nos dispararán desde los aviones? —inquirí temblando, recordando la terrible experiencia.
   —Esta vez no, Elisa —respondió tranquilizándome-—además nos reuniremos con vuestros hermanos —declaró triunfal.
Una sonrisa asomó por fin a mis labios, volver a salir huyendo de nuevo, con la perspectiva de reencontrarnos con Manuel y Pascual no resultaba tan duro. Ya me estaba costumbrando a ir de un lado para otro sin encontrar sentido a nada de lo que sucedía.
   —Elisa, Adela ¡levantaros que nos vamos! —exclamó en voz baja mi madre— recoger todas las cosas sin hacer ruido.
Nos despertaron temprano, recogimos lo poco que nos quedaba y, con el alma encogida, después de casi dos años viviendo entre Barcelona y Vic seguimos de nuevo a mi padre. Nos llevó a las tres a la estación, donde nos embarcamos en un recorrido hasta Irún. Era la primera vez que viajaba en un tren.

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