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-29

   Cuando me levanté aquella mañana y recogí lo poco que teníamos, por un momento, me vino a la memoria  mi madre. Recordé la noche que salimos de Córdoba de madrugada, dejando atrás nuestra casa y los recuerdos, para enfrentarnos a un viaje hacia lo desconocido y huir de la guerra. No había sido fácil el camino hasta llegar donde estábamos. Habíamos sufrido mucho por culpa de la guerra, con la muerte de mi padre, mis hermanos en el campo de concentración, el hambre... mi madre había sido muy valiente, era una mujer muy fuerte que había sabido salir adelante en una situación, en la que cualquier otra persona se hubiera rendido. Por nosotros, sus hijos, lo había dado todo. Yo empezaba a comprenderla ahora, que estaba a punto de embarcarme en una huida como ella.
   Me encontraba a un paso de dejar un continente e ir a la otra punta del mundo para poder vivir junto a Edel, sin preocuparnos de la guerra ni de la opinión de la gente sobre nuestra relación. Sólo por un instante, me pregunté si no estaría cometiendo un error al alejarme de mi familia, pero al mirar a mi chico de ojos azules, cualquier sombra de duda desapareció. Tenía miedo, no podía negarlo, aunque por él estaba dispuesta a enfrentarme al mundo entero si hiciera falta.
   Cogí al pequeño Nur y lo introduje entre mis ropas. Esperaba que me dejaran llevarlo ya que había tomado mucho cariño a aquella bestezuela, era bastante travieso, pero al mismo tiempo era muy cariñoso y le encantaba tumbarse en mi regazo. Nur sería el recuerdo de nuestros días en Marsella. Ya formaba parte de nuestra pequeña familia.
   —Nos vamos, Nur. Tienes que portarte bien, vamos a hacer un viaje largo en barco y luego montaremos un hogar para los tres  —le expliqué al pequeño gato, que me miraba acurrucado dentro de mi ropa, ronroneando.
   —¿Le hablas al gato, Elisa? —preguntó Edel mientras me observaba desde la puerta, con una sonrisa.
   —Sí, a veces creo que me entiende —admití—. Ya forma parte de nuestra familia ¿no crees? —le pregunté acariciando al gato con ternura.
   —Esta bola de pelos me va a quitar a mi chica —respondió sarcástico, mirando con recelo a Nur, que se dejaba acariciar ronroneando.
Me dió la impresión de que estaba celoso de él, pero enseguida se repuso y se acercó a mí para acariciar a su vez al pequeño Nur.
   —Sí, creo que se ha ganado un rincón en nuestro hogar. ¿Estás preparada cariño? —inquirió con una sonrisa. Miré a Edel a los ojos y contesté sin dudar:
   —Cuando quieras amor. Estoy preparada —afirmé con seguridad antes de salir de aquella habitación, nuestro primer hogar. Aunque en la casita blanca también habíamos compartido muchos momentos, sólo en Marsella habíamos vivido juntos durante unas semanas.
   Dejábamos atrás nuestro primer nido de amor tomados de la mano, con poco equipaje y muchas ilusiones. Aunque para llegar a ser libres nos debíamos enfrentar primero a una travesía por mar llena de peligros. Después afrontaríamos un futuro incierto en un nuevo país. 
   Nos pusimos en camino por las calles de Marsella. Miré por última vez el mercado en el que había trabajado y del cual salieron mi jefa y mi compañera de trabajo, para despedirse.
   —Elisa, espero que te vaya muy bien a partir de ahora —dijo mi jefa emocionada, mientras me abrazaba.
   —Suerte, Elisa, escríbeme cuando llegues a tu destino, cuéntame cómo te ha ido en el viaje y yo te escribiré también —se despidió mi compañera Alice, quien me ayudó a adaptarme al trabajo y, en ocasiones, había sido una buena amiga y consejera.
   —Gracias a las dos por haberme acogido tan bien, me habéis hecho sentir en familia —respondí con sinceridad—. Él es Edel, de quién os he hablado tanto —les presenté por fin.
Edel las saludó con cortesía y educación, besando las manos de ambas que se quedaron prendadas de él, su mirada era irresistible, pero no sentí celos porque sabía que Edel sólo tenía ojos para mí. Nos abrazamos las tres y, con la emoción a flor de piel, Edel y yo continuamos caminando hacia el puerto.
   Al llegar, vimos que el muelle estaba lleno a rebosar de personas, algunos llevaban mucho equipaje y otros sólo lo puesto. Había gente adinerada y gente muy pobre; todos estábamos nerviosos y asustados, pero también lo vivíamos con la esperanza de escapar de la guerra por fin. Algunos de los que esperaban para subir al barco habían vivido en campos de concentración, habían sido perseguidos por sus ideas políticas o su religión y otros simplemente tenían miedo. Nosotros habíamos recorrido un largo camino hasta llegar allí.
   Organizaron el embarque para que subieran en primer lugar los que se alojaban en primera clase, después subimos los demás. Cuando nos tocó el turno, Edel me instó a ocultar el gato, pero se dio cuenta de que otras personas también llevaban a sus animales. Sólo lo mostré y el marinero me dijo que pasara. Subimos agarrados de la mano, con la emoción desbordada. Iba observándolo todo con atención ya que nunca había subido en un barco y me fascinaba que algo tan pesado pudiese flotar en el agua.
   —¿No tendrá demasiado peso el barco? —pregunté a Edel mientras seguíamos las indicaciones de los marineros que nos iban dirigiendo hacia los camarotes asignados.
   —No te preocupes, cariño. El barco es capaz de llevar mucho más peso del que lleva —me aseguró él tranquilizándome
   —No se hundirá por el peso, señorita, solo si nos alcanza un submarino alemán estamos perdidos —replicó el marinero que caminaba delante de mí.
Me encogí de miedo y mi chico tuvo que empujarme para que continuara caminando. Nos condujo hasta un pequeño camarote de menos de un metro de ancho por dos de largo. Apenas cabíamos nosotros y el equipaje. Había una litera de dos camas individuales, sin ventana y el baño era compartido. Dejamos las maletas arrimadas a la pared del fondo y salimos a cubierta para ver cómo subía el resto de la gente. Se tardó más de una hora en que subieran todos. Acodada en la baranda observé Marsella por última vez con un nudo en mi garganta, mezcla de la emoción y el temor. «¿Habremos hecho bien en marcharnos?» me pregunté por última vez. Esperaba que sí, pero aquel marinero me había hecho ver un peligro del que yo no había sido consciente. En mi defensa podía decir que no conocía nada de la guerra, pese a haber sufrido dos de ellas en carne propia. Cuando todo estuvo listo y soltaron amarras, un grito de júbilo llenó el barco. Yo misma me emocioné, como la mayoría de los que estaban en cubierta, con lágrimas en los ojos por dejar atrás nuestro hogar y con la alegría por haber sobrevivido a la guerra y poder dejarla atrás. Decíamos adiós a los que se quedaban en tierra, saludando con pañuelos o con la mano, a veces con el sombrero. En cubierta pude reconocer a familias enteras viajando juntas y también a personas solas. Poco a poco dejamos atrás la costa y el barco se adentró en el mar. Observamos cómo se perdía Marsella en el horizonte y cada uno volvió a su camarote para descansar por fin.
   Cuando estuvimos en alta mar, el capitán nos reunió en el comedor para hablar con todos los pasajeros. Nos acercamos al punto de reunión para escucharle y aprovechar la ocasión para hablar con él.
   —Señoras y señores, bienvenidos al Maréchal Lyautey. Este es un barco de vapor que les llevará hasta Casablanca, viajaremos sin luces y en silencio, lo que nos dará relativa seguridad frente a los posibles ataques de otros barcos o submarinos. Eso no quiere decir que estemos cien por cien seguros, pero espero que, con la colaboración de todos ustedes y la ayuda de Dios, podamos llegar a nuestro destino sin incidentes —explicó el capitán desde una tarima, en voz alta para que le oyéramos todos.
   La tripulación era muy amable y les solicitamos permiso para hablar con el capitán. Nos condujeron hasta él y Edel habló  mientras yo me quedaba en un segundo plano.
   —Capitán, vengo a solicitarle algo muy especial —comenzó a hablar muy nervioso.
   —Decidme, muchachos. ¿No querréis trabajar en el barco? —Nos preguntó sonriendo mientras se peinaba la barba con sus dedos.
   —No, capitán, venimos a pedirle que nos case usted en alta mar —afirmó él con la voz emocionada. Aquel hombre nos miró y cambió de forma automática su expresión alegre por otra más triste.
   —Lo siento, chicos. Este viaje es muy peligroso y no puedo dejar el puente de mando. No os puedo casar, tendréis que esperar a llegar a tierra firme —nos explicó, frustrando todas nuestras ilusiones.
   El primer día transcurrió sin incidentes, pero nosotros estábamos muy desilusionados, pues nuestro deseo de casarnos enseguida no iba a ser posible. Estuvimos paseando por cubierta como muchos otros pasajeros, ya que el camarote era demasiado pequeño para sentirnos cómodos en él. Observábamos el horizonte, pendientes por si veíamos otro barco que pudiese atacarnos. El miedo y la tensión entre los pasajeros y la tripulación era palpable. Nos retiramos a nuestro camarote en cuanto empezó a oscurecer y, gracias a que no tenía ventanas al exterior, pudimos encender una pequeña vela para iluminarnos. El barco se mantuvo en penumbras durante las dos noches que duró el viaje. De día nos turnábamos para ir a comer, intentando no tardar demasiado para dejar sitio al siguiente turno. Los marineros eran amables con nosotros y nos daban a veces restos de comida para Nur, al que procuraba no dejar solo nunca. Al atardecer del tercer día llegamos por fin a Casablanca, donde debíamos esperar al Nyassa que zarparía el veintidós de abril. Nos faltaba todavía dos días para partir. Habíamos llegado a tiempo para embarcar.
   Cuando llegamos a Casablanca y desembarcamos, me sentí impresionada por la cantidad de personas que estábamos allí. No me atrevía a soltarme de la mano de Edel, había tanta gente que temía perderme entre la multitud y no volver a encontrar a mi chico de ojos azules. Edel me agarró fuerte y como pudimos salimos del puerto hacia la ciudad de Casablanca. Teníamos que encontrar un sitio para dormir hasta que llegara el barco que nos llevaría a Estados Unidos; y teníamos que darnos prisa, porque todos los que estábamos allí queríamos lo mismo. A mí me parecía que no podía haber tanto sitio disponible en aquella ciudad. Por suerte, Edel pudo encontrar enseguida una habitación en la que quedarnos. Íbamos con Nur y el dueño de aquella casa no admitía animales, pero como era muy pequeño y apenas abultaba, lo metimos con el equipaje. La habitación era más pequeña que la de Marsella, tenía una cama grande, un armario pequeño al lado de la puerta y una pequeña ventana que daba a la calle principal, pero no teníamos mesa ni sillas, ni siquiera derecho a cocina. No nos importaba demasiado pues lo principal era que no tendríamos que dormir en la calle. Tendríamos que comer comida fría, eso sí. Pensé en salir a comprar algo pero Edel me dijo que saldríamos a pasear por la mañana y ya comeríamos por el camino. No le dije nada, pero me pareció que debíamos intentar ahorrar lo máximo posible para cuando llegásemos a Nueva York. Pero lo que en realidad quería Edel era enseñarme aquella ciudad, tan diferente a todo lo que conocía y al mismo tiempo tan parecida. Mientras buscábamos un lugar donde dormir, iba fijándome en lo que me rodeaba. Las gentes del lugar eran distintas a lo que yo conocía, las mujeres se cubrían la cabeza, iban con vestidos largos, como en Andalucía hacíamos para ir a misa, las calles eran estrechas pero estaban pintadas de blanco como en Córdoba. En fin, era todo diferente pero también tenía muchas cosas en común con lo que yo había vivido en mi niñez. La primera noche cenamos un poco de fruta que había comprado en el camino desde el puerto.
Ya estábamos acostumbrados a dormir juntos en una cama, respetando nuestra intimidad, pero las emociones de ese día y la tensión vivida en el barco hasta llegar sanos y salvos a Casablanca nos impulsó a besarnos y a abrazarnos con pasión. Mi cuerpo se pegaba a él y mis manos le recorrían la espalda por encima de la ropa. Edel por su parte me acariciaba también la espalda por encima de la ropa y suspiraba. Sentía que ya no podía parar, necesitaba más que lo que Edel me daba. Pero su autocontrol era tal que, cuando ya teníamos la respiración acelerada y el corazón a mil, él puso el freno y se separó de mí. Me sentí entonces rechazada y frustrada.
   —No podemos seguir, Elisa —susurró dando un paso atrás para distanciarse de mí.
   —¿Por qué me haces esto? —pregunté enfadada. No entendía qué me pasaba, pero sabía que la solución la tenía él.
   —Lo siento, yo también querría continuar, Elisa, eres tan bella... pero tengo que esperar a casarme contigo, mi amor —se justificó como siempre.
   —Estoy cansada de esperar, Edel, cada vez me siento más frustrada. No se cómo controlar las reacciones de mi cuerpo. Ahora sólo con un beso siento que me voy a quemar por dentro —le confesé con la desesperación de un náufrago en una isla desierta.
   —Elisa, ten un poco más de paciencia, prometo que te lo compensaré una vez casados, sé que es difícil de creer, pero te mostraré cuánto te quiero y acabaré con tu frustración y la mía, porque yo también estoy igual que tú —me suplicó con la voz rota. Pero yo estaba cansada de esperar algo que solo él podía enseñarme.
   —¿Qué importan unos días más o menos? —inquirí todavía enfadada.
   —Lo prometí, Elisa —contestó poniéndose serio esta vez—. Y de la misma manera que le prometí a la señora Teresa que te respetaría hasta que nos casáramos, también cumpliré la promesa que te hice de cuidarte y protegerte con mi vida. No puedo romper mi promesa, se lo debo a ella y te lo debo a ti —espetó dando por finalizada la discusión.
Nos metimos en la cama y me acosté dándole la espalda porque, por un lado, estaba enfadada, y por el otro no podía dormir si lo veía junto a mí. Tardé en dormirme porque tenía que controlar los latidos desbocados de mi corazón, pero al final el cansancio pudo conmigo.
   Al día siguiente nos levantamos temprano para ir al puerto y preguntar cuándo llegaría el Nyassa y cuándo zarparía hacia América. Nos atendieron muy bien, nos explicaron que el barco atracaría en el puerto al día siguiente, pese a que no zarparía hasta el otro día, y salimos a pasear por Casablanca. Seguía enfadada con él, aunque a la vez le comprendía. Las promesas hay que cumplirlas, pero era tan duro tenerle a mi lado...
   —Lo siento, cariño —me disculpé tras pensarlo con calma.
   —¿Por qué? —preguntó distraído mientras paseábamos en busca de algo para desayunar.
   —Ayer no estuvo bien que me enfadara, tú también estás sufriendo —reconocí, aceptando mi culpa, avergonzada.
   —Ayer nos dejamos llevar los dos por las emociones. Te hice llegar muy lejos y no estuvo bien —se disculpó él también, aunque no entendí a qué se refería.
   —No lo entiendo, yo quería venir contigo, ya sabía que estaría lejos de todo —repliqué sorprendida, mientras Edel sonreía.
   —No me refiero a eso, cariño. Ya lo entenderás más adelante —susurró en mi oído, causando estragos en mi ritmo cardíaco. Dejamos aquel tema y nos dedicamos a visitar aquella ciudad tan especial. 
Caminamos por el puerto contemplando el mar y, como no teníamos prisa por volver a la habitación, nos perdimos por las calles de Casablanca como una pareja de enamorados, vimos el monumento a Maréchal Lyautey, y me quedé impresionada con su arquitectura y su mezquita principal: la mezquita de Hassan II. También nos encontramos con la pobreza de sus gentes y, los niños pidiendo descalzos por las calles, me recordaron mi regreso a Córdoba, el hambre que pasamos mi madre mi hermana y yo cuando también teníamos que pedir para comer. Las calles estrechas, las casas blancas como en Córdoba, los colores de las ropas tendidas entre calles, los mercados llenos de gente y colores, el olor de las especias... Era todo tan distinto a España y a la vez tenía muchas semejanzas. Como era la primera vez que lo veíamos nos maravilló esa cultura tan especial.
    Con Edel de la mano, paseamos por los callejones de la ciudad antigua y por las calles amplias cercanas. Me gustaba el colorido de los mercados, las tiendas de ropa me recordaban a mi casa en Córdoba. Pasamos por una tiendecilla que vendía las telas más bonitas que había visto nunca. No pude resistir la tentación y entré a comprar varias para hacer vestidos, pensé que quizás durante el viaje en el barco me daría tiempo de hacer algún vestido nuevo y también alguna camisa para Edel.
   —¡Mira este tejido! ¡es precioso! —exclamaba pasando de uno a otro con rapidez y tratando de decidirme por alguno. El vendedor me esperaba con paciencia para regatear el precio de lo que comprara.
   —Tienes que decidirte pronto, Elisa —me apremió mi chico mientras sonreía.
   —¡No puedo decidirme! son todos de buena calidad. Está bien, escogeré estas dos piezas —declaré triunfal con dos telas, una de color vino que quedaría muy bien en un vestido para mí  y otra de color azul oscuro para una camisa que resaltaría los ojos de Edel.
Edel se quedó sorprendido al ver la desenvoltura que tenía para escoger las telas y regatear en francés con el vendedor. Cuando salimos de aquella tienda me cogió de la mano y me entregó un paquetito pequeño. Mientras me decidía por las telas, no me di cuenta de que él me había comprado un pañuelo para el pelo que había visto en una tienda cercana. Yo me decidí entonces a comprarle un sombrero.
   —¡Pruébate este! —le decía poniéndoselo en la cabeza al mismo tiempo.
   —No me das tiempo para escoger, Elisa —protestaba mientras se lo quitaba y le colocaba otro, hasta que encontré uno que me gustó.
   —Este te queda bien, ¡nos lo llevamos! —afirmé dando comienzo al requerido regateo para ajustar el precio.
   —Edel, esto es precioso, Fíjate en estos vestidos, son muy bonitos, mira los bolsos de piel y aquellas teteras —comentaba maravillada ante todo lo que me rodeaba.
   —Ven, vayamos a tomar té con menta a esa terraza, después iremos a la playa —dijo mi chico arrastrándome a una tetería, en la que tuvimos que sentarnos en cojines en el suelo. Nos sirvieron una deliciosa bebida que nunca había probado. Bebimos té con menta y comimos unos pastelitos de almendras y miel, que a mi me supieron a gloria. Hacía mucho tiempo que no comía algo tan delicioso, en España había mucha escasez y hambre. Comimos cuscús en un restaurante con el dinero que todavía nos quedaba después de pagar el viaje y comprar las telas. No volveríamos a Casablanca nunca más y quería llevarme un recuerdo bonito de allí.
Me puse el pañuelo que me había regalado en la cabeza para adaptarme a las costumbres del lugar. Era como si estuviéramos viviendo una luna de miel, aunque en el fondo sabíamos que aquello duraría poco, zarparíamos en dos días y cruzaríamos el Atlántico, con el peligro que el mar conlleva sumado al riesgo de los submarinos aliados o alemanes. Todavía no estábamos a salvo, aunque nos sentíamos más felices que nunca por lo cerca que estábamos de conseguir nuestro objetivo. Íbamos agarrados de la mano como dos enamorados. Nos reíamos y nos abrazábamos, pese a que acabábamos de salir de una pesadilla en Europa. En las zonas más escondidas, Edel me robaba algún beso con un poco de miedo, pues desconocíamos las costumbres de aquel país. Mis sentimientos por él no hacían más que crecer. Mi madre no me había explicado nada de la vida del matrimonio, mi compañera de trabajo en Marsella me había explicado un poco y me dijo que la primera vez que fuera su mujer me dolería, pero con Edel estaba segura de que todo iría bien, confiaba en él.
Después fuimos a la playa, hacía calor para ser el mes de abril. Nos descalzamos para meter los pies en el agua y paseamos por la orilla mientras se ponía el sol. Ya a última hora fuimos a la habitación que teníamos reservada. Nur venía con nosotros dentro de un cesto, pues tenía miedo de dejarlo solo por si se escapaba.  Cuando llegamos a la habitación, ya agotados después de caminar durante todo el día, nos estiramos en la cama y quedamos dormidos inmediatamente.
Al día siguiente nos levantamos pronto y fuimos al puerto de nuevo, para ver cómo atracaba el Nyassa. allí quedé sorprendida por su envergadura. Era mucho más grande de lo que esperaba. También me asustó la cantidad de personas que querían subir al barco. Una emoción empezó a subir por mi garganta, un nudo se hizo en mi estómago, apreté la mano de Edel y con mucho esfuerzo controlé las ganas de llorar. Eran muchas emociones juntas, por un lado, habíamos conseguido llegar a tiempo a Casablanca para coger el barco, nuestra vida iba a cambiar para siempre, nos alejaríamos por fin de la guerra, pero por otro lado, dejaba atrás a mi madre y mis hermanos, no los volvería a ver más. Esperaba que con el tiempo me perdonasen por haberme ido y, al menos, poder mantener contacto con ellos por carta. Todo lo que conocía se quedaba atrás y me lanzaba a un país y una vida totalmente diferente junto a mi chico de ojos azules.
   —Mira, Nur, en ese barco nos marcharemos —le dije a aquella bestezuela mientras lo tenía entre mis brazos. Intentaba controlar la emoción mientras contemplaba el Nyassa atracado en el puerto.

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