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-24

   Pasamos nuestra última noche en aquella casa. Desperté temprano y me preparé enseguida para irnos. Al Bajar al comedor me encontré con Edel,  listo para salir.
   —Antes de partir, desayunad, por favor —insistió la anfitriona.
   —Se lo agradecemos mucho, señora, pero tenemos que salir temprano —me excusé al ver la cara de mi chico, preocupado por el retraso. 
   —Serán diez minutos, sentaros por favor, os espera un largo camino y es mejor que llenéis el estómago para tener energía —suplicó la mujer. Miré a Edel a los ojos y sin palabras nos entendimos, dejando que aquella mujer nos sirviera un café de achicoria y unas rebanadas de pan tostado. 
   Con el estómago lleno, nos pusimos en camino hacia Marsella. Agradecimos toda la ayuda que nos había prestado aquella familia, sin duda había sido de vital importancia para nosotros. 
   Era el 18 de marzo, salimos tan temprano que el sol despuntaba tímido en el horizonte y todavía hacía mucho frío. Nos abrigamos bien y empezamos a caminar por un sendero en el extra radio de la ciudad. Era un camino flanqueado por viñas secas, pues todavía no había llegado la primavera. Caminábamos en silencio, cogidos de la mano, con pasos seguros. Me sentía feliz de estar a su lado, el contacto de su mano en la mía era cálido y me transmitía seguridad. Adoptamos un ritmo rápido, el terreno era plano y el camino estaba bien marcado. Las primeras horas de trayecto fueron tranquilas, apenas hablábamos pero el silencio entre nosotros era cómodo, nos acostumbramos a caminar juntos. Estaba muy emocionada al sentirlo a mi lado y una sonrisa se dibujaba en mi rostro. sólo nos detuvimos en Treilles para comer algo sobre las dos del mediodía.
   —¿Estás bien, Elisa? —me preguntó en tono preocupado.
   —Sí, estoy bien —respondí enseguida mientras comía con hambre el pan y algo de salchichón. 
   —¿Estás cansada? Si quieres podemos descansar un rato —sugirió. Yo levanté la cabeza para mirarle a los ojos antes de contestarle.
   —No hace falta que paremos por mí, podemos seguir unas cuatro horas más antes de que oscurezca —respondí mirando el cielo. Dejé a un lado la comida y me encaré a él.
   —No soy una muñeca frágil, Edel, he sufrido situaciones mucho peores y he salido adelante —repliqué en tono serio. Me enfadaba que me considerase tan débil.
   —No lo dudo, cariño. Pero no puedo evitar preocuparme por ti —se justificó, ofreciéndome una mirada de arrepentimiento.
   —Está bien. No pasa nada, dame cinco minutos para terminar con la comida y nos vamos —rogué, volviendo a concentrarme en comer.
   —Tenemos que llegar al pueblo con tiempo para encontrar un sitio donde dormir —repuso él mientras recogía los restos de nuestro almuerzo.
   —Espero que no nos resulte difícil encontrar alojamiento durante el camino —puntualicé, ya que había observado que en los pueblos pequeños nos miraban con recelo.
   —Yo también lo espero, pero quién sabe, Elisa. Tenemos que estar preparados —me advirtió mientras nos levantábamos y nos poníamos en marcha de nuevo.
   —Quiero llegar hoy a La Palme antes de que anochezca —me dijo enseguida mirando un pequeño mapa rudimentario que nos habían dibujado. Habíamos pasado por varios pueblos como Rivesaltes y Treilles, donde nos habíamos detenido para comer.
   —Tengo que llenar la cantimplora con agua, espera un momento —le pedí a mi chico mientras me dirigía a la fuente de un pequeño pueblo. Las mujeres estaban reunidas allí y me miraron con desconfianza. Hablaba con Edel en francés, pues me había acostumbrado a hablar así en la casita blanca, pero también introducía alguna expresión en español que desconcertaba a los que me escuchaban. Localicé una tienda en la misma plaza y me dirigí hacia ella para comprar algo de comida.
   —Tengo el agua y he comprado un poco de pan y queso. Lo podremos comer cuando paremos a dormir —señalé a mi chico, con una sonrisa de triunfo mientras mostraba mis adquisiciones.
   —Piensas en todo, Elisa... ¡Vamos, aquí ya hemos llamado la atención de todos! —exclamó de pronto asustado, al ver que diversos hombres se dirigían a nosotros con cara de pocos amigos.
   —¿Qué ocurre? —pregunté sin darme cuenta de lo que estaba pasando.
   —¡Dame la mano y no te pares! —exigió sin darme explicaciones.
Reaccioné al mirar hacia atrás y ver aquellos hombres que nos perseguían. Comenzamos a caminar deprisa sin dar muestras de temor, pero aquella gente seguía detrás nuestro.
   —Tenemos que despistarlos, ¿estás preparada, Elisa? —susurró con voz apenas audible. Asentí y me preparé para escapar con él. Al girar una esquina empezamos a correr y trazamos un recorrido en zigzag por las callejuelas.
Por suerte, al salir del pueblo nos internamos en un sendero que se dirigía al bosque y logramos dejarlos atrás escondiéndonos entre los arbustos. Nos buscaron durante un buen rato pero finalmente se rindieron, regresaron al pueblo y nos dejaron en paz. 
   —¿Qué ha pasado? —indagué más tarde, todavía asustada, mientras seguíamos nuestro camino. Se giró hacia mí y me detuvo un instante.
   —La gente de la resistencia me perseguirá hasta que lleguemos a Marsella —espetó llenándome de temor.
   —Pero, ¡tú no has hecho nada! —me indigné.
   —Ellos no lo saben, pero soy sospechoso por ir por los pueblos contigo, haciendo preguntas sobre transportes y barcos de refugiados —trató de explicarme con paciencia.
   —A partir de ahora no preguntaremos nada, solo compraremos lo necesario y nos marcharemos —repliqué, tratando de asimilar todo el odio que despertaba Edel en Francia, debido a la ocupación nazi.
   Llegamos a La Palme justo cuando anochecía. Se trataba de un pueblecito pequeño, donde no había ninguna posada o lugar para dormir.
   —Podemos acercarnos a la iglesia, Edel, el párroco nos podrá ayudar —sugerí al recordar a mis padres.
   —Elisa, nosotros no estamos casados, no nos va a ayudar —indicó él, poniendo los brazos en jarro.
   —Si tuviéramos unos anillos nos los podríamos poner y así parecería que estamos casados —pensé en voz alta. Edel me miró y quedó pensativo. Parecía que estaba decidiendo algo y esperé con paciencia a que continuara hablando.
   —Tengo que contarte una cosa, Elisa —pronunció soltando un suspiro.
   —Dime, ¿qué ocurre? —indagué preocupada al ver su rostro ensombrecido por la culpa.
   —Cuando hablé con la señora Teresa, me dio algo —continuó explicando mientras mi paciencia estaba acabándose.
   —¿Quieres terminar de hablar, Edel? Me estás poniendo nerviosa —intervine, cruzándome de brazos sin saber a dónde quería ir a parar. Sacó algo de un bolsillo de su mochila y me mostró una caja pequeña.
   —Nos regaló estos anillos para la boda —espetó de pronto, con aire arrepentido.
   —No me habías dicho nada —acusé mientras miraba los dos aros dorados, que me parecieron preciosos en aquel momento.
   —Quería que fuese una sorpresa —se justificó, mientras deslizaba uno de ellos en mi dedo.
   —Es precioso, pero no debiste aceptarlos. La señora no tiene tanto dinero —le regañé, mientras un escalofrío recorría mi cuerpo al notar el roce de sus manos poniendo el anillo en mi dedo. Me quedé sin palabras por la emoción y no pude seguir discutiendo.
   —Y si nos ponemos los anillos los dos. ¿Crees que no nos preguntará nada? —inquirió, mientras se colocaba el otro en su mano.
   —Si el párroco los ve estoy segura de que dará por sentado que estamos casados y nos ayudará.
   —Podemos probar —respondió, mientras besaba la mano de la alianza.
   Nos dirigimos a la iglesia, donde el cura nos miró con desconfianza, pero me di cuenta de que se fijaba en nuestras manos y su rostro mostró una tímida sonrisa. 
   —Necesitamos ayuda —comentó Edel— no tenemos sitio donde dormir esta noche.
   —¿A dónde se dirigen, jóvenes? —preguntó mirándonos con fijeza.
   —Vamos a Marsella, padre —respondí con sinceridad, pero sin dar más explicaciones.
   —Creo que podré ayudarles, acompáñenme —indicó, saliendo de la iglesia y adentrándose en las calles estrechas del pueblo. Nos acompañó a una casa particular donde, por unos pocos francos, nos proporcionaron una habitación para dormir.
   —Les mostraré la habitación —comentó una mujer menuda, acompañándonos por un pasillo estrecho.
   —Muchas gracias, señora—respondió con educación Edel, mientras el párroco se despedía con un movimiento de cabeza y desaparecía por la puerta.
   La habitación que nos mostró era pequeña y olía a cerrado, pero no pusimos ninguna queja ya que la alternativa hubiese sido dormir al raso. Sólo había una cama grande, sin ropa de cama, un armario a un lado y una estrecha ventana que daba a un patio muy pequeño. Dejamos nuestro equipaje en la habitación y bajamos al comedor, donde aquella mujer con ojos tristes nos sirvió un plato de sopa caliente y un poco de tocino. Comimos con ganas y nos retiramos a dormir enseguida alegando el cansancio del viaje. La misma persona nos entregó las sábanas y mantas para la cama.
   —No esperaba tener huéspedes hoy, por eso están sin hacer las camas —se justificó mientras nosotros tomábamos la ropa de sus manos.
   —No se preocupe por eso, señora. Le estamos muy agradecidos por la cena y el alojamiento —repliqué, mientras seguía a mi chico por el pasillo.
   Entramos de nuevo en la alcoba y entre los dos preparamos el lecho. En ese momento la vergüenza se apoderó de mí. Me daba cuenta de que tenía que desnudarme y ponerme el camisón para acostarme. Tendríamos que dormir juntos y había prometido a la señora Teresa que no haría vida de matrimonio con Edel hasta que no estuviéramos casados. No sabía cómo decirle que no podía acostarme allí.
   —Elisa, cariño, no tengas miedo —dijo, dándose cuenta de mi indecisión y recelo.
   —No puedo dormir contigo, lo prometí —confesé señalando la cama. Tenía un nudo en la garganta y un fuego interior me quemaba al pensar en Edel y yo juntos en aquella cama.
   —No vamos a hacer nada que rompa nuestra promesa —señaló él con paciencia. Yo miraba la cama y a él sin estar segura de nada.
   —La señora Teresa dijo que no durmiera contigo...—expliqué, mientras el rubor teñía mis mejillas.
   —Sólo vamos a dormir, como si fuéramos hermanos. ¿Entiendes? —trató de convencerme, pero yo estaba tan nerviosa que no lograba dejar de temblar.
   —Tengo miedo, no quisiera romper mi promesa. Nunca he dormido con un hombre —confesé en un susurro. Él se aproximó a mí y me tomó de las manos. Era tan dulce que no podía resistirme. Si me hubiera pedido que rompiera la promesa, en aquel instante lo habría hecho. Pero no lo hizo.
   —No te preocupes, no la vamos a romper, se lo debemos a la señora Teresa. Ella se refería a otra cosa, Elisa —me intentó explicar con voz calmada, como si hablara con un perrito asustado.
   —Pero, ella dijo con claridad que no durmiera contigo —repuse todavía confundida.
   —Ella quería decir que no hiciéramos el amor. Es lo que hacen los matrimonios. Te prometo que te respetaré hasta el día de la boda —aclaró, posando sus labios con suavidad en los míos.
   —De acuerdo, Edel, confío en ti. ¿Puedes darte la vuelta por favor? —rogué con el corazón acelerado. Mi mente era un torbellino de emociones y mis manos temblaban mientras me apresuraba a ponerme el camisón y meterme en la cama. Me tapé hasta el cuello con las mantas esperando que él se cambiara también.
   —Elisa, ¿puedes darte tú también la vuelta por favor? —me pidió con una sonrisa, haciendo un gesto con sus manos.
   —Sí, perdón, ahora mismo —dije ruborizándome. Me giré en la cama, mirando hacia la pared, pero una curiosidad incontenible me hizo volverme un instante. Nunca había visto a un hombre desnudo y me sorprendió al ver su espalda musculosa y sus nalgas prietas bajo su ropa interior. Enseguida cerré los ojos y me di la vuelta, pero el corazón se me aceleró y una sensación extraña se extendió por mi cuerpo. ¿Qué me ocurría? Cuando se acostó a mi lado, no me atrevía a moverme, pero temblaba de excitación. Quería abrazarlo, pero el miedo y la vergüenza me lo impedían. Al llegar a aquella casa estaba muy cansada, pero en aquel momento se me había pasado todo el cansancio de golpe. Estaba tensa y respiraba agitada. 
Edel se giró hacia mí.
   —Elisa, eres tan valiente. Quiero que sepas que te respetaré siempre —afirmó con la voz rota por la emoción—. Ahora vamos a dormir, ¿Tienes frío? —preguntó.
   —Sí, ¿podrías poner otra manta por favor? —pedí con voz suplicante, pues el temblor de mi cuerpo no parecía querer detenerse.
   —Ven más cerca de mí, yo te daré calor —me dijo, despertando una alarma en mi interior.
   —No puedo —murmuré, encogiéndome en el borde del colchón.
   —No pasará nada, ¿confías en mí? —preguntó mientras acariciaba mi espalda. Un escalofrío recorrió mi cuerpo entonces.
   —Confío en ti, pero tengo miedo —confesé en voz baja.
   —No va a pasar nada —me prometió—, incluso cuando nos casemos tendré mucho cuidado en no lastimarte la primera vez.
Sus palabras lograron tranquilizarme y al mismo tiempo ponerme más nerviosa. Me estaba haciendo sentir cosas que no sabía que se podían experimentar. Tenía el corazón acelerado y la respiración errática. Pero confié en él, me di la vuelta en la cama para quedar cara a cara y me abrazó. Acomodé mi cabeza encima de su brazo. Podía escuchar los latidos de su corazón, que iban tan rápidos como los míos, pero con el calor que despedía Edel, su aroma y el cansancio acumulado me dormí. Ambos descansamos hasta las siete de la mañana. A esa hora nos levantamos y nos vestimos por turnos para empezar de nuevo la ruta hacia nuestro destino.
   A las 8 de la mañana nos despedimos de la dueña de la casa dispuestos a seguir caminando hacia Marsella, ya era el 19 de marzo. Nos pusimos en marcha después de un desayuno frugal, con café y unas rebanadas de pan del día anterior. El camino que recorrimos era plano y pasaba muy cerca del mar, pudimos ver el amanecer y disfrutamos juntos del paisaje.
   —Fíjate , Edel, el color del mar es como el de tus ojos —le dije, señalando el horizonte. Era la primera vez que lo veía desde tan cerca.
   —Pero si miras en la orilla, es tu color el que se ve —dijo con una sonrisa— ¡ven, vamos a caminar por la arena! —exclamó mientras tiraba de mí hacia la playa.
   Reí ante su ocurrencia y me dejé llevar por su entusiasmo.
   —Nunca había ido a la playa —comenté al llegar.
   —Tienes que quitarte los zapatos para sentir la arena en tus pies —me explicó, quitándoselos él al mismo tiempo.
   —¡Está muy fría! —grité al pisar la arena. Pero la sensación al caminar era muy agradable. 
   —¡Vamos a mojarnos los pies con el agua! —exclamó arrastrándome hacia las olas. Conseguí escapar e iniciamos una carrera por la orilla, riendo como niños, hasta que me atrapó y caímos al suelo. Quedó tumbado encima de mí, su boca junto a la mía, mirándonos. En silencio sus labios se posaron sobre los míos, pasé mis manos por su nuca y lo acerqué para profundizar el beso. Un gemido escapó de mi garganta y en ese momento él se apartó de mí. 
   Me dejó desconcertada y me pregunté qué es lo que había hecho mal. Nos pusimos en camino de nuevo y me pareció que Edel se había molestado conmigo. Se mantenía serio, pero no me atrevía a preguntarle la razón de su cambio de actitud. A las diez y media ya llegamos a Port-la-Nouvelle. Habíamos recorrido todo el camino desde el incidente en la playa sin descansar, aprovechando que todavía era temprano. En Port-La-Nouvelle nos detuvimos y comimos un poco. Después seguimos adelante: todavía nos quedaba bastante trayecto por recorrer. Le preguntamos a un lugareño por dónde debíamos ir.
   —Es un camino un poco complicado. Bordea una laguna y para llegar a Gruissan os costará lo menos cuatro horas a buen paso —nos explicó mientras señalaba el camino con su bastón.
   —¿Dónde podemos comprar algo de comida? —pregunté preocupada pues las provisiones habían ido menguando durante la travesía.
   —La tienda del pueblo está en la plaza, no tiene pérdida y es la única que hay —nos indicó con un gesto de su mano. Después se marchó dejándonos solos.
Como todavía teníamos algo de dinero compramos comida y nos encaminamos a Gruissan. El sendero era pedregoso tal como nos había avisado aquel hombre y, a pesar de tener poco desnivel, pasaba muy cerca del agua. Iba de la mano de Edel y ambos caminábamos con cuidado por aquella zona. Una torcedura de pie podría retrasarnos mucho. Pero llegamos sin novedad a medio camino. Nos detuvimos a descansar y a reponer energía. 
   —¿Qué te ocurre, Edel? —me atreví a preguntar al fin.
   —No sé a qué te refieres, no pasa nada —contestó sin mirarme a los ojos.
   —Desde que nos besamos en la playa ya no me hablas, pareces distante —le acusé, mientras trataba de entender lo sucedido.
   —Elisa, estoy tratando de controlarme para mantener mi promesa. Pero estar tan cerca de ti, besarnos y el contacto de tu piel está acabando con mi fuerza de voluntad —me confesó mientras me tomaba de la mano y me miraba a los ojos de nuevo. Yo no lo acababa de entender pero sentía que me faltaba algo, necesitaba sentir sus labios y su contacto. Aunque el ritmo de mi respiración se viera alterado por ello.
   —No quiero que dejes de hablarme, te necesito, Edel —supliqué, intentando solucionar el malentendido que no comprendía. Él me miró y suavizó su voz.
   —Perdona, cariño —se disculpó, depositando un suave beso en mi mejilla. 
Continuamos la travesía tras remojarnos los pies en un río. Hasta que cinco horas más tarde llegamos a Gruissan. Era un pueblecito pequeño que no tenía alojamiento para nadie, eran pasadas las cuatro de la tarde cuando llegamos y, tras comer de nuevo algo, continuamos nuestro camino para buscar algún lugar en el que pasar la noche. Continuamos por un sendero que conducía a los campos de cultivo. Un poco más adelante encontramos una pequeña casa de campo que nos dejó dormir una noche en el pajar. Era mejor que dormir a la intemperie. No nos ofrecieron comida ni ropa para resguardarnos del frío, no parecían muy contentos de tenernos allí.
   —No me siento bien aquí, parece que no quieren que nos quedemos, Edel —comenté al marcharse el dueño de la finca.
   —Pronto se hará de noche, no tenemos otra alternativa. Mañana nos marcharemos pronto —me prometió mientras dejábamos nuestras cosas en el suelo y nos prepárabamos para pasar la noche.
   Estiramos una manta encima de la paja y la otra la utilizamos para taparnos, esa noche nos acostamos vestidos. El recuerdo de mi madre vino a mi mente. Cuando salimos de Córdoba ella nos miraba los pies siempre después del largo día de marcha. Me di cuenta de que en los días que llevábamos de camino, ni una sola vez habíamos revisado los nuestros.
   —Muéstrame los pies un momento, Edel —le pedí antes de que se me olvidara.
   —¿Por qué quieres ver mis pies ahora? Ya los viste antes, en la playa —respondió soprprendido, mirándome con extrañeza.
   —Tenemos que cuidarnos los pies, que no nos salgan rozaduras de andar. No podremos lavarlos todas las noches, pero mañana, si encontramos un canal de agua, nos los lavaremos y los vendaremos para protegerlos. Esta mañana no lo recordé, pero cuando huíamos de la guerra civil, mi madre nos los miraba a todos cada día —justifiqué mi petición, para que no se enfadara.
   —Mira —dijo, mostrándome sus pies descalzos—, está un poco rojo en los dedos pero no tengo herida, ¿a ver los tuyos? —inquirió mientras acomodaba mis piernas sobre las suyas. Me quitó los zapatos con suavidad y, tras comprobar que estaban en perfecto estado, se dedicó a masajearlos para que me descansaran mejor. Con el contacto de sus manos cálidas en los pies helados, Edel me estaba provocando unas sensaciones muy dificiles de describir.
   —Ya está, vamos a descansar —susurré mietras sus dedos recorrían la planta de mi pie.
   —Tienes los pies muy fríos, con el masaje seguro que te entran en calor —respondió siguiendo con su propósito. Pero no sólo los pies me estaban entrando en calor y me asusté de las reacciones de mi cuerpo. De pronto quería que me acariciara y me besara, mas temía que se sintiera incomodado.
   —Por favor —supliqué mirando sus ojos, con la voz distorsionada por las sensaciones que me recorrían.
   —De acuerdo —aceptó, dejando mis pies a un lado y tumbándose para descansar con una sonrisa en sus labios.
Después de eso nos acostamos muy juntos para mantener el calor, porque en aquel pajar hacía mucho frío. Abrazados nos quedamos profundamente dormidos.
   Nos levantamos muy temprano y salimos a las seis de allí. A esa hora todavía estaba muy oscuro, pero no podíamos dormir más debido al frío. Recorrimos los primeros kilómetros casi a oscuras. Hasta que empezó a amanecer y pudimos contemplar por dónde caminábamos. Era un lugar precioso. Me hubiese quedado allí si no fuera por la guerra, que nos quería convertir en enemigos sólo por nuestro lugar de nacimiento.

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