-22
Con el corazón latiendo desbocado, la señora Teresa y yo bajamos del tren. Sentía una mezcla de miedo y alegría difícil de expresar con palabras, me temblaban las manos. Junto a nosotras bajaron dos personas más. En primer lugar descendí yo y me giré enseguida para ayudarla a ella. Una vez me aseguré que estaba bien, miré a mi alrededor con la emoción contenida, un nudo se apretaba en mi estómago y no me dejaba respirar. Solo pude ver una silueta recortada por la luz de la luna. ¿sería él? me pregunté conteniendo el aliento. Parecía que el corazón se me iba a salir del pecho. Cuando se giró, pude ver entre sombras su cara. Empezó a avanzar en mi dirección, despacio al principio, para después ir aumentando de velocidad, al verlo, corrí hacia él, olvidando por un momento a todos y a todo lo que me rodeaba. Me lancé a sus brazos sin pensar y me aferré a él como si fuera mi tabla de salvación en mar abierto. Una explosión de sentimientos inundó mi alma, lloraba de la emoción. Con los ojos cerrados escuchaba su corazón, tan rápido como el mío. Me rodeó con sus brazos y me apretó contra él, apoyando su cabeza en mi hombro.
—Mi vida, por fin estamos juntos —susurró en mi oído, provocando que un escalofrío me recorriese desde los pies a la cabeza.
—Te he echado tanto de menos, Edel, tenía tanto miedo de que ya no sintieras lo mismo por mi... —murmuré, temblando y con un hilo de voz.
—Nunca dejaré de amarte, mi vida, ya nada nos podrá separar —dijo, acariciando mi espalda con suavidad.
Estuvimos abrazados, sin movernos y sin hablar, durante varios minutos. Mientras tanto la señora Teresa nos miraba con lágrimas en los ojos. Se acercó y esperó con paciencia que se calmara la necesidad de contacto que teníamos. Después de tanto tiempo separados necesitaba sentirlo, escuchar los latidos de su corazón. Apenas respirábamos, sólo nos manteníamos abrazados mientras las lágrimas se escapaban de nuestros ojos. La angustia tras nuestra separación forzada se disipaba por fin ahora que volvíamos a estar juntos. Después de unos minutos me apartó con suavidad, ya que se percató de que la señora Teresa nos esperaba. Todavía tenía los ojos húmedos al presenciar nuestro reencuentro. Edel se dirigió a ella, le tomó la mano y se la besó con educación.
—Muchísimas gracias, usted debe de ser la señora Teresa —supuso al verla, con la emoción todavía grabada en su rostro y en su voz.
—En efecto, Edel —respondió seria, despertando una ligera preocupación en mí. Su tono era retador, me dio la impresión de que quería marcar las distancias para hacerse respetar.
—Gracias por acompañar a Elisa para que podamos reunirnos, encantado de conocerla. No podré pagarle nunca su ayuda —agradeció de nuevo. Yo observaba su rostro y sus gestos a la luz de la luna, conteniendo los deseos de besarlo.
—No me des las gracias todavía, tú y yo tenemos que hablar antes de que me vaya —espetó la señora Teresa, apuntándole con su dedo índice.
—Por supuesto, señora —respondió, inclinándose en señal de respeto. Mientras lo miraba de soslayo, recordaba la dulzura de su voz cuando hablaba conmigo en la casita blanca.
—Es tarde y habrá que pasar la noche en algún hostal o alguna casa. ¿Hay algún sitio por aquí? —preguntó la señora, mirando a su alrededor.
—Señora Teresa, he podido reservar un par de habitaciones para los tres, ha sido difícil pero por suerte hay todavía buena gente en el mundo. Siganme —respondió, con su peculiar acento,
Mientras tanto, el tren ya había vuelto a arrancar y se alejaba por las vías hacia su destino. Estábamos solos en el andén, en ese momento Edel tomó nuestro equipaje para dirigirse a la salida de la estación. La señora Teresa se agarraba de mi brazo y ambas caminábamos detrás de él, que nos conducía al lugar donde pasaríamos esa noche. Entre susurros la señora Teresa me hablaba...
—Ahora comprendo por qué te enamoraste de él, hija —comentó apretando mi brazo, mientras sonreía por primera vez desde que habíamos bajado del tren.
—Se lo dije, es muy bueno y educado, y esos ojos azules... —repliqué con voz soñadora, conteniendo la emoción.
—Elisa, mañana hablaré con él —afirmó poniéndose seria de nuevo.
—Cuando usted quiera —repuse. Sentía que el corazón saltaría de mi pecho en cualquier momento, ni siquiera el tono serio que utilizaba podía ensombrecer mi felicidad.
—Si me promete lo mismo que tú me iré tranquila, porque veo que os queréis de verdad —expresó con dulzura, poniendo su mano sobre la mía.
—Creo que lo quiero más que antes, Señora Teresa —confesé en un susurro, apoyando mi cabeza en su hombro.
—Prométeme que te harás respetar cuando yo no esté —me pidió entonces, con la emoción reflejada en su voz.
—Sabe que se lo prometí ya en Barcelona, y también se lo prometeré aquí si hace falta —le aseguré.
Llegamos al lugar donde nos hospedarían a las nueve de la noche, cansados por el viaje y las emociones. En mi cara brillaba una enorme sonrisa y en el pelo llevaba prendida la horquilla que él me había regalado. Tenía los sentimientos a flor de piel. Por respeto a la señora Teresa aún no nos habíamos besado, pero nuestros ojos expresaban el deseo que nos consumía a los dos. No podía dejar de mirarle y me maravillaba de los cambios que esos dos años habían obrado en él. Sentía su mirada conectando con la mía y no podía dejar de pensar en sus fuertes músculos, sus labios entreabiertos que invitaban a fundirme en ellos. Pronto tendríamos tiempo para besarnos, pensaba, lo importante era que nada ni nadie podría volver a separarnos.
En aquella modesta casa nos recibieron con amabilidad, Yo iba traduciendo a la señora Teresa lo que le decía aquella familia. Allí vivía un matrimonio y su hijo. Nos invitaron a una cena humilde pero deliciosa. Una sopa caliente para reconfortar y algo de queso para llenar el estómago. Después la anfitriona sacó una hogaza de pan y frutos secos. Comimos con apetito y al acabar nos retiramos a dormir; la señora Teresa dormiría junto a mí en una habitación y Edel compartiría otra con el hijo de la casa.
—Es muy guapo, no me extraña que te enamoraras de él —repitió la señora Teresa una vez en la habitación a solas.
—Sí, ahora está más alto de lo que yo recordaba, y más fuerte —reflexioné en voz alta, consiguiendo arrancar de nuevo su sonrisa.
—Como te dije antes, mañana hablaré un momento con él. Pero ahora quiero hablar contigo —expresó con voz tierna.
—Dígame, señora Teresa —pronuncié en voz baja. Estábamos sentadas cada una en una cama, una frente a la otra y la señora Teresa tomó mis manos entre las suyas.
—Elisa, cariño, quiero que me prometas que no dormirás con Edel hasta que no estéis casados —espetó, consiguiendo que mi rostro se tiñera de rojo.
—Por supuesto, señora, se lo prometí ya en Barcelona y mantendré mi promesa —afirmé con una seguridad que en realidad no sentía, pues estar con Edel causaba estragos en mi pobre corazón.
—Quiero que te hagas respetar, cuídate mucho —siguió hablando, mientras sus ojos no dejaban los míos en ningún momento.
—No se preocupe, Edel cuidará de mí, y él me respetará, estoy segura —afirmé con rotundidad.
—Si tienes cualquier problema y quieres volver, te abriré las puertas de mi casa —me ofreció con sinceridad, mientras un nudo de emoción atenazaba mi garganta. Solo pude asentir, pero esperaba que mis ojos le transmitieran todo el agradecimiento que mi voz no podía expresar.
—Quiero que me escribas, a casa de mi hijo o a Barcelona con el nombre de Alicia, como si fueras mi sobrina, y me expliques cómo ha ido el viaje. Cuando estéis instalados os escribiré yo también —continuó, con la voz rota por la emoción. Nuestra relación había dado un salto desde el momento en que me había ayudado a cruzar la frontera, ahora éramos más amigas que señora y empleada.
—No se preocupe señora Teresa, le escribiré lo antes posible y se lo explicaré todo —murmuré emocionada. Sentía que una parte de mí se quedaría con ella, pues había conseguido ganarse mi corazón.
—Espero que seáis muy felices, cariño —me deseó para finalizar la conversación.
Nos acostamos cada una en una cama y la señora Teresa se quedó dormida de puro agotamiento. Todo el día de viaje había sido muy cansado para ella. En cambio yo estaba demasiado emocionada para dormir, mirando el techo de la habitación revivía cada instante de nuestro reencuentro. Convenciéndome de que lo que estaba viviendo era real y estábamos juntos de nuevo. Me parecía un sueño.
Tumbado en mi habitación, recordaba el encuentro con Elisa, mi chiquilla de ojos verdes que ya se había convertido en una mujer. Rememoré el momento en que vi llegar el tren, cuando mi corazón se aceleró, pero al verlas bajar de él, se detuvo de golpe. No podía creer lo bella que estaba bajo la luz de la luna, sus ojos se habían fijado en mí y corrí a su encuentro como si me fuera la vida en ello. Después de pensar que la había perdido para siempre, volver a verla era como un sueño. La apreté contra mi corazón para fundirme con ella. Deseaba besarla pero me contenté con el abrazo pues detrás de ella venía caminando la mujer que la había ayudado a llegar hasta mí. Respiré profundo en su cuello para volver a sentir su aroma. Mis ojos se inundaron y solo pude susurrar lo mucho que la quería. La aparté de mí con suavidad, para saludar a su acompañante, aunque todas las fibras de mi ser me pedían a gritos que la besara. Para poder contenerme, tomé sus equipajes y me dirigí hacia la salida de la estación, conduciéndolas por las calles a oscuras, escuchando tras de mí sus susurros. ¿Hablaban de mí? ¿Se arrepentía de haber venido? No me lo había parecido cuando me abrazó. Me había dado cuenta de que llevaba en su pelo la horquilla que le regalé y recordé los momentos felices que vivimos en Alliers. Daba por buenas todas las vicisitudes que había pasado hasta llegar a su lado. A partir de aquel día pensaba protegerla con mi vida, y no permitir que nos separasen nunca más. Tenía que agradecerle a aquella mujer todo lo que había hecho por nosotros, con ello se había ganado mi respeto, al jugarse así la vida por mi chiquilla. Me dormí pensando en Elisa y desperté pronto para poder volver a verla enseguida. Me vestí y bajé al comedor, donde me encontré con la señora Teresa.
—Buenos días, Edel —me saludó, estudiándome con una mirada escrutadora.
—Buenos días, señora —correspondí a su saludo acercándome a la mesa donde ella estaba sentada. Miré alrededor buscando a Elisa pero no la encontré.
—¿Podemos hablar un momento los dos solos antes de que se despierte Elisa? —inquirió mirándome a los ojos. Señaló la silla frente a ella y me invitó con un gesto a que me acomodara.
—Por supuesto, señora Teresa —acepté enseguida, tomando asiento, dispuesto a escucharla.
—Voy a ser sincera, Edel, no tenía intención de ayudar a Elisa hasta que no me enteré de que pretendían casarla con un chico al que no conocía —admitió con sinceridad.
—La comprendo, señora. Y se lo agradezco mucho de todos modos —afirmé, ofreciéndole una sonrisa.
—En cuanto lo supe decidí que la ayudaría a reunirse contigo —explicó mientras tomaba una de mis manos entre las suyas.
—No importa lo que la haya impulsado a ayudarnos, lo importante es que están aquí —repuse mientras me preguntaba a dónde quería ir a parar con tantas explicaciones.
—Tengo mis motivos y tal vez Elisa te los explique más adelante. Hemos llegado hasta aquí y ahora la voy a dejar a tu cuidado —añadió mirándome con fijeza a los ojos.
—La cuidaré con mi propia vida, señora —afirmé con seguridad, pues nunca dejaría que nadie le hiciera daño.
—No lo he dudado un segundo cuando os he visto juntos, pero quiero que me prometas una cosa muy importante: quiero que respetes a Elisa hasta el momento de casaros, bésala todo lo que quieras pero no mancilles su honor —espetó del tirón, sorprendiéndome. Nunca había pretendido aprovecharme, la quería y hubiera dado mi vida por ella. Pero entendía las exigencias de aquella mujer pues era la primera vez que me veía.
—Quiero que sepas que ella me tiene a mí para defenderla y me siento responsable de su felicidad. Quiero que jures por tu vida que lo vas a cumplir —exigió con seriedad. Al fijarme bien en ella vi a una persona muy preocupada y decidí tranquilizarla de la única manera posible.
—Señora Teresa, le juro que respetaré a Elisa toda la vida, no la mancillaré como usted dice, me casaré con ella y la haré feliz para siempre —expresé con voz solemne, con sinceridad y mirándola a los ojos.
—Está bien, te creo, confío en ti. Ahora voy a darte algo muy importante —comentó con una sonrisa, más relajada y sacando de su bolso una pequeña cajita envuelta.
—No tiene que darnos nada, usted nos ha ayudado más que nadie y le estaré agradecido siempre —repliqué, colocando mi mano sobre la suya y cerrándola con suavidad.
—Elisa no sabe nada de esto, supongo que no lo aceptaría de ningún modo, pero ella es como una hija para mí y os voy a regalar estos dos anillos para vuestra boda —explicó mientras insistía y me entregaba la cajita.
—Toma, guárdalos y casaros lo antes posible —añadió sin darme opción a una negativa.
—Muchísimas gracias, lo guardaré y será nuestro anillo de bodas. Le prometo que nos casaremos cuanto antes —le aseguré, apretando sus manos con cariño para después guardar el preciado regalo en mi bolsillo.
—Por otro lado quería decirte que ella está muy preocupada y no sé cómo ayudarla —añadió cambiando el tono de voz por otro más informal.
—¿Qué es lo que inquieta a Elisa? —pregunté intrigado conteniendo el aliento.
—Quiere estar segura de que voy a llegar sana y salva a casa. Pero hasta que no sepa dónde os puedo enviar las cartas no podrá saber si llegué bien —expuso mostrando las manos en señal de impotencia.
—Le daré la dirección de mi amigo Ethan, él está en América y cuando lleguemos nos la entregará y Elisa quedará tranquila. Se la voy a anotar en esta hoja de papel. En el transcurso de nuestro viaje, si nos tenemos que quedar en algún sitio por un tiempo, si es posible le escribiremos y así usted podrá mandarnos una carta a esa dirección...—resolví, aunque sabía que no sería suficiente para mi chiquilla. De momento era lo único que podía ofrecerle. Le anoté la dirección de Ethan y se la entregué.
Después de aquella conversación nos sentimos más relajados, habíamos dejado las cosas claras y le estaba muy agradecido por el interés que demostraba por la seguridad de mi chiquilla de ojos verdes. Sobre las nueve de la mañana bajó Elisa de la habitación, descansada, lucía una sonrisa radiante y estaba muy bella. Al verla entrar en el comedor me quedé sin aire y quise correr a besarla, pero tuve que contener el impulso pues no estábamos solos.
—Buenos días, Elisa —saludé con la voz entrecortada, luchando por contenerme.
—Buenos días —respondió dirigiéndose a los que estábamos presentes. Se acomodó al lado de la señora Teresa, apretando su mano en un gesto de cariño que provocó un pinchazo de celos, quería ser yo quien recibiera esa caricia, pero enseguida me di cuenta que pronto la tendría para mí solo. A ellas les unía un cariño muy tierno, forjado en la confianza y su complicidad.
Desayunamos juntos, sin poder apartar los ojos el uno del otro, deseaba tocarla de nuevo, besarla hasta hacerla gemir de deseo.
—Espero que hayan dormido bien, señoras — comentó en un español rudimentario el dueño de la casa, que entraba en aquellos momentos.
—Muy bien, se lo agradezco —respondió la señora Teresa mientras los demás asentíamos corroborando su opinión.
—Edel, por favor, necesito acercarme a la estación de tren para comprar un billete de vuelta a España —pidió, mirándome a los ojos, pero antes de que pudiera responder se adelantó el anfitrión.
—Señora, si quiere puedo acercarla esta noche en mi camión —se ofreció, hablando en francés. Pero al darse cuenta de que ella no le entendía se dirigió a mí.
—Yo viajaré a la Jonquera, tengo que transportar unas mercancías, la puedo dejar en la estación de tren sin problemas —me explicó, ofreciéndose.
—Se lo consultaré, ella no entiende el francés —respondí, traduciendo sus palabras a la señora, para que pudiera tomar una decisión.
—¿Crees que será más seguro que el tren? —preguntó tras escucharme con atención.
—Creo que sí, él va y viene casi cada día y nunca ha tenido problemas —expliqué, recordando una conversación del día anterior.
—Entonces acepto. ¿Cuándo se marcha? —Indagó, tras pensarlo un momento.
—¿Cuando saldrá, amigo? —pregunté en francés a aquel hombre.
—Esta noche a las diez. Cuento con llegar de madrugada y estar por la mañana de vuelta en casa —explicó él, sonriendo a la señora Teresa, al haber entendido que aceptaba su proposición.
—Saldrá esta misma noche porque es más seguro —traduje, dirigiendo una mirada de soslayo a mi chiquilla , que no perdía detalle de la conversación.
—Está bien, me prepararé —asintió la mujer, demostrando un valor encomiable.
Durante ese día la señora Teresa y Elisa estuvieron juntas y se despidieron entre lágrimas y promesas. Yo las observaba y no pude evitar emocionarme al escucharlas.
—Elisa, voy a echarte muchísimo de menos...—expresaba con emoción la señora, abrazando a mi chiquilla mientras ambas lloraban.
—Tendrá a mi hermana con usted —trataba de consolarla Elisa.
—No es lo mismo, la confianza que se ha establecido entre nosotras no la he podido tener con ella. Primero por la edad y segundo por tu carácter. Eres una persona muy especial. Cuídate mucho —le deseó, con la voz entrecortada.
Desde la distancia la emoción me embargaba.
Se abrazaron y se desearon suerte; alrededor de las diez de la noche la señora Teresa se marchó con el hombre de aquella casa. Elisa quedó llorosa. Comprendía su dolor, pues dejaba atrás todo lo que conocía, así como una amiga de verdad, la única persona que nos había ayudado cuando más lo necesitábamos. Cuando el camión desapareció, nos abrazamos de nuevo y por fin nos besamos después de más de dos años.
Rocé sus labios con los míos en una suave caricia tierna, que despertó un anhelo profundo. Coloqué mi mano en su nuca y la acerqué, hasta que puso sus brazos entorno a mi cuello, despertando una pasión que había estado dormida durante mucho tiempo. Elisa se derritió en mis brazos, dejándose llevar por la emoción y por la necesidad de saciar su sed, sus labios respondían a mis caricias, no importaba respirar. Enredó sus dedos en mi pelo, acariciándome con torpeza, provocando escalofríos en mi piel. Me separé con mucha fuerza de voluntad, pues conocía hacia dónde nos llevaba la pasión que se desataba cuando estábamos juntos. Quería respetar la promesa de no tocarla hasta no estar casados.
Volvimos al interior de la casa cogidos de la mano y, tras despedirnos de la familia, nos retiramos a dormir. Cada uno a una habitación, a pesar de que estar separados era lo último que deseábamos. Tumbado en mi cama la imaginaba en su habitación, y tuve que realizar un gran esfuerzo para no correr junto a ella. Sobre mí pesaba una dura promesa que pensaba cumplir como fuera.
Al día siguiente, mientras desayunábamos vimos regresar al dueño de la casa.
—¡Buenos días, chicos! —espetó muy sonriente mientras palmeaba mi espalda.
—Buenos días —respondimos al mismo tiempo Elisa y yo.
—¿Ha ido todo bien, señor?, ¿ha llegado bien la señora Teresa al tren? —inquirió mi chiquilla con voz preocupada.
—No se preocupe, señorita. He dejado a su madre en la estación de tren de Figueras, desde allí ya no hay peligro —le explicó aquel hombre con una gran sonrisa. Sus ojos parecían cansados después de conducir durante toda la noche.
—Ya lo has oído, cariño —me dirigí a ella sintiendo un gran alivio— Desde allí hasta su destino no correrá ningún riesgo, puedes estar tranquila.
—Gracias por llevarla, señor —respondió con educación y me dirigió una sonrisa que me derritió por dentro. Si ella era feliz, yo también lo era.
Ahora teníamos que planificar nuestro futuro juntos y buscar un lugar donde nuestra relación no estuviera censurada...
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