-21
Los días previos a la partida estaba muy nerviosa, los preparativos para el encuentro con mi chico de ojos azules estaban resultando difíciles y estresantes. Debía mantener el secreto, actuar con cuidado de no ser descubierta y con normalidad. ¿Cómo iba a conseguirlo? Estaba segura de que se notaba de lejos que estaba planeando algo. Ya no podía desahogarme con mi hermana, pues estaba segura de que no entendería mi postura y le contaría todo a mi madre, acabando con todas las posibilidades de escapar con él. Tampoco podía hablar con la señora Teresa, pues mi hermana estaba siempre con ella, además si se sabía que me había estado viendo con ella los días previos a mi huida, podrían llegar a la conclusión de que me estaba ayudando a escapar y meterse en un problema.
Ya le había mandado la carta a Edel, para decirle que saldríamos de Barcelona el domingo día quince. Tras pensarlo bien, opté por escapar cuando mi madre fuera a misa. Pondría una excusa para no acudir ese día a la iglesia, me quedaría en casa y, cuando ella y mis hermanos se fuesen, cogería mis cosas y saldría hacia la estación. Contaba con llegar antes de las nueve y media ya que el tren saldría a las diez, allí me esperaría la señora Teresa.
Mi madre se preocuparía por mí, lo sabía, así que pensé en dejarle una carta en la que le explicase todo excepto la complicidad de la señora Teresa. También le prometería que, cuando llegase a mi destino, le escribiría para decirle que estaba bien. Le pediría perdón pues me sentía un poco culpable por hacerla sufrir y le haría ver que no me había dejado otra alternativa. La señora Teresa ya había hablado con ella la semana anterior comunicándole que se iba al pueblo con su hijo mayor por un tiempo, unos dos meses; Adela se quedó en casa y dormía en mi habitación, lo cual me limitaba aún más para prepararme, pero de ese modo la señora tendría tiempo de desaparecer un tiempo prudencial. Después de dejarme en Francia, iría con su hijo y quedaría fuera de toda sospecha. Cuando regresara se sorprendería de lo ocurrido y lamentaría no poder ayudar. Escribir la carta tenía sus riesgos y la señora Teresa y yo teníamos un pequeño desacuerdo en ese aspecto. Ella decía que le dejase la carta en casa, pero yo tenía mis dudas pues, cuando regresara a casa y la leyera, podía ir a la policía para denunciar mi desaparición.
—Elisa, hija, si no le dejas la carta, ella va a denunciar tu desaparición de igual manera —intentaba convencerme.
—Pero esperará hasta que pase un tiempo prudencial, creerá que he salido a tomar el aire —le explicaba yo, intentando hacerle ver que la opción de echar la carta al correo, tenía sus ventajas.
—¿Crees que sospecha algo? —me preguntó mientras miraba en todas direcciones. No debía vernos nadie.
—Creo que no, ella está convencida de que me he resignado a casarme con ese soldado —le confié, hablando en voz baja.
—Ahora tengo que irme, tu hermana te espera en la panadería —se despidió, cerciorándose en primer lugar de que nadie nos había visto juntas.
Decidí enviar la carta por correo, tardaría un par de días en llegar y, para entonces, ya estaría en Francia. Escribir a mi madre sin que me vieran se convirtió en un verdadero desafío. Con mi hermana por casa, mi habitación había dejado de ser mi castillo. Compartíamos la estancia y eran pocos los momentos en los que no estaba ella por allí. Tenía que idear una estrategia para poder quedarme sola. En el último momento, aproveché que tenía que ir a comprar para escribir en plena calle.
Querida mamá:
Siento mucho que tengamos que separarnos, después de todo lo que hemos sufrido para estar juntos. Pero mi felicidad está al lado de Edel, a pesar de que sea alemán. No puedo casarme con ese soldado que me buscaste, pues lo estaría engañando y no sería justo para él. He intentado explicarte mis sentimientos, pero no me has escuchado. Edel es un buen hombre y cuidará de mí. Nos casaremos, formaremos una familia y siempre seréis bienvenidos en ella. Os echaré muchísimo de menos, pero sé que si me quedo seré infeliz. Cuando llegue a mi destino os volveré a escribir para deciros que estoy bien. No me busques, mamá, siempre te llevaré en el corazón a pesar de que no has sabido comprenderme. Os quiero a todos, aunque me consideraréis una traidora, pero yo sé que no lo soy, Edel nos ayudó en el campamento de refugiados y allí nos enamoramos. Un beso enorme para todos. Espero que en el futuro podáis perdonarme. Me despido de vosotros hasta siempre. Elisa.
La semana anterior a mi fuga organicé una pequeña bolsa con algo de ropa y las cartas de Edel; tenía ahorrado algo del dinero que me había ido dando la señora Teresa por leerle las cartas de sus hijos y escribir para ella, no era mucho, pero era todo lo que tenía. Mi sueldo trabajando para la señora se lo quedaba mi madre.
Los días transcurrían lentos mientras esperaba el reencuentro con Edel. Ahora sería más hombre cuando lo viera, pues tenía veinte años. ¿Sería todo igual que cuando nos conocimos? ¿Me reconocería? Yo había cambiado un poco, mi pelo era más largo, era más alta y también más mujer. Recordaba la emoción que sentía cuando le veía en la casita blanca a escondidas, cuando me besaba y compartíamos momentos juntos. Algo que no iba a dejar atrás era la horquilla de pelo, que me regaló por mi cumpleaños, y la concha de mar. ¿Sentiríamos lo mismo que sentíamos en la casita blanca? Por mi parte estaba segura que sí.
El quince de marzo llegó al fin. La noche previa no dormí a causa de los nervios. Nos jugábamos nuestra felicidad, por ello ponía en juego mi vida por él. Mi madre y mis hermanos se levantaron temprano como era habitual y desayunamos todos juntos. Tenía las emociones a flor de piel y un nudo en la garganta me impedía tragar.
—Hoy estás muy callada, Elisa, ¿Te ocurre algo? —preguntó mi madre, observándome con atención
—No es nada, me duele la cabeza —mentí, mientras trataba de controlar las lágrimas traicioneras que pretendían delatarme.
—¿Quieres que llame al doctor? —inquirió preocupada, colocando su mano en mi frente para comprobar que no tuviera fiebre.
—Se me pasará pronto, mamá, no te preocupes —respondí, mientras retenía en mi memoria el tacto de sus manos en mi frente. No podría sentirlos en mucho tiempo, ni ver la sonrisa de mis hermanos cuando mi madre nos traía las torrijas para desayunar.
—Estoy pensando en quedarme a hacerte compañía, tienes mala cara —espetó ella, haciendo que mi corazón se parara un instante, antes de que pudiera reaccionar y responderle.
—No hace falta, mamá, yo me recostaré en la cama y dormiré hasta que regreséis —repliqué, rezando para que me dejara sola.
—Está bien, hija, nos vamos enseguida, vete a la cama y descansa —me ordenó. Un suspiro de alivio se escapó de mis labios y me levanté de la mesa.
—Adiós, mamá —dije mientras le besaba, y fui dando un beso a cada uno de mis hermanos. Ellos no lo sabían pero era mi despedida.
La emoción casi me hizo llorar, aunque en el último momento me repuse y simulé que era el dolor de cabeza.
—Hasta luego, Elisa —se despidieron de mí, mientras yo los veía alejarse por la calle. En cuanto doblaron la esquina las lágrimas escaparon de mi control y rodaron por mis mejillas.
—Os quiero, no os olvidéis de mí y perdonarme por lo que voy a hacer —musité en voz baja mientras cerraba la puerta y empezaba a recoger las cosas.
Esperé diez minutos para irme sin temor a encontrármelos. La iglesia estaba girando a la derecha de nuestra casa y la estación se encontraba hacia la izquierda. Con las pocas pertenencias que podía llevarme, caminé por aquellas calles que ya no volvería a recorrer, no podía dejar que el dolor de perder a mi familia me impidiera perseguir mi felicidad. Me apresuré pues tenía el tiempo justo. Al llegar a la estación, localicé el lugar donde me esperaba la señora Teresa con una pequeña maleta en la mano. Fui a su encuentro y nos abrazamos como si fuéramos madre e hija. En cierto sentido ella se había convertido como en una madre para mí, y una verdadera amiga que estaba arriesgando su vida por mi felicidad. Subimos al tren, tras acomodarnos en nuestros respectivos asientos, cogidas de la mano, me acarició el pelo antes de hablar:
—¿Estás completamente segura de lo que vas a hacer, Elisa? —preguntó, centrando su atención en mis ojos para comprobar si tenía alguna duda todavía.
—Sí, señora Teresa, nunca he estado tan segura de algo como ahora lo estoy —respondí convencida, pues aunque había sido doloroso marcharme de casa, también lo era estar sin ver a Edel.
—Eres muy valiente enfrentándote a todo por él pero, si en algún momento deseas volver o algo sale mal y tienes que regresar, quiero que sepas que cuentas conmigo, eres como mi hija —confesó ella, llenando mi corazón de cariño y comprensión.
—Muchísimas gracias, Señora Teresa, le debo tanto que no sé cómo le podría pagar todo lo que ha hecho por nosotros. Primero por mis hermanos, y ahora por mí —repuse, embargada por las emociones.
—No te preocupes por eso, hija, sólo quiero que cuando llegues a América, o donde decidáis ir, me mandes una pequeña carta para saber que estás bien, cuéntame cómo te ha ido el viaje y cómo estáis —pidió ella mirándome a los ojos.
—No se preocupe, le mandaré una carta explicándole cómo nos ha ido todo —la tranquilicé, mientras nos caían las lágrimas por la emoción.
—Yo estaré en casa de mis hijos, allí puedes escribirme sin problemas, una vez en Barcelona, escríbeme con otro nombre, tal vez Alicia, y yo sabré que eres tú sin que tu hermana sospeche nada —explicó, al tiempo que me daba un papel con ambas direcciones escritas.
—En la primera ocasión que tenga la pondré al tanto de nuestra situación —respondí guardando el papel en mi bolsa.
El tren se puso en marcha puntual y salimos de Barcelona, yo miraba nostálgica cómo todo lo que conocía se iba quedando atrás y me lanzaba hacia un futuro incierto, lleno de peligros, incógnitas y nuevos desafíos. Las emociones oscilaban entre la alegría por el reencuentro con mi chico de ojos azules y el dolor de perder a mi familia.
El viaje era largo, me recosté en el asiento y observé el paisaje a través de la ventana. Entre el traqueteo del tren y haber pasado gran parte de la noche despierta, me quedé dormida en segundos en mi asiento. La señora Teresa había conseguido una documentación donde constaba que yo era su hija y, al ser viuda, no debía presentar la autorización de nadie para salir del país. Hasta la frontera con Francia el trayecto fue tranquilo, el tren iba lento, pasamos por la costa y el mar se veía de un azul brillante que me recordaba sus ojos.
A media mañana, sobre las once y media, La señora Teresa sacó de su bolso unas rebanadas de pan y queso, para almorzar juntas.
—Ya falta poco para llegar a la frontera, Elisa —comentó con preocupación.
—Será un momento clave para que todo salga bien —afirmé, sintiendo el miedo.
—Tengo la documentación, si tu madre no ha denunciado tu desaparición todo irá bien —apuntó la señora, mirándome inquisitiva.
—No regresará a casa hasta la una del mediodía, pues después de misa siempre vamos a pasear un rato por el parque —le expliqué para que estuviera tranquila.
—Entonces no creo que tengamos problemas. Han modificado mi nombre para que no puedan relacionarme con tu desaparición —dijo ya más relajada.
Al llegar a la frontera, sobre las doce y media, estábamos un poco nerviosas. Esperaba que la documentación fuera lo bastante buena para que nos dejaran pasar sin problemas. Aunque, dos mujeres solas viajando juntas no podíamos suponer ninguna amenaza para nadie, en tiempos de guerra podíamos resultar muy sospechosas. Nos bajaron a todos del tren y nos condujeron al edificio de la estación. No éramos muchos, apenas cincuenta personas, la mayoría hombres y alguna familia al completo. Nosotras dos no llamábamos la atención. A pesar de todo, los guardias civiles Españoles miraron concienzudamente nuestra documentación, pero por lo visto no encontraron nada sospechoso. Registraron nuestro equipaje. Por precaución las dos llevábamos el dinero encima y en el equipaje no llevábamos nada de valor.
—¿Dónde van ustedes? —preguntó uno de ellos, mirándonos con un gesto de superioridad y desdén.
—Voy a visitar a la familia del prometido de mi hija. Se va a casar pronto y venimos a verlos a Perpignan —explicó la señora Teresa, con voz segura, sujetando mi mano con firmeza.
—¿Saben que Francia está en guerra, señoras? —habló condescendiente otro guardia.
—Sí, señor, sólo vamos a verlos y volveremos enseguida. Nos da mucho miedo pero los chicos se quieren casar... Usted comprende —señaló ella, mirándome de reojo, para hacer señas al hombre y convencerle de su mentira.
—¡Tengan mucho cuidado! Son ustedes unas imprudentes. Hoy día Europa es un infierno por la guerra —advirtió el primer guardia, dándonos paso libre.
—Lo tendremos, señor —respondió por última vez la señora Teresa, con voz contrita.
Yo me mantenía al margen en un segundo plano sin intervenir. Tenía miedo de que no nos dejaran pasar al otro lado de la frontera, pero al fin nos sellaron un permiso especial. La primera prueba de fuego la habíamos superado, quedaba una más.
Teníamos que pasar por el control Francés. Los gendarmes hablaban en su idioma y la señora Teresa no sabía francés, así que me tocó el turno de explicarles lo mismo que había dicho ella antes a aquellos Gendarmes tan serios.
Mi francés era muy bueno, gracias al tiempo que había estado trabajando en la casita blanca con Rose y Pierre, y conseguí hacerles entender que íbamos sólo por una semana y que regresaríamos a España después. Por fortuna, no nos cuestionaron y nos dejaron pasar a la zona del andén francés. Todo el proceso duró casi una hora, cuando acabaron de pasar todos los pasajeros eran ya más de las dos y media. Estábamos agotadas debido a los nervios que habíamos pasado.
—¡Lo conseguimos! —exclamé en voz baja, abrazando a mi salvadora.
—Sí, por un momento creí que no nos dejaría pasar el guardia civil español —confesó suspirando de alivio.
—Se ha pensado que estábamos locas por querer ir a Francia. Suerte que la historia que les ha contado los ha convencido —repuse, tomando sus manos en gesto de agradecimiento.
—Tantas emociones me han dado hambre.¿Vamos a buscar algo para comer? —inquirió la señora con una sonrisa.
—De acuerdo, vayamos a la estación, igual encontramos algo —sugerí.
Yo también tenía hambre, ya que desde el almuerzo en el tren no habíamos comido nada así que, mientras esperábamos al tren que nos llevaría a Perpignan, entramos a la estación para ver si podíamos comprar algo para comer. Allí no encontramos nada, no había tiendas, pregunté y me indicaron una dirección cercana donde podríamos aprovisionarnos.
—¡Probemos en la dirección que nos han dado! —exclamé emocionada, pues estábamos a un paso de llegar a nuestro destino y volver a ver a Edel.
—Está bien, Elisa, veremos si encontramos algo —respondió ella con una sonrisa, contagiándose de mi alegría.
Estábamos en Portbou. Ya no estábamos lejos de Perpignan, pero aún me sentía a kilómetros de mi chico de ojos azules. Encontramos la tienda que nos habían indicado y compramos una especie de empanada para cada una, iba rellena de verduras y algo que parecía carne, pero que no se sabía bien de qué tipo. De todas formas teníamos tanta hambre que nos lo comimos sin pensar demasiado en ello. Volvimos a la estación ya saciadas y esperamos en uno de los bancos del andén.
—Muchas gracias, señora Teresa —repetí por enésima vez. Sabía que nunca podría pagarle lo que estaba haciendo por mí.
—¿Otra vez igual Elisa? No me des más las gracias, sabes que lo hago con gusto —replicó ella, sonriendo.
—¿Le puedo preguntar algo? —inquirí, pues desde hacía tiempo había algo que me intrigaba sobre ella.
—Sí, por supuesto —declaró ella.
—No me gustaría que se enfadara usted... —repuse, dudando si continuar con mi cuestión, ya que era muy personal.
—Tranquila —replicó—, si la pregunta me parece una falta de respeto te lo diré y no te contestaré, pero no me enfadaré —me aseguró sonriendo, tomando una de mis manos entre las suyas.
—¿Se ha enamorado usted alguna vez? —inquirí mirando mis manos con vergüenza.
La señora Teresa lo pensó un momento, dudando un instante si contestar o no, pero al fin confesó:
—Me enamoré de pequeña, tenía doce años —respondió con la mirada perdida en sus recuerdos.
—¿Y qué ocurrió? —pregunté sorprendida.
—Él tenía cinco años más que yo. Ni siquiera se daba cuenta de mi existencia —suspiró volviendo sus ojos hacia mí.
—¿Y cuando usted se hizo mayor? —indagué, esperando que me contara una gran historia de amor.
—Cuando ya crecí, él se había casado con una chica mayor que yo. Nunca volví verlo —respondió con una sonrisa triste.
—Lo siento mucho —dije, apretando sus manos para demostrarle que comprendía su sufrimiento. La miré con un nudo en mi garganta y me imaginé en esos momentos cómo hubiera cambiado mi vida si Edel no se hubiera fijado en mí. Lo más probable sería que no hubiese tenido más remedio que casarme con el soldado que me buscó mi madre.
—No lo saben ni mis hijos. Más adelante, mis padres concertaron la boda con mi marido y tuve que seguir adelante —continuó relatando, mientras yo ataba cabos y empezaba a entenderla.
—Entonces esa es la razón por la que me ayuda, porque se siente identificada con lo que me pasa. Ahora lo comprendo mejor —deduje, mirándola a los ojos.
—Pequeña, quisiera que fueras feliz, no quiero que tengas que pasar por un matrimonio concertado. Es como vivir con un extraño al que no te une nada —confesó mientras una lágrima escapaba de sus ojos. Me abrazó y le devolví el abrazo con cariño. Comprendí que aquella mujer me había desvelado una parte muy importante de su vida, había desnudado su corazón. Mi respeto por ella se acrecentó al mismo tiempo que mi preocupación .
—¿Cómo sabré que ha llegado usted a casa de sus hijos sana y salva? —inquirí—. Tengo miedo de que le ocurra algo en el viaje de vuelta.
—No sufras, Elisa, no me pasará nada. Ya pensaremos una manera para que te quedes tranquila —replicó ella, recuperando su sonrisa de nuevo.
Oímos el tren que se acercaba despacio. El jefe de estación tocó un silbato para llamar la atención de todos los presentes. Habló en francés:
—Atención, pasajeros, este tren les conducirá hasta París pasando por varias localidades, por favor suban al vagón y prepárense para el viaje. No podemos garantizarles la seguridad en el trayecto. Tomaremos todas las medidas de seguridad de que disponemos para que lleguen sanos y salvos a su destino. Sigan las indicaciones del personal en todo momento y que la suerte les acompañe —explicó del tirón y, aunque sus palabras despertaron el miedo en mi corazón, la emoción me hizo saltar del asiento.
—¡Vamos! —apremié a La señora Teresa.
Empezaba a estar mucho más nerviosa que antes. Se acercaba el momento que tanto había esperado. Ya en el tren, cuando nos pusimos en marcha avanzando lentamente, le confesé a la señora Teresa todos mis temores...
—Tengo miedo, señora Teresa—dije mirando mis manos.
—¿Qué te preocupa? Ya estamos cerca, cariño —me preguntó levantando mi barbilla con suavidad para mirarme a los ojos.
—Temo que ya no sienta lo mismo por mí —expresé con un nudo en mi garganta.
—Ese chico te ama, Elisa. Ha removido cielo y tierra para estar junto a ti —me tranquilizó.
—¿Y si en el camino hasta Perpignan le ha pasado algo y no puede llegar? —inquirí temerosa, pues las palabras del jefe de estación me habían recordado que Francia estaba en guerra.
—Lo esperaremos el tiempo que haga falta —respondió con paciencia.
—Pero, ¿Qué ocurrirá si cuando me vea no le gusto como antes? —continué con mis dudas.
—Cariño, eres preciosa, seguro que te quiere igual que tú a él. No tengas miedo. Hablaré con él para pedirle una promesa, ¿me dejarás unos minutos a solas con él? —preguntó con una sonrisa condescendiente.
—Claro que sí, Señora Teresa. Él es muy formal. Ya verá sus ojos, es alto y rubio, en España no abundan los ojos azules. Cuando me miraba, sentía mariposas en el estómago.
—Te cautivaron sus ojos, recuerdo lo que me contabas acerca de tu estancia en el campo de refugiados. Debió ser duro estar allí encerrados, mas él os ofreció la oportunidad de salir a ti y a tu hermano —repuso la señora, recordándome los momentos vividos en la casita blanca.
—Señora Teresa, ¿no va muy despacio el tren? —inquirí, al darme cuenta de la velocidad que llevábamos.
—Sí, ahora que lo dices es verdad, ahora que viene el revisor del tren, le preguntaremos qué ocurre —sugirió la señora, señalando el pasillo del vagón.
—Señor, ¿Porqué vamos tan despacio? —Indagué yo en francés.
—Señoras, estamos en zona de guerra, vamos despacio para evitar que nos detecten los aviones. ¿Dónde se dirigen? —nos preguntó desde detrás de unas gafas de pasta oscuras.
—Vamos a Perpignan, ¿Sabe sobre qué hora llegaremos? —pregunté.
—Son las cinco de la tarde. Si todo va bien llegaremos sobre las siete a Perpignan, señoras —contestó consultando su reloj de bolsillo.
—Muchas gracias, caballero —respondí con educación.
Dos horas me separaban de Edel, esperaba que su viaje hubiese sido tranquilo y que no hubiera tenido problemas para llegar. Pero el recordatorio del revisor, que nos advirtió que estábamos en zona de guerra, me llenó de recuerdos. Miraba a través de la ventana el cielo, temerosa de descubrir un avión, recordando cuando salimos de córdoba con cuatro cosas, huyendo por la carretera. Me vinieron a la mente las escenas vividas cuando venían los aviones y corríamos a escondernos entre la hierba, entre matojos o cualquier sitio que nos permitiese sobrevivir. Mi peor pesadilla era tener que volver a vivir un bombardeo como aquellos días. Pero por Edel era capaz de enfrentarme a todo. A partir de las cinco y media empezó a oscurecer. Aún así, el tren no encendió ninguna luz y el revisor volvió a pasar pidiendo silencio, asegurando que, si seguíamos así, llegaríamos a la próxima estación sin problemas. La señora Teresa y yo nos cogimos de la mano para darnos un poco de apoyo mutuo, sumidas cada una en nuestros pensamientos.
Ya estaba oscuro cuando llegamos a la estación de tren de Perpignan. El revisor pasó por todos los vagones avisando a los pasajeros. Nosotras nos levantamos y recogimos las pocas pertenencias que llevábamos. Nos dirigimos a la puerta más cercana y bajamos al andén...
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro