Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

-2

Bajamos las escaleras de casa con la extraña sensación de que sería la última vez que lo haríamos. Tenía la intuición de que mi vida iba a cambiar y no me equivocaba...

Martes 16 de enero de 1937.
Mis padres, sin decir nada a ninguno de nosotros, recogieron las pocas pertenencias que podían cargar en una mula. Cuando lo tuvieron todo preparado nos despertaron, comunicándonos que nos marchábamos. Eran las tres de la madrugada, estaba oscuro y hacía frío... Cuando escuché que nos íbamos, por un momento no entendí el motivo... incluso llegué a pensar que se trataba de una excursión familiar.
   —¡Ya estamos preparadas! —exclamé mientras bajaba los últimos peldaños —¿Dónde vamos? Tengo sueño.
   —Elisa, hija, date prisa. Tenemos que irnos enseguida, la guerra ha llegado hasta aquí -—explicó mi padre sin dar más detalles.
   —Nos vamos a Barcelona, cariño —añadió mi madre, en un intento de acelerar nuestra partida.
Cuando llegué al patio y vi sus caras me di cuenta de la realidad. Con mis doce años comprendí que iba a ser un viaje sin retorno, en el que todo lo que había conocido hasta ese momento iba a formar parte de mis recuerdos. Tuve miedo pues aún no entendía con exactitud lo que ocurría, sólo sabía que había guerra y que teníamos que irnos, mas la razón se escapaba a mi conocimiento. Todavía no era consciente de lo que aquello significaba y las consecuencias que dejaría tras de sí...
Al salir de Córdoba íbamos a oscuras, iluminados únicamente por la luz de la luna. Mi hermana Adela, al ser la pequeña, se subió a la mula y los demás íbamos andando en silencio, solos por la carretera.
Más adelante se nos unieron otras familias que, como nosotros, huían formando una hilera de personas fantasmagóricas, con gesto cansado y triste.
   —Mira, Manuel, por allí viene tu amigo Miguel con sus padres. ¿También irán a Barcelona? —comenté en voz baja mientras caminaba a su lado.
   —Supongo que sí, Barcelona tiene que ser muy grande, para que quepamos todos —repuso, mirándome con una expresión que reflejaba su preocupación.
   —¿Y está muy lejos?, ya no me acuerdo cuando las monjas nos lo enseñaron.
   —No lo sé, pero tengo ganas de llegar —expresó Manuel, dando por finalizada nuestra conversación.
Cada familia llevaba todo aquello que podía cargar, en nuestro caso teníamos suerte y la mula llevaba nuestras pertenencias, pero vimos muchas personas que llevaban bultos enormes sobre sus espaldas. El polvo de la carretera se arremolinaba entorno a nosotros por el viento y se nos metía en los ojos.
   —Mamá, ¿Tardaremos mucho en llegar? —pregunté tras una hora de camino.
   —Sí, hija, tardaremos todavía bastante en alcanzar Barcelona, sigue andando y no te separes de nosotros —respondió con voz cansada.
   —¿Por qué tenemos que irnos? —inquirí inocente, tratando de no perder el paso.
   —Algún día lo entenderás, ahora sólo tienes que hacernos caso a tu padre y a mí —Me tomó de la mano para que caminara junto a ella.
Esa primera noche caminamos durante lo que me pareció una eternidad, aunque sólo fueron cuatro horas. No estaba acostumbrada a andar tanto, me salieron llagas en los pies, me dolían las piernas y tenía frío. También me daba miedo la oscuridad del camino, ya que mis padres no encendieron ningún candil para alumbrarnos. Mirando hacia atrás, pudimos ver un gran incendio, quizás provocado por alguna bomba. El terror se apoderó de mí y temblé.
   —¡No miréis atrás! —exclamó mi madre al ver el miedo reflejado en mis ojos.
   —Mamá, ¿por qué queman el pueblo? —quise saber.
   —Es la guerra, hija. Algún día lo entenderás —trató de explicarme—. Ahora es preciso que nos vayamos, sigue andando y no mires atrás.
Cuando estuvimos lo bastante lejos de Córdoba, según la opinión de mi padre, nos detuvimos a descansar en una pequeña cueva.
   —Pararemos aquí, María. Los niños están cansados, pero en unas horas tenemos que ponernos en marcha de nuevo —ordenó mi padre.
   —Solo sacaré unas mantas para el frío —dijo ella mientras los demás nos dejábamos caer agotados.
Nos acurrucamos juntos para entrar en calor. Adela se había quedado dormida en la mula y tenía mucho frío, los demás estábamos exhaustos después de cuatro horas de camino.
Por el horizonte, empezaba a asomar el sol, ajeno a nuestras penurias, y nos quedamos dormidos de inmediato. Yo me apoyaba en el brazo de mi madre, con mis hermanos al otro lado, y la pequeña Adela descansaba entre mis padres. Sólo noté el beso de mi madre en la frente antes de caer en un profundo sueño.
Nos dejaron dormir unas cuatro horas, después, mi padre nos despertó y dijo que teníamos que seguir andando.
   —Papá, estoy cansada. ¿No podemos descansar un poquito más? —pregunté al borde del llanto.
   —Elisa, hija, no podemos quedarnos aquí —explicó mi madre mirándome muy seria‐—. Serán unos cuántos días y después descansaremos —Me tomó de la mano y me ayudó a ponerme en pie—. ¡Vamos!, tienes que dar ejemplo a tu hermana pequeña.
Me levanté con su ayuda, pues sabía que no conseguiría nada, aparte de un pescozón, si seguía protestando. Tenía un nudo en la garganta y no comprendía la razón de tanta urgencia, no había podido despedirme de mis amigas del pueblo. Los pies me dolían mucho más ese día, que durante la caminata de la noche anterior y cojeaba de manera ostensible; mi madre, al darse cuenta de lo que ocurría, me vendó los pies con una tela para proteger las rozaduras.
   —¿Alguien más tiene rozaduras en los pies? -—preguntó, mirando al resto de mis hermanos y a mi padre.
   —Yo también tengo —confesó avergonzado mi hermano Pascual.
Le vendaron los pies como a mí y emprendimos la marcha de nuevo. Mis pensamientos en aquellos primeros días de huida se centraron en caminar sin perder de vista a mi familia y recordar a mis amigas del pueblo; añoraba mi cama y deseaba que todo acabase pronto.
Pero todavía nuestro viaje estaba en pañales.
Pasamos por las afueras de un pueblo donde los vecinos nos dieron pan y embutidos para comer. La gente era solidaria aunque tenían miedo, pero era normal estar asustados en los tiempos que corrían. Por suerte la gran mayoría de personas a pesar de todo nos ayudaban. Nos aproximamos a una granja donde un hombre mayor se acercó a hablar con mi padre:
   —Buen hombre, quiero que acepte estas ramitas de abedul. Parece una tontería de viejo pero les puede salvar la vida —comentó mientras le ofrecía algo parecido a un colgante—. Las he pulido yo mismo y tienen un cordel para colgarlo al cuello, cuando tiren una bomba cerca, os ponéis el palito en la boca, eso os salvará la vida —informó a mi padre. El palo en la boca evitaba la muerte por descompresión súbita. Pero eso no lo sabía ese hombre, ni creo que lo supiesen mis padres tampoco.
   —No creo que lleguen tan lejos los nacionalistas —repuso él. Aunque aceptó lo que le ofrecían por educación.
   —Nos han llegado noticias de que los aviones recorren las carreteras del país y disparan a las personas que huyen por ellas. No discriminan a nadie, les da igual hombres que mujeres o niños —explicó aquel hombre con ojos llorosos.
   —No lo sabía, estaremos atentos y haremos lo que nos ha explicado.
Desde un segundo plano escuchaba sin pestañear; un escalofrío recorrió mi espalda y reflexioné sobre sus palabras, dándome cuenta de que la situación que estábamos viviendo era muy peligrosa.
   —Muchas gracias, buen hombre, es usted una gran persona, Dios se lo pague —contestó mi padre.
   —¿Van a Barcelona? —preguntó el hombre.
   —Sí, vamos para allá. ¿Usted no se irá del pueblo? —inquirió mi padre preocupado—. Si quiere puede venir con nosotros.
   —Se lo agradezco, pero soy demasiado mayor para tan largo camino. Me quedaré aquí hasta que Dios quiera. Que tengan una buena travesía y que Dios los acompañe —Nos deseó aquel hombre.
Nos colocamos aquellos palos en el cuello con la cuerda. Mi madre nos advirtió:
   —Sobretodo, niños, cuando oigan los aviones se meten el palo en la boca y se tiran al suelo —nos explicó mirándonos a cada uno de nosotros—. ¡Y no se muevan hasta que no se lo diga su padre o yo! —añadió.
Durante ese día de travesía no vimos ningún avión. Caminábamos por una carretera en la que transitaban una gran cantidad de personas. Desde los pueblos nos llamaban la desbandá, nunca supe por qué. Nos detuvimos en el camino una vez, a comer y a descansar un rato.
   —¡Vamos a meter los pies en el río! —gritó mi hermana pequeña, con la energía de una niña de ocho años, que había pasado toda la mañana sentada y por fin podía moverse.
   —No os alejéis mucho —nos advirtió mi madre.
   —¡Vamos, Manuel, Pascual, venir con nosotras! —les pedí a los chicos.
Nos sentamos a la orilla de aquel arroyo, nos descalzamos y, a pesar de la temperatura del agua metimos los pies en remojo.
   —¡Está helada! —gritaba Manuel, mientras yo le echaba agua por encima.
   —¡Ahora verás! —amenazó, levantándose y corriendo tras de mí—. Te atraparé y te tiraré al río...
   —¡Ni se te ocurra! Manuel, deja tranquila a tu hermana —le regañó mi madre, sonriendo, mientras yo me reía.
Por unos minutos nos olvidamos todos de la guerra y de la razón por la que estábamos allí. Reímos y jugamos como niños de nuevo, haciendo sonreir incluso a mi padre. Pero, tras aquel momento de felicidad, tuvimos que seguir adelante con nuestra huida. Cuando se acercó la noche, buscamos una granja que nos diera cobijo.
   —¡Buenas tardes!, somos personas de bien que tenemos criaturas. Le pedimos por favor que nos dejen dormir en sus tierras —le habló mi padre a un granjero.
   —Buenas tardes, pueden dormir en el pajar y mi mujer les llevará algo de comer. Pero mañana tendrán que irse de aquí temprano, no quiero tener problemas —señaló aquel hombre, mientras miraba a su alrededor asustado.
   —No se preocupe, señor —le tranquilizó mi padre— mañana al amanecer nos marcharemos.
Hasta entonces habíamos recibido la ayuda de muchas personas. Nos habían ofrecido comida y estábamos muy agradecidos. Ese día nos dejaron dormir en el pajar, que estaba bajo techo después de todo. La buena mujer de la granja nos trajo más tarde la cena. Teníamos tanta hambre que me pareció deliciosa, aunque solo consistía en una sopa de garbanzos con arroz. Nos lo comimos todo en un Santiamén. Pasar el día caminando abría el apetito y no siempre teníamos algo que meternos a la boca. Aquella noche no podíamos quejarnos. ¿Sabéis cómo es dormir en un pajar? Esa primera noche lo descubrí. Siempre había tenido mi cama con un colchón de lana, y mi madre lavaba las sábanas cada semana manteniéndolas siempre blanquísimas. Dormir allí era un poco incómodo porque la paja tendía a meterse por la ropa, nos tumbamos encima de una manta y nos cubrimos con otra para el frío; quizás fuera por el cansancio, pero nos quedamos dormidos enseguida.
Al amanecer mi madre nos revisó los pies a todos, incluyendo a Adela que casi no caminaba. Comprobaba que no tuviéramos llagas que nos impidieran seguir la marcha. Recogimos todas nuestras cosas y nos despedimos de los granjeros para seguir nuestro camino.
   —Que la suerte esté de su lado —nos deseó aquel hombre.
Aquí y allá aparecían de nuevo las familias que se habían ido refugiando para pasar la noche y regresaban al camino.
   —Buenas, señores. ¿Van a Valencia? Nosotros somos de Colmenar el Viejo. Vamos hacia allí y una vez lleguemos, ya veremos lo que hacemos —nos habló una familia.
   —Nosotros vamos camino a Barcelona. Desde allí iremos a Francia si la situación empeora. Venimos de Córdoba.
Mi padre era quién hablaba con los extraños, los demás escuchábamos en silencio. Aquel hombre estaba acompañado por una mujer y un niño pequeño, parecían muy jóvenes. En la cara de ambos se reflejaba el cansancio y una tristeza profunda, fruto de haber tenido que dejar su hogar y su familia para salir corriendo, por temor a perder la vida. Me di cuenta entonces de que éramos muchísimos los que estábamos huyendo de la guerra. Entre todos nos ayudábamos compartiendo la poca o mucha comida que habíamos podido conseguir.

***

Ya eran cerca de las cuatro de la tarde. Habíamos parado cerca de un río para comer y al terminar nos habíamos puesto en marcha. El viento era implacable, el grupo de personas caminábamos despacio. De pronto un ruido de motor se escuchó por detrás nuestro: Un avión se acercaba con un ruido ensordecedor y disparaba contra todos los que íbamos por la carretera.
El terror se extendió en cuestión de segundos, todos se lanzaban a campo abierto y se tumbaban en el suelo, con la esperanza de que no los descubrieran. Mi madre agarró a Adela y la arrastró hacia el campo tirándose ambas al suelo.
   —¡El palo en la boca! —gritó, para que la oyéramos por encima del ruido del avión y los disparos.
Por un momento me quedé paralizada por el miedo. Mi hermano Pascual fue quien me empujó fuera de la carretera y me dio el palo que colgaba de mi cuello, ordenando que abriese la boca. El avión nos pasó por encima, disparando, tenía tanto miedo que ni siquiera podía gritar. Dejé de respirar y entré en pánico. Mi hermano me cogía de la mano para tranquilizarme pero yo no me daba cuenta. Fueron unos minutos eternos mientras el avión se alejaba de nosotros. Temblaba de pies a cabeza y comencé a llorar.
Cuando se perdió de vista por el horizonte todos empezamos a levantarnos del suelo para reanudar la marcha... Entonces comenzó a oírse el lamento de los que habían perdido a algún familiar. Un niño lloraba desconsolado al lado de sus padres, llamándolos, sin comprender que ya no despertarían jamás. Las madres lloraban a sus hijos, a sus maridos... La situación era dantesca. Mi padre fue a buscar a la mula que había salido corriendo, salvando la vida. Mi madre nos abrazaba, aliviada al ver que todos estábamos bien. Eran las cuatro y cuarto. En cuestión de quince minutos la vida de decenas de personas había terminado de golpe. Esa fue la primera vez que me di cuenta de lo que representaba la guerra: el dolor de ver a personas que tan solo minutos atrás habían hablado contigo, tendidas en el suelo, calladas, para siempre. Como aquel matrimonio joven con su pequeño bebé, que nunca llegarían a su destino.
A los niños que se habían quedado huérfanos los recogían otras familias. Era desgarrador ver cómo se negaban a dejar a sus padres tirados en la cuneta, lloraban y se aferraban a ellos. Vimos cómo cientos de familias quedaban destrozadas al perder a alguno de sus miembros.
Las lágrimas corrían por mi rostro, mientras mi hermana enterraba su cara en las faldas de mi madre y mis hermanos intentaban controlar esas lágrimas, que se empeñaban en salir. Mi padre se mantenía callado con la mirada puesta donde había desaparecido el avión. No confiaba en que hubiera pasado todo y temía que volviesen y nos dispararan de nuevo. Fue el primero de muchos ataques de avión que sufrimos en el camino. Pero ese en concreto, el primero, fue el que me marcó y me mostró por vez primera lo cruel que podía ser la humanidad. Después descubriría cosas peores...
Dejamos atrás a los caídos, caminamos entre personas heridas y vimos algunas que yacían agonizantes al lado de la carretera. Mi madre nos llevaba a su lado y con sus manos nos cubría los ojos para que no viésemos el horror. Pero nuestra naturaleza curiosa nos hacía querer ver lo que ocurría a nuestro alrededor.
   —¿Porqué nos disparan, mamá? —pregunté llorando.
   —Es la guerra, cariño, por eso tenemos que irnos —trató de explicarme, mientras me secaba las lágrimas e intentaba controlar las suyas.
   —Pero nosotros no hicimos nada malo —comenté, tratando de entender algo que era incomprensible.
   —No hemos hecho nada, hija, pero la guerra es así. —justificó mi madre dándome un beso en la frente.
Seguimos el camino junto a otros supervivientes, silenciosos, atemorizados y en continua alerta por si volvían los aviones.
Al anochecer pedimos ayuda en otra granja, pero esta vez no nos quisieron dar cobijo. Tuvimos que acurrucarnos bajo un saliente de roca, apretados unos contra otros para entrar en calor. Fue una noche fría y húmeda. Allí empezaron mis pesadillas nocturnas: en ellas corría por una carretera llamando a mi madre sin encontrarla, en otras ocasiones estaban disparando desde todas partes y no podía huir.
No había amanecido aún cuando volvíamos al camino. No habíamos podido cenar y el estómago protestaba, a mi madre ya no le quedaba nada de comida para darnos. Por más que buscaba, en los campos ya no quedaba nada comestible por recoger. Dependíamos de la caridad de la gente de los pueblos. Por suerte dimos con buenas personas y nos dieron pan, queso y embutidos, que devoramos para recuperar fuerzas. El cansancio acumulado se hacía notar, mas no nos quedaba otra opción, teníamos que seguir.
Al amanecer del octavo día de camino, los ánimos de los que seguíamos en carretera estaban muy mermados.
De nuevo los aviones nos atacaron, el miedo y el dolor se grabaron en nuestra memoria y en nuestro corazón: La sangre en la carretera, los que no habían tenido suerte tirados sin moverse, mientras nosotros nos sentíamos afortunados por estar vivos e intentábamos seguir adelante. Vimos a dos chicos, solos, que caminaban como almas en penitencia. Tendrían la edad de mis hermanos, estaban delgados hasta el límite de lo que puede soportar una persona. Ese día habíamos tenido suerte y teníamos comida de sobra, así que mi padre se acercó a ellos:
   —Muchachos, ¿tenéis hambre? Ambos se giraron asustados al oírle pero enseguida se repusieron y le dijeron que sí. Mi madre se acercó a ellos y les ofreció algo de comida. Tras engullir una hogaza de pan y un trozo de queso, sus expresiones cambiaron.
   —¿Viajáis solos? ¿Y vuestros padres? —se interesó mi madre.
   —Señora, nuestros padres han muerto —confesaron con un hilo de voz— íbamos con los del pueblo, pero los hemos perdido y ahora no sabemos qué hacer.
Mi padre miró a mi madre y ambos se entendieron enseguida.
   —Venid con nosotros —les ofreció con serenidad— nos ayudaremos entre todos.
De ese modo, Leo y Francisco se unieron a nuestra familia. Ya formábamos un grupo de dos adultos y seis niños. Ellos tenían quince años, uno más que mis hermanos, aunque aparentaban menos por su extrema delgadez. Caminamos aún varios días más, hasta que al fin llegamos a Barcelona.
Después de veintiseis días de camino, el once de febrero, agotados, dormimos en Barcelona. Mis padres tuvieron que vender la mula porque no podíamos cuidarla en la ciudad. La primera noche dormimos en una iglesia, donde hacía mucho frío. Allí, voluntarios de la Cruz Roja Internacional nos dieron mantas y algo de comer. Nos sentimos acogidos y, por el momento, a salvo del horror. Pero aquel lugar de acogida era temporal, teníamos que salir de allí para dejar sitio a otros que, como nosotros, venían de una larga travesía...

Pequeños pajarillos, este es un capítulo muy duro, pero real. Me baso en los recuerdos de mi abuela, que me explicó lo que tuvo que vivir cuando salieron huyendo de su pueblo. Si os atrevéis a seguir leyendo aún hay más...

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro