-15
Estaba esperando carta de mi chico de ojos azules cuando,
una mañana de diciembre, recibimos una notificación del consulado de Alemania: Mis hermanos venían en un tren hasta Barcelona y teníamos que recogerlos en la estación del norte.
—¡Por fin vamos a poder estar juntos de nuevo! —exclamé al leer aquel comunicado.
—Es una excelente noticia, Elisa. ¿Cuando dice que llegarán?—preguntó la señora Teresa.
—Aquí indica que tenemos que estar en la Estación de Francia el diez de enero a las once de la mañana —leí emocionada.
—Debes decírselo a tu madre, se alegrará mucho. — comentó, mientras sonreía, emocionada por la noticia y mi alegría.
En cuanto tuve ocasión de ir a verla, se lo dije a mi madre;
—Les prepararé una habitación, estarán cansados del viaje desde Alemania —planeaba ella, sin saber en las condiciones en las que llegarían. No sabíamos quién les traería o cómo les habrían tratado durante todo el tiempo que habían estado en el campo de concentración. Creíamos que quizás fuese como el campo de trabajo, pero no nos imaginemos ni por un momento el infierno que les habían hecho pasar allí.
El día de su llegada pedí a la señora Teresa que me dejase ir a buscarlos a la estación.
—Por supuesto, Elisa, debes estar ansiosa por reencontrarte con ellos —contestó comprensiva.
—Hemos estado separados mucho tiempo. Espero que no tengamos que volver a estarlo nunca más —murmuré.
Tenía muchas ganas de ver de nuevo a Pascual y a Manuel. Había pasado más de un año desde que nos viéramos por última vez. Aún recordaba los ojos de sorpresa y miedo que tenían todos los que fueron bajados del tren y separados de sus familias.
El día que llegaban, me levanté más temprano de lo que acostumbraba. Quería dejar todo limpio y recogido, antes de reunirme con mi madre y mi hermana. Ellas me vinieron a buscar sobre las diez y, tras despedirme de la señora, nos fuimos andando al encuentro de mis hermanos.
En la estación estábamos tan nerviosas que no nos podíamos estar quietas.
—¿Creéis que se alegrarán de vernos? —preguntó Adela, con la emoción reflejada en sus pupilas.
—¡Claro que se alegrarán, tonta!—exclamé, mientras mi madre nos miraba con reproche.
—¡Quedaos quietas de una vez! Parecéis niñas —nos regañaba.
Habíamos llegado muy pronto, hacía mucho frío y el tiempo de espera se nos hizo eterno, pero por fin el tren llegó.
—¡Es este,mamá! —grité cuando lo anunciaron. Eran las once y media, llegaba con retraso.
—Vamos, hijas, estar atentas a los que bajen del tren. No se de el caso que no nos vean ellos.
En el andén había mucha gente esperando reencontrarse con sus familias, también para subirse al tren e iniciar su viaje.
—No los veo, mamá, ¿habrán perdido el tren? —pregunté impaciente.
—Esperaremos a que salgan todos —dijo ella, mientras sus ojos recorrían el andén.
Observamos a todo el que bajaba, intentando distinguirlos entre toda la gente, para, por fin, darles ese abrazo tan deseado. Bajaron muchos pasajeros y, cuando ya parecía que no iban a aparecer, vimos cómo bajaban dos hombres uniformados que llevaban lo que parecían ancianos agarrados del brazo. Cuando miré detenidamente sus ojos me di cuenta de que eran ellos.
—¡Allí están! —exclamé señalándolos.
—¡Vamos a recogerlos! —dijo mi madre, adelantándose con rapidez.
Pensé que era imposible que aquellas dos personas pudieran ser mis hermanos, pero lo eran.
Nos acercamos corriendo y, al llegar a su altura, un nudo de dolor se apoderó de mi estómago: Llevaban ropa raída, andrajosa, sucia y que les quedaba muy grande. Lo más duro era ver que a penas se mantenían en pie.
Nos acercamos a los guardias, que nos preguntaron nuestro nombre y pidieron la documentación.
—Aquí la tienen, señores. Dijo mi madre asustada, mientras les entregaba la notificación que habíamos recibido días atrás.
El primer soldado leyó la carta, se la mostró a su compañero y, tras unos angustiosos minutos, se la devolvió a mi madre.
—Está bien, señora, aquí tiene a los dos prisioneros —espetó, empujando a mis hermanos con cara de asco.
Apenas pudimos cogerlos para que no se cayeran al suelo.
—¡Muchas gracias! —exclamó mi madre, a pesar de que no teníamos nada por lo que estar agradecidas, viendo el estado en el que se encontraban Pascual y Manuel.
Eran como cadáveres andantes, las cuencas de los ojos hundidas, todo huesos y piel, parecía un milagro que todavía pudiesen mantenerse en pie. La mirada perdida, el terror dibujado en su rostro, sólo sonrieron ligeramente cuando se fueron aquellos que los habían traído.
—¿De verdad eres tú, mamá? —preguntó Manuel en cuanto desaparecieron.
—Sí, hijo, ya ha pasado todo, estáis a salvo con nosotras —musitó ella abrazándoles.
Sólo cuando desaparecieron los soldados, levantaron la mirada hacia nosotras. Al vernos se echaron a llorar.
—¿Qué os han hecho? —murmuré mientras me fundía en un abrazo con ellos.
—¡Estáis vivas! No creí que os volvería a ver nunca —me confesó en un susurro Pascual.
—Os hemos buscado durante mucho tiempo —expliqué en voz baja—. Siento que hayamos tardado tanto.
—Lo importante es que estamos juntos de nuevo —intervino Adela.
—¡Vámonos a casa, hijos! Después hablaremos, necesitáis comer algo decente —expresó mi madre, tomando de la mano a mis hermanos.
Me situé al lado de Pascual y le tomé de la cintura, aguantándole mientras caminábamos, Adela hizo lo mismo con Manuel. Apenas podían caminar. Parecía que no hubiesen comido en meses, se les notaban todas las costillas. Estaban enfermos y desnutridos.
Despacio, fuimos hasta la casa de mi madre. Allí los sentamos en dos sillas.
—¿Es cierto que nos han liberado? —preguntó Manuel, todavía asustado e incrédulo.
—Sí, gracias a la señora para la que trabajo conseguimos un indulto y repatriación —expliqué, mientras mi madre fue a buscar algo de comer.
Adela les trajo unas mantas para abrigarlos, pues ambos estaban tiritando de frío. Tendrían que ver a un médico cuanto antes.
—¿Qué os han hecho? —inquirió Adela con lágrimas en los ojos.
—No te lo puedes imaginar... papá ha muerto —contestó Pascual, mirándonos con ojos aterrados.
—Lo sabemos, nos lo dijeron cuando fuimos al consulado Alemán —les expliqué, mientras Pascual me dirigía una mirada de agradecimiento.
—Elisa, —dijo Pascual con la voz entrecortada, —Nos habéis rescatado del infierno —murmuró con los ojos llenos de agradecimiento.
—Yo siento no haber conseguido rescataros antes, quizás hubiésemos salvado a papá —repliqué mientras gruesas lágrimas corrían por mi cara.
—Cuando vimos morir a nuestro padre, perdimos la esperanza —contó Manuel— él nos pidió que lucháramos hasta el final, y que os buscáramos al salir de allí.
—Ahora estamos juntos —comenté mientras los volvía a abrazar.
—Aquí tenéis, hijos —intervino mi madre poniéndoles delante un plato de sopa y un trozo de pan.
Se abalanzaron sobre la comida, y engulleron casi sin masticar. Tal era la ansiedad y el hambre que tenían que casi se atragantaron.
Mi madre quiso darles más, pero le dije que esperase un poco, que no habían comido algo decente en año y medio y ahora su estómago no estaba acostumbrado a ello.
Tras aquel primer contacto, después del infierno del que habían salido, el cansancio extremo se apoderó de ellos y se acostaron a dormir en las camas que tenían preparadas. Cayeron en un profundo sueño plagado de pesadillas.
Cuando los vi dormidos, tan frágiles e indefensos, tan maltratados, pensé en aquellos que habían quedado en el campo de concentración. Y en mi padre, que había muerto allí solo.
—Mamá, ¿por qué los han tratado así? —preguntó Adela cuando nos quedamos las tres solas en el comedor.
—No lo sé, cariño, esos alemanes son peores que las bestias —contestó mi madre.
—La guerra es lo peor que existe, Adela. Pero nosotros no hicimos nada contra ellos. No entiendo nada —musité en voz baja.
Me despedí de ellas y, con lágrimas en los ojos y el corazón destrozado, fui a casa de la señora Teresa.
—¿Cómo están tus hermanos? —preguntó nada más verme.
—No puede imaginárselo, Señora Teresa, son hueso y piel, están aterrorizados y han vivido un infierno.
—Me lo temía, Elisa, la mayoría de personas con las que he hablado dice que los alemanes son muy salvajes —contestó con voz apenada.
—Pero mi chico de ojos azules no es así —protesté ante su generalización.
—No todos los perros muerden, sin embargo tienen la fama —respondió ella.
—Pero no es justo, Edel es alemán, y es un chico dulce y comprensivo, no como los que mantenían encerrados a mis hermanos —justifiqué, mientras me ponía a la defensiva.
—No te enfades, Elisa, se que tu chico no es así. Si no te importa, un día de estos te acompañaré a tu casa, quiero verlos por mí misma y llevarles algo de ropa —dijo sorprendiéndome.
—Cuando quiera, señora —comenté retirándome a la cocina para preparar la comida.
Me acosté aquella noche llorando, pensando en las penurias y el hambre, en mi padre, que había muerto allí solo. Pensaba en mis dos hermanos, que estaban tan llenos de vida cuando los dejamos y que habían vuelto a las puertas de la muerte.
Días más tarde, cuando estuvieron un poco repuestos, nos contaron con los ojos anegados en lágrimas todo lo que habían tenido que soportar.
—Nos trataron peor que a los animales, no nos daban apenas de comer —comenzó a relatar Pascual.
—¿Qué ocurrió cuando bajásteis del tren? —pregunté, recordando sus caras de miedo.
—Nos hicieron caminar en fila durante horas, custodiados por soldados con perros, que no paraban de gritarnos en alemán —explicó.
—¿Pero no les entenderíais? —intervino Adela.
—Al principio no sabíamos qué querían, pero poco a poco íbamos entendiendo palabras sueltas —explicó Manuel.
—Si te salías de la fila o no seguías el ritmo, te atacaban aquellos malditos perros, mientras los soldados reían —continuaba explicando Pascual, mientras mi corazón se iba haciendo cada vez más pequeño.
—Nos pegaban si hablábamos entre nosotros —añadió
—¿No os dijeron dónde os llevaban? —preguntó mi madre.
—No, era una locura y estábamos asustados, hasta que llegamos a un campo de concentración.
—¿Como el campo de trabajo en el que estuvimos? —inquirí, escuchando atenta.
—No, no se parecía en nada, estaba muy vigilado, las vallas eran altísimas y estaban electrificadas y vigiladas por soldados, nadie podía salir de allí —describió Manuel, consiguiendo que Adela se tapara la cara horrorizada. Pero eso no era lo peor que tenían que contar.
—Nos llevaron a unos barracones, con un frío de mil demonios —relató Manuel—. Allí nos duchaban con agua helada, desnudos en el patio —relató con la mirada perdida.
—Pero tendríais mucho frío...—intervino mi madre, tomando la mano de Pascual mientras seguía explicando.
—El frío era insoportable, los vigilantes eran crueles y si te veían sufrir se reían —continuó.
—¿No os daban de comer? —preguntó mi hermana.
—Nos daban un rancho aguado que no querían ni los perros —le respondió Manuel.
—Nada más llegar allí nos quitaron la ropa y nos dieron un uniforme a todos, con un número —continuó Pascual—. A partir de ese momento dejaron de considerarnos personas —comentó, mientras su voz se apagaba.
—¿Dónde dormíais? —pregunté con miedo a escuchar la respuesta.
—Dormíamos amontonados en barracones, donde compartíamos espacio con enfermos.
—¿y qué hacíais allí durante el día? —intervino mi madre.
—Nos han hecho trabajar picando y transportando piedras, que teníamos que subir por un tramo de escaleras infernal —respondió Manuel con la mirada perdida en el recuerdo.
—¿Qué pasó con tu padre?—preguntó con cautela mi madre.
—Algunas veces alguien caía por las escaleras agotado y derribaba a todos los que íbamos detrás, causando la muerte de muchos, y una de aquellas veces papá resultó herido de gravedad.
—¿No lo atendió ningún médico? —pregunté al borde de las lágrimas
—Nadie atendía a los heridos. Los soldados que nos vigilaban se reían cuando alguien se caía, otras veces eran ellos los que nos empujaban para ver cómo caíamos —describió Pascual, mirándome a los ojos.
—Cuando alguien ya no podía trabajar se lo llevaban y ya no lo veíamos más —explicó Manuel, dando a entender que era eso lo que le había pasado a nuestro padre.
—En un apartado del campo, había tres chimeneas que siempre estaban encendidas y alguien nos contó que todo el que moría lo incineraban allí, nunca paraba de funcionar —relató Pascual— Teníamos mucho miedo por vosotras tres. No sabíamos a dónde os habían llevado ni siquiera si estábais vivas —dijo, mientras nos tomaba de las manos.
—Papá nos dijo antes de morir que resistiéramos y tratásemos de encontraros. Pero al final habéis sido vosotras las que nos habéis rescatado —dijo Pascual con lágrimas en los ojos.
—El día que nos vinieron a buscar a los barracones temíamos que nos llevasen a la muerte, pero al mismo tiempo casi era un alivio dejar ese sufrimiento, como si fuera una liberación. Podríamos acabar con nuestro dolor de una vez por todas. Pero en vez de eso nos metieron en un tren custodiados por dos soldados —explicó Manuel.
—¿No os explicaron nada?—pregunté sorprendida.
—Ni nos explicaron ni nos dieron de comer ni beber en todo el viaje, pensaba que nos entregarían a los nacionales y nos ejecutarían directamente, pero eso era mejor que continuar en aquel lugar —replicó—. Al llegar a la estación y veros a vosotras casi me desmayo. No lo podía creer, por un momento he pensado que habíamos muerto y estábamos en el cielo. Sólo espero que esto no sea sólo un sueño, no soportaría despertar de nuevo allí dentro—finalizó su relato con una pequeña sonrisa que rompió mi corazón.
Las tres seguíamos llorando tras escuchar las terribles condiciones en las que habían vivido. Yo los miraba y daba gracias de que estuvieran con nosotras.
Después nos tocó el turno de explicarles nuestro viaje de vuelta a Córdoba y las penurias para llegar a Barcelona. También le contamos mi trabajo con la señora Teresa y cómo ella nos había ayudado a localizarlos y sacarlos de allí.
Tras aquellas confesiones, nos convertimos en una familia unida por las desgracias.
Escribí por aquellos días a Edel, explicándole cómo habían llegado mis hermanos y cómo iba su recuperación. Él me había preguntado en la última carta por ellos y traté de explicarle que su salud era delicada y, aunque ya estaban ganando algo de peso, el médico nos dijo que tardarían meses en recuperarse, ya que la alimentación que podíamos darles no era la que les hubiese hecho falta. La escasez de algunos alimentos, el racionamiento y la falta de recursos hacían imposible comprar la carne que ellos necesitaban para reponerse.
Uno de los días en los que fui a verles, Pascual me preguntó si sabía algo de Edel. Me sorprendió su pregunta.
—Está de vuelta en la casita blanca —le expliqué contenta.
—¿Cómo lo sabes, Elisa? —inquirió con voz muy seria. Pero no percibí su tono hasta más tarde, ya que estaba emocionada.
—Nos estamos escribiendo cartas— respondí sonrojándome.
—¡Qué estás diciendo! —exclamó enfadado, mientras un escalofrío me recorrió la espalda.
—Estoy manteniendo correspondencia con él, Pascual. Pensé que te preocupabas por su suerte —expliqué en voz baja, asustada por su reacción.
—¿No seguirás manteniendo el contacto con un alemán como los que mataron a nuestro padre y casi nos matan a nosotros verdad? —inquirió mientras se levantaba de su silla y se marchaba fuera de la casa.
Lo vi salir, sin saber qué decirle. Para mi, Edel no era sólo un Alemán, era Edel, mi chico de ojos azules, dulce en sus cartas, mi amor. Pero comprendía que para ellos sería difícil aceptarlo después de todo lo que habían sufrido. Aunque mantenía la esperanza de que, con el tiempo, fueran entendiendo.
Regresé a casa de la señora y me olvidé de aquel incidente.
El siguiente día de fiesta, domingo, al volver a casa mis hermanos no estaban.
—¿Dónde están todos? —pregunté sorprendida.
—Vendrán después, acompáñame a la habitación: quiero hablar contigo —contestó mi madre, mientras yo le seguía tranquila y confiada. No tenía ni idea de lo que quería decirme, la noté seria pero no me esperaba lo que ocurrió a continuación.
Al entrar en la habitación, mi madre cerró la puerta y me miró directamente a los ojos.
—Dime la verdad, Elisa,¿Sigues carteándote con el Alemán ese? —preguntó a bocajarro.
Mi mirada bajó al suelo, me senté en una silla y contesté con sinceridad.
—Sí, mamá, todavía le escribo—y continué para justificarme—. Quería hablarte de él pero preferí esperar a que Manuel y Pascual estuviesen más recuperados —comenté, sin sospechar cual sería su reacción.
Mi madre se acercó a mí y, sin mediar palabra, me dio una bofetada que me giró la cara.
La miré con sorpresa, no me lo esperaba, por lo menos creí que me dejaría que le explicase, pero no fue así.
—No quiero que vuelvas a hablar ni escribir a ese hombre. ¿Me has oído?—ordenó, muy enfadada.
—Pero, mamá, él no... —intenté justificarme, pero antes de poder siquiera comenzar me pegó de nuevo.
Yo la miraba sin comprender del todo su actitud, Edel nos había ayudado mucho cuando estábamos en el campo de trabajo, nos daba comida y ropas de abrigo, parecía que lo habia olvidado todo.
—Mamá, Edel nos ayudó en el campo de trabajo, ¿recuerdas que nos daba mantas y comida para todos? — le pregunté. Ella me miró con fijeza, sus ojos transmitían un odio visceral, y entonces perdió el control, no me escuchaba y se dejó dominar por aquel odio, siguió pegándome, ya no sólo con la mano sino que también utilizó la zapatilla y todo lo que encontró a mano. Estaba pagando por todo lo que les habían hecho a mis hermanos y a mi padre. Me encogí sobre mí misma, puse mis manos en la cabeza y soporté el castigo sin moverme. Era injusto, pero entendía por qué estaba enfadada. Sabía que le costaría aceptar mi relación con él, porque no había conocido a Edel como yo. Pero no me había dado la oportunidad de justificarme, de explicarle que él no era como los que mataron a mi padre, él me quería y no compartía las creencias de quienes torturaban a las personas. Parecía imposible que lo entendiese. Me dolieron los golpes, pero más me dolió que no me dejara hablar ni justificarme.
Cuando paró de golpearme me dejó sola en la habitación encerrada y se fue.
Tuve tiempo de pensar y recapacitar, lloré sola y tomé una decisión, no podía dejar que nos separasen. Esperaría un tiempo prudencial y después le volvería a decir a mi madre lo de Edel. Quizás con el tiempo me llegase a comprender. Si no lo conseguía, tendría que tomar una decisión más extrema.
Lloré de impotencia y al final me quedé dormida. ¿Porqué estaba todo el mundo en contra de nuestro amor? Sólo la señora Teresa parecía comprenderme.
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