Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

-10

   Extrañaba a mi chico de ojos azules, sus besos y sus palabras dulces con ese acento suyo tan especial. Me hablaba siempre en francés pero a veces, a solas, me hablaba también en español.
   Los dos días siguientes fuimos a trabajar a la casita blanca. Rose y Pierre nos trataban con el mismo cariño de siempre, pero la ausencia de Edel hacía que estuviese más triste.
   —Elisa, hija, no te preocupes tanto por el señor Edel, seguro que estará bien —me decía la señora Rose, sospechando que entre los dos había surgido algo más.
   —Tengo miedo, señora Rose, tengo el presentimiento de que algo malo va a pasar —confesé, mientras un escalofrío recorría mi espalda.
   —¡No digas tonterías! ¿Qué va a pasar? Acompañará a su amigo y volverá a casa dentro de dos o tres días.
Rose no sabía que Ethan era judío, tampoco tenía idea del riesgo que estaba asumiendo Edel al acompañarle hasta Marsella.
Pero, a pesar de lo peligroso de su viaje, lo que de verdad nos iba a separar estaba allí, en Alliers.
En aquellos días, el ejército alemán estaba tomando posiciones en Francia, tras la rendición de sus dirigentes. De ahí que Ethan tuviera que marcharse enseguida. Habían llegado un día después de su partida, aunque nosotros no lo supimos hasta más tarde.
La tercera mañana, nos preparamos para ir a la casita blanca a trabajar, pero aquel día no nos dejaron.
Nos concentraron en el centro del campo de refugiados y nos comunicaron que nos iban a trasladar.
   —¿Dónde nos llevan, papá? —pregunté angustiada.
   —No lo sé, hija, supongo que después nos lo dirán.
   —¡Pero Pascual y yo tenemos que ir a trabajar! —exclamé con desesperación, mientras mi padre negaba con la cabeza y murmuraba.
   —Ya no iréis a trabajar más allí, hija.
Al comprender lo que eso significaba no pude contener mis lágrimas. El miedo y la tristeza, el terror a lo desconocido, todos esos sentimientos, que durante aquellos meses habían desaparecido, se agolparon de nuevo en mi mente y, lo más duro de todo: iba a perder a Edel y eso me rompía el corazón.
No podía hablar con Rose o Pierre para que avisaran a mi chico de ojos azules, no tenía manera de pedirle que me buscara, que si yo tenía oportunidad, le escribiría desde donde estuviera.
No tuve opción de esperarle, ni de enviar un mensaje. Nada. Mi vida se rompió allí mismo, nunca había sentido un dolor tan grande en mi corazón.
   —No llores, Elisa, seguro que nos llevan a algún lugar mejor —intentaba consolarme mi madre.
   —¡Yo no quiero marcharme de aquí, mamá! —exclamaba, sin poder decirles que mi corazón se estaba rompiendo en pedazos.
   —No seas infantil, Elisa —espetó mi padre enfadándose—. No podemos escoger siempre lo que nosotros queramos. La situación es ésta y tenemos que aceptarlo.
Tuve que callarme para que mi padre no se enfadara más, pero no podía evitar que mis lágrimas escaparan.
   Pensaba en Edel, que regresaría en dos días a la casita blanca y ya no podría verme, ¿sabría él dónde nos llevaban?, esperaba con todo mi corazón que viniese a buscarme. Pero una parte de mí presentía que no le dirían nada y que quizás no podría volverlo a ver jamás. Ahora comprendía que era mi primer y único amor. Nunca querría a nadie como había querido a Edel.
   Nos llevaron con lo poco que teníamos a una estación de tren. Allí, los soldados nos hicieron subir a vagones de mercancía; como animales, nos pusieron un bidón con agua en una esquina y cerraron las puertas.
   —¿Qué van a hacer con nosotros? —preguntó mi madre.
   —No lo sé, María, estos soldados no son franceses.
   —¿Nos llevan a otro país? —inquirió con inocencia mi hermana.
   —Podría ser, hija, ya lo veremos. —respondió mi padre, evasivo.
Por la poca ventilación del vagón, donde nos encerraron junto a otras muchas familias, podíamos ver el cielo y el alambre de espino que protegía la única vía de escape del tren. Me sentí prisionera, creí que todo aquello era una pesadilla y sólo quería despertar. Pero se trataba de una realidad terrorífica.
   —¿Por qué nos encierran? ¿qué mal hemos hecho ahora? —preguntaba, sabiendo que nadie tenía la respuesta.
   —¡¿Qué quieren de nosotros?! —exclamaba alguien desde el vagón contiguo.
   —¿Dónde nos llevan? —preguntaba otro hombre, pero aunque estuvimos allí parados varias horas, no nos dijeron nada.
Yo me senté junto a mi madre en un rincón, mi hermana se quedó a mi lado. Mi padre hablaba con los demás hombres del vagón, intentando averiguar hacia dónde nos iban a trasladar.
   —Creo que nos trasladarán a suiza, es un país neutral, allí tendremos la oportunidad de rehacer la vida —aventuraba un hombre.
   —No creo, para mí que nos llevan a España —sugirió otro, levantando un murmullo general en el vagón.
   —Si nos llevan a España estamos muertos —añadió otra persona.
   —Estos soldados no son franceses constataba mi padre— quizás sean suecos o alemanes, de todas formas, no creo que nos entreguen a España, sabiendo que allí nos espera la muerte —afirmaba seguro.
   —¿Pero por qué no nos dicen nada? —preguntaba un chico joven, de la edad de mis hermanos.
   —Quizás nos informen luego —opinaba alguien.
   —¿Por qué nos encierran como animales? —protestaba otro hombre.
Yo les escuchaba y no podía parar de llorar en silencio.
Nadie tenía idea de qué iba a pasar con nosotros.
   Sin previo aviso, hacia el mediodía el tren se puso en marcha, los soldados nos dieron un pan negro para que comiéramos y, resignados, nos sentamos en el suelo agrupados por familias, para enfrentarnos a un futuro incierto.
Yo lo único que pensaba es que una parte de mi corazón se estaba quedando en la casita blanca y que quizás no pudiese volver a ver a mi chico de ojos azules. Llorando en silencio, con la horquilla del pelo y la concha de mar como tesoros y el recuerdo de mis primeros besos en mi corazón, me despedí de Edel para siempre.
   El primer día los ánimos eran aceptables, teníamos miedo pero también esperanza. La mayoría pensaba que nos iban a trasladar a Suiza. Pero ya por la noche, cuando nos dimos cuenta de que nos rellenaban el agua como a animales y no iban a dejarnos salir de allí para nada, la esperanza se tornó en miedo.
   —¿Por qué nos tratan así, papá? —preguntaba Manuel.
   —No lo sé, hijo, y estoy preocupado —contestó serio.
   —¡Pero somos personas, no animales! —se exaltaba Pascual
   —¡No dejan ni que salgamos a hacer nuestras necesidades fuera! —añadía Manuel.
   —Lo sé, pero estamos en sus manos, dios quiera que esto acabe bien, pues me temo lo peor. —confesó en un murmullo mi padre.
Al escucharle temblé y me abracé a mi madre llorando.
   —¿Qué quieren de nosotros? —murmuré, pensando en voz alta.
   —No lo sé, hija. —respondió mi madre en un susurro, abrazándome. Su miedo era evidente y era compartido por todos los que estábamos en aquel vagón.
   Al llegar la noche, las familias se acurrucaban como podían para descansar, pero yo no podía dormir. Y mi madre tampoco.
   —Elisa, trata de descansar un poco, no sabemos lo que nos espera mañana —susurró en mi oído.
   —No puedo dormir, mamá, tengo miedo —respondía yo en voz baja, apretándome contra ella, para intentar encontrar una seguridad que no existía.
   —Lo importante es que estamos todos juntos —decía ella intentando encontrar algo positivo en aquella horrible situación.
Al escucharla, yo solo podía pensar en que me faltaba mi chico de ojos azules, ¿cómo podría vivir sin él? Tenía un mal presentimiento, todos los que estábamos en aquel vagón sabíamos, aunque intentábamos engañarnos, que aquél viaje no acabaría bien.
   Durante cuatro días estuvimos circulando por las vías, encerrados en aquel vagón, comiendo únicamente los mendrugos de pan duro y negro que nos tiraban de malas maneras los soldados.
   —¡Malnacidos! ¡Dejadnos salir de aquí! —gritaban algunos, desesperados y agotados ya.
Nos sentíamos tan vulnerables, tan menospreciados, tan humillados...
Nos trataban con una dureza y un desprecio que iban acabando con nuestras esperanzas.
   —¿Cuándo se acabará este viaje, papá? —inquiría Adela, con lágrimas en los ojos.
   —No lo sé, cariño —respondía mamá.
Yo, ya no preguntaba nada, me limitaba a pensar en mi chico de ojos azules y en el momento en que nos vendría a rescatar. Era lo único que me daba ánimos para seguir viviendo.
   Pero lo peor llegó cuando el tren se detuvo en una estación. Al asomarme pude leer Matthaussen. 
   —¿Ya hemos llegado? —se escuchaba por todo el vagón.
   —¿Dónde estamos?, el letrero de la estación está en otro idioma — comenté a mi padre.
   —Supongo que nos habrán traído a suiza —sugirió esperanzado. Pero nada más alejado de la realidad.
   —Esperemos que tengas razón —le dijo mi madre, con el corazón encogido.
   Abrieron por fin las puertas de los vagones y notamos de inmediato que estábamos más al norte de lo que creíamos, hacía mucho frío. Me encogí junto a mi madre, que no dejaba de abrazarme.
   —Tengo miedo, mamá —pronuncié en voz baja.
   —Tranquila, hija, ahora sabremos algo más.
   —¡No os mováis ninguno!, no me fio de esta gente —ordenó mi padre, manteniendo a la familia unida.
Todos los que íbamos en el vagón nos quedamos quietos, esperando. Todos y cada uno nos hacíamos las mismas preguntas ¿Estábamos en suiza? ¿Dónde nos trasladarían ahora? Nadie se confiaba, todos estábamos en alerta. Soldados de uniforme estaban delante de los vagones, empezaron a gritarnos en otro idioma, Alemán según parecía.
   —¡schnell, schnell!, ¡Männer über vierzehn Jahre steigen aus dem Zug! —exclamaban los soldados.
No les entendíamos, no sabíamos lo que esperaban que hiciéramos. De pronto uno de ellos subió al vagón y empujó a los hombres, preguntó en un idioma parecido al español la edad de los que estábamos dentro.
   —¡¿Años!? —gritaba, aferrando a los chicos por las ropas.
Todos los que contestaban catorce o más, eran enviados fuera del vagón.
Empujaron fuera a todos los hombres mayores de catorce años. Algunos chicos, se dieron cuenta de que los iban a separar de sus padres y mentían para poder ir con ellos. 
Los hicieron bajar a todos y en el tren sólo quedamos las mujeres y los niños pequeños.
Colocados en fila en el andén, los soldados se situaron detrás y delante de ellos, los encadenaron y les hicieron avanzar por el andén.
No sabíamos qué ocurría, pero de pronto se los llevaron a todos, perseguidos por soldados con perros, con un destino incierto que se transformaría en un infierno para ellos: Se los llevaban a un campo de concentración nazi. Pero eso nosotras no lo sabíamos.
   A nosotras nos cerraron la puerta del vagón y el tren se puso en marcha de nuevo.
   —¡Papá!, ¡Manuel!, ¡Pascual! —grité, sacando mis brazos por el pequeño espacio de ventilación del vagón, arañándome los brazos —¡os quiero!
Gritamos a través de las rendijas para despedirnos de los que quedaron atrás. Nosotras perdimos allí a mi padre y a mis dos hermanos.
   —¿Qué van a hacer con ellos, mamá? —preguntaba con lágrimas en los ojos.
   —No lo sé, hija, pero papá cuidará de tus hermanos, estoy segura. —afirmaba ella, con los ojos inundados.
   —¿Por qué se los llevan? —escuché a otra mujer que preguntaba a gritos, sin que nadie se dignara a contestarle.
   —¡Quiero ir con mi papá! —gritaba una niña pequeña, mientras su madre trataba de consolarla.
   —¡Mi hermano!, ¡devolverme a mi hermano!, es lo único que me queda —lloraba una chica de mi edad, que se había quedado sola.
Los llantos de los niños pequeños, los lamentos de las madres por sus hijos, por sus hermanos y maridos, por todos los que se quedaron atrás, inundaban el vagón, se metían en tu corazón y en tu alma. Era desgarrador ver cómo nos alejaban de mi padre y mis dos hermanos sin poder hacer nada para evitarlo, el dolor y el miedo se mezclaban y lloré hasta quedar exhausta.
   —¿Por qué me han quitado lo que más quiero? —me lamentaba, ya sin fuerzas.
   —Todavía nos tienes a nosotras, Elisa, saldremos adelante juntas, pase lo que pase —respondía con una profunda tristeza mi madre, sin saber que ya no me quedaban ganas de vivir.
   —¿Qué nos van a hacer a nosotras? —se lamentaba mi hermana, que contaba ya con trece años, mientras lloraba desconsolada.
Mi madre, destrozada, ya no tenía respuestas  para nosotras. Estaba agotada por todo lo que ya había sufrido en la guerra civil. Ahora se veía sola con dos niñas y sin saber qué sucedería con sus dos hijos y su marido. Yo no podía soportar más dolor. Estaba doblada en dos, en el suelo, junto a mi madre. 
   —¿Qué va a ser de nosotras? ¿Dónde nos llevan? —se lamentaban las mujeres de mi alrededor.
   Los llantos y gritos duraron dos días, en los que nadie del vagón pudo dormir, hasta que la desesperanza nos invadió. Durante seis días estuvimos en aquel tren encerradas, por lo visto no sabían qué hacer con nosotras. Permanecimos detenidas en alguna estación unos días, sin saber nuestro destino ni el de los nuestros. Después, el tren siguió su marcha ajeno a nuestros lamentos.
Abrazadas a mi madre nos dormíamos a ratos. Ella no durmió en todo el trayecto, apenas unas horas cerraba los ojos y volvía a despertar.
   —¿No duermes mamá? —pregunté en una ocasión.
   —No, hija, tú descansa —respondía ella.
   —No quiero dormir, mamá, tengo miedo —confesé llorando.
Las pesadillas habían vuelto a mis sueños, en ellas se mezclaba la guerra y los lamentos a partes iguales y me despertaba sobresaltada.
Se escuchaba a todas horas a los niños pequeños llorar por su padre o hermano, pero las madres ya no tenían fuerzas para intentar calmarlos. El agotamiento, el hambre y la sed, nos mantuvieron aletargadas los últimos días. Ya no teníamos lágrimas que derramar.
Cuando el tren se detuvo de nuevo, nos pusimos a temblar.
   —¿Qué va a pasar ahora, mamá? —inquirí, aún sabiendo que ella no tenía la respuesta.
   —Permaneced a mi lado, calladas, no dejaré que me separen de vosotras —afirmó con valentía mi madre.
Alguien se asomó por el hueco de la ventilación y pudo ver dónde estábamos.
   —Estamos en la frontera con España —dijo en voz alta, para que todas lo escucháramos.
Abrieron de nuevo los portones del vagón y, a trompicones, nos bajaron a todos y nos trasladaron a un edificio.
   —¿Qué van a hacer con nosotras? —preguntó una de las mujeres del grupo al soldado que nos escoltaba.
   —Ahora lo sabrán —respondió de malas maneras.
Nos introdujeron en una habitación amplia, desde donde nos llevaban una a una a la habitación contigua, donde nos interrogaban.
   —¿Cómo te llamas?
   —Soy Elisa —contestaba en voz baja.
   —¿De dónde vienes? —preguntaba sin mirarme.
   —Vengo de un campo de refugiados —contesté sincera.
   —¡Ah!, ¡aquí tenemos a otra roja de mierda! —exclamaba aquel soldado, asustándome.
   —¿Qué edad tienes roja de mierda? —espetó, provocándome un sobresalto.
   —Tengo dieciséis años —pronuncié en voz baja.
   —¡No te oigo!, ¿cuántos años tienes? —repitió aquel hombre.
   —Dieciséis —dije en voz alta.
   —¿Dónde se esconden los dirigentes de la república? —inquirió, mirando  mis ojos con fijeza.
   —No lo sé, no sé nada —respondí asustada.
Continuaron el interrogatorio durante media hora, pero al fin se dieron cuenta de que en realidad no sabía nada y me dejaron salir.
   Esos policías, o soldados, ya que no sabía lo que eran, nos trataron como seres inferiores. No entendía lo que intentaban descubrir con nosotras. ¿No les bastaba con lo que ya nos habían hecho? Por suerte el interrogatorio acabó y nos llevaron a otro tren, esta vez con asientos.
   —¿Dónde nos llevan ahora? —preguntó mi madre a un policía joven.
   —Van a llevarles a sus pueblos de origen, no se preocupen —respondió con amabilidad.
   —¿Qué pasará con mi marido y mis hijos? —inquirió mi madre aprovechando su disposición amable.
   —Lo siento, señora, no tengo ninguna información sobre ellos —repuso, mientras nos miraba con pena en sus ojos.
Por suerte se trataba de un tren de pasajeros que nos iba a ir dejando a cada familia en su lugar de origen.
   —¿Volvemos a casa? —preguntó Adela esperanzada.
   —Sí, cariño. —contestó mi madre con tristeza.
   Durante el camino nadie nos daba nada de comer, por suerte, en algunos pueblos, los vecinos salían de sus casas y nos daban lo que podían, pan y poco más.
El hambre volvió a mi vida para quedarse. Aunque estábamos en un tren de pasajeros, el ambiente seguía siendo de absoluta desolación. Los llantos no cesaron, pero iban disminuyendo conforme las familias iban llegando a su destino. De esa forma llegamos hasta Córdoba de nuevo. Allí nos esperaba una sorpresa...
  

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro