7: En la noche eterna
6:34 P.M
Esa vez Martín despertó de buen humor.
Aunque se había levantado un par de veces durante su descanso con la respiración agitada y sudando frío, y sin saber el por qué de eso, no se sentía cansado o malhumorado.
Era más bien lo contrario.
Estaba relajado y con la mente finalmente despejada. Incluso tenía ganas de afrontar el día y pasarla bien dando vueltas en su bicicleta o continuando con aquella serie alemana sobre viajes en el tiempo.
El sol seguía sin salir, sí, pero era como si se notara su presencia. Como si todo ese eterno bucle finalmente hubiese terminado, y todo hubiera vuelto a la normalidad.
Sí, era parecido a eso.
Luego de levantarse lentamente de la suave y espaciada cama y quitarse con desdén la larga cobija blanca que lo cubría, caminó tranquilamente por la larga habitación, dejando que sus pies acariciaran el vinilo de lujo y se llenaran de elegancia al pasar.
Desde la ventana podía ver parte de la ciudad a lo lejos, pero esto ya no le impresionaba. Lo que sí le seguía pareciendo magnífico era la ducha del lugar, donde por fin podía cambiar la temperatura del agua a su antojo.
Luego de un largo y caliente baño, eligió una de las tantas prendas que tenía a su disposición en el armario (en esta ocasión unos zapatos deportivos, un jean azul oscuro y una camisa casual y de manga corta con alguna extraña frase en inglés) y salió caminando con estilo de su habitación.
Afuera le esperaba su bicicleta, fiel compañera, aparcada a la salida del hotel cuatro estrellas en el que se hospedaba (el mejor de occidente, por cierto).
Y mientras iba pedaleando por las calles, hasta reventar de carros y buses, su única preocupación era donde debía "desayunar" en esa oportunidad. Tenía antojo de algo típico del país: un puñado de frijoles, plátanos sancochados y crema; aunque un día de esos había visto un pastel de tres leches por ahí y se le hacía agua la boca de solo pensarlo.
Finalmente se decanto por lo típico. Era de los que apoyaban lo nacional.
Además, un día se comió tres pasteles de chocolate en una ronda y su estómago pagó por ello.
Fue a un comedor donde, por su ubicación, solían pasar viajeros y trabajadores de otros lugares, y comenzó a servirse de lo que estaba preparado. Mientras lo hacía, se dio cuenta de un detalle sumamente curioso.
La señora que estaba recibiendo los pedidos y el dinero tenía un aura extraña. Mientras los demás empleados estaban vestidos con uniformes de acuerdo al trabajo, y tenían todos los mismos pantalones y camisas marrones del lugar, ella ni siquiera parecía estar trabajando: Unos jeans, una camisa roja en su totalidad con apenas un pequeño logo a la altura del pecho y unos zapatos de vestir.
Desencajaba totalmente del lugar. ¿Quizás se le había mojado el uniforme y no tuvo más remedio que ir vestida de esa forma? Pero entonces, ¿Por qué ninguna de sus compañeras le había prestado uno, si incluso no parecían ser muy diferentes de talla?
No le dio muchas vueltas. Era algo curioso, pero nada más. Seguro tenía una explicación que se le escapaba, al fin y al cabo.
Cuando hubo terminado de servirse, caminó hacia una de las pocas mesas vacías del lugar y se preparó para degustar tranquilamente. Mientras iba caminando le pareció ver a una persona vestida igual que los demás trabajadores, pero sentada y comiendo en una de las mesas. ¿Quizás era su hora de descanso?
Al rato se olvidó por completo de ese detalle.
Desde que había tenido aquella revelación, el mundo y lo que sucediera a su alrededor no le importaba demasiado.
Sí. Desde que había llegado a aquella resolución vivía más tranquilo, sin preocuparse por cosas insignificantes como esas.
Desde que había encontrado la luz que alumbraba en la oscuridad.
La verdad que tanto necesitaba.
La verdad de que, en todo el mundo, no existía ninguna persona por la que valiera la pena luchar. Ninguna por la que quisiera volver al tiempo normal.
Entonces, ¿para qué hacerlo? ¿Para qué quebrarse la cabeza en acertijos imposibles, tramas bizarras y planes estrafalarios?
¿Para qué luchar por volver a un mundo dónde sería abandonado y herido una vez tras otra, dónde cada día sería una lucha por llegar al anochecer, y dónde buscaría vagamente algo que lo hiciera medianamente feliz?
¿Para qué, si finalmente había llegado a su felicidad? ¿A la felicidad que tanto anhelaba encontrar?
La felicidad de tener a su disposición lo mejor de la raza humana sin lo peor de la misma: las personas.
Tenía el mundo entero en la palma de su mano y podía hacer lo que quisiera. Era como un niño en un patio de juegos enorme, un patio de 510,1 millones de kilómetros cuadrados.
No tendría que preocuparse por la universidad, los que le rodeaban, la gente que lo había lastimado o lastimaría, su familia, si habría de comer o de vestir, o de lo que sería de él en un futuro.
Nada de eso importaba ya, solo un presente infinito y con miles de posibilidades.
Si por alguna razón se revelaba el propósito de ese fenómeno o había algún movimiento de las personas que lo metieron en eso, que supieran que ya no contaban con su ayuda. Ni le interesaba.
Y si el mundo, por algún casual o suceso inesperado, volvía a la normalidad de un momento a otro, como cuando empezó, pues sería mala suerte. Pero al menos había disfrutado de ese paraíso sin molestias.
De esa distopía enrevesada, pero al mismo tiempo perfecta.
De esa felicidad. ¿Por qué ese sentimiento era felicidad, no?
¿De eso se trataba, no?
¿No?
Obviamente, no llegó a esta conclusión de un momento a otro. Fue fruto de un largo y complicado proceso de introspección.
Proceso impulsado por el chat de Jennifer y Tomás, como no iba a ser de otra.
Luego de volver a casa de Jennifer y ver la misma conversación en su teléfono, sintió como si un balde de agua fría se escurriera por todo su cuerpo. Como si todo dejara de tener sentido y se viera nublado por un extraño sueño. Un sueño del que debía despertar ya.
Pero nunca sucedió. Por más que gritara en las calles o le llorara al cuerpo de Jennifer todo seguía igual, y esa verdad se mantenía ahí inamovible. Su relación no era más que un espejismo, y esto solo desde su lado. Del lado contrario, ni se interesaba por su existencia en esos momentos.
Es más, le tenía miedo.
La desesperación terminó llevando a la aceptación. Luego de un tiempo, bien pudo ser corto, bien pudo ser largo, Martín se dio cuenta de que aquello era algo inevitable. Que terminaría pasando, por más que luego intentara arreglar las cosas.
Al final terminó siendo lo de siempre. Jennifer cambió y se alejó de él. Cortó esa conexión especial. Como todos los demás.
La siguiente etapa fue aún más difícil. Martín ya no sabía si sentía soledad, angustia, desesperación, todas a la vez o ninguna en particular. No sabía si era posible para él ser feliz alguna vez, si podría conocer a una persona que nunca le abandonara y que estuviera apoyándolo para no caer.
Pero para eso, necesitaría a una persona perfecta. Y en todo el mundo, no existía algo como eso.
Entonces, ¿para qué seguir buscando?
Al final, llegó a la conclusión de que su felicidad estaba escondida en la soledad. En no depender de nadie más.
Cuando entendió eso, finalmente pudo encaminar su destino.
Y ahora lo estaba disfrutando, vaya que sí lo disfrutaba.
Luego de digerir la comida se dirigió hacia el siguiente punto de su agitada rutina: el centro de su ciudad. El mejor lugar posible para poner en práctica su nuevo pasatiempo.
Dibujar.
Había retomado esa práctica olvidada desde pequeño. Y lo había hecho siguiendo los instintos de su borroso niño interior: Dibujar lo que le rodeara. Edificios, calles, personas. Todo lo que pudiera observar.
Y el mejor lugar para hacerlo era el sitio más llamativo de su ciudad, el centro histórico.
Desde un amplio parque, nada comparado con el que estaba por su casa, podía observar la majestuosa catedral, símbolo de ese lugar, el antiguo teatro y un palacio de la época colonial que ahora servía de alcaldía. Al ser el lugar turístico más importante, y al mismo tiempo corazón de la ciudad, las calles estaban abarrotadas a esas horas de la noche.
En el tiempo detenido, eran como una pintura surrealista. Y ahora mediante sus trazos finalmente podría retratarla en papel. Pero...
Ningún dibujo le salía.
Con cada nueva oportunidad, los trazos eran cada vez más irregulares y perdían sentido. Era como si su perspectiva estuviese decayendo. Y sus manos temblaban extrañamente, algo que no era capaz de entender.
¿Qué le pasaba a su cuerpo?
Luego de estar un buen rato haciendo un garabato desfigurado y muy alejado de lo que era la realidad, una imponente iglesia antigua, decidió romper ese papel y esparcirlo por el suelo.
Quizás el dibujo no era lo suyo.
Y tampoco lo intentaría demasiado. Era una actividad que al principio le pareció buena idea, pero ya comenzaba a aburrirle.
–¿Y ahora qué debería hacer?
De pronto otra vez no tenía ganas de nada. Comenzó a darle pereza la idea de volver hacia el hotel y ver que podía hacer desde su habitación, que había convertido en su nuevo hogar.
Su buen humor se diluyo rápidamente, una vez más.
Y Martín odiaba eso.
–Pero ¿qué haces...? ¿Qué diablos haces? Se supone que te olvides de todo y disfrutes, ¡disfrutes de vivir! ¡Qué tienes todo el mundo a tu disposición, hombre!
Estaba en medio de la acera, entre una multitud. La gente iba y venía de su trabajo. Acompañados, en grupo, solos. Venían con la cabeza hacia el frente o hacia atrás, venían hablando, sonriendo o serios. Ninguno parecía específicamente triste, pero Martín era incapaz de ver alegría aun en medio de tantas personas.
–¿Por qué aun teniendo el mundo entero sigue sin parecerme suficiente...? ¿Qué se supone que deba hacer...? ¿Qué más puedo hacer para no sentirme miserable?
Retomo de nuevo su bicicleta y dio algunas vueltas por la ciudad.
Ni siquiera sabía hacia donde iba.
Ni siquiera sabía de donde venía.
Solo estaba ahí, dando vueltas sin parar, matando un tiempo que ya estaba muerto, gastando energías que le costaría recuperar.
Necesitaba algo. Sabía que estaba buscando algo... ¿pero qué sería? ¿Qué era lo que anhelaba exactamente su mente? ¿Qué era lo que buscaba su corazón en esa noche eterna?
Se detuvo.
A pesar de que iba a una velocidad considerable, su pie logró frenar en apenas unos instantes. Todo porque, entre tantas figuras extrañas en la calle, pudo distinguir una que se le hizo familiar.
Al acercarse lo comprobó.
Se veía más delgado y su cara había adquirido nuevas facciones, pero ese pelo hasta los hombros y esos dientes saltados no daban lugar a dudas.
Era Alonso, un ex compañero suyo del colegio.
Y uno que pudo considerar un buen amigo hasta que, bueno, pasó lo de siempre.
"Lo siento por ti, pero ¿en qué momento creíste que estabas solo?"
Verlo parado en la acera abrió la caja de pandora de sus recuerdos.
Y aunque no eran lucidos, ni exactos, aún seguían ahí. Rondado en su mente.
Esa vez era de noche. La escuela había organizado una pequeña fiesta en conmemoración de alguna cosa, y los estudiantes que habían asistido disfrutaban de la comida y del baile.
Y entre esos estaba Martín. Aunque no estaba disfrutando ni de la comida, ni del baile.
De hecho, no estaba disfrutando de nada. El único grupo de amigos con que se sentía cómodo era con Alonso, pero a este llevaba sin hablarle desde principios de año. Y Jennifer no pudo asistir. Entonces, ¿para qué diablos había ido? ¿Para quedarse relegado a permanecer recostado sobre un árbol y solo ver cómo la fiesta se desarrollaba? ¿Solo para ver como los demás se divertían?
Y él... ¿él qué hacía? ¿Qué fue a buscar exactamente a esa fiesta? Probablemente ni el Martín de esa época lo entendía.
Pero ahí estaba, parado bajo la sombra del pequeño roble. Y en algún momento Alonso, con su larga cabellera, espalda encorvada y mirada despreocupada pasó ante él, sin saludarlo siquiera, mientras hablaba con su nuevo grupo de amigos.
Un grupo al que ya no pertenecía.
Presa del enojo del momento, de la desesperación, fue a hablarle. Y aunque al principio solo planeaba decirle "gracias por saludar", terminó reclamándole de todas las cosas, incluso de las más antiguas.
Alonso se separo de los demás y se lo llevó a las afueras de la escuela para hablar. La conversación fue larga y tediosa, y ambos se rasparon sus heridas durante al menos media hora.
Y aunque Martín no recordaba que le había dicho exactamente, algunas de las respuestas de Alonso se quedaron impregnadas fuertemente en su memoria.
"No te vengas a quejar cuando tu fuiste el que inicio esto"
"Siempre te apoyé, aunque no recibía nada a cambio, ¿sabes? Nunca me contabas tus problemas, nunca supe porque siempre parecías decaído, pero estaba ahí. Porque me entendías. Por qué te parecías a mi"
"Aunque me lo negaras, en el fondo siempre te sentiste solo. Pero no lo estabas...conmigo no lo estabas"
"Pero entonces, te aislaste de mí. Te aislaste de todos. Pensabas que no necesitabas a nadie. Pensabas que estarías mejor así. Pero para ser verdaderamente feliz, hay que saber sufrir primero"
"Yo intenté ayudarte lo más que pude, pero nunca logré traerte de vuelta. Y ahora que he pasado por todo eso, ya es muy tarde para mí. Porque, si intento salvarte, probablemente vuelva a caer...Y yo no quiero eso"
"En el fondo no eres más que un cobarde. Un cobarde que ha estado huyendo de todos y de sí mismo. No quieres afrontar tus problemas, ¿y aun así piensas que lograrás estar bien? ¿Qué lograrás escapar de todo eso sin hacer nada a cambio?"
"Lo siento por ti, ¿pero en qué momento creíste que estabas solo? Nunca lo estuviste, y nunca supiste valorarlo. Y ahora, al menos para mí, ya es muy tarde. Pero quizás ahora que te sientes verdaderamente solo, puedas finalmente avanzar...Y cuando lo hagas, podremos volver a hablar"
"Pero mientras sigas manteniendo esa actitud...mientras sigas negándote a ti mismo...no podremos continuar...Lo siento"
Y después de eso, Alonso se alejó de Martín. Y no solo literalmente.
Aún seguían estando en la misma clase, pero ya no se hablaban. Rara vez se miraban. Para ojos de todos, lo que por muchos años fue una de las amistades más puras del lugar se convirtió en una relación entre completos desconocidos.
Y Martín...Martín mantuvo esas palabras durante todo ese tiempo.
–Un cobarde, eh...Al final siempre pensaste eso de mí...Un cobarde...– Estando a la par suya se sentía impotente. Estaba estremecido y temblaba. Sus dientes castañeaban, y por dentro los recuerdos y las sensaciones se mezclaban y empezaban a desbordarse.
–Sí, soy un cobarde...Sí, tienes razón. Alfonso, tienes razón. ¡Soy un cobarde! ¡Un completo cobarde! ¿Y qué tiene de malo, eh Alfonso? ¿Qué tiene de malo querer escapar de tus problemas? Dime, ¿Qué tiene de malo querer ser feliz?
Estaba gritando.
–¡Sí, escapé de ti! ¡Sí, intenté escapar de todos! ¿Y sabes por qué lo hice? Dime Alfonso, ¿sabes por qué lo hice? Tu dices entenderme así que deberías saberlo, ¿lo sabes? Yo...yo me aislé porque no quería estar solo, ¿lo entiendes? Tenía tanto miedo de encarar mi soledad que me encerré en mí mismo y pretendí ignorarla, ¿ahora lo entiendes? Y dime, ¿Qué tiene eso de malo? ¡Qué alguien responda! ¿Qué tiene de malo todo esto?
Le gritaba a la nada, y la nada le respondía.
–Y al final...logré escapar de todos. Lo logré, Alfonso ¡Lo logré! Y aunque aun no me sienta feliz, sé que llegará el momento. Sé que llegará el momento en que me libre de toda la mierda de mi cabeza y pueda estar feliz...en paz, aquí, en el mundo que siempre soñé.
Se quedó sin aire. Estaba totalmente helado.
–...Un mundo sin ti. Un mundo sin nadie...Yo sé que seré feliz...algún día lo seré... ¿no es así, Alfonso? Algún día...
Lo miró fijamente.
–... ¿Pero cuándo llegará ese día...?
Tomó de nuevo su bicicleta. Y luego de despedirse con la mirada, una mirada enrojecida, salió pedaleando lo más rápido que sus pies le permitieron.
No tenía un destino. No tenía un lugar al que ir. Solo quería alejarse de él. Solo quería alejarse de todos.
–Quizás este escapando, ¿pero y qué más da?
Cruzó una esquina, luego se enfiló en línea recta y atravesó un redondel. Cientos de figuras pasaban por el rabillo de sus ojos y apenas podía distinguirlas. Era como si ninguna tuviera sentido. Era como si ninguna fuese posible.
Era como si todo el mundo no fuera más que una extraña ilusión, algo tan irreal que era imposible que existiese.
–Primero me dicen que doy miedo. Luego que soy un cobarde. ¿Podrían siquiera ponerse de acuerdo en eso? ¿Cómo quieren que desee volver a la normalidad así?
No le importaba hacia donde se dirigía. Solo quería sacarse de encima esos molestos pensamientos. Esos desagradables recuerdos.
–No necesito de ustedes. Aquí estaré bien. No necesito de nadie.
–En este mundo encontraré mi felicidad, tengo que hacerlo.
–Yo solo quiero dejar de sentirme así. ¿Tan difícil es? ¿Es tan complicado?
–Yo solo...
–Yo solo...
–Yo solo... ¡Ah!
De un momento a otro, Martín pasó de tener una carretera que se perdía a lo lejos en el horizonte, a tener el hormigón del suelo y el polvo cubriéndole su cara.
Se había estrellado.
No iba prestándole atención a lo que tenía enfrente y había chocado contra un automóvil estancado en la calle, y al caer en la acera apenas alcanzó a frenarse con su brazo izquierdo.
Ahora estaba raspado de la cara y de las rodillas, y no sentía el brazo. Cuando lo miró, este comenzaba a hincharse.
–Esto tiene que ser una broma...–Como pudo intento levantarse, pero el dolor repentino lo superó–...Tenía que chocar ahora que ni siquiera hay algo en movimiento...En serio, ¿Qué diablos te pasa?
Levantó un poco la cabeza y vio su reflejo en la puerta de vidrio de la casa que estaba enfrente de donde había aterrizado. Y al verse ahí, desangrado y debilitado...no pudo evitar reírse.
–...Joder, sí que soy un completo inútil, ja, ja, ja. Debo ser la única persona capaz en el mundo de chocar contra algo inmóvil cuando ni siquiera hay distracciones... ¡Soy tan estúpido, ja, ja, ja!
Se rió más fuerte. Y el sonido de su risa se perdió en el silencio.
...
Mientras tanto, no muy lejos de ahí, algo comenzaba a inquietar ese silencio.
Un ruido.
El ruido de un motor encendido.
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