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Un chico disciplinado




Se quita la cazadora de cuero y se queda inmóvil frente a mí, por un  instante, esperando mi permiso para sentarse. Aprovecho para observarle  sin ningún pudor: alto, cuello y hombros anchos -muy anchos-, brazos  musculosos, cabello corto y la barba densa y fuerte. Sonrío, complacida,  y le ofrezco la mano para que me la bese.

- Siéntate. ¿Qué tal el viaje?

- Bien, con ganas de verte por fin.

- Tengo que decirte que te noto todavía más grandote que la última vez...

- Bueno, es que he estado entrenando.

Los dos reímos. Le hago acercarse a la barra para pedir y traer  nuestras bebidas. Cuando vuelve, sin más prolegómenos, me giro hacia él,  cruzo las piernas y rozo con mi zapato de tacón plateado la pernera de  su vaquero oscuro.

- Cuando nos acabemos esto, quiero llevarte al hotel y utilizarte para mi placer...

Observo su cara de agrado mientras piensa su respuesta.

- Me parece muy bien. Lo estoy deseando.

Diez minutos después -conversación pretendidamente civilizada aliñada  con provocaciones veladas por mi parte-, le envío a pagar y salimos  juntos de la cafetería en busca de su coche, pero, para mi sorpresa, se  detiene junto a una moto de gran cilindrada.

- No me digas que has venido en esto...

- Ya lo ves- sonríe de nuevo y me ofrece un casco.

- Dios, hace la vida entera que no monto en moto.

- Y vienes con ese vestidito y esos taconazos. Soy un tío muy  afortunado- se ríe a carcajadas viendo mi azoramiento y se sube-. Monta,  guapa, que te llevo...

Resignada, me acerco y estiro la pierna intentando no enseñar las  amígdalas a los peatones, pero en el último momento me lo pienso antes  de subir.

- Ven aquí, joder- cierro el puño en torno a su barba y le atraigo  hacia mí, sin contener más tiempo las ganas de besarle. Su vello facial  me hace cosquillas en las mejillas, mi lengua explora su boca y nuestras  respiraciones se aceleran un tanto-. Ya que no voy a poder morrearte en  los semáforos, al menos no me quedo con las ganas si nos morimos por el  camino.

- Yo, en cambio, me quedo con muchísimas más ganas- ambos nos  colocamos el casco y, esta vez sí, me siento detrás de él, rodeando su  ancha cintura con los brazos como si no hubiera un mañana e intentando  acomodarme el vestido bajo el trasero.

Arranca y nos metemos entre el tráfico de Madrid. Como me temía, es  experto en colarse en huecos minúsculos a velocidades poco ortodoxas, lo  cual me está subiendo la tensión arterial. Sospecho que lo hace solo  para que me agarre más fuerte, así que decido torturarle cada vez que  nos detengamos, sobándole a conciencia los cuádriceps primero, y después  la entrepierna sin mayores miramientos. Él acaricia mi mano sobre su  bragueta, apretándola con suavidad, mostrándome el crecimiento de su  miembro contra mi palma. Me apoyo aún más firmemente contra él, por toda  respuesta, con los pezones tan erizados de ganas que temo clavárselos  en la espalda.

Llegamos, por fin, al aparcamiento del hotel y bajamos de la moto.  Ciñe con suavidad mi cintura y me estrecha contra él para volver a  besarme.

- Lo has pasado mal, ¿eh? La próxima vez vendré con el coche.

- La verdad es que sí, pero ahora voy a disfrutar vengándome  -respondo, metiendo las manos en los bolsillos de su vaquero y  palpándole el trasero-. Vamos a la habitación.

Consigo no abusar de él en el ascensor, aunque la tensión entre  nosotros es casi mareante, hasta abrir la puerta del que va a ser  nuestro refugio durante las próximas horas. Caballerosamente, me cede el  paso y cuelga nuestras chaquetas. Por mi parte, entro al cuarto de baño  para "refrescarme" y al salir le encuentro en pie frente a la cama,  descalzo, con las manos cruzadas a la espalda y la cabeza baja. Es pura  disciplina prusiana.

- Perro -le llamo, en voz baja. Siempre atento, se gira con rapidez hacia mí-, mírame.

Su aparente calma se quiebra apenas un instante mientras me contempla  de arriba abajo y yo disfruto sintiéndome observada por mi sumiso. Sus  ojos me recorren, desde el pelo recogido en una coleta alta hasta mis  salones con once centímetros de tacón, haciendo las escalas pertinentes  en mis pechos, enmarcados por un corsé de encaje negro a juego con el  tanga, las delicadas medias que moldean mis piernas y el liguero ancho  de estilo retro que las mantiene en su lugar.

- ¿Te gusta lo que ves, perro?

- Me encanta, Ama.

- Te sobra mucha ropa. Voy a quitártela yo misma.

Me acerco con parsimonia, sujeto el bajo de su camiseta de Motörhead y  le muerdo el labio inferior mientras comienzo a levantarla. Él alza los  brazos y su torso queda desnudo, listo para que lo recorra con mis uñas  lacadas en burdeos. Pellizco suavemente sus pezones y él da apenas un  pequeño respingo, pero no altera su postura. Le beso y le desabrocho el  cinturón y los botones de la bragueta, uno por uno, rozándole con total  descaro. Saca los pies de las perneras, le despojo de los calzoncillos y  coloca una vez más las manos a la espalda.

- Eres enorme. Cómo me gustas.

- Gracias, Ama.

Cojo de mi bolso el collar de cuero negro y se lo muestro con media  sonrisa. Él no puede evitar devolvérmela, pero en seguida recupera su  semblante serio cuando nota la pieza rodeando su cuello y la presión  momentánea de la hebilla al abrocharse. Se está derritiendo mentalmente,  lo sé. Lo hago girar hasta dejar la argolla centrada sobre su nuca y le  coloco las esposas, manteniendo sus manos atrás, para a continuación  unirlas con una cadena a la argolla del collar.

Me quito el tanga, vuelvo a mi bolso y esta vez saco de él mi arnés,  un hermoso falo de goma sin correas, y me acerco a mi perro  sosteniéndolo en la mano.

- Vamos a jugar con esto. Arrodíllate y lubrícame -apoyo el pie  izquierdo sobre la cama y aproximo mi coño a su cara. Él no necesita que  se lo repita y se adosa a mí, esforzándose en darme placer hasta que  considero que estoy lo bastante húmeda para introducirme el extremo más  romo del artilugio, el que lo mantendrá sujeto y en posición sin  necesidad de cinchas. Le sujeto de la barba para separarle de mi cuerpo,  observando su propia erección chorreante, y me inserto el arnés.

- Chupa, putilla -otra orden obedecida a la primera y sin rechistar.

La imagen de mi sumiso -tan masculino, tan grandote- succionando mi  polla hasta atragantarse con ella provoca un pequeño incendio en algún  lugar de mi mente. Acaricio su pelo con dulzura y él eleva la mirada  hacia mí en éxtasis. Le saco de su trance con una bofetada y le sujeto  del collar con ambas manos para notar su nariz en mi pubis, su garganta  llena con mi herramienta, la deliciosa presión que el propio arnés  ejerce en el interior de mi vagina al desplazarse ligeramente. Mi  brusquedad le provoca dos o tres arcadas que él aguanta de forma  estoica, haciéndome reír de puro placer. Qué maravilla verle así.

- Ahora échate en la cama. Voy a follarme ese culo tuyo.

Le observo, ebria de deseo por él: su espalda ancha, sus brazos  musculosos, la mandíbula de líneas viriles, la nariz aquilina, las  piernas fuertes y el culo, oh, Dios mío, qué culo. Habría que estar muy  loca para no desear estar aquí y ahora, disponiendo a capricho de su  cuerpo y de su mente. Vuelvo a concentrarme y le ayudo a levantar el  trasero hasta quedar en posición. Después, saco del bolso la fusta -el  extremo sobresalía, pero creo que nadie se fijó en la cafetería ni  durante el trayecto- y me dispongo a dar un poco de color a su piel.

Descargo el primer azote sobre sus nalgas por sorpresa para disfrutar  de la visión de su cuerpo tensándose. No puedo reprimir la carcajada y  le aviso de que quiero que se mantenga completamente callado hasta que  termine, salvo que me dirija a él.

Los siguientes quince azotes caen envueltos en un silencio sepulcral.  Los aguanta con disciplina militar, frunciendo apenas el entrecejo,  concentrado en la mezcla de sensaciones que se va apoderando de él poco a  poco. Tras esta primera tanda, dejo de contar y me suelto,  completamente dedicada a unificar el tono rojizo de su trasero como la  mujer concienzuda que soy. Terminada la tarea, me separo para admirar mi  obra, acaricio su piel con delicadeza y le hago una foto con el móvil,  que envío a un par de amigas tan taradas como yo, para presumir de perro  sumiso. Le planto el teléfono ante la cara:

- Mira tu culo de zorra y agradéceme que me haya tomado la molestia de calentártelo un poco para lo que viene a continuación.

Él sonríe, la mejilla apoyada en la cama, la frente sudorosa.

- Gracias, Ama, estoy deseándolo.

- Muy bien, pues vamos a ello.

Me sitúo tras él y dejo caer un poco de lubricante en su ano,  extendiéndolo a continuación con el extremo de mi arnés. Le sujeto por  las caderas y presiono lentamente, notando cómo su cuerpo se amolda para  acoger mi polla de goma. Empujo, sin prisa pero sin pausa, hasta que mi  pelvis se apoya en sus glúteos y entonces, con cuidado, me retiro hasta  casi salir y, de una estocada, vuelvo a ensartarle. Sus labios se  entreabren sin emitir sonido alguno, conecto la bala vibradora que  contiene el arnés y, ahora sí, le oigo gemir de placer, perdido en el  vaivén de mis caderas contra las suyas.

- Goza, guarra, que seguro que llevabas mucho tiempo sin tragarte un rabo así. Voy a hacerte gritar tanto que te volverás a tu casa sin voz -le paso las uñas por la espalda, dibujando arabescos rojizos sobre su piel.

Me acomodo buscando el mejor ritmo para mí, al calor de la vibración  del arnés en mi interior, y le hago tumbarse boca abajo para recostarme  sobre él, sujetándole por la nuca y notando su piel húmeda de sudor  contra la mía. Acelero progresivamente mis embestidas hasta que estoy al  borde del orgasmo y entonces, con un largo suspiro, me dejo ir,  taladrándole una y otra vez sin consideración por sus sensaciones.  Continúo moviéndome aún unos minutos, disfrutando del eco de mi propio  clímax, y después desconecto la bala, me retiro, le quito las esposas y  le hago incorporarse.

- Ahora ponte de rodillas y chúpame la polla -me mira a los ojos con gula apenas contenida y se abalanza sin dudar sobre mi arnés a la vez que recupera una erección gloriosa-; tócate mientras lo haces. Quiero que te hagas una buena paja para mí.

Mi sumiso no necesita segundas órdenes: degusta el falo de goma como  un tragasables bien entrenado a la vez que se da placer con la mano  derecha, acercándose poco a poco al momento cumbre, pero le hago parar  hasta en tres ocasiones, disfrutando de su frustración cada vez mayor,  antes de permitirle terminar:

- Ya puedes correrte, pero tienes que echarlo todo sobre el arnés, ¿lo has entendido, perro?

Él asiente con la cabeza y se acerca a mí para apuntar mejor. Rodeo  sus hombros con un brazo y su cintura con el otro y le beso, una y otra  vez, arrodillados ambos sobre la cama, sintiendo su respiración agitada,  su pulso trémulo y, finalmente, su orgasmo cuando se separa de mi boca  un instante para afinar la puntería y soltar tres preciosos chorros  blanquecinos sobre la goma morada del arnés.

Le beso de nuevo.

- Ahora, límpiame -otra orden que no necesita aclaraciones. Vuelve a  colocarse en la posición adecuada y traga todo sin rechistar, mirándome  como un buen chico y sonriendo con deleite.

- Ama... Gracias -musita, cuando deja de nuevo mi herramienta reluciente.

- De nada, perro. Ahora pide algo para comer y dame un masaje en  los pies. Después retomaremos el juego donde lo dejamos y daremos un  buen uso a ese pollón con ventosa que sé que llevas en la mochila.

- Sí, Ama -se gira con presteza para acercarme la carta del  servicio de habitaciones y se arrodilla ante mí, sosteniendo uno de mis  pies entre sus manos y comenzando a masajearlo mientras elijo qué vamos a  cenar. En quince minutos, mi sumiso estará lamiendo las sobras de mi  plato, como a ambos nos gusta. Y suplicará una segunda ronda.

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