La osadía
Como es habitual en mí, llegué puntual al centro de estética; se trataba de un moderno establecimiento en el centro de Madrid, un gran espacio abierto decorado en blanco y turquesa. Marcela, la propietaria y antigua amiga mía desde la adolescencia, estaba en la recepción, dando instrucciones a una de las empleadas con su índice apuntando a la pantalla del ordenador. Levantó la cabeza y, al reconocerme, rodeó el mostrador para saludarme en voz alta.
- ¡Sara! ¡Qué alegría! No recordaba que tenías cita para hoy. . . ¡Qué bien te veo!
- ¡Hola, Marcela! Y tú estás divina siempre, cielo. Vengo a hacerme pedicura y masaje, como cada mes. . .
- Ay, sí, con Erika, ¿verdad?- miró el ordenador a través de sus gafas de acetato rojo decorado con strass- Pues la tengo de baja, se fue a patinar sobre hielo y se cayó, ¿cómo te quedas? Tiene para un par de meses y espérate que no la tengan que operar.
- Vaya, ojalá se recupere pronto, pobre; pero me hace una faena tremenda. . . es la mejor en lo suyo.
Marcela sonrió:
- Sara, tú eres una clienta VIP; no te preocupes de nada, que te vas a ir a tu casa como nueva. Carmen –se giró hacia la chica de la recepción, que se levantó con presteza-, vete a buscar al niño- obediente, Carmen desapareció por la escalera que conectaba la planta principal con la inferior.
Apenas nos había dado tiempo a piropearnos un poco más, cuando Carmen volvió, acompañada de un atractivo chico de un metro ochenta y pico. . . ¿El niño? ¿Este era el niño? ¡Joder con el niño!
Le observé en silencio mientras Marcela me explicaba alegremente:
- Mira, este es mi sobrino Marcos. Acaba de terminar la carrera y sus padres me lo han mandado para que aprenda a gestionar una empresa desde abajo, así que nos echa una mano. . . Y ya verás qué manos tiene. Te va a hacer olvidar a Erika- se me escapó una carcajada; Marcela continuó -. Marcos, acompaña a mi amiga Sara y hazle una pedicura y un masaje de los que hacen época. Y tú, nena, ya me cuentas luego.
Di las gracias a Marcela; Marcos me pidió en voz baja que le siguiese y me precedió por la escalera hasta la planta de arriba, donde se encontraban los butacones para la pedicura. Por el camino, aproveché para observar con detenimiento su espalda, sus hombros del ancho ideal y su culo, enmarcado a la perfección por el pantalón del uniforme gris ceniza que todos los empleados del centro utilizaban. Llevaba el cabello suelto, rubio y largo, algo alborotado, y por un momento pensé en lo agradable que sería enrollármelo en la muñeca y darle unos tirones.
Su voz me sacó de mis fantasías:
- Por favor, señora Sara, siéntese –con un amplio ademán de su mano derecha me señaló un butacón de los ocho que había en la sala, levantando el reposabrazos para que me acomodase y pulsando el botón que llenaría automáticamente de agua el depósito de la parte delantera. Solo había otras dos clientas en la sala, con sus correspondientes trabajadoras, pero estaban bastante alejadas del espacio que Marcos había escogido para atenderme.
Me senté de lado y crucé las piernas, volviendo a radiografiarle mientras él, de perfil, se lavaba y secaba las manos en un pequeño lavabo a unos tres metros de distancia. Esa melena rubia, esa complexión atlética pero no exagerada, me recordaban a alguien y no sabía a quién. Me estrujé las neuronas sin dejar de mirarle y él se acercó.
Comencé a menear involuntariamente el pie, en un dangling distraído, perdida en mi intento de ubicarle, sin cambiar de posición y, en ese instante, salí de mis cavilaciones y me di cuenta de que se había quedado paralizado observando el talón que mi zapato dejaba al descubierto con la expresión de quien contempla un pastel tras seis meses de dieta. Sus labios estaban entreabiertos, un mechón de pelo le caía sobre la cara y de repente parecía vulnerable. Sus ojos seguían el movimiento de mi salón, arriba y abajo, en un baile hipnótico que me revelaba más información de la que debería tener. Y yo siempre utilizo la información en mi provecho, así que, después de mirar a ambos lados para asegurarme de que nadie más nos prestaba atención, procedí a jugármela:
- Marcos, descálzame –al pronunciar estas palabras en un tono autoritario y dulce a la vez sentí un subidón de adrenalina, pero me dije a mí misma que aún estaba en una posición segura, pues no le había pedido nada especialmente extraño o que no pudiese justificar ante Marcela en caso necesario.
Marcos levantó la mirada y nuestros ojos se encontraron en un diálogo silencioso que, por supuesto, dirigí yo, con un aplomo que venía de la experiencia y del montón de años que le sacaba a este chavalito. Murmuró un "sí, señora Sara" que me derritió y se acercó a mí, echando una rodilla a tierra y apoyando en ella mi pie derecho. No pude evitar sonreír al sentir una de sus suaves manos rodeando mi tobillo y la otra tirando de mi zapato de cuero decorado con un candadito la mar de oportuno. Colocó ambos salones con cuidado uno junto al otro y tomó mis pies en sus palmas, ayudándome a introducirlos en el baño al tiempo que yo giraba en el asiento para facilitarle la maniobra.
El agua estaba perfecta, casi quemaba, me gusta justo así. Él se incorporó un instante para coger los guantes de nitrilo que debía llevar durante la pedicura y añadió un puñado de sales al agua. Le sonreí y volvimos a mirarnos. Sus ojos eran azules, rodeados de espesas pestañas algo más oscuras que su pelo; fruncí el ceño intentando dilucidar a quién me recordaba. Estaba sentado frente a mí en un pequeño banco bajo, con las piernas separadas a ambos lados del depósito de agua y esos ojos como zafiros clavados en mis pies. El sobrino de mi amiga era un puñetero fetichista y yo sé reconocer a uno cuando lo tengo delante. No debería aprovecharme de la situación, pero, joder, era tan guapo. . . En completo silencio, Marcos tomó con delicadeza mi pie derecho, lo secó con una toalla caliente y me retiró el esmalte de color rojo que cubría mis uñas. Trabajaba con eficiencia y dedicación, metódicamente, y yo decidí cerrar los ojos y relajarme para evitar terminar cachonda perdida.
Notaba sus dedos sujetándome con firmeza para cortar y limar mis uñas. El "clic" a cada corte me estaba obligando a ser consciente de la situación en la que me encontraba: había un chico guapísimo sentado a mis pies, tocando la que es una de mis zonas erógenas por excelencia y, lo que era peor, estaba casi segura de que a él le gustaba tanto como a mí, a juzgar por el esmero que ponía en cada parte del proceso. Inevitablemente, sentí aumentar la temperatura entre mis piernas y comencé a imaginar cómo sería dar un paso más, aunque fuese solo por amor al juego, con este chico de ojos grandes como un personaje de manga. . . Espera, ¿cómo que "personaje de manga"? Me incorporé en el asiento, con la convicción de haber resuelto un misterio digno de Agatha Christie.
- ¡Eres un puto caballero del zodiaco! –exclamé entre carcajadas, al caer en la cuenta de su "parecido razonable". Una de las clientas nos miró, un poco sorprendida por mi repentina reacción.
- ¿Cómo dice, señora Sara? –me miraba perplejo, sin entender mi referencia.
- Vale, es que tú eres muy joven, pero acabo de averiguar a quién me recuerdas. . .
- ¿Yo le recuerdo a alguien, señora?
- Totalmente, te pareces un montón a Hyoga, ¿sabes quién te digo? -sin soltar mi pie derecho, negó con la cabeza, con aire divertido- Jo, es que eres tan joven. . . Era un anime de cuando yo era pequeña, mira –saqué mi teléfono móvil y busqué en él algunas imágenes para ilustrarle-: este es Hyoga, el caballero del Cisne, y el tío más buenorro de la serie. Creo que fue mi primera fantasía subidita de tono, ya me entiendes –añadí con una sonrisa reveladora que, a juzgar por el brillo de sus ojos, no le pasó inadvertida.
Marcos me devolvió la sonrisa, nuestras cabezas juntas en la nueva complicidad descubierta, y pareció relajarse por primera vez desde que me habían asignado sus servicios. Ojeamos algunas fotos más, le expliqué por encima el argumento de la serie y se tronchaba de la risa; me gustaban ese sonido y la forma en que se le marcaba la nuez al echar la cabeza ligeramente hacia atrás. Estaba cómodo. Incluso se atrevió a preguntarme por mi edad.
- Pues si soy amiga de tu tía de cuando el instituto, calcula, pequeño. . .
- Mi tía tiene 41, señora Sara. . .
- Es verdad, ella repitió y además estaba un curso por encima de mí. Yo tengo 39, ¿y tú?
- Yo, 24.
Continuó trabajando en mis pies y, aprovechando la recién adquirida confianza entre nosotros, le pregunté un poco por él. Me contó que había comenzado a estudiar Administración de Empresas al tiempo que cursaba su último año de Fisioterapia (me relamí mentalmente, un empollón, con lo que me gustan), que utilizaba lentes de contacto y que le gustaba jugar al ajedrez, escalar y el baloncesto. Yo iba archivando toda la información que me estaba proporcionando y, cuando le noté suficientemente cómodo, le sugerí que me tutease.
- No podría, señora Sara. . . Usted me impone mucho.
Bien. Una confirmación más de mi influjo sobre él.
- ¿Cómo quiere que le pinte las uñas? – me preguntó mi caballero, ofreciéndome la carta de colores.
- Mmmmh. . . Quiero que lo elijas tú –respondí, devolviéndosela-. Busca un color que te guste para mí.
En silencio, Marcos ojeó durante unos segundos las opciones y se levantó para coger un frasco de laca color grafito.
- Una elección curiosa, ¿por qué te has decidido por este color?
- Pues. . . Me parece que va con usted, es un color que pocas mujeres saben llevar, hay que ser especial y con magnetismo para lucirlo. . . Y creo que a usted le va a quedar espectacular con esos pies.
No pude responder; "el niño" acababa de dejarme perpleja con su elegante descaro, así que simplemente le permití aplicarme la laca en las uñas y colocarme el secador en los pies, tras lo cual charlamos unos minutos más, haciendo tiempo hasta que llegó el momento del masaje. Con diligencia, Marcos aprovechó que estábamos prácticamente solos para bajar un tanto las luces de la sala.
- Vaya, ¿y eso?
- Solo quiero que se relaje por completo, señora Sara. Para que no tenga quejas de mí ante mi tía –sonrió con picardía, como si le hubiese pillado en un renuncio.
- En ese caso, hazme un favor, pequeño, y quítate los guantes –era consciente de lo irregular de mi petición, que iba contra el protocolo del centro de estética, pero en este momento los dos estábamos arriesgando. Él miró a sus compañeras, concentradas en atender a sus respectivas clientas, y esbozó una sonrisa más.
- Por supuesto, señora.
Con las manos desnudas, Marcos calentó entre sus palmas el aceite y comenzó. Por un momento, nos miramos intensamente a los ojos antes de que las sensaciones que me provocaba comenzasen a ser demasiado profundas como para mantener la compostura. Recliné la cabeza en el asiento y un suspiro de placer se me escapó; estaba expuesta ante este jovencito, pero no me importaba. Me gustaba que él supiese el efecto que sus manos tenían sobre mi cuerpo. Me dejé llevar durante unos minutos; el masaje estaba durando mucho más que los que me daba Erika y no era algo que me disgustase; sabía dónde tocar, seguro que se había sacado Fisioterapia con notazas. Abrí un momento los ojos para encontrarme con los suyos, fijos en mi expresión; no sabría decir quién de los dos estaba disfrutando más con esta situación, pero yo estaba deseando subir el nivel, así que extendí el pie que tenía libre, lo situé entre sus piernas y empecé a presionar su sexo sin dejar de mirarle. Sus labios dejaron salir un gemido ahogado, perplejo ante mi atrevimiento. Yo misma me sorprendía de lo lejos que había llegado, pero algo en este chico desataba mis instintos más salvajes.
- Sigue tocándome y no dejes de mirarme- mi pie acariciaba su entrepierna sin pudor. Le notaba rendido por completo ante mí; su pene reaccionaba bajo mi pie, podía sentir su relieve contra cada parte de mi planta, contra mis dedos, mientras sus ojos azules no se atrevían a parpadear.
Sabía que le fascinaba la pericia con la que mi pie izquierdo le masturbaba, no se había visto en otra. Podía leer su mente: la amiga madurita de su tía, una señora calzada con unos salones carísimos y con los pies más bonitos que habría tenido el honor de tocar en mucho tiempo, le estaba haciendo una paja en silencio, en una sala abierta en la que había cuatro personas más y en la que, además, cualquiera podría entrar y sorprendernos. Continuaba moviendo el pie, explorando diversos ritmos y buscando el que le haría volverse loco, mientras él intensificaba la presión de sus manos en mi pie derecho, jugaba con sus dedos entre los míos y me hacía sentir la única mujer del universo.
Advertí que había acertado de pleno; vi sus muslos tensarse, las manos crispadas alrededor de mi tobillo y sus ojos repentinamente opacados al derramarse, calando el delgado pantalón del uniforme, entre gruñidos ahogados. Me sentí muy satisfecha de mí misma por haber logrado hacerle perder el control y no pude evitar sonreír con expresión malvada.
- Señora Sara. . . –comenzó a decir, avergonzado.
- No te preocupes de nada, pequeño. Esto quedará entre tú y yo- silencié sus posibles protestas apoyándole por un momento la planta del pie, húmeda de su néctar, contra los labios-. Si tu tía se entera, nos mata a los dos.
El rubio me besó la planta con adoración y me devolvió la misma sonrisa perversa.
- Ahora, cálzame.
Me invadió una cierta nostalgia cuando sus manos acariciaron mis empeines por última vez, arrodillado de nuevo ante mí, y pensé en lo sucio que se me debía de estar quedando el karma por desearle a Erika una convalecencia que durase un verano eterno. Sin embargo, reuní toda mi compostura para levantarme y seguirle escaleras abajo, riéndome por dentro de la posición ligeramente encorvada con la que pretendía disimular la pequeña mancha en su pantalón.
Al ir a pagar, Marcela se me acercó:
- Qué, nena, ¿qué te ha parecido mi sobrino?
Creo que me sonrojé, pero disimulé echándole cara; Marcos, tras el mostrador de recepción, bajó la mirada y fingió estar consultando mi ficha junto a Carmen.
- Una maravilla, chica. Desde luego, puedes estar tranquila. Es una ricura de niño y me ha dado un masaje espectacular.
- Pues nada, nena, nos vemos pronto. Nos escribimos para lo del viernes que viene, ¿vale?
- Claro, guapa, nos vemos.
Salí marcando el paso sobre mis altos tacones. Notaba a la perfección la mirada de Marcos clavada en mis piernas y me dije a mí misma que la osadía, a veces, tiene premio.
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