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Capítulo XXXI



El día era claro y soleado cuando Edward y Clarissa abordaron el carruaje para visitar la residencia de los padres de ella. Clarissa estaba emocionada de pasar tiempo con su familia, sin saber que la sombra de Isadora acechaba desde las sombras, tejiendo un plan siniestro.

Mientras el carruaje avanzaba por un tramo solitario del camino, un grupo de hombres enmascarados apareció de repente, bloqueando su paso. Clarissa miró a Edward, sus ojos llenos de confusión y miedo.

—¡Detengan el carruaje! —ordenó uno de los ladrones con voz ronca.

Edward se inclinó hacia ella, sujetándola por los hombros con firmeza.

—No te preocupes, amor mío. No dejaré que nada te suceda.

Cuando los ladrones se acercaron, Edward descendió del carruaje con calma, su porte noble y seguro contrastando con la amenaza palpable de los atacantes.

—¿Qué quieren? —preguntó Edward, su tono firme pero controlado.

Uno de los hombres señaló hacia el carruaje.

—Todo lo que llevan. Y rápido, o habrá problemas.

Edward alzó las manos, intentando mantener la situación bajo control.

—Pueden llevarse lo que quieran, pero no toquen a mi esposa.

Sin embargo, cuando uno de los ladrones intentó acercarse a la puerta del carruaje, Edward se interpuso. La situación se tornó caótica. En un momento de tensión, uno de los hombres, claramente nervioso, sacó un cuchillo. En el forcejeo, Edward recibió una herida profunda en el abdomen. Los ladrones, asustados por la valentía del duque y por el alcance de lo que habían hecho, huyeron apresuradamente.

Dentro del carruaje, Clarissa escuchó el grito de Edward y salió corriendo hacia él. Al verlo desplomarse, un grito desgarrador salió de sus labios.

—¡Edward! ¡No! —gritó, cayendo de rodillas a su lado.

Con lágrimas inundando sus ojos, intentó detener el sangrado presionando con las manos sobre la herida, mientras miraba al cochero desesperada.

—¡Ayúdenme! ¡Debemos llevarlo de regreso a la mansión!

El cochero y otro sirviente ayudaron a Edward a subir al carruaje. Su rostro estaba pálido, pero su mirada seguía fija en Clarissa.

—Estoy bien... —murmuró, intentando calmarla, aunque el dolor era evidente.

—No hables, por favor, no hables —imploró ella, sosteniendo su mano con fuerza mientras las lágrimas corrían por su rostro.

El carruaje dio la vuelta y galopó a toda velocidad hacia la mansión Ashworth en Hertfordshire, más cercana que la residencia de los padres de Clarissa. Cuando llegaron, el cochero y el sirviente corrieron a la puerta principal gritando por ayuda.

La madre de Edward, Lady Victoria, y su abuela, Lady Isabel, salieron al escuchar el alboroto. Al ver a Edward siendo llevado en brazos por los sirvientes, con Clarissa detrás de él, cubierta de sangre y llorando, ambas mujeres palidecieron.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Lady Victoria, su voz temblando.

—Fue... un ataque. Ladrones en el camino... Edward... —balbuceó Clarissa antes de romper en sollozos.

Lady Isabel tomó el control de la situación, con una determinación que no reflejaba su avanzada edad.

—¡Llamen al médico de inmediato! Que alguien prepare la habitación del duque. ¡Rápido!

Edward fue llevado a su habitación, donde lo colocaron en la cama con cuidado. Clarissa no se apartó de su lado, presionando la herida con un paño que ya estaba empapado de sangre. Cuando llegó el médico, ella casi se derrumbó de alivio, pero no dejó de sostener la mano de su esposo.

—Por favor, haga algo. ¡Tiene que salvarlo! —rogó al médico, mientras él pidió a las damas salir de la estancia para comenzar a examinar al duque.

Clarissa no quería dejar a su esposo, sin embargo, fue convencida por su suegra para que el médico trabaje tranquilo.

Mientras el médico trabajaba, Clarissa relató entre lágrimas lo sucedido a Lady Victoria y Lady Isabel, que escuchaban horrorizadas.

—Intentaron robarnos... Edward salió para protegerme... Y entonces... —Su voz se quebró, incapaz de continuar.

Lady Victoria la abrazó con fuerza, tratando de consolarla.

—Es un hombre fuerte, querida. Saldrá de esto.

Lady Isabel, con los ojos llenos de preocupación, asintió.

—Debemos mantenernos fuertes por él. Y encontrar a esos miserables que hicieron esto.

Clarissa asintió, aunque el miedo y la culpa la consumían. Mirando hacia la habitación donde estaba Edward, solo podía pedir que siguiera con vida, y se prometió que haría todo lo posible para protegerlo, tal como él había hecho por ella.

Esa noche, mientras la mansión Ashworth se sumía en un tenso silencio, Clarissa se mantuvo despierta, sentada junto a la puerta de la habitación de Edward. El médico había salido, informándoles que, aunque la herida era grave, Edward tenía posibilidades de recuperarse si lograban mantener la herida limpia y prevenir infecciones. Sin embargo, las palabras de consuelo apenas aliviaban la preocupación que oprimía el pecho de Clarissa.

Lady Victoria y Lady Isabel se alternaban para estar a su lado, pero incluso ellas no podían ocultar su inquietud. Clarissa, con las manos entrelazadas y los ojos rojos por el llanto, murmuraba una plegaria silenciosa. Cada segundo que pasaba sin noticias era una tortura.

Finalmente, cuando el médico permitió que lo visitaran, Clarissa fue la primera en entrar. Edward estaba acostado en la cama, pálido pero consciente. Al verla, una tenue sonrisa se dibujó en sus labios.

—Clarissa... —su voz era débil, pero su tono transmitía alivio al verla.

—No hables, mi amor. Por favor, descansa. —Se arrodilló junto a la cama y tomó su mano con delicadeza, temiendo lastimarlo más.

—Te prometí protegerte, y fallé... otra vez —murmuró, desviando la mirada, incapaz de sostener la intensidad de los ojos llenos de lágrimas de su esposa.

—¡No digas eso! No fallaste, Edward. Salvaste mi vida. —Su voz temblaba, pero estaba llena de determinación—. Pero no quiero que vuelvas a arriesgarte así. Si algo te hubiera pasado... —Se detuvo, incapaz de terminar la frase.

Edward alzó su mano con esfuerzo y acarició suavemente el rostro de Clarissa.

—No podía permitir que te lastimaran. Daría mi vida por ti mil veces si fuera necesario.

Clarissa dejó caer su frente contra su mano, sollozando.

—Pero no puedo perderte... No puedo, Edward. Eres mi todo.

El silencio que siguió fue roto por un golpe en la puerta. Lady Isabel entró con un rostro sombrío.

—Lamento interrumpir, pero debemos hablar. —Hizo una pausa, mirando a Edward con severidad—. Esto no fue un simple ataque de ladrones. He enviado a nuestros hombres a investigar y... hay indicios de que alguien planeó esto deliberadamente.

Edward cerró los ojos con un suspiro pesado, como si ya supiera quién estaba detrás de todo.

—Isadora... —dijo en voz baja, más como una afirmación que una pregunta.

Clarissa levantó la cabeza, mirando a la abuela quien miraba con incredulidad a su nieto.

¿Creen que Isadora podría ser capaz de algo así? — Lady Isabel preguntó, a lo que Clarissa asintió lentamente.

—Todo apunta a ello. El ataque ocurrió en un tramo que pocos conocen, y la forma en que actuaron los hombres indica que sabían exactamente a quién interceptar. Isadora siempre ha sido hábil para manipular, pero esto... esto cruza cualquier límite.

Edward abrió los ojos, su mirada cargada de rabia y determinación.

—Si fue ella, esto no puede quedar impune. No permitiré que siga siendo una amenaza para Clarissa... ni para nadie más.

—Primero necesitas recuperarte —intervino Lady Isabel—. Pero tienes razón, Edward. Si Isadora está detrás de esto, debemos actuar. No podemos esperar a que vuelva a atacar.

Clarissa, aún conmocionada, permaneció en silencio. Aunque sabía que Isadora era capaz de muchas cosas, jamás imaginó que llegaría tan lejos como para poner en peligro sus vidas tan precipitadamente. Pero ya lo había intentado.

—Haremos lo necesario para protegernos —dijo finalmente, con una determinación que sorprendió incluso a Lady Isabel—. Si Isadora quiere jugar con fuego, deberá enfrentar las consecuencias.

Edward la miró con una mezcla de orgullo y preocupación.

—Clarissa... no quiero que te pongas en peligro.

Ella tomó su mano con fuerza.

—No estoy dispuesta a quedarme de brazos cruzados mientras intentan destruirnos. Te necesito, Edward, y haré todo lo que esté a mi alcance para asegurarnos de que esta vez no pierdas nada ni a nadie.

Edward asintió lentamente, reconociendo la fuerza en sus palabras. Por primera vez en días, un rayo de esperanza atravesó la oscuridad que lo rodeaba.

Mientras la noche avanzaba, Edward y Clarissa planearon sus próximos pasos en silencio. Sabían que la batalla no había terminado, pero juntos, estaban dispuestos a enfrentarlo todo, incluso los demonios más oscuros que amenazaban su felicidad.

...

Clarissa pasó los días siguientes completamente dedicada a cuidar a Edward. Se ocupaba de todo: desde alimentarlo con paciencia hasta ayudarlo a bañarse, mostrando una devoción que conmovía incluso al personal de la mansión. Aunque Edward intentaba ocultar su incomodidad por ser tan dependiente, no podía negar lo mucho que apreciaba tener a Clarissa siempre a su lado.

—No tienes que hacer todo esto, mi amor —le dijo un día, mientras ella le ofrecía una sopa caliente.

—Por supuesto que sí —respondió ella con firmeza, sentándose a su lado—. Prometí cuidarte en las buenas y en las malas, y ahora más que nunca quiero cumplir esa promesa.

Sin embargo, en el fondo de su corazón, Clarissa estaba inquieta. Sabía que Isadora no se detendría y que cada día que pasaba sin saber qué planeaba su cuñada la llenaba de ansiedad. Sin espías ni una red de confianza para vigilarla, Clarissa se sentía como si estuviera luchando a ciegas contra una amenaza invisible.

Mientras lo alimentaba, Edward la observaba detenidamente. Podía ver el cansancio en sus ojos, pero también la fortaleza que brillaba en ellos.

—Te ves agotada, Clarissa. Prométeme que te tomarás un momento para ti misma. No quiero que te consumas por mi culpa.

Ella dejó el cuenco a un lado y tomó su mano, apretándola con delicadeza.

—No me pidas eso. Tú eres mi prioridad. Lo único que importa ahora es que te recuperes.

Él quiso protestar, pero el brillo de determinación en sus ojos lo detuvo.

—Siempre tan testaruda —dijo con un suspiro, aunque sus labios esbozaron una leve sonrisa.

Con el paso de los días, Edward fue recuperando lentamente su fuerza. Clarissa no se apartó de su lado ni un momento. Lo ayudaba a levantarse, a caminar por la habitación, e incluso a bañarse cuando sus movimientos eran limitados. Su esposo, aunque aún débil por la herida profunda y las fiebres altas que había atravesado, recuperaba lentamente su fortaleza y con ella, su determinación de protegerla.

—Has sido increíblemente paciente conmigo —dijo Edward una tarde, mientras caminaba apoyado en su brazo—. No sé cómo podría agradecerte por todo lo que has hecho.

—No tienes que agradecerme nada —respondió ella, deteniéndose para mirarlo con ternura—. Somos un equipo, Edward. Juntos enfrentaremos todo lo que venga.

—Edward, deja de intentar hacerlo solo —dijo un día mientras él intentaba alcanzar una toalla después de un baño.

—Clarissa, no necesitas verme en este estado... —protestó él, aunque su tono era más avergonzado que firme.

Ella alzó una ceja, divertida.

—Edward, soy tu esposa. Ya te he visto en todo tipo de estados, incluido este. Ahora, deja de resistirte y déjame ayudarte antes de que te lastimes más.

Él suspiró, rindiéndose ante la dulzura de su voz y la firmeza de sus palabras.

Mientras lo ayudaba a secarse y a vestirse, Clarissa no podía evitar pensar en lo vulnerable que se veía su esposo. Pero también veía algo más: una chispa de determinación en sus ojos, como si estuviera planeando su regreso triunfal.

Día después, cuando Edward finalmente pudo volver a su despacho, Clarissa sintió una mezcla de alivio y preocupación. Por un lado, sabía que estar ocupado lo ayudaría a sentirse más como él mismo. Por otro lado, temía que volviera a exigirse demasiado, demasiado pronto.

—No te esfuerces demasiado, Edward —le dijo mientras lo ayudaba a ajustar su chaqueta esa mañana—. Prométeme que descansarás si te sientes débil.

—Lo prometo, Clarissa. Y tú, prométeme que también harás algo para ti. No puedo soportar verte tan agotada.

Ella asintió con una sonrisa tranquila, aunque no tenía intención de apartar la vista de su esposo ni un momento.

Esa tarde, mientras Edward trabajaba en su despacho, Clarissa tomó una decisión. Era el momento de retomar sus propios proyectos. Aunque había dejado de lado su pasión por el diseño de moda en su vida pasado, en esta vida estaba dispuesta a aprovechar la oportunidad, las circunstancias la impulsaban a encontrar algo que le devolviera su equilibrio.

Encontró una salita cercana al despacho de Edward, una habitación pequeña y luminosa que llevaba años sin usarse. La conexión entre ambos espacios, a través de una puerta interna, era perfecta: ella podía trabajar tranquilamente en sus diseños y aún estar cerca de su esposo. Esta pequeña sala era adyacente a la oficina de su esposo, conectada por una puerta que rara vez se utilizaba. Clarissa decidió convertirla en su espacio personal, un lugar donde pudiera dedicarse a algo que le apasionaba: sus diseños de moda.

—Si tengo que estar cerca de Edward para asegurarme de que no se esfuerce demasiado, al menos haré algo útil mientras tanto —murmuró para sí misma mientras inspeccionaba la habitación.

La salita era acogedora, con ventanas altas que dejaban entrar la luz natural y estanterías llenas de libros olvidados. Mandó limpiar y acondicionar la salita, transformándola en un taller íntimo. Una mesa amplia se convirtió en el centro de su espacio, rodeada de papeles, bocetos, telas y herramientas de costura. Colgó una pizarra en la pared donde empezaba a trazar ideas, y colocó un biombo para sus pruebas de diseño.

Edward, al enterarse de su iniciativa, sonrió al verla tan entusiasmada.

Con la ayuda de los sirvientes y su amado esposo, Clarissa comenzó a transformarla en un taller improvisado. Colocó una mesa grande en el centro, organizó sus telas y bocetos, y añadió un maniquí al rincón más iluminado.

—Siempre supe que tu talento para el dibujo era especial, Clarissa. Me alegra que estés retomando algo que amas.

—Es más que un pasatiempo para mí, Edward —dijo ella mientras mostraba algunos de sus primeros bocetos—. Tengo ideas que pueden ser innovadoras, y siento que ahora es el momento de explorar esto. Pero también quiero que mis diseños sirvan de algo más... quizás para mantenerme alerta.

—¿A qué te refieres? —preguntó él, con una ceja levantada.

—Quiero observar. Escuchar. Conocer mejor quiénes están cerca de nosotros, quiénes podrían estar del lado de Isadora o incluso traicionar nuestra confianza. Si mis diseños pueden abrir puertas o conversaciones, los usaré como una herramienta.

Edward la miró con admiración. Aunque no estaba seguro de cómo Clarissa planeaba hacer esto, confiaba en su inteligencia y determinación.

—Si alguien puede convertir el arte en una estrategia, eres tú —dijo finalmente, acercándose para besar su frente—. Sólo prométeme que serás cuidadosa.

Clarissa asintió.

—Siempre lo soy.

Así, mientras Edward volvía a sus labores en el despacho, Clarissa pasaba las horas en su salita, diseñando y reflexionando. Cada pieza que dibujaba no sólo era una muestra de su talento, sino también una forma de distraerse y a la vez mantenerse alerta. Aunque aún no sabía cómo detener a Isadora, Clarissa se prometió a sí misma que no dejaría que su cuñada los derrotara.

Poco a poco, la rutina en la mansión recuperaba su ritmo, pero la sensación de que algo estaba por suceder nunca desaparecía. Y mientras Clarissa seguía diseñando en su pequeño taller, sabía que cada paso que daba la acercaba más a la verdad... y a la confrontación inevitable con Isadora.

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