Capítulo XXX
La noche de la fiesta de bienvenida era un despliegue de elegancia y celebración. La mansión Hertfordshire resplandecía bajo la luz de candelabros y lámparas, mientras los invitados desfilaban con sus mejores galas. Clarissa, radiante en un vestido de seda azul con detalles plateados, se sentía feliz, aunque un leve nerviosismo la invadía. Edward, siempre atento, se mantuvo cerca de ella durante gran parte de la velada, pero al ser el anfitrión, fue inevitable que se dispersara entre los invitados para atender a algunos asuntos.
Isadora, por su parte, merodeaba por el salón con una mirada que traicionaba sus intenciones. Vestida con un vestido color borgoña que contrastaba con la serenidad de Clarissa, se las arregló para orquestar su plan con el barón de Ravenswood. Este hombre, conocido por su carisma y astucia, parecía completamente dispuesto a seguir la estrategia que Isadora había trazado.
Mientras la música sonaba y las risas llenaban el salón, Isadora se acercó a Clarissa con una expresión de preocupación cuidadosamente estudiada.
—Querida prima, ¿te encuentras bien? Pareces un poco pálida —comentó, fingiendo interés.
Clarissa, desconcertada pero cortés, respondió con calma.
—Estoy perfectamente, Isadora. Gracias por preguntar.
—Tal vez sería mejor que descansaras un momento en la biblioteca. Este tipo de eventos pueden ser agotadores después de un largo viaje —insistió Isadora, tomando suavemente el brazo de Clarissa.
Sin querer generar un conflicto en medio de la fiesta, Clarissa aceptó. Al llegar a la biblioteca, Isadora encontró la manera de excusarse rápidamente, dejando a Clarissa sola. Minutos después, el barón de Ravenswood entró con una actitud casual, pero con intenciones claras. Clarissa, al percatarse de su presencia, se puso de pie con una expresión de sorpresa.
—Barón, ¿a qué debo su presencia aquí? —preguntó, tratando de mantener la compostura.
El hombre sonrió con una seguridad que solo aumentó la incomodidad de Clarissa.
—Solo quería asegurarme de que estuvieras bien. Esta fiesta debe ser agotadora para una dama tan delicada como tú.
Antes de que pudiera acercarse más, la puerta de la biblioteca se abrió de nuevo. Una joven debutante, Charlotte Hayworth, que había compartido algunos veranos en la casa de campo de su familia con Clarissa, entró apresuradamente. Había escuchado rumores de la intención de Isadora y decidió intervenir.
—¡Clarissa! —exclamó Charlotte con una sonrisa—. Me alegra tanto encontrarte aquí. Estaba buscándote por todas partes.
Clarissa, aliviada por la interrupción, se volvió hacia Charlotte.
—Charlotte, qué sorpresa tan agradable. Por favor, acompáñame. El barón y yo estábamos a punto de regresar al salón.
Charlotte, comprendiendo de inmediato la situación, tomó el brazo de Clarissa con firmeza y la miró con una expresión protectora.
—Claro, querida. Además, hay varias personas que desean hablar contigo.
En ese momento, la puerta volvió a abrirse, revelando a Edward y su abuela, quienes habían sido alertados por Isadora de que Clarissa "no se sentía bien". Edward entró con paso decidido, su mirada recorriendo la escena: el barón demasiado cerca de su esposa, Charlotte claramente incómoda, y Clarissa con una mezcla de alivio y sorpresa al verlo.
—Clarissa, ¿estás bien? —preguntó Edward, acercándose rápidamente a ella y tomando su mano. Su tono era tranquilo, pero sus ojos reflejaban una preocupación que no pasó desapercibida.
—Estoy bien, Edward. Charlotte llegó justo a tiempo para acompañarme —respondió Clarissa con una sonrisa que buscaba calmarlo.
Edward dirigió una mirada gélida al barón, cuya confianza inicial parecía desmoronarse bajo la intensidad del duque. Luego, miró a Isadora, que entró detrás de él con fingida preocupación.
—Isadora, me parece extraño que insistas tanto en que Clarissa se sentía mal, solo para encontrarla aquí perfectamente bien —dijo Edward con un tono seco.
La abuela de Edward, observando todo con ojos críticos, dio un paso al frente.
—Clarissa, querida, vamos a regresar al salón. No hay necesidad de que estés aquí con... ciertas compañías innecesarias.
Edward asintió y le ofreció su brazo a Clarissa, pero no sin antes dirigir una última mirada al barón.
—Espero que entienda que este no es el lugar para causar incomodidades, barón. Le sugiero que regrese al salón y disfrute de la fiesta como corresponde.
El barón, visiblemente incómodo, asintió y abandonó la biblioteca, seguido de Isadora, que evitaba encontrarse con la mirada inquisitiva de la abuela. Edward, Clarissa y Charlotte salieron juntos, dejando atrás el momento tenso. Mientras caminaban hacia el salón, Edward susurró a Clarissa:
—No me gusta ese hombre cerca de ti. Y menos con Isadora involucrada. Prométeme que tendrás cuidado.
Clarissa apretó su brazo con ternura.
—No tienes nada de qué preocuparte, Edward. Confía en mí y en nosotros. Nada ni nadie podrá interponerse entre nosotros.
Sin embargo, Edward no pudo evitar sentir un vacío inexplicable en su pecho. Era un miedo primitivo, casi irracional, pero profundamente arraigado: el temor de perderla, de que alguien pudiera alejarla de él. Mientras regresaban al salón, tomó una decisión en silencio. No permitiría que nadie, ni siquiera un familiar, dañara a Clarissa o su matrimonio.
...
El sol apenas despuntaba cuando Edward se dirigió hacia la residencia del barón de Ravenswood, decidido a resolver de una vez por todas el problema que lo había inquietado desde la noche de la fiesta. El carruaje avanzaba por un camino deteriorado, bordeado de árboles que parecían tan sombríos como el estado de la propiedad del barón. Al llegar, el contraste con la opulencia de los Hertfordshire era evidente: la mansión estaba en un estado lamentable, con jardines descuidados y la fachada mostrando señales de abandono.
El barón salió a recibirlo, con una expresión de sorpresa mezclada con nerviosismo. Edward, sin perder tiempo, fue directo al punto.
—Barón, he venido a dejar algo claro. —Su tono era frío y firme, sus ojos reflejaban la determinación de un hombre que no toleraría más juegos—. Usted mantendrá su distancia de mi esposa. No quiero verlo cerca de ella, ni siquiera en un radio de cien millas. Si intenta algún truco, sea cual sea, lo destruiré de todas las formas posibles.
El barón, sintiendo el peso de las palabras de Edward, se apresuró a asentir, visiblemente afectado por la amenaza.
—No era mi intención causarle problemas, su gracia. Admito que me dejé llevar por... influencias externas. No volverá a suceder. De hecho, he decidido aceptar un compromiso con una joven que me ha mostrado interés. Me iré del condado en breve.
Edward se cruzó de brazos, evaluando al hombre frente a él con una mezcla de desprecio y desconfianza.
—Más le vale cumplir su palabra, barón. Si no lo hace, no habrá lugar donde pueda esconderse de mí.
El barón inclinó la cabeza en señal de sumisión antes de despedir a Edward. Sin embargo, sus problemas no terminaron ahí. Más tarde ese mismo día, Isadora lo visitó, enojada y decidida a reanudar sus intrigas contra Clarissa.
—¿Por qué no has hecho nada todavía? —exigió Isadora, con una furia que bordeaba la obsesión—. Clarissa sigue feliz y radiante. ¿Es que no entiendes que necesitamos separarla de Edward?
El barón, cansado de las intrigas y consciente del peligro que implicaba desafiar al duque, negó con la cabeza.
—Isadora, el duque vino esta mañana a amenazarme. No tengo intención de jugar más con fuego. Me voy del condado, y pronto me casaré con alguien que me asegura estabilidad. No me interesa perder mi tiempo en intrigas que no llevan a nada.
—¿Estabilidad? —replicó Isadora con desdén—. Eres un cobarde. Si no estás dispuesto a luchar, lo haré yo misma. Hasta que Clarissa desaparezca, no descansaré.
El barón se quedó helado por la intensidad de sus palabras. Algo en la mirada de Isadora le reveló que su resentimiento había cruzado la línea de lo razonable.
—Estás loca —dijo, alejándose de ella con un visible escalofrío—. Yo puedo soportar deshonras menores, pero jamás llegaría tan lejos como tú lo estás insinuando. Te doy un consejo: abandona esta locura antes de que termines perdiéndolo todo.
Isadora lo miró con desprecio, sin molestarse en disimular su odio.
Antes de irse definitivamente, el barón decidió hacer lo correcto, al menos una vez. Se presentó en la residencia Hertfordshire, solicitando una audiencia privada con Edward. Cuando el duque lo recibió, su rostro era una máscara de desconfianza.
—¿Qué quiere ahora? —preguntó Edward con dureza.
El barón bajó la cabeza, arrepentido.
—He venido a advertirle. Isadora está dispuesta a hacer lo que sea para terminar con su matrimonio. No sé exactamente hasta dónde puede llegar, pero su odio hacia la duquesa es más fuerte de lo que imaginaba. Y... quiero disculparme por mi parte en las intrigas. Fue un error, uno que no volveré a cometer.
Edward lo miró fijamente, intentando discernir la sinceridad en sus palabras. Finalmente, asintió con un gesto grave.
—Agradezco su advertencia. Ahora váyase y no regrese jamás a este condado.
El barón se retiró, aliviado de dejar atrás un capítulo oscuro en su vida. Mientras tanto, Edward tomó nota de la advertencia. Sabía que Isadora representaba un peligro real para Clarissa, y no permitiría que dañara lo que con tanto amor habían construido.
Esa noche, mientras se encontraba junto a Clarissa en su habitación, Edward la miró con una mezcla de amor y determinación.
—Quiero que sepas que haré todo lo que esté en mi poder para protegerte, Clarissa. Nadie podrá separarnos.
Clarissa, aunque sorprendida por la intensidad de sus palabras, sintió un profundo consuelo en su promesa.
—Confío en ti, Edward. Siempre lo haré.
Edward apretó su mano con fuerza, mientras en su interior juraba no permitir que la oscuridad de Isadora los alcanzara. No esta vez, no en esta nueva vida que Clarissa le brindaba una oportunidad a su amor. Sostuvo a Clarissa entre sus brazos, pero su mente vagaba por el pasado, un pasado que aún lo perseguía como un eco persistente de sus errores. En otra vida, había fallado de las formas más crueles y devastadoras. No había sido capaz de proteger a Clarissa, el único amor verdadero que había conocido. Había permitido que Isadora, con su veneno literal y figurado, destruyera todo lo que ambos habían construido juntos.
Recordaba con una nitidez dolorosa el momento en que descubrió lo que Isadora había hecho. Clarissa, había comenzado a marchitarse frente a sus ojos, día tras día. Él había sido ciego a los susurros, a las señales, hasta que fue demasiado tarde. La fragancia de los tés envenenados que Isadora le ofrecía a Clarissa con falsa bondad ahora parecía impregnada en su memoria, un recordatorio constante de su inacción.
El golpe final había sido ver a su hijo, fruto de su matrimonio con Clarissa, atrapado en un círculo de desamor y manipulación. Un niño inocente, condenado a cargar con los errores de su padre, con el odio y el egoísmo de una madrastra cruel. Edward había intentado reparar el daño, pero la culpa y el peso de su cobardía lo habían consumido. Había perdido todo, y en esa vida, no hubo redención.
Pero ahora... ahora tenía una segunda oportunidad. No sabía cómo ni por qué el destino le había ofrecido esta nueva vida, una en la que Clarissa estaba nuevamente junto a él, con la misma dulzura e inteligencia que lo habían conquistado desde el principio. Esta vez, sin embargo, el pasado no sería una lección inútil.
Edward apretó la mano de Clarissa con fuerza, como si temiera que pudiera desvanecerse de nuevo. La miró a los ojos, y aunque ella no podía ver las tormentas que cruzaban su mente, él juraba con cada fibra de su ser protegerla.
"No esta vez," pensó, mientras sus ojos brillaban con una mezcla de determinación y dolor. "No permitiré que Isadora o nadie toque lo que hemos reconstruido. No permitiré que tu sonrisa desaparezca, ni que el amor que compartimos vuelva a ser arrancado de nuestras manos."
—Edward —dijo Clarissa suavemente, notando la intensidad en su mirada—, ¿estás bien?
Él asintió, forzando una sonrisa para tranquilizarla.
—Estoy bien, mi amor. Solo pensaba en cuánto te amo... y en lo afortunado que soy de tenerte aquí.
Clarissa le devolvió una sonrisa tierna, pero Edward sabía que las sombras acechaban. Había aprendido de la forma más dolorosa que los monstruos no siempre viven en cuentos de hadas; a veces, se sientan a la misma mesa.
Mientras ella se alejaba unos pasos para ordenar una taza de té, Edward permaneció inmóvil, con la mandíbula tensa. Esta vez no fallaría. Si Isadora o cualquiera osaba amenazar su nueva vida, su nueva oportunidad de redención, Edward estaba dispuesto a enfrentar incluso a los demonios más oscuros del pasado.
Porque, en el fondo, sabía que esta vez no solo estaba luchando por Clarissa. También estaba luchando por sí mismo, y por su hijo, su amado Ethan. Por el hombre que había sido... y el que ahora estaba decidido a ser.
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