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Capítulo XXIV



El día tan esperado por Clarissa llegó finalmente, un día cargado de emoción y belleza, el día que marcaría el inicio de su nueva vida. La mansión Sinclair estaba en su mejor esplendor, pero el foco de atención estaba en otro lugar: la mansión Ashworth, donde la boda de Clarissa y Edward tendría lugar.

Clarissa, rodeada de amor y de aquellos que más la apreciaban, se encontraba en su habitación, lista para comenzar el camino que la llevaría hacia su futuro. El vestido que había recibido semanas antes, diseñado especialmente para ella por la mejor modista del país, Madame Dubois, era una verdadera obra de arte. El blanco marfil de la seda brillaba bajo la luz del sol, y los detalles en hilo de plata y encajes finos daban un aire etéreo a su figura. El corsé ajustado resaltaba su silueta, mientras que la larga cola del vestido caía grácilmente detrás de ella, como si fuera parte de una nube que tocaba el suelo.

Maya y Elara, que ahora eran las doncellas oficiales de Clarissa, se encontraban a su lado, ayudándola a prepararse para el evento. A pesar de las diferencias y la distancia de los últimos días, Maya había sido recibida de nuevo en la mansión Sinclair, agradecida por la oportunidad de servir a Clarissa en este momento tan importante. Elara, que siempre había estado al lado de Clarissa, sonreía con ternura, sintiendo que, por fin, su ama tendría la felicidad que merecía.

—Mi lady, está usted radiante —comentó Maya con una sonrisa emocionada, mientras ajustaba el velo de Clarissa.

—Gracias, Maya. Estoy feliz de que estés aquí para este día —respondió Clarissa, tomando su mano con cariño.

—Nunca la dejaría sola en un día tan importante —dijo Maya con una mirada de determinación—. Ya se lo dije a Elara, este día es suyo tanto como mío.

Con una última mirada al espejo, Clarissa sintió cómo su corazón latía más rápido. El sueño de toda su vida, aquel que había sido empañado por las oscuras maquinaciones de Isadora, finalmente se iba a hacer realidad. Sin embargo, esta vez no sería el destino quien dictaría su futuro, sino ella misma, al lado de Edward, el hombre al que había aprendido a amar con todo su ser.

La ceremonia se llevó a cabo en una majestuosa iglesia, adornada con flores blancas, lirios y rosas, que llenaban el aire con su dulce fragancia. El suelo estaba cubierto de pétalos de rosa que formaban un camino hacia el altar, donde Edward la esperaba con una expresión que reflejaba tanto emoción como admiración. A su lado se encontraban los miembros más cercanos de su familia y amigos de confianza, todos esperaban ansiosos la llegada de la novia.

Clarissa fue acompañada por su padre, el conde Sinclair, que con una mano cariñosa la guiaba por el pasillo hacia el altar. La música, una pieza suave de cuerdas, acompañaba cada paso, llenando el aire de solemnidad. Los ojos de todos los asistentes se posaron sobre ella, incapaces de desviar la mirada de la deslumbrante figura que avanzaba hacia su prometido. A medida que se acercaba, Edward, de pie junto al altar, no pudo evitar la emoción que se reflejaba en su rostro. La sonrisa que le dedicó a Clarissa fue un reflejo de todo el amor y la esperanza que había puesto en ese día.

Clarissa llegó al altar y, con una elegancia natural, tomó la mano de Edward. Él la miró profundamente, como si fuera la única persona en la habitación, y sus palabras, aunque simples, fueron las más significativas para ella.

—Clarissa, hoy te recibo como mi esposa, con todo mi amor y compromiso —dijo Edward, su voz cargada de emoción.

La ceremonia continuó con los votos, llenos de promesas y amor eterno. La iglesia resonó con las palabras de compromiso, mientras todos los presentes observaban con reverencia el momento que sellaría la unión de dos almas destinadas a ser una. Cuando finalmente se intercambiaron los anillos, el beso que siguió fue suave, pero cargado de promesas, un acto simbólico que unía sus corazones en matrimonio.

La multitud rompió en vítores y aplausos, celebrando la unión de los nuevos esposos, mientras Clarissa y Edward se dirigían hacia la salida de la iglesia, caminando juntos, tomados de la mano, como si ya no hubiera nada que los separara.

La celebración continuó en la mansión Ashworth, que estaba decorada de manera espléndida para la ocasión. Grandes mesas llenas de manjares, música alegre y risas contagiosas llenaban cada rincón de la casa. Los amigos y familiares de Edward y Clarissa compartían anécdotas, se abrazaban y brindaban por los novios, quienes estaban rodeados de amor y buenos deseos.

El banquete fue un espectáculo de lujo, con platos exquisitos preparados por los mejores chefs de la región. La comida era abundante, y el vino fluía generosamente. Las luces doradas de los candelabros creaban una atmósfera mágica, mientras los invitados se deleitaban con la compañía y la música que llenaba el aire.

Clarissa y Edward compartieron su primer baile como marido y mujer, sus cuerpos moviéndose al compás de una melodía suave y romántica. Era como si el mundo entero se hubiera desvanecido, dejando solo a los dos, unidos en un momento de pura felicidad.

Mientras daban vueltas en la pista de baile, Clarissa no podía evitar sonreír. Había sido un largo viaje lleno de dolor, engaños y pérdidas, pero todo había valido la pena. Al final, había encontrado su lugar a su lado, en los brazos de Edward. La felicidad, finalmente, era suya.

—Te amo, Edward —susurró Clarissa en su oído mientras seguían bailando.

—Y yo a ti, mi amor. Siempre —respondió él, abrazándola más cerca de lo que nunca antes lo había hecho.

La celebración continuó hasta altas horas de la noche, con risas y brindis que parecían no tener fin. Para Clarissa, este era el inicio de una nueva vida, una vida llena de amor y alegría, rodeada de personas que la valoraban y la apreciaban por quien era. Y lo mejor de todo, sabía que ya no tendría que preocuparse por la sombra de Isadora, cuya vida, por fin, había tomado el rumbo que merecía.

Isadora, casada con un barón envejecido y sin fortuna, ya no podría dañar su felicidad. Clarissa era libre para vivir, finalmente, la vida que siempre había soñado. O eso era lo que pensaba la ahora duquesa de Hertfordshire.

La mansión Ashworth se sumía en un silencio profundo mientras las últimas luces de los candelabros titilaban en los pasillos. En el dormitorio principal, la noche avanzaba lentamente, bañada por la luz de la luna que se filtraba a través de las pesadas cortinas de terciopelo. Clarissa y Edward se encontraban solos por primera vez como esposos, un hecho que llenaba el aire de una mezcla de nerviosismo y anticipación.

Clarissa permanecía de pie frente a Edward, con una ligera bata de seda marfil ceñida a su cintura por un lazo de satén que él no podía dejar de mirar. La delicada tela caía en suaves pliegues, insinuando sus formas bajo la tenue luz de la chimenea. Las mangas translúcidas dejaban entrever la suavidad de su piel, mientras el escote redondeado, bordeado de finos encajes, realzaba la delicada curva de sus clavículas. Su cabello, suelto y brillante, caía en cascadas sobre sus hombros desnudos, y una mezcla de nerviosismo y deseo brillaba en sus ojos. Edward, que hasta entonces había mantenido una compostura imperturbable, se sintió como un hombre al borde de perder la cordura, hechizado por la visión de su esposa, tan hermosa y vulnerable en su presencia. Edward, sentado en un sillón cercano, la observaba con una mezcla de ternura y admiración. Su esposa, la mujer que había elegido y que ahora era suya, parecía un cuadro viviente, la combinación perfecta de gracia y fragilidad.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Edward finalmente, rompiendo el silencio con un tono suave. Su voz era un bálsamo, cálida y reconfortante.

Clarissa asintió hacia él, ofreciendo una sonrisa tímida. Sus mejillas estaban ligeramente sonrojadas, y su mirada bajó antes de encontrarse con la de él.

—Estoy bien —respondió, aunque su voz apenas era un susurro—. Solo... es un momento que jamás imaginé.

Edward se levantó del sillón y caminó hacia ella, sus pasos amortiguados por la alfombra. Al llegar a su lado, extendió una mano, que Clarissa aceptó con un leve temblor. Sus dedos se entrelazaron con los de ella, y la calidez de su toque pareció disipar parte de su inquietud.

—Esta noche no hay prisas ni expectativas —dijo Edward, inclinándose ligeramente para mirarla a los ojos—. Solo somos tú y yo, Clarissa. Nada más importa.

Ella asintió, sus ojos brillando con una mezcla de emoción y gratitud. Edward la guió hacia la cama, pero no con prisa. En lugar de eso, se sentaron juntos en el borde, sus manos aún entrelazadas. La conversación fluyó de forma natural, como si intentaran conocerse de nuevo bajo esta nueva luz, compartiendo anécdotas y risas suaves que rompían el aire cargado de la habitación.

Finalmente, Edward se puso de pie y ofreció ayudar a Clarissa a desvestirse. Sus movimientos eran lentos y cuidadosos, como si cada botón y cada cinta que deshacía fueran un acto de reverencia. Cuando el vestido cayó al suelo, dejando a Clarissa en una delicada combinación de encaje, Edward se detuvo un momento para observarla, sus ojos llenos de admiración sincera.

—Eres hermosa —susurró, su voz cargada de emoción.

Clarissa sintió que el calor subía a sus mejillas, pero no apartó la mirada. En lugar de eso, dio un paso hacia él y, con manos temblorosas, comenzó a desabotonar su camisa. Sus dedos trabajaron con torpeza al principio, porque a pesar que en su vida pasada estuvo casada dos veces nunca fue tan atrevida, pero Edward no hizo más que sonreír, sosteniendo su mirada con una paciencia infinita.

Cuando ambos estuvieron finalmente libres de sus vestimentas, se recostaron juntos bajo las sábanas de lino bordadas. El frío inicial de la tela pronto fue reemplazado por la calidez que emanaba de sus cuerpos. Edward se inclinó hacia ella, dejando un rastro de besos suaves en su frente, sus mejillas y finalmente sus labios. El primer beso fue dulce y tierno, un reflejo de la conexión profunda que ambos sentían, pero pronto se volvió más apasionado, lleno de deseo contenido.

Clarissa se dejó llevar por la sensación, sus dedos explorando la firmeza de los hombros de Edward mientras él trazaba líneas invisibles a lo largo de su espalda. Cada caricia, cada susurro, era una promesa de amor y devoción. La barrera del nerviosismo se desvaneció lentamente, reemplazada por una confianza mutua que hizo que sus movimientos fueran más naturales, más entregados.

Edward observaba a Clarissa con una mezcla de ternura y deseo mientras ella descansaba sobre el lecho, su cuerpo iluminado por la tenue luz de las velas. Su cabello desparramado sobre las sábanas parecía un halo de fuego, y sus ojos, cargados de emoción y entrega, lo miraban con una confianza absoluta que lo conmovía hasta lo más profundo. Él se inclinó sobre ella, besando sus labios con suavidad al principio, pero pronto dejándose llevar por la pasión que ardía entre ellos.

Con manos expertas, comenzó a explorar el delicado corsé de encaje que moldeaba las curvas de su esposa, soltando los lazos con parsimonia. Sus labios no abandonaron los de Clarissa, mientras sus dedos liberaban poco a poco la tela que aprisionaba sus senos. Cuando finalmente quedaron expuestos, no pudo evitar soltar un suspiro de asombro ante su belleza. Sin demora, inclinó la cabeza y tomó uno de los rosados pezones en su boca, succionándolo con una mezcla de ternura y hambre que arrancó de Clarissa un gemido dulce.

—Edward... —susurró ella, su voz cargada de deseo y vulnerabilidad.

El duque sintió una ola de orgullo al escuchar su nombre en ese tono. Continuó dedicándose a ella con devoción, su lengua y labios alternando entre caricias suaves y pequeñas mordidas que provocaban escalofríos en la piel de Clarissa. Ella arqueó su espalda, ofreciéndose más a él, mientras sus manos se enredaban en su cabello, acercándolo aún más.

Edward dejó los senos de Clarissa con un último beso y comenzó a descender por su vientre, depositando pequeños besos que parecían marcar un camino hacia el futuro que ambos construirían juntos. Cuando llegó a su centro, encontró a su esposa ya húmeda y dispuesta, lo que lo llenó de una mezcla de placer y satisfacción. Se arrodilló frente a ella, y con una mirada de adoración absoluta, bajó su rostro para acariciarla con su lengua.

Clarissa jadeó, sintiendo cómo las oleadas de placer la envolvían con cada movimiento experto de Edward. Su mente se nubló, su cuerpo se entregó por completo, y lo único que podía hacer era aferrarse a las sábanas mientras él la llevaba a alturas que jamás había experimentado. Cuando Edward introdujo un dedo, añadiendo otra dimensión a las sensaciones, Clarissa sintió cómo su cuerpo comenzaba a temblar hasta que, con un grito ahogado, alcanzó un clímax que la dejó completamente saciada y exhausta.

Mientras ella trataba de recuperar el aliento, Edward se posicionó sobre ella, sus ojos oscuros buscando los suyos con una mezcla de amor y deseo.

—¿Estás bien, amor? —preguntó, acariciando su mejilla con delicadeza, como si temiera lastimarla.

—Perfecta —respondió Clarissa, su voz suave pero cargada de convicción. Una sonrisa orgullosa se dibujó en los labios del duque, y él inclinó la cabeza para besarla con ternura.

—Voy a entrar en ti. Puede que al principio duela, pero quiero que confíes en mí. Haré todo lo posible para que sea hermoso para ti —murmuró, su voz ronca pero cargada de dulzura.

—Confío en ti, Edward —afirmó Clarissa, acariciando su cabello con dedos temblorosos pero decididos. Su corazón latía con fuerza, pero no por temor, sino por la emoción de saber que en ese momento se convertirían completamente en uno.

Edward alineó su miembro con cuidado, sintiendo la calidez y humedad de su esposa al recibirlo. Sus labios encontraron su cuello, depositando besos lentos y tranquilizadores mientras avanzaba con suavidad. El momento en que rompió la barrera final fue acompañado de una sensación de completitud que lo hizo suspirar.

—Eres mía, completamente mía —dijo, su voz cargada de emoción y una posesividad que surgía del amor más profundo.

—Sí, Edward. Siempre tuya —susurró Clarissa, abrazándolo con fuerza mientras lo sentía moverse en su interior.

—Soy solo tuyo, siempre tuyo —repitió Edward con voz profunda, mientras sus labios se perdían en el delicado arco del cuello de Clarissa, adorándola con una devoción que parecía nacida de siglos.

Ella arqueó ligeramente su espalda, rindiéndose a la intensidad de las sensaciones que él despertaba en cada caricia, en cada roce. Sus manos, grandes y cálidas, exploraban su piel con una ternura que desbordaba amor, mientras él se movía en un ritmo lento, sincronizado con el latido acelerado de sus corazones. Clarissa, entre suspiros y murmullos, pronunciaba su nombre como una oración, aferrándose a sus hombros con un ímpetu que revelaba tanto necesidad como confianza.

El sonido de sus cuerpos unidos llenaba la habitación como una sinfonía íntima, una melodía de deseo y amor que se intensificaba con cada movimiento, con cada gemido ahogado. La luz de la chimenea danzaba en sus pieles entrelazadas, haciendo parecer que el fuego que ardía en sus pechos se reflejaba en el ambiente, envolviéndolos en un aura de pasión y complicidad.

—Eres mi vida, Clarissa —murmuró Edward contra sus labios, sellando sus palabras con un beso profundo que dejó a ambos sin aliento.

—Y tú la mía —respondió ella, sintiendo cómo cada fibra de su ser se fundía con el de él, como si siempre hubieran estado destinados a este momento.

El tiempo parecía detenerse mientras sus cuerpos hablaban en un lenguaje más poderoso que las palabras. Los movimientos se hicieron más intensos, más desesperados, hasta que ambos alcanzaron juntos un clímax que les arrancó gritos de pura exaltación, uniendo sus almas tanto como sus cuerpos.

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