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Capítulo XVII


Al día siguiente, la mansión de los Sinclair estaba tranquila por la mañana, pero la llegada del duque de Hertfordshire al portón de la residencia cambió la calma del día. El duque, vestido con su habitual elegancia, bajó de su carruaje y fue recibido por el mayordomo de la casa, quien, tras una rápida mirada a la visita, lo condujo por los pasillos hasta la puerta del despacho del conde.

—Su señoría, —dijo el mayordomo con respeto, —el duque de Hertfordshire ha llegado para ver al conde.

—Bien— respondió el conde desde el interior, su voz profunda y tranquila. —Déjelo pasar.

El mayordomo asintió y abrió la puerta, dejando al duque entrar. El conde, quien se encontraba sentado junto a una mesa en su despacho, se levantó para recibirlo con una sonrisa.

—Mi querido duque, — dijo el conde, extendiendo la mano con calidez. —Es un placer verlo. ¿Cómo se encuentra?

—Bien, gracias, señor, —respondió el duque, estrechando la mano del conde con firmeza. — Me complace mucho estar aquí.

El conde le indicó al duque que se sentara y ordenó a su mayordomo que trajera una copa de whisky. Pronto, un pequeño vaso fue servido, y ambos hombres brindaron, intercambiando algunas palabras cordiales antes de entrar en materia.

—¿Qué lo trae por aquí, mi querido duque? —preguntó el conde, observando con atención al joven noble.

El duque, con una expresión decidida pero respetuosa, comenzó a hablar con seriedad. —Vengo para pedir su permiso, señor. He conocido a su hija, Clarissa, y he desarrollado un gran interés en ella. Me gustaría cortejarla y, con su consentimiento, formar una relación seria que eventualmente podría llevar a un compromiso.

El conde lo miró con sorpresa, pero no tardó en sonreír con una mezcla de orgullo y alegría. —¿De veras? Me halaga mucho saber que mi hija ha cautivado a un hombre de su calibre. Clarissa es una joven excepcional, y será una gran bendición para cualquier hombre que logre ganarse su corazón. Claro que le doy mi permiso para cortejarla, pero, como bien sabe, todo debe hacerse bajo las más estrictas normas de decoro y protocolo.

El duque asintió con una sonrisa aliviada. —Lo sé, señor. Mi intención es ser respetuoso con ella en todo momento y asegurarme de que cualquier paso que demos esté acorde con su voluntad y la de su familia.

—Me alegra escuchar eso, — dijo el conde, su tono lleno de aprobación. —Es importante que ambos se respeten mutuamente. Como padre, mi prioridad es que Clarissa sea feliz y esté en buenas manos. Tómese su tiempo y proceda con lo debido, y si algún obstáculo se presenta, me gustaría que lo discutiera conmigo.

El duque sonrió, agradecido por la comprensión del conde. —Así lo haré, gracias.

Antes de irse, el duque añadió con un tono algo más suave, casi esperanzado: —¿Sería posible hablar con Clarissa, aunque sea por un momento? Me gustaría expresarle mi interés directamente, si es que su padre lo permite.

El conde lo miró con una sonrisa enigmática, sabiendo que este momento era crucial tanto para su hija como para el duque. —Por supuesto, — respondió. Permítame llamar al mayordomo para que lo lleve hasta ella.

El conde se levantó y, acercándose al timbre, lo hizo sonar con suavidad. El mayordomo apareció al instante, y el conde le indicó: "Lleve al duque al jardín donde está mi hija. Ella suele estar allí en esta hora."

El mayordomo asintió y se retiró para guiar al duque hacia el jardín. Mientras tanto, el conde se quedó en su despacho, pensativo, observando cómo el joven noble se alejaba con paso firme, decidido a hablar con Clarissa. A pesar de las buenas intenciones del duque, sabía que el camino hacia el corazón de su hija no sería sencillo, pero al menos había dado un paso hacia la dirección correcta. Además, de que su hija cada vez mostraba indicios de madurez por lo que va a tomar de buena voluntad este cortejo.

Clarissa estaba sentada bajo la sombra de un gran roble, absorta en la lectura de un libro que había estado devorando durante las últimas horas. La brisa suave acariciaba su rostro, y el ambiente del jardín, lleno de flores en plena floración, parecía ser el escenario perfecto para la reflexión. Su mente vagaba, aunque una parte de ella no podía dejar de pensar en los últimos días, cuando el duque de Hertfordshire había hecho su pedido formal para cortejarla.

En su vida pasada, cuando había ocurrido algo similar, Clarissa no había sentido más que indiferencia. No se había emocionado por los gestos del duque, ni por su compromiso. En cambio, la indiferencia había sido lo único que había respondido, y esa indiferencia lo había herido profundamente. No lo comprendió entonces, no vio lo que él realmente representaba para ella. En lugar de valorar lo que él le ofrecía, había dejado que su orgullo y sus propios temores dominaran su corazón. Ahora, sin embargo, las cosas eran diferentes. El duque había demostrado su sinceridad, su honor, y su corazón le parecía un refugio al que no deseaba renunciar.

"Esta vez será diferente", pensó, con la voz interna de su conciencia resonando con fuerza. "Él lo vale, y yo no lo dejaré escapar. Esta vez seré valiente, y permitiré que mi corazón se abra a lo que él me ofrece."

Fue entonces cuando, al levantar la vista, vio al duque acercándose por el sendero. Su presencia imponente y su porte elegante siempre habían captado la atención de los presentes, pero hoy Clarissa notó algo distinto en su rostro: una sonrisa cálida, casi triunfante, que parecía irradiar una mezcla de satisfacción y emoción. Su corazón latió más rápido sin que ella pudiera evitarlo.

—Lady Clarissa, —dijo el duque con voz grave y firme, deteniéndose frente a ella. —Me complace informarle que he hablado con su padre, y él me ha dado su bendición para cortejarla formalmente.

Clarissa se quedó en silencio por un momento, las palabras del duque flotando en el aire. Su mente estaba llena de pensamientos, pero no podía evitar sentir una oleada de emociones que hasta ese momento había mantenido guardadas. En su vida pasada, habría respondido con frialdad, sin permitir que su corazón se involucrara. Pero ahora, algo era diferente. La dulzura de sus palabras y la intensidad de su mirada la conmovieron de una manera que no podía ignorar.

—Edward, — respondió finalmente, su voz suave pero clara. —Agradezco profundamente tu sinceridad y el respeto con el que te has dirigido a mi padre. Me honra saber que lo que hemos hablado es algo real para ti.

El duque se inclinó ligeramente, con una expresión que denotaba tanto respeto como gratitud.

—Mi intención, Clarissa, es hacerte saber que mi interés por ti no es solo un capricho. Lo que siento por ti es genuino, y mi mayor deseo es hacerte feliz.

Clarissa lo miró, sus ojos brillando con una mezcla de emoción contenida. Recordaba los momentos de su vida pasada, donde había cerrado las puertas de su corazón para el duque porque pensaba que amaba al Barón. Pero el duque no era el hombre de su pasado, y ella no era la misma mujer que había sido antes. Esta vez, quería abrir su corazón, quería dar una oportunidad a lo que podría ser una historia diferente, una historia de amor que no se repitiera en los mismos errores.

—Entonces, mi señor, — dijo, con una sonrisa sincera que transformó su rostro, —yo también le ofrezco la oportunidad de conocerme de verdad. Mi corazón no está cerrado para usted, sino dispuesto a ver qué podría nacer de todo esto.

El duque sonrió, un destello de felicidad en sus ojos. Se acercó un paso más, y Clarissa sintió una calma interior al verlo. Por primera vez en mucho tiempo, se permitió sentir la posibilidad de un futuro lleno de promesas.

—Gracias, Clarissa, —dijo el duque con una suavidad inesperada, como si sus palabras fueran un susurro de esperanza. —Este es solo el comienzo, y me alegra saber que podemos recorrer este camino juntos.

En ese instante, Clarissa comprendió que, aunque su historia anterior con él hubiera sido marcada por el dolor y la falta de entendimiento, esta vez sería diferente. Esta vez, ella no permitiría que su corazón se cerrara ante lo que él le ofrecía. Porque, en el fondo, sabía que el duque de Hertfordshire, Lord Ashworth, era un hombre digno de su amor, y que esta oportunidad de amarlo era algo que no iba a dejar pasar.

El cortejo del Duque de Hertfordshire hacia Clarissa se convirtió rápidamente en el centro de atención de la alta sociedad, y las conversaciones sobre él comenzaron a fluir en los salones de Londres. Los periódicos de la época no tardaron en reflejar la creciente relación entre la joven dama y el duque, destacando cada gesto y regalo como una muestra del interés y el respeto con el que él la cortejaba. Las páginas sociales, aquellas que se dedicaban a las vidas de la nobleza, no dejaban de especular sobre cuándo se haría oficial su compromiso, mientras que las damas más curiosas aguardaban los detalles más pequeños con una mezcla de envidia y fascinación.

"El Duque de Hertfordshire ha sido visto con la joven Clarissa Sinclair en el teatro y en varios eventos sociales. Fuentes cercanas aseguran que la corteja con la seriedad que solo un hombre de su estatus podría exhibir. ¡Qué afortunada es la señorita Sinclair!" Así comenzaban los titulares en varios periódicos, acompañados de retratos y descripciones de los eventos más recientes.

El cortejo se desarrollaba con la formalidad y la pompa que cabía esperar de un hombre de la posición del duque. No había ni un solo detalle que quedara fuera de lugar. Todo estaba cuidadosamente planificado para impresionar, para ganar el corazón de Clarissa, pero también para mostrar a la sociedad que su amor por ella no era un capricho, sino algo serio y digno de respeto.

Las mañanas de Clarissa comenzaban con una serie de desayunos oficiales en los que el duque, siempre impecablemente vestido, la recibía en su casa o la acompañaba a la suya. En uno de esos desayunos, el duque entregó a Clarissa una delicada caja de madera, que contenía un pequeño abanico pintado a mano con flores que simbolizaban la primavera. Un regalo perfecto, discreto pero significativo, y Clarissa, al abrirlo, no pudo evitar sonrojarse por el gesto tan cuidado.

—Edward, es una obra de arte, — dijo ella con una sonrisa genuina, mientras sus dedos recorrían la fina pintura del abanico. —Lo agradezco profundamente.

El duque sonrió, disfrutando de su reacción. —Solo el mejor regalo para la dama más hermosa que he conocido.

Cada regalo que recibía, cada detalle que él le ofrecía, era recibido con la misma mezcla de emoción y cortesía. Los paseos por los jardines del condado, a menudo en compañía de la madre de Clarissa, se volvieron una tradición diaria. Durante estos paseos, Clarissa podía escuchar al duque hablar sobre sus intereses, su vida, su familia, mientras paseaban bajo la sombra de los árboles. Las conversaciones, por más ligeras que fueran en su superficie, parecían profundizarse con cada día que pasaba. El duque nunca dejaba de mostrarle, con cada palabra, su genuino interés por ella.

Sin embargo, el cortejo no pasaba desapercibido para todos. En particular, Isadora, la prima de Clarissa, observaba todo con celos contenido. Cada vez que Clarissa recibía un regalo del duque o una visita inesperada, Isadora se mostraba distante, su rostro de una serenidad que no lograba ocultar la creciente incomodidad en su interior. Se sentaba a la mesa en silencio, mientras las conversaciones giraban en torno a Clarissa y su cortejo, y aunque intentaba participar, no podía dejar de sentir que la atención se deslizaba lentamente hacia su prima.

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