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Capítulo XV


El sol de la mañana brillaba con una calidez apacible sobre los cuidados jardines de la residencia del Conde Sinclair. En el interior de la majestuosa casa, las actividades matutinas ya estaban en pleno apogeo, pues el personal se movía con eficiencia para garantizar que todo estuviera en su lugar. Un carruaje elegante se detuvo frente a la entrada principal, y poco después, el Duque de Hertfordshire descendía con un porte distinguido. Su visita había sido anunciada con antelación, aunque su propósito, conocido solo por unos pocos, se centraba en Clarissa, la joven y encantadora hija del Conde.

El mayordomo, un hombre de modales impecables y una compostura inquebrantable, estaba listo para recibirlo. Con una inclinación respetuosa, abrió la puerta y dijo:

—Bienvenido, su Gracia. El señor Conde lo espera en su despacho. Si tiene a bien seguirme, le guiaré.

El Duque asintió con una leve sonrisa y siguió al mayordomo por los amplios pasillos adornados con retratos de familia y exquisitos tapices. La casa emanaba un aire de historia y refinamiento, un fiel reflejo de la estirpe Sinclair. Al llegar al despacho, el mayordomo anunció con voz firme:

—Su Gracia, el Duque de Hertfordshire.

El Conde Sinclair se levantó de su asiento tras el escritorio y avanzó con los brazos abiertos en un gesto de bienvenida.

—¡Duque! Es un placer tenerlo aquí. Por favor, tome asiento. Espero que su trayecto haya sido cómodo.

—Gracias, mi estimado Conde. El viaje fue agradable, y el paisaje siempre es un deleite para la vista —respondió el Duque mientras tomaba asiento en uno de los sillones de cuero.

Los dos hombres intercambiaron algunas palabras sobre temas de interés mutuo: la economía de la región, los avances en la agricultura y los recientes movimientos en la corte. La conversación fluyó con naturalidad, cada uno demostrando su perspicacia y conocimiento.

En un momento, el Conde se levantó y, con una sonrisa cálida, propuso:

—Anoche tuvimos una velada algo prolongada en la fiesta, y me temo que todos necesitamos reponer energías. ¿Le agradaría acompañarnos a desayunar? Mi esposa siempre se asegura de que nuestras comidas sean memorables.

—Será un honor —aceptó el Duque con un leve gesto de gratitud.

Antes de salir del despacho, el Conde se acercó discretamente a su ayuda de cámara, quien esperaba en la esquina del salón.

—Dile a mi condesa que todo debe estar preparado —le indicó en un tono bajo, pero firme—. Y que se asegure de que Clarissa luzca radiante esta mañana. Es esencial que mantengamos el interés del Duque.

El ayuda de cámara asintió y salió con rapidez para cumplir con las instrucciones. Poco después, todos se reunieron en el comedor, un espacio amplio con ventanales que dejaban entrar la luz del día, iluminando la mesa cuidadosamente preparada. La Condesa, una mujer de elegancia natural, saludó al Duque con una sonrisa cálida, mientras que Clarissa, con un vestido de un delicado tono pastel que realzaba su belleza, se levantó para ofrecer una reverencia impecable.

—Buenos días, su Gracia —dijo Clarissa con voz suave, pero clara—. Espero que haya descansado bien después de la fiesta de anoche.

—Buenos días, señorita Sinclair. Su presencia ilumina esta mañana —replicó el Duque con galantería.

La conversación durante el desayuno fue amena y llena de matices. Hablaron de literatura, música y los viajes del Duque, quien narró con entusiasmo anécdotas de sus visitas a otras cortes europeas. Clarissa escuchaba con atención, haciendo preguntas inteligentes que demostraban su interés genuino y su educación refinada. El Conde y la Condesa, satisfechos con el desarrollo de la interacción, intercambiaban miradas cómplices.

Cuando el desayuno llegó a su fin, el Duque se levantó y se dirigió al Conde.

—Ha sido una mañana encantadora. Agradezco su hospitalidad y espero tener la oportunidad de compartir más momentos como este.

—El placer ha sido nuestro, su Gracia. Siempre será bienvenido en nuestra casa —respondió el Conde con una leve inclinación de cabeza.

La Condesa, que había observado atentamente cada interacción durante la comida, decidió tomar la iniciativa.

—Su Gracia, sería un agrado para nosotros que Clarissa le mostrara nuestro jardín. Es una joya de esta propiedad, y estoy segura de que lo encontrará encantador. Por supuesto, irá acompañada de su doncella, Elara —añadió con una sonrisa amable, pero cargada de intención.

Clarissa, quien había estado muy conversadora, levantó la mirada sorprendida. Sus mejillas se tiñeron de un leve rubor, pero no protestó porque su madre estaba jugando bien las cartas. El Duque, con una expresión de genuino interés, aceptó de inmediato.

—Nada me agradaría más, Condesa. Estoy seguro de que será una experiencia encantadora.

Desde el extremo de la mesa, Isadora, la prima de Clarissa, no pudo ocultar la sombra de desdén que cruzó por su rostro. Había estado prácticamente ausente durante la conversación, pero ahora su atención estaba completamente enfocada en lo que sucedía. La envidia ardía en sus ojos, aunque se esforzó por mantener una expresión neutral.

—Clarissa, querida, ¿estarías dispuesta a mostrarle el jardín al Duque? —preguntó la Condesa con tono maternal.

—Por supuesto, madre —respondió Clarissa, esforzándose por mantener la compostura mientras se levantaba con gracia.

Elara, la doncella, ya estaba lista para acompañarla. Mientras se dirigían hacia los jardines, el Duque se colocó a su lado, ofreciéndole su brazo con caballerosidad. Clarissa lo aceptó con una sonrisa cálida.

—Los jardines de Sinclair son conocidos por su belleza —comentó el Duque mientras caminaban—. Estoy seguro de que, con una guía tan encantadora, los apreciaré aún más.

—Es usted muy amable, su Gracia —respondió Clarissa, tratando de ocultar su nerviosismo tras una sonrisa discreta.

Elara los seguía de cerca, cumpliendo fielmente su rol de carabina. Mientras tanto, Isadora observaba desde una de las ventanas del salón, sus manos apretadas contra el marco. La frustración se acumulaba en su pecho al ver cómo Clarissa, con su modestia y dulzura, lograba captar la atención del Duque.

—No puedo creerlo... —murmuró para sí misma, su voz apenas audible.

En el jardín, la conversación entre el Duque y Clarissa fluía con naturalidad. Él la halagó por su conocimiento de las plantas y su aprecio por la naturaleza, mientras ella se sorprendía por la calidez y el humor del Duque, algo que no había esperado de alguien con su reputación.

—Parece que este lugar tiene una influencia especial sobre usted, señorita Clarissa —comentó el Duque, deteniéndose frente a un arco cubierto de rosales. —Quizás algún día me permita compartir más de estos momentos con usted —añadió el Duque, sus ojos brillando con una mezcla de interés y sinceridad.

Clarissa no supo qué responder, pero su corazón latía con fuerza. Elara, aunque mantenía una actitud profesional, no pudo evitar sonreír para sí misma al ver el evidente progreso entre los dos.

Clarissa dirigió una rápida mirada a Elara y, con un gesto casi imperceptible, le indicó que se retirara. La doncella vaciló un instante, consciente de lo inusual de la solicitud, pero al captar la determinación en los ojos de su joven ama, inclinó la cabeza y se alejó discretamente, no sin antes mirar en ambas direcciones para asegurarse de que nadie estuviera observando.

—Es mi refugio favorito. Aquí siempre encuentro paz —confesó Clarissa mientras acariciaba con delicadeza los pétalos de una rosa. Su voz era suave, pero cargada de una emoción que el Duque captó al instante.

—Puedo entender por qué. Es un lugar que refleja su esencia: tranquilo, hermoso y lleno de vida —respondió él, acercándose un poco más, aunque manteniendo un respeto prudente.

Clarissa sonrió tímidamente, desviando la mirada hacia las flores. Sus palabras habían hecho que su corazón latiera con más fuerza de lo que habría querido admitir.

El Duque la observó por un momento en silencio, como si estuviera reuniendo valor para hablar. Finalmente, rompió el silencio con un tono más íntimo:

—Clarissa, me doy cuenta de que nuestras charlas siempre son formales, pero creo que podemos permitirnos algo más cercano. Por favor, si lo desea, puede tutearme.

La joven levantó la vista sorprendida, pero halagada. Sus ojos se encontraron, y algo en la intensidad de la mirada del Duque la animó a responder.

—Solo si usted también me tutea —dijo con una sonrisa tímida, pero segura.

—Entonces, será un trato justo —replicó él, devolviéndole la sonrisa.

Por un instante, el mundo pareció detenerse. La brisa acariciaba las hojas de los árboles, y el suave aroma de las flores envolvía el ambiente. Sin pensarlo demasiado, el Duque se dejó llevar por el momento. Dio un paso adelante, inclinándose ligeramente, y depositó un beso suave en los labios de Clarissa.

La joven se quedó inmóvil, sorprendida, pero no apartó la vista de él cuando se separaron. El Duque dio un paso atrás inmediatamente, llevando una mano a su frente, como si quisiera borrar el atrevimiento.

—Mis disculpas, Clarissa. No debí... me he sobrepasado —dijo con un tono cargado de arrepentimiento.

Ella, sin embargo, negó con la cabeza y esbozó una pequeña sonrisa que intentó ocultar, aunque sin éxito.

—No hay problema... de verdad. No me ha ofendido —respondió con sinceridad, aunque sentía un calor creciente en sus mejillas.

En ese momento, Elara apareció entre los setos, fingiendo estar ligeramente desorientada.

—Disculpen, me temo que me he desviado un poco. Espero no haberlos interrumpido —dijo con un tono cuidadosamente neutral, aunque una chispa de complicidad brillaba en sus ojos.

Clarissa soltó una leve risa, intentando aligerar el ambiente.

—No te preocupes, Elara. Estábamos admirando las flores.

El Duque, aún recuperándose del arrebato, recuperó su compostura con rapidez.

Sí, este jardín es verdaderamente un refugio. Un lugar al que espero regresar pronto —dijo, dirigiendo una mirada significativa a Clarissa.

Elara, cumpliendo con su deber, se acercó a Clarissa para escoltarla de regreso, pero no antes de que la joven y el Duque compartieran una última mirada que decía más de lo que las palabras podían expresar.

Mientras caminaban de vuelta hacia la casa, Clarissa no pudo evitar tocarse los labios, aún sintiendo el calor del beso. Por su parte, el Duque se prometió a sí mismo mantener el control, aunque sabía que el recuerdo de ese instante lo perseguiría por mucho tiempo.

La visita al jardín concluyó con una sensación de satisfacción por ambas partes. Cuando regresaron al interior de la casa, la Condesa intercambió una mirada significativa con el Conde, mientras Isadora, desde la distancia, planeaba cómo recuperar el protagonismo que sentía haber perdido.

Mientras el Duque se despedía de la familia, el Conde lo acompañó hasta la puerta, satisfecho con el rumbo de los acontecimientos. En su interior, confiaba en que la estrategia había sido efectiva y que el interés del Duque por Clarissa seguía fortaleciéndose.

...

El duque regresó a Ashworth Manor después de un largo viaje, sintiendo el cálido abrazo de su hogar, donde siempre encontraba consuelo y amor. Al entrar al gran salón, vio a su madre, la duquesa viuda, y a su abuela, que lo esperaban con una taza de té con scone con mermelada de fresa (panecillo dulce) y una sonrisa amable.

¡Mi querido hijo! ¡Cuánto me alegra verte de vuelta! —exclamó su madre, abrazándolo con ternura.

La abuela, quien siempre se mostró más reservada, pero igualmente afectuosa, levantó una ceja y lo observó con una sonrisa en sus labios.

—Te ves bien, joven. Aunque no puedo evitar preguntarme: ¿hay alguna dama que haya capturado tu interés?

El duque sonrió con calidez, sentándose junto a ellas. —De hecho, hay alguien que me tiene bastante animado, pero no quiero apresurarme a hablar demasiado.

La duquesa, con una mirada intrigada, lo miró con atención. —Ah, ¿sí? Cuéntanos más, querido. Sabes que siempre estamos aquí para escucharte.

El duque se acomodó en su silla, tomándose un momento para organizar sus pensamientos antes de continuar.

—Es una joven que conocí recientemente. Es dulce, inteligente, y tiene una presencia que realmente me atrae. Me siento muy afortunado de haberla encontrado.

La abuela, siempre tan sabia, inclinó la cabeza con una sonrisa cómplice. —Y yo apuesto a que has tenido tus dudas. No es fácil dejar que alguien se acerque a tu corazón. Pero ¿quién sabe? Tal vez esta joven sea la que te haga sentir que vale la pena.

La duquesa asintió, mirando al duque con un toque de cariño. —Nunca olvidaré lo que me dijiste una vez, querido. El amor no es solo una cuestión de pasión, sino también de comprensión. ¿Te sientes entendido por ella? ¿Y puedes entenderla a ella?

El duque asintió, una ligera sonrisa asomando en su rostro. —Eso es exactamente lo que me ha impresionado de ella. No solo compartimos muchas ideas, sino que también tenemos una conexión especial.

La abuela, que siempre había tenido un sentido agudo de la realidad, levantó una mano con firmeza. —Pues entonces, querido, no hay nada más que discutir. ¡Deberíamos organizar una tertulia aquí en Ashworth Manor para que podamos conocerla mejor! Así nos aseguramos de que tu madre y yo también podamos ver si ella tiene el corazón y la mente que tú ves en ella.

El duque miró a su madre y a su abuela con gratitud. — Me parece una excelente idea. Será un honor presentarles a la joven que me ha tocado tan profundamente.

La duquesa, sonriendo y tomando una taza de té, agregó: —Estoy segura de que la tertulia será todo un éxito. Ashworth Manor es siempre un lugar donde el afecto y la calidez se encuentran. Y estoy ansiosa por conocer a esta dama que parece haber conquistado tu corazón.

La abuela, que rara vez expresaba sus emociones de manera directa, añadió con suavidad: Lo importante, querido, es que sigas tu corazón. Si esta joven es lo que tú crees que es, no hay nada que temer.

El duque se sentó entre las dos mujeres, su familia, y se sintió agradecido por el apoyo y el amor incondicional que siempre había recibido de ellas.

—Gracias, madre, abuela. Saber que tengo su apoyo hace todo mucho más fácil. Me llena de esperanza pensar en lo que el futuro puede traer.

Con una mirada afectuosa, las tres generaciones compartieron un momento de tranquilidad, comprendiendo que el amor y la familia eran los pilares que sustentaban todo lo demás.

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