Capítulo XIX
La relación entre Edward y Clarissa continuó desarrollándose con una mezcla de ternura y pasión contenida. Durante los paseos por los jardines, en las tardes compartidas en la biblioteca, y hasta en las reuniones más formales, había momentos en los que las miradas hablaban más que las palabras. Clarissa, aún cautelosa por las lecciones de su vida pasada, no podía evitar sentir que su corazón latía más rápido cada vez que Edward estaba cerca. Y Edward, que rara vez se mostraba vulnerable, dejaba entrever una devoción que iba más allá de las normas sociales.
En varias ocasiones, cuando los salones se vaciaban momentáneamente o cuando la privacidad se hacía posible, Edward tomaba la mano de Clarissa con delicadeza y se inclinaba hacia ella, dejando un beso casto, pero lleno de intención en su frente o en su mejilla. Clarissa, aunque todavía un poco atrevida, seguía fomentando esos pequeños gestos: una sonrisa, un ligero roce en su brazo, o incluso un beso fugaz que quedaba entre ellos como un secreto compartido.
...
Una noche que prometía ser especial, el duque organizó una cena en su mansión, a la que asistieron los Sinclair y otros miembros selectos de la alta sociedad. Los preparativos habían sido supervisados cuidadosamente por la madre y la abuela de Edward, quienes deseaban que todo fuera perfecto. El salón principal estaba adornado con flores frescas y candelabros que iluminaban la estancia con un cálido resplandor dorado. Las mesas estaban dispuestas con la porcelana más fina y los cubiertos de plata, un reflejo de la riqueza y el gusto impecable de la familia Ashworth.
Clarissa llegó con sus padres, el conde y la condesa Sinclair, y su prima Isadora, quien había insistido en acompañarlos a pesar de la evidente atención que recaía sobre Clarissa. Edward, al verla entrar, se levantó de inmediato y caminó hacia ella, ofreciendo su brazo con una sonrisa que solo tenía para ella.
—Lady Clarissa, está radiante esta noche, — le dijo mientras la conducía hacia su lugar en la mesa principal. Clarissa agradeció el cumplido con una sonrisa, pero no pudo evitar notar la mirada fría y contenida de Isadora desde un rincón.
Durante la cena, la conversación fluyó de manera natural, con risas y anécdotas compartidas. La madre de Edward, con una amabilidad genuina, se dedicó a elogiar las cualidades de Clarissa, mientras la abuela observaba con satisfacción cómo la joven respondía con gracia y modales impecables. El duque, aunque participaba en las conversaciones, no dejaba de mirar a Clarissa con una mezcla de orgullo y admiración.
Cuando la cena llegó a su fin, Edward se levantó de su asiento y pidió la atención de todos los presentes. La sala quedó en un silencio expectante, y Clarissa sintió cómo su corazón se aceleraba al ver la seriedad en el rostro de Edward.
—Familia, amigos, —comenzó, con la voz firme pero cargada de emoción, —esta noche he invitado a quienes más aprecio para compartir un momento que cambiará mi vida. Lady Clarissa Sinclair, — dijo, girándose hacia ella, —desde el momento en que te conocí, supe que eras especial. Tus palabras, tu risa, tu bondad, todo en ti me ha inspirado a ser mejor. No solo quiero que seas mi compañera en los bailes, sino en cada día de mi vida.
Edward sacó una pequeña caja de terciopelo negro y, al abrirla, reveló un anillo exquisito con un diamante central rodeado de zafiros. —Este anillo ha pertenecido a mi familia desde la época de mi tatarabuelo, y hoy quiero que sea tuyo, si aceptas ser mi esposa.
Clarissa, con lágrimas en los ojos y un nudo en la garganta, asintió con una sonrisa luminosa. —Sí, Edward, acepto.
El salón estalló en aplausos y murmullos emocionados. La madre y la abuela de Edward suspiraron con evidente orgullo, mientras los padres de Clarissa intercambiaban una mirada de felicidad al ver a su hija tan plena. Edward deslizó el anillo en el dedo de Clarissa con cuidado, y luego, sin importarle la formalidad del momento, le dio un beso en las manos que hizo suspirar a varias damas presentes. En realidad, quería besarla, pero no sería bien visto y podría hacer que tacharan de mujer fácil a Clarissa.
En medio de la felicidad general, Isadora se sentó rígida, con una sonrisa falsa que apenas ocultaba la tormenta que se desataba en su interior. Cada palabra de Edward, cada mirada de cariño entre él y Clarissa, era como una espina que se clavaba en su orgullo. Esa propuesta debía ser mía, no de Clarissa, pensó, apretando los puños bajo la mesa. No permitiré que esto quede así. Si ella piensa que puede tener todo, está equivocada.
Mientras todos felicitaban a los futuros esposos, Isadora observó desde la distancia, jurando en silencio que encontraría una manera de vengarse.
La noticia de la inminente unión entre los Ashworth y los Sinclair se propagó rápidamente por todas las regiones, despertando la admiración y curiosidad de la alta sociedad. Periódicos y tertulias sociales comentaban la esplendorosa boda que se avecinaba, describiendo a Edward y Clarissa como una pareja perfecta. Las familias involucradas no escatimaban en gastos ni en detalles, y todo apuntaba a que la ceremonia sería recordada por años.
...
La condesa Sinclair, junto con la madre y la abuela de Edward, asumieron la planificación de la boda con entusiasmo y un nivel de detalle extraordinario. Clarissa, quien en esta vida había decidido tomar un papel más activo en su destino, participaba con genuina emoción. Sus ideas, frescas y elegantes, eran bien recibidas por las damas mayores, quienes admiraban su buen gusto y entusiasmo.
—Querida, — comentó la abuela de Edward una tarde mientras revisaban las telas para las decoraciones, —tienes una visión muy clara de lo que deseas. Será una ceremonia magnífica.
—Gracias, señora, — respondió Clarissa con una sonrisa humilde. —Quiero que este día sea especial para todos, especialmente para Edward y nuestras familias.
—Querida, por favor, llámame abuela. Muy pronto te convertirás en mi nieta. —Clarissa sorprendida asintió, ya que no esperaba que dos de las mujeres que fueron crueles con ella en su pasado ahora sean tan cercanas a ella.
El padre de Clarissa, fiel a su palabra, insistió en que no se reparara en gastos. "Mi hija merece lo mejor," declaraba con orgullo. Edward, por su parte, también hacía su parte, mimando a Clarissa con obsequios costosos: joyas exquisitas, libros raros, y hasta un carruaje especialmente decorado para su futura esposa. Estas muestras de afecto tenían a más de una dama de la sociedad suspirando y deseando que sus propios pretendientes fueran igual de generosos.
Clarissa, consciente de la presencia vigilante de Isadora y de su tendencia a causar problemas, ideó un plan para mantener su vestido de novia en secreto. Envió un diseño especial a Madame Dubois, la modista más reconocida de la región, con instrucciones estrictas de trabajar en él de manera discreta. Paralelamente, trabajaban en un vestido diferente, uno que sería mostrado públicamente durante las pruebas y que serviría como distracción para Isadora.
—Madame Dubois, confío plenamente en su discreción, — le dijo Clarissa cuando entregó el diseño. —Este vestido representa mi futuro y mi felicidad. No puede haber margen de error.
—Por supuesto, lady Sinclair, — respondió la modista con solemnidad. —Su secreto está a salvo conmigo.
Días después, llegó el momento de probar el vestido alternativo. Clarissa acudió al taller acompañada de su madre, su futura suegra, la abuela de Edward, y, para su desagrado, Isadora. El ambiente era una mezcla de expectativa y alegría. Las telas de encaje, las perlas bordadas y los detalles dorados hacían del vestido una obra de arte, y las damas no podían ocultar su fascinación.
—Es simplemente magnífico, —dijo la madre de Edward, con lágrimas en los ojos. —Mi hijo no podría haber elegido mejor esposa.
—Estás preciosa, Clarissa, —agregó la condesa Sinclair, sujetando la mano de su hija con cariño.
Mientras tanto, Isadora, aunque exteriorizaba una sonrisa, por dentro hervía de envidia. Cada comentario positivo hacia Clarissa era como un alfiler clavándose en su orgullo. Observaba cada detalle del vestido, intentando encontrar algún defecto o algo que pudiera usar en su contra, pero no había nada. Tiene que haber algo que pueda hacer. Esto no puede seguir así.
Clarissa, por su parte, sabía que debía mantenerse alerta. Aunque el vestido que probaba era hermoso, no era el verdadero diseño que había imaginado para su gran día. Mientras las damas se distraían admirando el vestido, en su interior sonreía, tranquila sabiendo que su plan avanzaba sin contratiempos.
Con cada día que pasaba, la boda se acercaba y la emoción aumentaba. Los Sinclair y los Ashworth continuaban trabajando juntos para ultimar detalles, desde los arreglos florales hasta el menú y la selección de música. La relación entre Edward y Clarissa se fortalecía con cada encuentro, y aunque los nervios eran inevitables, ambos estaban seguros de que habían encontrado en el otro un amor verdadero.
Sin embargo, en las sombras, Isadora planeaba sus próximos movimientos, decidida a encontrar la forma de desestabilizar a Clarissa y reclamar lo que, según ella, le pertenecía. Si no puedo tenerlo yo, tampoco lo tendrá ella, se decía a sí misma, mientras sus pensamientos se volvían cada vez más oscuros.
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