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El sudor pega su piel a la cuerina gastada de los asientos del R12 de su padre. El aire, caliente y húmedo, juega entre sus dedos, que se escabullen sin permiso más allá del límite de la ventanilla que le han repetido hasta el cansancio que no debe cruzar, no vaya a ser que un auto se acerque demasiado y se los arranque de cuajo. Su madre ceba un mate en el asiento del copiloto, y su padre alza la mano para recibirlo sin apartar la mirada del camino. Su hermana, fastidiada por el calor, se queja de la música ochentera que suena en la radio; quiere que pongan su cassette de Xuxa, pero ambos adultos deciden ignorarla y prometen, casi por obligación, que más tarde pondrán algo para ella. Mauro, su hermano mayor, está leyendo una historieta de Patoruzú casi desde que comenzó el viaje. Lionel, ya cansado de contar árboles y ganado, cierra sus ojos y se deja arrullar por el motor naftero del Renault hasta llegar a la cabaña que han alquilado en Valle Hermoso, un departamento serrano al noroeste de la provincia de Córdoba.
—Dale, pelotudo, movete. Ayudame a bajar las cosas —demandó su padre en tono autoritario, abriendo el baúl del auto. Con pereza, alzó sus párpados y, lamentándose de esa forma que solo tenían los adolescentes vagos y revoltosos, salió del Renault doce azul que todos los años se bancaba cientos de kilómetros hacia distintas ciudades turísticas de la República Argentina.
Mauro, que sin ser obligado por su padre, ya se encontraba bajando la hielera del auto, empujó a Lionel cuando pasó cerca de él solo para molestarlo. Él protestó, pero su madre lo regañó recordandole que su hermano había terminado el secundario en tiempo y forma y que él, seguramente, terminaría en alguna escuela nocturna de poca monta, que tenía suerte de ser bueno con la pelotita, porque de otra forma, ya habría estado hace rato de patitas en la calle. Con el ceño fruncido, agarró los bolsos y otras cosas del baúl y entró en la cabaña. Dejó todo sobre la mesa del comedor y salió de nuevo hacia afuera, dispuesto a irse al río por si solo con su discman y un respuesto de pilas duracell. Sin embargo, su madre lo llamó desde la cabaña vecina a unos cuantos metros de la suya. Con las manos en los bolsillos de su bermuda, se acercó sin demasiados ánimos. ¿No iba a tener ni un momento de paz siquiera en vacaciones?
—Mira, Leo, es la Mary, ¿te acordas de ella? —Lionel vio a la señora y negó algo apenado de no poder reconocer su rostro, pero igualmente la saludó con un beso para evitar verse como un maleducado. La mujer, no sorprendida por aquello, le apretó las mejillas encantada por lo mucho que había crecido el santafecino—. Solíamos vacacionar juntos en Mar de Plata o acá en Córdoba, en Agua de oro, pero hace muchos años atrás. Luego yo perdí su número con la última mudanza que tuvimos en Santa Fe, y encima no pude recuperar mi viejo número.
—¡Pero eso ya no importa! ¡Estoy feliz de que la vida nos haya permitido volver a coincidir en Córdoba! —exclamó la señora volviendo abrazar a su amiga de la infancia, la madre de Lionel—. Están todos tan grandes, che.
—Los tuyos también deben estar re grandes —coincidió ella recordando que sus hijos no se llevaban muchos años de diferencia.
—Si, enormes, pero este verano solo vine con el Pablito. ¿Te acordas de él, cielo? —le preguntó al Lionel que de solo escuchar su nombre tuvo unos extraños flashes del pasado, una pequeña mano pálida que se apoyaba sobre la suya igual de pequeña. Unos labios suaves que rozaban los suyos, y unos rizos colmados de flores; además de unos diminutos pies sumergidos en el agua, jugando con la arena húmeda del fondo, desde donde ascendían piedritas y algunos diminutos renacuajos de río.
—Creo que sí —murmuró algo inquieto por aquellos recuerdos dispersos que habían vuelto a su cabeza.
—Ahora mismo está solo en el río, anda a verlo. Seguro que se alegra de reencontrarse con vos después de tanto tiempo. De niños ustedes eran muy unidos, iban a todos lados juntos.
—Si, parecían hermanos, eran inseparables —añadió su madre con una sonrisa ancha y nostálgica—. Anda, Lío, anda a saludarlo. Si seguro te estabas escapando para no ordenar las cosas en la cabaña. —Lionel rodó los ojos, pero, con una sonrisa pícara de vándalo descubierto, decidió continuar con su escape, aunque ahora tenía la misión de reconocer a un pibe que no debía haber visto en al menos diez años.
"Inseparables", se repitió en sus pensamientos como un eco persistente en una cueva deshabitada. Elevó su mirada y observó aquellos delgados cirrus que se paseaban por el cielo de un perfecto azúl profundo y casi eterno. De manera inexplicable, la tristeza asomo en su pecho, la nostalgia amenazaba con deformar ese paisaje de ensueño, rodeado de eucaliptos colorados, espinillos, chañares y talas. "¿Por qué me duele?", se preguntó en un susurró apenas audible que atrapó una breve brisa que acarició sus rizos azabaches para despedirse luego hacia el valle al cual, con prisa, lo arrastraron sus pies.
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El canto de un pajarito pepitero apenas se oyó a través del murmullo constante del río que bajaba de lo alto de las Sierras de Córdoba. El sol de la media tarde lo hacía brillar, como si en su cuerpo translúcido y sin forma flotasen pedacitos de nácar y diamantes en bruto. La naturaleza, casi indómita, parecía dormir junto al pueblo que aguardaba la puesta del sol debajo de sus techos de losas, frente a sus ventiladores de paletas de lata y estructuras de hierro. Sin embargo, dos niños ignoraron aquel pequeño instante de reposo serrano, y avanzaron sin supervisión entre yuyos y piedras erosionadas por el viento y las ocasionales crecidas en temporadas de lluvias.
—Tené cuidado, puede haber espinas, ponete las ojotas —advirtió una voz suave, infantil y melodiosa a sus espaldas, que atravesó ese silencio verde como el rechinar de una puerta en mitad de la noche. Lionel, con su usual personalidad rebelde y despreocupada, movió la cabeza y siguió adelante con su calzado de playa en la mano izquierda, mientras que en la derecha sostenía una caña de pescar que apenas sabía usar.
—¡Haceme caso, Lio! —demandó enojado, con los brazos cruzados. No continuaría caminando mientras Lionel siguiera sin obedecer.
—¡Dale, Pablo! ¡Parecés mi mamá! —exclamó el pequeño santafesino con un puchero sobre sus labios. A veces llegaba a ser frustrante lo bien portado que era Pablo para tener su misma edad. Lo hacía quedar mal frente a sus padres y hermanos; y eso que ambos muchachos eran los hijos menores de sus respectivas familias.
—¡Pero es que soy la mamá! ¿No te acordás? —inquirió Pablo, aún más enojado que antes. Lionel se rascó la nuca y apretó los labios mientras movía ligeramente su cuerpo sobre su propio eje. Se sentía regañado, y usualmente no le interesaba cuando era por su madre o por su padre, pero si era por Pablo, algo se sentía diferente.
—Sí, perdón —respondió, poniéndose las ojotas—. ¡Soy un papá muy loquito! —exclamó, tomando la mano de Pablo para correr juntos hacia la orilla del río.
Estando allí, tiró la caña de pescar a un lado y luego soltó a Pablo por un momento para ir hacia un frondoso arbusto a los pies de un sauce llorón, del que sobresalían algunas flores típicas de la zona. Recogió algunas flores blancas, conocidas popularmente como "flor del sapo", y después tomó unos cuantos botones de oro y unas cuantas canchalagua. Volvió junto a Pablo y, con una sonrisa pequeña y brillante, se tomó todo el tiempo del mundo para acomodar cada una de aquellas flores entre los rizos castaños de su compañero, hasta crear una especie de corona digna de un príncipe de los valles cordobeses.
—Listo, así estás perfecto —declaró Lionel satisfecho con su trabajo.
Pablo, confiando en el hacer del santafecino, sonrió complacido. Su sonrisa fue tan pura, genuina y alegre, que Lionel sintió que algo muy extraño ocurría dentro de su pecho. El corazón le dio un salto, uno cortito, medio brusco, rápido y muy breve, pero lo sintió; y las mejillas se le pusieron tan rojas como los tomates perita que habían comido durante el almuerzo. Para su suerte, Pablito no lo notó, porque ya se había alejado de él para adentrarse en el río hasta que sus pies quedaron completamente sumergidos en el agua fría y cristalina de aquel afluente punillense.
—Somos recién casados —dijo de pronto estirando sus pequeñas manos para que Lionel se acercara a tomarlas, cosa que el muchachito de Pujato no tardó en corresponder.
—¿Y qué hacen los recién casados? —inquirió con esa inocencia que le regalaba su edad y la época en la que estaban creciendo.
—Mi mamá ve una novela donde hicieron esto al casarse —enunció antes de apoyarse en los hombros de Lionel para estirar su cuello y llegar a posar sus finos y rosados labios vírgenes sobre los del santafecino que también carecían de experiencia en todas aquellas cosas. Solo su madre había depositado besos en ellos, y no eran nada especiales, un mero acto rutinario de cariño y fraternidad. Pero los labios de Pablo se sintieron distintos, un placentero cosquilleo se quedó suspendido en el breve contacto, y una electricidad inexplicable le recorrió el cuerpo desde la coronilla de su cabeza, hasta la punta de sus pies.
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"¿Lionel?", preguntó una voz suave, tranquila, que parecía acoplarse con el paisaje. No respondió de inmediato, le costó volver al presente, abandonar esas memorias infantiles donde aún sentía un hormigueo en el estómago y la cabeza revolucionada por ese juego de niños derivado de madres descuidadas que permitían a sus hijos ver novelas de adultos al volver de la escuela.
"¿Pablo?", susurró acercándose lento, casi con miedo. Como si el muchacho de diesiete años frente a él fuera alguna especie de espejismo, una broma pesada del calor y la deshidratación. El tiempo, muy al contrario de lo que suele hacer con muchas personas que de niños podían ser consideradas lindas y que luego se fueron deformando hasta ser simples ciudadanos promedios, parecía una suerte de bendición que no hizo más que mejorar los rasgos que, en el pequeño Pablo, ya estaban bien desde un principio.
—Si, soy yo —respondió el joven cordobés con una sonrisa casi imperceptible sobre los labios—. Tanto tiempo... me sorprende que todavía te acuerdes de mí —agregó con un tono de voz que se le hizo distinto al de antes, casi como si le estuviera... ¿coqueteando? No, debía ser su imaginación
—Bueno, puedo decir lo mismo, pasaron como diez años, ¿no? —Pablo se rio, tal vez porque había sido brevemente derrotado en su propio juego, pero no por mucho—. Tu mamá me dijo que estaría acá.
—¿Te acordas también de esta parte del río? —Otra pregunta peligrosa, pícara. ¿Pablo era consciente de lo que hacía? Era consciente de que era difícil hablar con claridad teniendo su pecho al descubierto, usando ese collar de pelotitas negras alrededor de su cuello pálido y delgado.
Lionel se consideraba un hombre hetero, pero frente a la versión joven de su primer amor, era más que complejo sostener tal afirmación.
—Sí, me acuerdo, veníamos a jugar a la siesta —respondió, acercándose a la orilla del afluente para no perderse ni un detalle del sol jugueteando sobre la piel lechosa del riocuartense—. También me sorprende que me reconocieras, estoy muy distinto de aquella época.
—Solo más alto, tampoco tanto —se burló antes de tirarse en la parte más honda del río, una zona en la que antes ni siquiera tenían permitido acercarse.
Sin embargo, ahora, con dieciocho años, a Lionel ya no le parecía una pileta natural tan honda como le habían hecho creer sus padres y otros adultos de su alrededor cuando era un niño. Incluso podía entrar caminando y permanecer parado; el agua apenas llegaba a cubrir su cuello, y ni siquiera rozaba su mentón. Pero Pablo parecía tener algunos problemas para mantenerse a flote, si se descuidaba por tan solo un momento, desaparecería en el fondo de aquel montón de agua fría con un fuerte aroma a hierbas serranas.
—A mí me parece que sí estoy muy distinto —sentenció antes de acercarse a Pablo sin pedir permiso, y abrazarlo por la cintura para que se apoyara en su cuerpo y no necesitase seguir haciendo un gran esfuerzo para mantenerse a flote. Pablo no lo recibió muy bien, seguía siendo un poquito orgulloso como en sus recuerdos más tiernos.
—¿Qué haces, pelotudo? —soltó con el entrecejo fruncido, aguantándose las ganas de putear al santafecino, y aquellos insultos no tardarían en flotar junto con las hojas muertas que el río arrastraba desde lo alto de las Sierras de Córdoba. Sin embargo, su atención se desvió a una de esas tantas cosas que flotaban corriente abajo, vio una flor del sapo y recordó algo muy especial que no había podido olvidar durante todos esos años. Estiró la mano hacia ella y, al tomarla, se la colocó entre sus rizos, tal y como lo hubiera hecho el pequeño Lionel por él.
—¿Te acordás también de esto? —preguntó ahora, con una inocencia fingida, como si tuviera otra vez esos siete años con los que se conocieron y no fuera consciente de lo que estaba haciendo al abrazar el cuello ajeno, tal y como hacían esas mujeres de las telenovelas turcas que antes veía su madre tan ensimisma en sus propia fantasías románticas.
Lionel se sonrió; fue una sonrisa ladina, corta, sutil y un poco cómplice. Sus brazos se cerraron más sobre el talle de Pablo y este, se dejó hacer, era turno del santafecino de estirarse hacia sus labios, de apoyar sus pares sobre los suyos con suavidad, de moverlos con calma y lentitud, y de poco a poco pedir permiso entre castos movimientos para conocer más allá de esos labios color cereza que sabían como las moras que caían a la orilla de la ruta, algo dulces y un poco ácidos.
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—¿Y te gustó? Los recién casados siempre sonríen después del beso —dijo Pablo, curioso, esperando alguna palabra de Lionel. Pero este hacía un rato que estaba fuera de su cuerpo, o tal vez demasiado metido en él. Estaba demasiado ocupado tratando de descifrar qué estaba ocurriendo con cada una de sus células y los pequeños vellos que abrigaban su piel.
—¿Mmh? —murmuró finalmente, con los ojos grandes—. Creo que me gustó mucho. ¿Y si lo volvemos a hacer?
—¡No, no, así no se juega! —se quejó Pablo, soltando las manos del pequeño santafecino para volver a la orilla del río.
—¿Y entonces cómo?
—¡Me vas a tener que atrapar! —gritó antes de desaparecer entre la arbolada serrana.
Lionel, aún mareado por las sensaciones que habían atravesado su cuerpo, salió rápidamente del agua, dispuesto a correr lo que hiciera falta para conseguir un nuevo beso de aquel par de labios bendecidos con un sabor dulce con notas ácidas y un tacto aterciopelado como la piel de un durazno cosechado durante un caluroso verano en lo más profundo de las Sierras de Córdoba.
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