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Negación

La alarma de Fritz Harrington comienza a sonar a las cinco de la mañana del martes. El hombre hace callar al aparato con un golpe, se levanta sin quejarse y se despoja de su pijama de rayas azules para darse una ducha de agua fría. Dentro del baño, ante el reflejo del espejo y la luz fría de los focos, Fritz se percata de que en su sien izquierda tiene la marca oscura típica de un golpe. Fue entonces que comienza a recordar.

Las imágenes de las luces de un auto aproximándose hacía él, del choque, de la oscuridad, de la habitación donde se encontraba amarrado y amordazado y de Chess golpean su mente con una violencia que casi hacen desplomar al hombre. Lo que pensó que había sido una pesadilla es, en realidad, muy real.

Fritz casi puede escuchar la siniestra voz de Chess diciendo «Si matas a tu jefe, ganas y si no lo matas, pierdes y tú mueres». Ese personaje enmascarado se había convertido en una sombra que con sed de sangre que asechaba a Harrington y solamente hay una manera de hacerlo desaparecer, ganar ese juego macabro al que fue obligado a jugar.

Si quería ganar, tendría que matar a Antonio Guzmán y para ello debía estar cerca de él. Fritz no puede simplemente esperar en casa a que las doce horas terminen arriesgándose a que Chess aparezca para matarlo o le tienda una trampa que acabe con su vida. Sin tener otra opción, el hombre comienza su día con su ducha de agua fría.

Fritz sale de su casa después de desayunar vistiendo un traje negro con delgadas líneas blancas, una camisa de azul un claro y una corbata de un azul más oscuro y el Rolex que lleva en su muñeca izquierda es plateado. Si tener en su bolsillo un celular que no es suyo no le recuerda que ese día se tiene que convertir en asesino o de lo contrario él será el asesinado, ver el auto que Chess le prestó, debe ser más que suficiente.

Harrington llega hasta su oficina con un deje de duda, pues no quiere matar a nadie, pero debe hacerlo. Cuando procede a entrar al estacionamiento subterráneo, el vigilante le bloquea el paso. Fritz supone el motivo, así que baja la ventanilla para poder hablar con él. 

—¡Señor Harrington! —exclama el vigilante.

—Buenos días, señor Sullivan.

—Disculpe, no sabía que usted manejaba uno de estos —dice el vigilante con gran impresión—. Es uno de los modelos más nuevos.

—¿Qué le digo?, me gusta darme mis lujos de vez en cuando —presume Fritz manteniendo la calma.

—Pase, pase.

Cuando Fritz se estaciona, escucha el sonido del celular que guarda en su bolsillo. Con temor a las consecuencias de no ver de qué se trata, toma entre sus manos el dispositivo y ve que el mismísimo Chess le ha enviado un mensaje. 

Harrington siente por un instante que se la va a salir el corazón. Oficialmente el juego ha comenzado y sólo cuenta con doce horas para matar a su jefe.

El hombre sale de su auto y trata de actuar natural hasta llegar a su lugar de trabajo en el piso veintiuno.

—Son las siete con tres minutos —comenta Susi O'Connor mirando su reloj de muñeca—, creo que es la primera vez desde que trabajo aquí que veo que no llega justo a las siete.

—Bueno, hoy hay mucho tráfico, además son sólo tres minutos —justifica Fritz con un deje nervioso en la voz.

Frtiz asiente y enciende la computador que descansa sobre su escritorio y en serio quiere concentrarse en su trabajo, pero no puede, si se concentra perderá la noción del tiempo y no podrá ver si su jefe llega, pues en este juego el tiempo es muy valioso. Como Chess plasmó en su mensaje «Tic, tac».

Cada vez que Frtiz escuchaba pasos acercarse, sus ojos ambarinos buscaban el autor de los pasos por si era Antonio quien pasaba despreocupadamente para encerrarse a su despacho para hacer, seguramente, absolutamente nada. Pero no había suerte y cada minuto que pasaba era un minuto menos que tenía de chance para matar y para sobrevivir. Entonces una incógnita aparece en su cabeza, ¿qué pasa si su jefe no hace acto de presencia?

 Ya ha pasado en más de una ocasión. Antonio va cuando le apetece, pues no ha aparecido en el departamento de ventas en semanas enteras. Si no aparece, Fritz no tendrá posibilidad de matarlo, entonces perderá el juego. Imaginarse que Chess pueda aparecer repentinamente después de las doce horas para matarlo de alguna manera provoca en Harrington la sensación de que se le revuelve el estomago. Su imaginación fue más allá pensando que incluso el auto prestado puede tener una bomba que se activa después de las doce horas o tal vez la bomba esté en su casa o tal vez Chess provoque una fuga de gas.

Pero todo eso no tendría que pasar. Chess parecía ser inteligente, pero Fritz debía ser más inteligente, si su jefe no aparecería podría usar las poderosas redes sociales para localizarlo, pues ese Antonio tiene toda la pinta de que publica hasta el más insignificante detalle de su vida. Si está al otro lado del mundo, hasta el otro lado del mundo lo perseguiría para matarlo. Haría lo que fuera para ganar el juego.

Las puertas del elevador se abrieron nuevamente y de él salió la persona que Fritz tanto estaba esperando, Antonio Guzmán. Ese pobre niño mimado no sabía que sería el última día de su vida, siempre y cuando, Fritz lo mate.

Harrington se levanta de su asiento listo para ganar el juego. Camina lo menos sospechoso posible hasta el despacho de su jefe, esperando a que él entre primero. Pero por poco olvidaba que una mujer resguarda las puertas del despacho, la secretaria.

La secretaria que siempre lleva un peinado de moño, que es más joven que Fritz, mira al hombre extrañada a través de sus gafas, pues bien sabe que él no traga a su jefe.

—¿Puedo ayudarlo, señor Harrington? —preguntó ella.

—Sí, vengo a hablar con Anto... es decir, con el señor Guzmán.

—Claro, puede pasar, pero aquí entre nosotros, no creo que lo reciba de la mejor manera —confiesa la secretaria discretamente—, ha estado algo... distraído estos días, más de lo usual.

—Gracias por la advertencia, pero creo que puedo manejarlo —miente Harrington siguiendo su camino.

Frtiz ya ha entrado a aquel despacho en los tiempos en que el señor Villegas era el director del departamento de ventas, así que ni se inmuto al ver tanta luz de repente que se filtraba a través de los grandes ventanales de la gran estancia. Al fondo de la habitación, sobre una gran alfombra tinta, se encontraba un enorme escritorio donde descansaban algunos papeles, una engrapadora y una placa de cristal con el nombre del incompetente mocoso escrito en ella y detrás del escritorio, estaba la silla de cuero negro de alto respaldo donde se encontraba Antonio. 

Guzmán no se percata de que Fritz ha entrado a su despacho. El muy bruto le da la espalda a las puertas y ni siquiera puede oírlo porque está en medio de una llamada. Harrington se acerca despacio mientras echa un vistazo a su alrededor para encontrar la manera de matar a su jefe.

Podría tomar la engrapadora y engraparle los ojos o la garganta múltiples veces, podría estampar su cabeza contra ese elegante escritorio o en los ventanales hasta destrozarle los sesos, podría arrastrarlo hasta el baño y ahogarlo en el retrete, podría usar su corbata para asfixiarlo o simplemente podría sus manos. Había muchas maneras de matarlo.

Repentinamente, Antonio se gira y Fritz y él se miran. Harrington se ve en la necesidad de abortar la misión y Antonio se ve en la necesidad de regresar a su papel de jefe.

—Aguarda un minuto —pidió Antonio a quien sea con quien habla—. Hola, ¿qué se te ofrece?

—Yo... vine a preguntarle si estaba todo bien con el reporte mensual o si quería que ajustáramos algo para la próxima vez —miente el hombre notoriamente nervioso.

«Claro —piensa Fritz con sorna—, como si este estúpido tuviera algo que decir».

—¿El reporte mensual?

—Sí, ya sabe, el que le presentamos ayer.

Fritz recuerda con quien está lidiando, recuerda porqué él no está sentado en esa silla de alto respaldo ahora, porque su maldito jefe es un Guzmán y la familia Guzmán es de las más ricas y poderosas no sólo de Prado de Cedros sino del país. Matar a Antonio, por mucho o poco que se lo merezca, sería una locura porque sería evidente que Fritz lo hizo, no sólo por estar en el lugar y la hora del crimen, sino también porque no tenía un plan, no tenía ni siquiera guantes para no dejar huellas dactilares. Harrington se precipitó y no pensó bien y todo por ganar aquel estúpido juego en el que aunque lo ganara, terminaría perdiendo su libertad, su familia, su reputación y hasta la vida si los Guzmán lo mandan a matar en venganza. Tan sólo imaginar su horrible futuro ya comenzaba a sentir que sudaba.

—Ya recuerdo, fuiste tú él que salió de la sala de juntas con mucha urgencia, ¿verdad? —habla el jefe—. Si necesitas vacaciones, tómalas, te veías con un pésimo semblante ayer, de hecho no te ves muy bien en este momento.

—Gracias, señor Guzmán, pero estoy bien.

—Con respecto al informe, considero que está excelente y ya se lo mandé a mi papá —informa el menor como si tuviera idea de lo que hace.

Fritz apostaría a que su jefe no leyó el informe y si lo hizo, no entendió un carajo y simplemente lo entregó si más. 

—De acuerdo, sólo quería asegurarme de que todo estaba en orden.

—Sí, todo en orden. Sigan trabajando duro e insisto con esas vacaciones, ¿oíste?

—Lo consideraré.

Fritz da media y vuelta y empieza a huir de la habitación hecho un manojo de nervios. No puede matar a Antonio y no quiere seguir jugando. Antonio no es su enemigo, es Chess. Debe ponerle un alto a Chess, porque sin Chess, no hay juego. Pero la cuestión es, ¿quién demonios es Chess?

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