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XV



Cuando regresan a Domrémy a finales de verano, como una triste procesión de cabezas gachas, Juana se sorprende de lo equivocada que estaba. ¿Qué podrían llevarse los ingleses de un lugar como este?, pensaba. No tenemos nada. Somos pobres. ¿Unas pocas velas de sebo? ¿El cuenco que Jehanne y Hauviette solían usar para limpiarme la sangre de la cara, y que llamaban cuenco de Juana? ¿Un delantal de lino de mujer? No tenemos retablos dorados, ni estatuas con ojos de esmeralda y labios de rubí, ni un cofre del tesoro rebosante de monedas. Pero estos hombres, tan dotados para la destrucción, han pisoteado los huertos y han prendido fuego a las coles y los tiernos bulbos de hinojo; han arrancado trozos enteros de las casas y han incendiado los tejados de paja; han robado las gallinas, cuyas plumas cubren el suelo como si las aves hubieran dejado tras de sí un rastro de pánico, y han entrado en las casas de la gente, al parecer con el único propósito de romper tazas y destrozar taburetes a hachazos, desfigurar armarios y golpear calderos. Han decapitado la estatua de santa Margarita que estaba frente a la puerta de la iglesia y la han derribado, así que la mujer que salió del vientre de Satán yace ahora bocabajo en la tierra, con la cabeza a unos cuantos pies de distancia. Han quemado campos enteros, además de los prados, que el ganado necesita para pastar. El arma secreta de los ingleses no es el arco largo, piensa Juana. Es el fuego.

Pero la iglesia está intacta. Y como testimonio de su fuerza, de su naturaleza implacable, la casa de piedra de Jacques d'Arc también sigue en pie.

—Odio esta sensación de vivir como si estuviera esperando otro ataque —le dice a su tío cuando están solos—. ¿Qué les impedirá venir otra vez? Y si eso ocurre, nos aplastarán.

Durand, que siempre tiene una respuesta para todo, guarda silencio.

Juana piensa a menudo en los tres hombres. Los imagina: el gris oscuro de sus barbas, sus ojos sin luz, sus puños gigantes. Ha visto los moratones que dejaron en el cuerpo de Catherine; ha memorizado la forma y la extensión de esas marcas y, a partir de ahí, ha imaginado el aspecto que deben de tener las manos de esos hombres. Si hubiera sido yo y no Catherine, se pregunta Juana, ¿habría conseguido huir?

—No creo que se atrevieran a acercarse a ti, Juana —dice su tío, intentando sin éxito sonreír—. Los cogerías y les arrancarías los dientes. Nada más verte, saldrían corriendo.

Juana no cree que eso sea verdad. En la guerra, todo el mundo es una presa fácil. ¿Por qué iba a ser diferente ella? Cierra el puño y lo abre. No es la belleza lo que busca el enemigo, sino el poder.

Pasa un mes. Una mañana, Catherine se acerca a ella. No abre la boca, pero su cara lo dice todo. Juana siente que un sudor frío le empapa la espalda, como el día en que cayó enferma. Le había pedido a Catherine que olvidara lo ocurrido, pero olvidar ya no es una opción. Cuando se lo dicen a su padre, se queda sin habla; se deja caer torpemente en una silla y se mira los pies. Su madre reza, llora y vuelve a rezar. Durand se tapa la cara con una mano. Juana lo observa mientras se lleva la otra al pecho, hasta el lugar donde está su corazón, y la deja flotando allí. Juana acaba de aprender que el cuerpo no distingue entre el retozar alegre en una cama de plumas y lo que se toma por la fuerza: el resultado es el mismo.

Catherine se encierra en su habitación y no quiere salir; cada día está más débil.

—Cierra los postigos —le dice a Juana.

Le molesta la luz y quiere que los sonidos, el parloteo y el ruido del pueblo se queden fuera.

Y hay chicas, antiguas amigas de Catherine, que se reúnen bajo la ventana y se divierten preguntando cuándo se va a celebrar la boda. La respuesta de Juana: coger un cubo de heces de cerdo y vaciarlo sobre sus cabezas.

—Tengo la sensación de que te estás haciendo más pequeña —dice Juana.

Catherine tuerce la boca. Por su aspecto, cualquiera diría que quiere perderse en el olvido.

—¿Me llevarás al santuario? —pregunta, a modo de respuesta.

El santuario de la Virgen está en lo alto de una colina. El tiempo empieza a refrescar, pero Catherine quiere hacer una ofrenda. Juana está a punto de decir «¿Otra vez?», pero se contiene.

—Iremos cuando oscurezca y nos llevaremos a Jacquemin —dice Catherine. Está avergonzada.

—Iremos cuando haya luz —responde Juana—. Y recorreremos los caminos como si fueran nuestros.

En el santuario, Catherine reza mientras Juana se queda fuera. Es una ermita pequeña, y los espacios reducidos no le gustan, se siente acorralada. Alguien tiene que vigilar. Además, ¿de qué sirve rezar ahora? Aunque es una persona muy fuerte, está cansada. Y enfadada. Lleva días de tan mal humor que le dan ganas de empujar con el hombro a todo el que pase demasiado cerca de ella, solo por la oportunidad de intercambiar una mirada ceñuda y una palabra grosera.

Pero también quiere decirle a su tío: Sé lo que querías expresar cuando te tapabas la cara y te ponías la mano sobre el corazón. Yo también noto un dolor justo aquí, en el pecho. Es como si alguien empujara hacia abajo con una barra de hierro, como si lo único que pudiera hacer es esperar a que el hueso ceda.

Cuando Catherine sale del santuario, parece que ha aprendido una lección de la Virgen. Su expresión es ahora tan impenetrable y plácida como los rostros tallados de los santos.

A su alrededor, la gloria del otoño, las hojas teñidas de bermellón y oro, el cielo convertido en una cúpula cambiante de azul grisáceo... Es la clase de paisaje que invita a los ojos a detenerse y descansar, un sueño en vela que sienta mucho mejor que dormir.

Catherine se frota un ojo; parece muy joven, casi una niña que acaba de levantarse de la cama.

—He rezado una oración por ti —le dice a Juana.

Juana, sin embargo, no responde: se limita a apoyar una mano en el vientre de su hermana.

—Tu hijo tendrá amor —le dice—. Y ¿sabes qué? Será agradable ver a nuestra madre arrodillarse y rezarle a santa Inés cuando a tu bebé le estén saliendo los dientes y no pare de llorar. Y volverá loco a nuestro padre, y a nuestros hermanos, que tendrán que taparse los oídos con lana. ¿No crees que será un bonito espectáculo? Pero nuestro tío le divertirá con sus trucos, y yo me lo sentaré sobre las rodillas para hacerlo saltar. Y le enseñaré, sea niño o niña, a trepar a los árboles y a correr. Volveremos a oír el sonido de unos piececitos que corretean por la casa. Y, aunque lo niegues y pretendas ser modesta, eres lo suficientemente hermosa para que, un día, un próspero granjero o un rico comerciante se fije en ti y te elija como esposa. Así que, pase lo que pase, no pierdes.

Después de haber expuesto todos sus planes, Juana se siente más ligera, pero Catherine no la mira. Se aparta y la mano de Juana resbala de su vientre.

—¿No te habrías ido? —pregunta Catherine en voz baja—. ¿Si no fuera por mí?

Juana niega con la cabeza. Eso no es más que un sueño, piensa, aunque no lo dice.

—Y ¿adónde iba a ir?

Catherine sonríe.

—La pregunta correcta es: ¿adónde no ibas a ir? Llevas aquí demasiado tiempo, y sé que te quedas por mí.

Parece que las únicas cosas que han sobrevivido al ansia de destrucción de los ingleses son aquellas que tienen un elemento mágico. El Árbol de las Hadas está chamuscado: algún salvaje ha tratado de prenderles fuego a las raíces y arrancarle la corteza, pero sigue en pie, sigue siendo el hogar de seres alados invisibles que gastan bromas, lanzan maldiciones o conceden deseos. Y otro superviviente es Matagot, el espíritu en forma de gato. Está más viejo y cada año tiene el pelaje gris de un tono más claro; últimamente siempre está encaramado a algún árbol, pero nunca al mismo. Este espíritu no es un animal de costumbres. Si levantas la vista y crees que algo acaba de parpadear, es muy probable que tengas razón. Camuflado en una capa de follaje amarillo, Matagot vigila el pueblo. Las hojas tiemblan. Un cuerpo se despereza, y una pata, que cuelga con despreocupación de una rama, muestra unas garras tan cortantes como el más afilado de los cuchillos.

Por la mañana, Catherine se despierta y sonríe. ¿Es posible que las oraciones, la visita al santuario de la Virgen y el paseo al aire libre le hayan sentado bien? Se sonroja y le pide a Juana que se acerque.

—Quiero pedirte un favor. ¿Te importaría hacer una cosa por mí? Pero me da un poco de vergüenza contártelo. Ya sabes cómo son las mujeres cuando están encintas —dice Catherine, que no se mostraba tan habladora desde hacía meses— y se les mete en la cabeza que quieren algo especial para comer, ¿verdad? Bueno, pues he oído hablar de un plato y me gustaría probarlo. No me apetece mucho el potaje ni el pan, ni siquiera la carne.

Juana se inclina para que Catherine pueda susurrarle algo al oído.

—Nunca he oído hablar de este plato —afirma—. ¿Qué es?

—Lo hacen en Vaucouleurs —responde su hermana, bajando la cabeza—. Es una receta muy especial. Nuestro tío me habló de ella.

—¿Vaucouleurs? —repite Juana.

—¿Te importaría ir? ¿Por mí?

No hace falta decir más. Juana cuenta las monedas que tiene: seis deniers. Lo más preocupante es que su padre se ha llevado el carro, así que tendrá que ir a pie. La distancia es de casi doce millas. Tardará cuatro horas en llegar al pueblo y otras cuatro en volver. Guarda el dinero y el cuchillo, y ya está lista.

—No se lo digas al tío —dice Catherine—. Que sea nuestro secreto. Prométemelo. Temo que piense que me estás consintiendo o que me estoy comportando como una tonta.

En cuanto se lo promete, Catherine sonríe y cierra los ojos. Se relaja; por primera vez desde que volvieron de Neufchâteau, parece contenta. Le coge la mano a Juana.

—La espera será larga —dice Juana.

—Aquí estaré. —Catherine duda antes de soltarla—. Ahora vete, Juana.

Se siente como un caballero en búsqueda de aventuras, como un príncipe al que se le ha encomendado una tarea imposible mientras la princesa, encerrada en la torre, aguarda su regreso. Cuando llega a Vaucouleurs ya es casi mediodía. Se acerca a todo aquel con el que se cruza.

—Perdón —pregunta—, ¿sabes dónde puedo encontrar este plato?

La mayoría de las personas, sin embargo, lo ignoran; otros niegan con la cabeza y responden que jamás han oído hablar de ese plato.

—Es una receta especial —explica pacientemente ella cuando se la quedan mirando—. Y solo se hace aquí, en Vaucouleurs.

—Bueno —replica una mujer—, especial sí que debe de ser, si no existe.

Después de caminar una distancia tan larga, cualquier otra persona descansaría en el umbral de una posada o se sentaría a recuperar el aliento en el taburete de algún comercio. Pero Juana no pierde el tiempo y se dirige a la calle en la que tienen sus puestos los panaderos. Han oído hablar del plato, sí, pero siguen tratándola como si fuera boba.

—¿Para quién has dicho que era? —le preguntan—. Aquí no lo encontrarás en ningún sitio.

—Es para mi hermana.

—Ah, bueno, y ¿tu hermana ha estado cenando últimamente con la nobleza?

Y la echan de allí muertos de risa.

Pero sus palabras le han dado una idea a Juana, que se apuesta junto a una de las puertas de la guarnición real. Ve, a cierta distancia, un carro tirado por una mula muy lenta; en la parte trasera se balancean barriles y sacos. Estudia la velocidad a la que avanza y, cuando llega el momento, se acerca con sigilo al carro por detrás. Coge dos de los sacos y se los echa sobre los hombros. Una vez que se presenta en las puertas de la guarnición, los guardias suponen que es otra criada que lleva más sacos de harina.

Con los sacos todavía sobre los hombros, le pregunta al carretero dónde está la cocina. El hombre la observa con su único ojo bueno, pues el otro es de un blanco lechoso.

—Eres nueva, ¿no? —le pregunta.

Juana asiente.

—Date prisa —dice, alzando la voz—. Tengo que entregar estos sacos para que me paguen a tiempo.

En la cocina hay mucho jaleo, pero ella busca al cocinero y consigue arrinconarlo.

—Este plato, ¿has oído hablar de él?, ¿lo tienes aquí?

El cocinero niega con la cabeza, riéndose. La mira de arriba abajo.

—Harta del pan negro, ¿verdad? —se burla—. Bueno, no me extraña que lo estés, si eres tan exigente.

Juana se seca el sudor de la cara con la palma de la mano.

—No es para mí. Por favor, ya he preguntado por toda la ciudad.

El cocinero señala con un dedo grueso una pila de manteles en un rincón.

—Lávalos —dice—. Elimina las manchas y tiéndelos para que se sequen. Te enseñaré dónde. Luego, si haces bien el trabajo y no te entretienes, te daré algo.

Juana lleva los manteles a una tina, que ya está preparada con agua y ceniza de madera. Se arrodilla para frotar y luego sacudir los largos manteles de lino. Cuando termina de tenderlos, vuelve el cocinero, que lleva un pequeño objeto envuelto en una servilleta.

Examina los manteles y los observa con atención como haría con un tapiz finamente tejido. Se vuelve hacia ella con una sonrisa.

—Toma —le dice—. No es lo que querías, pero no podemos permitirnos ser exigentes en estos tiempos que corren, ¿verdad?

Juana coge el paquete, decepcionada. Se lo guarda en el bolsillo junto al cuchillo y los seis deniers.

El cocinero se limita a reírse de la muchacha. Pocas personas son tan altas como Juana, pero el cocinero es una de ellas. Le da una palmadita en la mejilla.

—Trabajas bien —le dice mientras la acompaña a la salida—. Si vuelves por aquí, tendrás un puesto esperándote, y no te limitarás a lavar los paños y los manteles. Si te interesa la buena comida, un día te enseñaré a hacer el plato que querías. ¡Te lo prometo!

Se va, con su premio balanceándose dentro del bolsillo del vestido. Ya es de noche cuando llega a la casa de piedra blanca. Se detiene ante la puerta para recuperar el aliento.

El sacerdote sale justo cuando entra ella. Juana lo saluda, pero él la mira con extrañeza. No habla, solo desvía la mirada hacia otro lado como si la presencia de Juana lo hubiera desconcertado.

Sus hermanos, su madre y su padre están dentro. No distingue sus rostros en la penumbra. Durand sale de entre las sombras en lo alto de la escalera y ella sube hacia él, más despacio que de costumbre. Nota los músculos de las piernas agarrotados y el cuerpo dolorido.

—¿Dónde estabas? —le pregunta Durand, aunque ella apenas lo oye. Es como si su voz le llegara desde algún lugar lejano.

Juana se dirige hacia su habitación, un espacio ahora iluminado por velas. Por sorprendente que resulte, las piernas no le fallan. Tiene la sensación de que se va a desmayar, pero se mantiene en pie. Es, muy a su pesar, tan sólida como una pared.

Hay un taburete en el que su madre, su padre, el cura, sus tres hermanos y su tío ya han presentado sus respetos. Ahora le toca a ella.

La voz de Durand viaja hasta Juana desde algún lugar lejano. Es como un susurro que se cuela a través de una grieta en la pared.

—Era casi mediodía —empieza a decir—. No había nadie en casa, aparte de tu hermana y yo. Tu padre y tus hermanos habían ido al mercado. Tu madre estaba visitando a Jehanne. Me ha dicho que hacía horas que habías salido hacia el Bois Chenu y que aún no habías vuelto. Me ha pedido que fuera a buscarte, porque temía que te hubiera pasado algo. Así que he salido y tu hermana se ha quedado sola en casa. Cuando he vuelto, la he encontrado al pie de la escalera. ¿Dónde estabas, Juana?

Ella levanta una mano sin mirarlo. Para. Para, por favor.

Está demasiado conmocionada, demasiado cansada para llorar. Se arrodilla, le coge la mano a Catherine y se la apoya en el corazón.

Si te mueres, piensa, toda mi bondad morirá contigo, y esto de aquí, este corazón, se volverá duro como la piedra. Me da miedo imaginar en qué puedo convertirme. Mi corazón está en tus manos.

Juana espera una respuesta: un movimiento de la palma, un temblor en algún dedo. Se pasa horas mirando a Catherine, cuyo rostro ha adquirido a la luz de las velas una tonalidad ambarina, una belleza etérea. Pero los párpados le pesan y no puede resistirse. Ha caminado doce millas, más de ocho horas en un solo día. Ha lavado los manteles de todo un mes. Y, aun así, ha fracasado.

Se despierta por la mañana al oír el tañido de las campanas. Baja la mirada: la mano de su hermana sigue entre las suyas, pero ya está fría.

Con la luz del día, Juana sale de casa. Se dirige a los campos quemados, arrasados por el fuego inglés.

La mañana solo es engañosamente cálida; los surcos devastados están iluminados por un sol blanco y brillante que, sin embargo, no desprende calor.

Piensa en la cama de Catherine. Después de las primeras horas, Juana se había quedado dormida. Pero creía —¿o tal vez fuera su imaginación?— haber notado que la mano se movía y, al despertarse, le había parecido que su hermana tenía la cabeza vuelta hacia ella. Las sombras de la habitación y las llamas de las velas convertían los ojos de Catherine en dos puntos de luz que destacaban, como estrellas gemelas, en una oscuridad diluida. Al llegar la mañana, sin embargo, Juana se había dado cuenta de que el cuerpo de su hermana estaba en la misma postura que cuando había entrado en la habitación. Durand le ha dicho que Catherine no se había movido ni una sola vez antes de exhalar su último aliento y morir, así que Juana piensa que debe de haber sido un sueño, un recuerdo que ella misma ha fabricado.

Los curas no te enseñan a rezar, al menos no así, piensa. Siempre hay que arrodillarse, encorvar la espalda, bajar la cabeza, unir las manos en un gesto de súplica y rezar en susurros. No te enseñan a rezar de pie, con las piernas separadas, los brazos levantados y los ojos clavados en el cielo. No te dicen que regatees con tu Dios, como si estuvieras intentando sacarle al pescadero un buen precio por un filete de caballa, ni que des órdenes a los ángeles como si fueran pinches de cocina, ni que trates a los santos como a criados que han olvidado vaciar las bacinillas de sus amos.

Juana, sin embargo, mira directamente a los ojos de su Dios. Extiende los brazos y muestra su nuevo corazón de piedra.

Dame fuerza, reza, y no solo la fuerza para resistir, sino más, la fuerza de diez, de cincuenta, de cien hombres. Dame los dones que recibían los héroes de antaño: los dones de la matanza y de la victoria. Dame un coraje brutal y desinhibido, que haga rechinar los dientes a los hombres. Haz que mi carne, mi corazón y mi alma sean invulnerables al dolor.

Le dice a su Dios: Déjame vengarme de aquellos que han hecho daño a quien más amaba en el mundo. Ellos son los responsables. Ellos son los enemigos de Francia y también los míos, porque si la guerra no se estuviera librando aquí, si se hubiera producido en otro lugar, en otro reino y país, entonces nada de esto habría sucedido. No a mí. Estos son sus nombres. Recuérdalos.

Juan de Lancaster, duque de Bedford,

regente de Inglaterra

Enrique VI, futuro rey de Inglaterra

Felipe, duque de Borgoña

Duda solo un momento antes de añadir al delfín. Es vuestra debilidad, piensa, vuestra inacción y vuestro miedo lo que nos ha llevado a este punto, lo que dejó las puertas del reino abiertas de par en par y permitió que estos lobos pudieran entrar en mi pueblo. Repite los nombres, como si Dios fuera un alumno lento que necesita que le recuerden las cosas y los ángeles estuvieran buscando estiletes y tablillas de cera para anotarlos. Saborea los nombres en la boca y cada palabra es como una semilla amarga: Juan de Lancaster, duque de Bedford, regente de Inglaterra. Enrique VI, futuro rey de Inglaterra. Felipe, duque de Borgoña.

Cómo va a olvidar a los tres hombres que le hicieron daño a Catherine, que la llevaron a la desesperación. Hombres que parecen lobos. Hombres que no hablan francés. Hombres con cicatrices en los brazos. Dios, dirige mi camino hacia ellos; guíame con tu mano divina. Antes de que sus almas bajen al infierno, que mi rostro sea el último que vean en esta tierra. Que mueran retorciéndose de dolor. Que se arrepientan, pero que no reciban misericordia.

Su majestad el delfín, Carlos VI. Rey de Francia. No conocéis mi nombre. Ni siquiera sabéis que existo, pero voy a por vos.

Al día siguiente, antes de que su tío se vaya, ella le pregunta qué es el blanc-manger. ¿Existe de verdad?

Durand solía trabajar en cocinas.

—Sí —asiente el hombre—. Sí, existe, pero no es un plato sencillo. Se necesita carne finamente picada, que puede ser capón o pescado fresco, y azúcar de alta calidad. Todo esto debe cocerse en arroz y leche de almendras hasta que esté espeso como un flan. Y también se le puede añadir anís o azafrán. Como ves, no es comida de plebeyos.

—Mi hermana me envió a Vaucouleurs a buscarle un plato de blanc-manger —le explica ella.

Su tío baja la mirada. No dice: Entonces, Catherine sabía muy bien lo que pensaba hacer ese día.

El cura está convencido de que lo ocurrido fue un accidente, y Juana le ha mentido a la cara.

—Antes de salir de casa —le dijo—, olvidé dejar una jarra de agua junto a su cama. Probablemente tenía sed y se cayó.

Pero Dios, piensa ella, lo ve todo.

Se ha olvidado del premio que llevaba en el bolsillo, lo que le dio el cocinero de Vaucouleurs; todavía sigue envuelto en una servilleta limpia. Al desplegar el paño, le cae en la palma de la mano una oblea dorada que parece un sol en miniatura. Su tío se inclina para acercar la punta de la nariz al dulce.

Huele y sonríe.

—Es un perfume inconfundible —dice—, el olor de la canela.

Juana envuelve otra vez la oblea en la servilleta y se la da. Cuando su tío la coge, parece a punto de echarse a llorar. Juana sabe que ambos están pensando lo mismo: Esto no era para ti.

Durand se marcha y ella sabe que no volverá. Nunca se había quedado tanto tiempo en Domrémy. ¿Cuántos días pasó sentado junto a Catherine, cogiéndole la mano y tratando de ayudarla a olvidar? Pero ahora, por primera vez en su vida, se ha quedado sin historias que contar. La princesa con el pelo de color rubio pajizo que lleva un vestido de brocado y unas zapatillas plateadas es ahora una figura cómica y ridícula. Sigue felizmente casada, en un reino muy muy lejano: todos los años engendra un nuevo hijo y está rodeada de criaturas que suspiran con dulzura mientras duermen en sus cunas doradas; pero Catherine ya está muerta.

Invasión, muerte. Durand ya ha visto antes esas cosas, solo que no tan de cerca, y han hecho mella en él. Este pueblo, además, nunca volverá a ser el mismo. Su corazón de vagabundo debe seguir adelante. Cuando llegan a las afueras de Domrémy, Juana llora. Lo estrecha entre unos brazos casi sin vida y hunde la barbilla en su hombro. Él está más delgado que cuando llegó y tiene el pelo salpicado de canas. Le nota todas las vértebras de la columna. Lo abraza como si fuera el gato Matagot.

Su tío se muestra paciente. Solo retrocede cuando a Juana se le agotan las lágrimas, cuando se aparta con un estremecimiento y deja caer los brazos a los lados.

—Nos conocemos desde hace mucho tiempo, ¿verdad? —dice él, y ella asiente.

Mientras su tío le limpia las lágrimas y los mocos (¿quién más haría algo así, tocar sus lágrimas y sus mocos?), Juana piensa: Somos soldados en una campaña que ha llegado a su fin, y aunque los dos estamos vivos, lo hemos perdido casi todo.

Su tío sonríe y los ojos le brillan, pero Juana es incapaz de saber qué siente, si se alegra de marcharse o está apenado. Sin embargo, su sonrisa dice: El mundo es grande, pero también puede ser pequeño. Quizá nuestros caminos vuelvan a cruzarse. No estoy preocupado por ti, y tú no deberías preocuparte por mí.

Se aleja de ella, masticando la oblea. Esa es su última lección para Juana: cómo debes afrontar la vida cuando te machaca con los puños. La cabeza bien alta y los hombros erguidos. Puede que se te parta el corazón, pero no debes dejar que los demás lo vean, ni en tu expresión ni en tus ojos. Camina con paso enérgico hacia un destino aún desconocido. Puede que falten horas o días para tu próxima comida caliente, que tu próxima cama sea una posada o una zanja húmeda, pero conservas en la boca el sabor de la canela. El pasado es el pasado, y a los muertos, enterrados en sus mortajas, siempre hay que dejarlos atrás.

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