XII
Ahora están en Maxey, en territorio enemigo, pero para él es su hogar: una sucia casa de campo con el tejado bajo, tres hijos y una esposa, apenas un par de pulgadas más alta que Juana, que se queda mirando fijamente a la muchacha, como un búho que no pestañea, cuando aparece en el umbral. Los niños, mochuelos de pelo rubio oscuro, parpadean y se miran unos a otros, comunicándose en el lenguaje tácito de los hermanos: no saben qué pensar de su invitada.
Ve al hombre levantar al más pequeño de sus hijos —una niña— y besarle la coronilla. Lo ve alborotar el pelo a los otros dos niños, aunque le sangra un costado de la cabeza y aún no ha tenido tiempo de limpiarse. A lo mejor estoy muerta y no lo sé, piensa. O a lo mejor es que los borgoñones quieren a sus hijos más que los franceses. La mujer sigue observándola, mirándola alternativamente a ella y a su marido.
—¿Qué ha pasado? —dice con una voz que apenas es un susurro—. ¿Ladrones? ¿Bandoleros? ¿De dónde ha salido esta niña?
El hombre reflexiona. Responde despacio, meditando sus palabras a pesar del dolor.
—Sí, ladrones. Hemos perdido algo de dinero. —Se vuelve a mirar a Juana y no añade nada más.
Después de vendarle la cabeza a su esposo, la mujer le ofrece a Juana un cuenco lleno de una sustancia caliente y viscosa. Sabe peor que el potaje que le dan en casa, pero está hambrienta y se lo termina. La mujer le coge el cuenco vacío, lo vuelve a llenar y se lo pasa de nuevo. Le enseñan dónde dormir, porque no puede volver a casa, esa noche no, y se acuesta. Observa a los otros niños y ellos la observan a ella. Podrían haberle ofrecido un jergón duro como una piedra, y habría dormido igualmente. Se pregunta cómo es posible que siga viva. ¿Cómo es que Jacques no los ha perseguido hasta aquí y les ha retorcido el pescuezo a los dos? La noche es cálida, pero le tiembla todo el cuerpo.
Al llegar la mañana, abre los ojos. Extiende una mano para rascarse y una araña le cae de la mejilla y se escabulle. Está casi convencida de haber imaginado todo lo ocurrido la noche anterior, hasta que ve a los hermanos que no son sus hermanos durmiendo a su lado, y a los padres que no son sus padres y que —aún se le antoja asombroso— quieren a sus hijos y no desean hacerles daño. Recorre con la mirada los brazos, las caras, los pies descalzos. La respiración de los niños es regular y tranquila. No tienen marcas de golpes.
Se da cuenta de que el hombre estaba esperando a que se despertara. Tras dejar atrás la casita, caminan hasta el final del sendero que empieza en Maxey. Cuando el hombre se dispone a dar media vuelta, se mete una mano en la parte delantera de la casaca y le ofrece un trozo de queso envuelto en hojas húmedas. Parece apenado por ella. Quién sabe a qué tendrá que enfrentarse cuando llegue a casa... Cierra los ojos, no quiere pensar en ello. Y, sin embargo, él también se ha llevado lo suyo. La sangre se ha filtrado y le empapa el vendaje de la cabeza.
Juana observa con atención al hombre antes de agacharse y palpar con los dedos el dobladillo del vestido. Rompe la costura con las manos y las monedas le caen en la palma. Le ofrece unas cuantas al hombre, que observa esas piezas relucientes como si el dinero pudiera dar sentido a lo que le ha sucedido. Juana lo ve coger con rapidez las monedas. Esta vez sí que las acepta.
—Lo siento —dice ella, aunque no añade «por la herida, por el dinero perdido, por mi padre y sus engaños».
Vacila. Incluso antes de hablar, está segura de que esto es algo que su padre también intentaría hacer: sacar el máximo partido posible al dinero ya pagado.
—El niño que murió... se llamaba Guillaume —dice—. Solo tenía siete años. Sé que piensas que fue un accidente, pero ¿has oído algo más en Maxey...? Verás, en mi aldea creen que no fue un accidente. Hemos oído decir que alguien lo empujó.
Se miran fijamente y a él le centellean los ojos un instante, antes de sacudir la cabeza y alejarse. Es la primera vez que no la trata con amabilidad. No traicionará a su pueblo, como acaba de hacer ella.
Juana da media vuelta en dirección a su casa. Aún es temprano; el sol apenas ha abierto un ojo, el aire es fresco y la tierra está cubierta de una neblina amarilla traslúcida. Más tarde empezará a hacer calor y los carros o mulas que pasen por los caminos levantarán nubes de polvo. Pero, de momento, las briznas de hierba aún están cubiertas por la lluvia de la noche anterior, y los sueños siguen tejiendo sus hilos en las casas, tras los postigos de las ventanas.
Se sorprende al encontrar a su hermana esperándola en la puerta. Cuando Catherine levanta la vista, Juana se da cuenta de que está llorando.
Al principio, cree que es porque ha estado desaparecida toda la noche. Pero las lágrimas de Catherine no son de alivio. Está todo en silencio, y ella está acostumbrada al tap, tap de unas patitas que corren a su encuentro. ¿Dónde está ese ladrido agudo capaz de despertar a toda una aldea, ese aullido capaz de resucitar a los muertos?
Lo que sale de la boca de Catherine es un balbuceo incoherente, pero Juana cree oír una palabrota en alguna parte. Que su hermana maldiga la coge por sorpresa, pero justo entonces se acuerda. Es el nombre de su perro.
—Salaud...
Ahora es Juana quien grita. Se le forma un nudo en la garganta por el esfuerzo que tiene que hacer para hablar en un tono más alto de lo habitual.
—¿Nadie podía protegerlo? —pregunta, alargando las palabras.
En realidad, no está preguntando, está suplicando. No espera respuesta. Inclina la cabeza, y la barbilla se le hunde como un peso en el pecho. Es consciente de que su hermana intenta abrazarla, pero se escurre entre sus brazos como un pececillo por el agujero de una red. Se aleja, tropezando con sus propios pies. Llora.
Sigue caminando hasta llegar al límite del Bois Chenu. Pero ¿por qué ha venido hasta aquí? Tarda en comprenderlo el mismo tiempo que en limpiarse los mocos con la manga. Está aquí para suplicar un deseo que jamás se le concederá. Si regresa al lugar de los acontecimientos de anoche, tal vez pueda volver atrás en el tiempo. Seguir caminando y riendo con su tío a la luz de la antorcha, que permanecerá a salvo en su mano. Y dejar que el hombre de Maxey se enfrente a su destino, sea cual sea.
Permanece de pie sin moverse, con las manos ahuecadas bajo el pecho para atrapar lo que se le pueda escapar a través de la piel. Una alondra canta en un árbol cercano; la nota se mantiene, un sonido apenas audible en un mundo dormido. Y, sin embargo, transmite todo su dolor.
No hay palabras. No hay palabras para expresarlo.
Ya han estado aquí antes, en este lugar concreto del campo ahora casi despojado de su cosecha. Tiene los ojos tan anegados en lágrimas y enrojecidos que hasta le duele parpadear. El sol se está poniendo y el dolor aún se filtra. Le gotea la nariz.
Cuando pregunta cómo, Durand niega con la cabeza.
—Es mejor que no lo sepas.
Ella, sin embargo, se muestra inflexible.
—Cuéntamelo todo —le exige.
Y él empieza.
—Tu padre regresó solo, y estaba pálido de rabia. El fuego solo le había chamuscado la camisa, no se había quemado. Pero le temblaban las manos. «Mi hija, mi propia hija, una traidora», repetía una y otra vez. Parece que sabía muy bien lo que iba a hacer, porque no vaciló ni por un instante. Encendió el fuego. Y nosotros, Isabelle, yo, incluso Jacquemin, intentamos calmarlo y le preguntamos: «¿Un fuego, Jacques? La noche es cálida, no hace falta un fuego. Seguro que nadie va a coger frío. Ven y siéntate, toma un poco de cerveza y come un trozo de pan. O podemos calentarte un cuenco de potaje». Le estábamos suplicando, pero se notaba que no nos escuchaba. Tenía una mirada ausente. Todavía estaba dándole vueltas a la escena del bosque, y las llamas que veía no eran las que tenía delante de él. No, eran las de la antorcha que tú le habías lanzado, Juana. Lo vimos encender su propia antorcha con un poco de paja y subir la escalera hasta donde estaba tu hermana.
»Le vi las intenciones en cuanto encendió la antorcha. Traté de cortarle el paso, pero ya conoces el brazo de tu padre. Me empujó sin esfuerzo al otro lado de la habitación y tu pobre madre tuvo que levantarme del suelo. No vi lo que pasó, pero sí lo oí. Los gritos. Catherine intentó huir escaleras abajo, para protegerlo. Fue inútil. Se lo arrancó de los brazos. Le prendió fuego, como si fuera la rueda en la víspera de San Juan. Murió en brazos de tu hermana: tenía la mitad del cuerpo quemado, pero ella no lo soltó, aunque el pobre agonizaba..., y ella también, por no haber podido salvarlo. Todos sabíamos lo que significaba para ti. Yo, que tantos pecados he cometido en mi vida, jamás habría podido hacer algo así. Solo el olor... Salí de casa y vomité en un arbusto.
Juana piensa que cualquier otra persona no habría entrado en tantos detalles. Que habría omitido la parte de las quemaduras, de los gritos, que habría afirmado que lo habían matado de un solo golpe, tan fácil como retorcerle el cuello a un gorrión. Murió muy rápido, Juana, podría haber dicho su tío. Eso es todo.
Pero son dos soldados, uno viejo y otro joven, y esta es una batalla que han perdido. No todo van a ser victorias. No siempre saldrán indemnes.
Durand nunca habla de la guerra con Catherine. Solo intercambian bromas —¿cuántos corazones ha roto Catherine hoy y cuántos corazones planea haber roto para cuando se sienten a cenar mañana?—, canciones e historias de amor, de suspiros, cuentos de caballeros y princesas enamorados. Y esas princesas deben de ser hermanas o gemelas, porque son idénticas en todos los cuentos: tienen el pelo rubio pajizo, llevan vestidos de brocado de plata y zapatitos puntiagudos, y se pasean por espaciosos salones de palacios antiguos. Las historias que Durand le cuenta a su hermana suelen acabar bien: las princesas se casan con reyes viudos o dan a luz niños sanos y rosados que se ríen nada más nacer.
Con Juana no es así. A ella le cuenta noticias de la guerra que Francia está perdiendo, de forma lenta pero segura, pese a la ayuda de sus fieles aliados, los escoceses. A ella le habla de asedios, del precio que un gato tiene en el mercado cuando la ciudadanía se muere de hambre; con ella todo son relatos de batallas recientes, de bandas de mercenarios que queman franjas enteras de Francia y le prenden fuego a todo aquello que no pueden llevarse o vender por un precio despiadado: casas, iglesias, gente, ganado... Le cuenta que un ahorcado siempre se mea encima.
—¿Siempre? —pregunta ella.
—Siempre —responde él, asintiendo, y le explica que debe de ser una especie de reflejo natural, o quizá solo el miedo a la muerte, lo que hace que un hombre se humille de ese modo cuando los pies le cuelgan en el aire.
También le cuenta que quienes mueren quemados en la hoguera aprietan los puños, como si estuvieran tratando de luchar contra las llamas.
—¿Cómo sabes eso?
Juana se muestra escéptica, tiene montones de preguntas; pensaba que a los quemados en la hoguera les ataban las manos y los brazos a un poste. Pero su tío se encoge de hombros.
—Lo he visto —dice—. En el curso de mis viajes, he visto cosas que desearía no haber presenciado. Pensaba que las olvidaría a medida que me hiciera mayor. Pero no es así, más bien al contrario. Recuerdas ciertas cosas de forma más vívida.
Debe de pasarme algo malo, reflexiona Juana, y no porque normalmente tenga aspecto de haber escapado de una batalla con los ingleses, siempre con algún corte o alguna parte del cuerpo hinchada, cosa que hace pensar en la guerra, en los heridos y los moribundos. Puede que haya nacido bajo una estrella maligna o un cometa. Tal vez haya algo desafortunado dentro de mí, algo que atrae la mala suerte, que hace que mi padre me odie, que mi madre rece por mí, que el cura sacuda la cabeza y que mi tío empiece a contarme historias de peste y hambrunas apenas me da los buenos días.
El cura, que se ha enterado de que el perro de Juana ha muerto, aunque no de cómo, se compadece de ella. Así que, a la mañana siguiente, la invita a la iglesia y la deja sentarse en una mesa con el tablero inclinado. Le pone un libro delante y lo abre con cuidado, como si las páginas fueran alas de mariposa. Es el primer libro que Juana ve y toca, un compendio de las vidas de los santos. Consciente de que Juana no sabe leer, el cura le permite pasar las páginas y mirar los dibujos. Ve a Sebastián, con el cuerpo atravesado por flechas, como si fuera un puercoespín humano, y reconoce a Miguel, pisoteando la cabeza de la serpiente Satanás. Ve a una joven con un rostro muy parecido al de su hermana tocar el radio de una rueda gigante, que se agrieta junto a sus piececillos dibujados en forma de pétalos de flores. El sacerdote lanza miradas furtivas a los ojos hinchados de Juana, a su nariz húmeda y enrojecida, y quiere mostrarle un sufrimiento grande y noble para que olvide sus propias desgracias. Pero no funciona. No hay comparación entre su dolor y el martirio de los santos, que aceptan el sufrimiento con resignación, incluso cuando los apalean o los decapitan. Le dice al cura que le gustan los colores, el azul oscuro de los cielos y de las capas de los soldados, y las estrellas y los halos hechos en pan de oro, y el sacerdote cierra el libro, consciente de que ha fracasado. Juana se marcha.
Más tarde ese mismo día, cuando está de nuevo con Durand, su tío se vuelve hacia ella. Juana sigue llorando y está convencida de que nunca dejará de llorar. Él le toca el hombro.
—Tomaste una decisión, Juana. Podrían haber rematado a aquel hombre o darlo por muerto y marcharse, y entonces su mujer sería una pobre viuda y sus hijos no tendrían padre —dice—. Toma. Tengo un regalo para ti —añade.
Juana mira hacia abajo y ve, en la mano extendida de su tío, un pequeño cuchillo de los que se usan para cortar fruta o ramas.
Recuerda la reunión de mujeres en la casa de Guillaume, los ojos de su madre cerrados con fuerza mientras murmuraba una oración. Recuerda los cuerpos encorvados, como palomas que se acurrucan para combatir el frío invernal. Nadie hablaba en voz alta, todo se susurraba. Una anciana, la abuela del niño muerto, removía con su mano huesuda el contenido de una olla y ese era el ruido más fuerte que se oía en la habitación. También recuerda la reunión de hombres en casa de su padre: la inquietud, los paseos de un lado a otro, los músculos crispados bajo las camisas, los puños que se abrían y luego se cerraban en torno a gargantas de aire. Los hombres querían venganza. Las mujeres querían salvación. Si tuviera que elegir, piensa, elegiría la acción sobre la oración. Me vengaría, pero también salvaría. ¿Es posible algo así? Sabe que no cambiaría nada si pudiera revivir el pasado. Entraría en el claro e iluminaría los ojos de su padre con el fuego de la antorcha para defender al hombre de Maxey, igual que él la había rescatado de los ladrones en Vaucouleurs.
Coge el regalo. No le hace falta preguntarle a su tío para qué puede utilizarlo. En el bolsillo tiene dos clavos doblados. Ahora también tiene un cuchillo.
Por la mañana se encuentra con el gato de Guillaume en la carretera. La familia del niño muerto no trata bien al animal. La abuela siempre lo espanta con una escoba, pero el gato está tomando el sol con expresión despreocupada en una mata de dientes de león marchitos. Juana lo coge. Como hacía su antiguo amo, restriega la cara contra la suave curva de la columna vertebral hasta que le pican los ojos por culpa de las lágrimas y el pelo de gato. Le ata un saquito en torno al cuello y en el saquito mete las monedas que aún le quedan en el vestido. Deja al gato en la puerta de la casa del niño muerto: la siguiente vez que lo ve, está en brazos de la hermana de Guillaume, dejándose acariciar, y ya no lleva el saquito al cuello. Según la historia que circula por el pueblo, el gato salió un día y regresó con un tesoro. La familia cree que el gato trae suerte y le han puesto nombre: Matagot, en honor a un espíritu de Gascuña. Un matagot puede ser bueno o malo, pero se sabe que adopta forma de gato. Si tratas bien a un matagot y le das de comer, puede que te traiga una moneda de oro. El gato no tarda en estar tan gordo como el cojín de una dama y tan satisfecho, según dicen, que no se molesta en cazar ratones. Cuando pasa junto a Matagot, el gato la observa y parpadea con sus ojos de color verde grisáceo.
Juana se entera de que Enrique, el rey de Inglaterra, ha muerto. La disentería ha acabado con él, aunque puede que eso solo sea otro rumor. Pero tiene un hermano, Juan de Lancaster, el duque de Bedford, que ejercerá como regente hasta que su sobrino, el heredero al trono, sea mayor de edad. Juana pensaba que la guerra terminaría cuando Enrique muriera, pero parece que Inglaterra no está dispuesta a marcharse de Francia solo porque su rey sea ahora un cadáver. Aún quedan pueblos y ciudades que conquistar. Hay otros reyes. Puede que mañana, la próxima semana o el próximo mes ella y su familia se despierten y descubran que son ingleses.
Así pues, la guerra continúa. Así pues, el círculo gira.
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